Diario de un
resentido social
Semana del 4 al 10 de
marzo de 2002
¿Cosas del azar?
Creo en la casualidad.
Hay quien se empeña en recalcar machaconamente que
«casualidad» es tan sólo el término que los mortales reservamos para designar
aquellos procesos que están sujetos a tantas y tan complejas determinaciones
que desbordan ampliamente nuestra capacidad de predicción. En ese sentido, la
casualidad no sería, en último término, sino una variedad especial de la
causalidad.
Pero el pensamiento humano es eminentemente práctico. Y, a
fines prácticos, lo que nos interesa de la casualidad no son los aspectos
genéricos que la emparentan con las otras formas de determinación, sino las
especificidades que la convierten en funcionalmente indomeñable. Por supuesto
que el resultado de cada tirada de dados viene prefijado por la colocación de
éstos en el cubilete, las variaciones que experimenta su posición cuando el
jugador los agita, la fuerza con que los arroja, la textura de la superficie
sobre la que caen, el grado de humedad del aire, etcétera. Pero lo que interesa
al resto de los jugadores –lo que justifica que jueguen– es que nadie puede
controlar todas esas variables para ponerlas al servicio de sus propios fines.
A tales efectos, es igualmente indiferente que el juego de los dados esté
sometido, en su conjunto, a la ley de probabilidades. Porque el dinero se juega
en cada tirada concreta.
Ahora bien: una cosa es creer en el azar y otra, muy
distinta, considerar que si el suelo se moja cuando llueve es por pura
casualidad.
Tomemos el caso de las últimas detenciones efectuadas por
Garzón en Euskadi.
Sabemos que el ministro del
Interior, Mariano Rajoy, viene vaticinando desde hace meses que las
manifestaciones que van a realizarse en Barcelona con motivo de la próxima
Cumbre de la UE degenerarán en graves incidentes como resultado de la
confluencia de las huestes vascas de la kale borroka y los contingentes
de okupas de la propia capital catalana. Y nos encontramos con que, en
vísperas de esas manifestaciones, Garzón realiza una espectacular redada de
militantes de Segi, de los que dice que «se preparaban para viajar a
Barcelona». Rajoy, alborozado,
presenta esas detenciones como una imprevista confirmación de que los
actos contra la globalización neoliberal vienen envueltos en un halo de
amenazante violencia, con la obvia intención de intimidar a la mucha gente
pacífica que quisiera participar en ellos, pero que no tiene el menor deseo de
verse en medio de una batalla campal.
¿Conclusión? Que sí, que la casualidad
existe. Pero el resultado de sumar dos y dos es un asunto de otro género.
(10-III-2002)
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Por lo civil
Me hastían los recursos polémicos de los fanáticos. Da igual
lo que puedas decir o escribir; tienen en su cabeza un retrato-robot de
quienes se oponen a su causa y, como tú no encajes en su idea previa, peor para
ti: ellos se encargan de encajarte, por las buenas o por las malas.
Escribí el miércoles pasado contra algunas de las
coartadas que suelen utilizar por aquí los incondicionales de las autoridades
de Israel. Un buen puñado de los aludidos me ha escrito para ponerme de vuelta
y media, cosa que me parece perfectamente comprensible y normal. Lo que no
considero ni normal ni comprensible es que se permitan hacer caso omiso
de mis argumentos, me achaquen posiciones que jamás he defendido y me abronquen
por ellas.
Me acusan, por ejemplo, de defender posiciones antisemitas. No
sólo no lo hago, sino que sería absurdo que lo hiciera. Todos los habitantes
del Oriente Medio son semitas. Lo son tanto los hebreos como los palestinos. El
antisemitismo, sencillamente, no pinta nada en esta desdichada disputa.
Otro reproche igual de inventado: dan por hecho que soy
antijudío. ¿De dónde se sacarán esa falacia? Durante los siete lustros que
llevo ejerciendo de opinador, nunca he dejado de abominar las imputaciones
genéricas. Todas. Soy alérgico a los prejuicios en general y, muy especialmente,
a los que apelan a circunstancias de raza, etnia, nación, pueblo, casta o clase
social. He sostenido invariablemente que nadie puede ser considerado ni mejor
ni peor a causa de su cuna.
Me repugnan los pogromos en cualquiera de sus versiones.
Pero, por la misma razón, tampoco puedo aceptar que haya quien reclame para su
pueblo la categoría de «elegido».
De acuerdo con ello, siempre he visto el sionismo con viva
antipatía, tanto por el fundamento literal y explícitamente mesiánico de su
ideología como por sus prácticas de demostrada agresividad expansionista. Pero
mi rechazo del sionismo es estrictamente político-ideológico. De hecho, conozco
a muchos judíos que tienen por el sionismo aún menos simpatías que yo. Como
conozco también a bastantes no judíos que lo apoyan, buena parte de ellos por
mera complicidad anti-islámica.
Mis simpatías están del lado de quienes, judíos y árabes, se
esfuerzan en aquella sufrida tierra por crear las condiciones que permitan
establecer una ciudadanía laica, tan respetuosa de cualquier fe como ajena a
todas ellas. Una ciudadanía plenamente civil, dicho sea en la sexta acepción
que recibe ese término en el diccionario de la lengua castellana: ni militar ni
eclesiástica.
(9-III-2002)
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El tema
En la mesa contigua a la mía comen cuatro hombres. Les he
echado una ojeada al llegar. Oficinistas.
Ahora no los veo. Me he sentado de espaldas a ellos.
Oigo su conversación. Charlan sobre lo que podrían haber sido
y no son. Y sobre lo que nunca pensaron que serían, y son.
–Cuando me casé, yo pesaba apenas 60 kilos –dice uno.
Los otros ríen. Sin sarcasmo. Con benevolencia.
–A mí me hubiera gustado dedicarme al tema de la hostelería.
La hostelería es un tema que siempre me ha atraído –apunta otro, con un punto de melancolía.
Me digo que el hostelero frustrado es –o fue, al menos–
votante del PSOE.
El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua
recoge hasta siete acepciones de la palabra tema. Las dos primeras se
refieren a la materia sobre la que versa un discurso. La tercera afecta a las
formas que, en ciertas lenguas, presenta un radical para recibir los morfemas de
flexión. La cuarta y quinta son propias de la terminología musical. La sexta
sirve para retratar la actitud arbitraria de quien se obstina contra algo o
alguien. En fin, la séptima queda reservada para las ideas fijas que suelen
tener algunos dementes.
No parece que la hostelería encaje en ninguno de esos
apartados.
Ahora es ya muy poco frecuente el uso desconsiderado –el
abuso– del término en cuestión, pero hace 8 o 10 años era de lo más corriente.
Todo se volvía tema. «¿Cómo llevas el tema?», «¿En qué tema discrepa
ese?», «Ahora es muy difícil conseguir subvenciones para el tema del girasol»,
«La Comunidad Europa se ha puesto muy dura con el tema de la construcción
naval», «Si se supera el tema de las elecciones...». Los mandamases de la
política tematizaban la vida en pleno y el resto del personal,
probablemente para demostrar que estaba a la altura de la modernidad reinante,
hacía lo propio. Recuerdo cierta ocasión en la que Javier Solana, a la sazón
ministro de Educación, hablando con un grupo de funcionarios de la Enseñanza,
dijo: «En cuanto al tema de los funcionarios...». Uno de los presentes,
veterano literato, le cortó en seco: «Señor ministro: los funcionarios podremos
ser muchas cosas, sin duda, pero desde luego no un tema».
El 99 por ciento de las veces lo único que hacía el tema era
estorbar. Mi vecino comensal podría haber dicho, por las mismas: «Me hubiera
gustado dedicarme a la hostelería». Y se habría ahorrado no sólo una palabra,
sino también, y ya de paso, una patada al diccionario.
Supongo que, sin darse cuenta, el hombre estaba añorando
aquel tiempo en el que todo el mundo hablaba del tema. Aquel tiempo –ay–
en el que él optó por no dedicarse a la hostelería.
(8-III-2002)
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Esto no es vida
Miércoles, 6 de marzo. Empiezo de buena mañana mi jornada de
trabajo. Compruebo que siguen sin funcionar los enlaces con esta página web.
Imagino que Mundofree ha tenido una nueva avería, o que están en dique seco
para realizar labores de mantenimiento. Preparo todo para subir la
actualización en cuanto sea posible.
Me llaman de Radio Euskadi: va a empezar la tertulia. Conecto
la línea RDSI, que me permite intervenir con la misma calidad de sonido que si
estuviera en los estudios de la Gran Vía de Bilbao. Charlo en directo con
Antoni Segura y Margarita Robles sobre el mal rollo que tiene el Gobierno de
Aznar con el movimiento antiglobalización y las protestas que prepara en
Barcelona. Rajoy trata de amalgamarlo con la kale borroka, ETA y todos
los demonios.
Acabada la tertulia, vuelvo a probar la conexión con
Mundofree. Nada. Hago la prueba de ver otras web también gestionadas por
Mundofree. Funcionan. ¡Qué cosa más extraña! Llamo al Servicio de Atención al
Cliente. Pasarán nota al servicio técnico.
Salgo zingando para Akal, que tiene su sede en Tres Cantos, a
veintitantos kilómetros de la Puerta del Sol. Según llego, me enfrasco en la
lectura de varios manuscritos cuya hipotética publicación me toca evaluar. Uno
es dudoso, otro francamente ilegible y otro espléndido. Atiendo varias llamadas
de teléfono. Telefoneo de nuevo a Mundofree, con idéntico resultado (con
idéntica falta de resultado). El tiempo pasa volando. De pronto, me doy cuenta
de que he de salir a escape si no quiero llegar tarde a una comida de trabajo
que tengo en Madrid. Me equivoco en la salida de la carretera de Colmenar hacia
la M-30. Pese a ello, llego puntual. Comemos a toda leche. Me entero de algunas
cosas interesantes para aquilatar cómo está el patio político capitalino.
(Breve resumen: sigue siendo un gallinero).
Durante la comida, recibo una llamada del servicio técnico de
Mundofree: me piden mi clave de acceso al servidor. Se la doy.
Regreso a Akal. Sigo trabajando. Avanzada la tarde, reclamo
de nuevo a Mundofree. Me informan –¡toma sorpresa!– de que han bloqueado
deliberadamente mi página web porque han comprobado que tiene un trajín que «no
es propio de una página personal», lo que les ha llevado a la conclusión... ¡de
que encubre una actividad empresarial! Tengo que darles detallada cuenta de
quién soy, a qué me dedico y en qué forma estoy vinculado a El Mundo. Les
hago ver que no pueden reprocharme ni que trabaje mucho ni que haya mucha gente
que se interese a diario por lo que hago. Dicen que harán las pertinentes
comprobaciones.
Me llaman de El Mundo para charlar sobre la
prepublicación de algunos extractos de mi libro Ibarretxe, que llegará a
las librerías el lunes 18. No tengo tiempo de hablar con La Esfera de los
Libros para ir planificando los actos de presentación, que se realizarán
sucesivamente en Madrid, Sevilla y Bilbao, con presencia del lehendakari en las
tres ciudades.
Dejo Tres Cantos para volver a casa, donde me espera una
ristra de trabajos, parte de ellos de carácter doméstico (ya sabéis: eso que
las feministas llamamos «la doble explotación»). En el ínterin, recibo una
llamada de Mundofree. Me dicen que han comprobado lo que les he dicho, que es
exacto y que, en consecuencia, ya han desbloqueado mi página. Conecto el
ordenador y actualizo la página tan rápidamente como puedo. Respondo a algunos
correos electrónicos de particular urgencia. Examino la correspondencia postal y
tomo nota de un par de cosas burocráticas que tengo que atender.
Todavía me quedan algunas cosas más que escribir y varias
llamadas que hacer. Paro lo justo mi particular frenesí para ver la final de la
Copa. Disfruto un rato. Continúo luego trabajando hasta la hora de irme al
catre.
Hace apenas diez días, yo era un señor relajado que escribía
desde su casita, sin ajetreos, sin coches, con apenas unas cuantas llamadas de
teléfono. De golpe y porrazo, me he convertido en un tipejo que no para quieto.
Por primera vez desde hace 25 años, empiezo a apreciar las ventajas de las
reformas paulatinas y a mirar con malos ojos las rupturas.
(7-III-2002)
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Sionistas de ocasión
No se puede decir que resulte muy variada la panoplia
argumental que exhiben quienes defienden por estos lares la actuación de las
autoridades de Israel.
Nuestros sionistas vocacionales recurren sistemáticamente a
la comparación: los otros son malísimos. Hacen como si la maldad del
bando opuesto sirviera para demostrar per se la bondad del propio. Tosca
trampa: saben de sobra que la Historia abunda en contiendas entre malos de
diverso género.
Reconozco que algunas de sus excusas consiguen molestarme de
modo muy especial, no tanto porque se basen en sinsentidos, sino porque se
basan en sinsentidos demasiado evidentes.
Así cuando descalifican la causa palestina porque una parte
de sus defensores se sirven de métodos terroristas. Deben ser conscientes –no
pueden dejar de serlo– de que buena parte de los promotores del Estado de
Israel, hoy venerados allí como padres de la patria, fueron terroristas,
organizados como tales y catalogados internacionalmente como tales. De ser
cierto que los medios emponzoñan los fines, el Estado sionista estaría
envenenado de origen.
Otro argumento irritantemente falaz: sostienen que Israel
merece un particular respeto porque es el único Estado democrático de la zona.
Una afirmación como ésa sólo se tendría en pie si la democracia se
circunscribiera a la elección relativamente libre de los representantes
políticos. Pero si el término «democracia» se utiliza como sinónimo de «Estado
de Derecho» –que es lo que hace el común de nuestros conciudadanos–, entonces no
hay tal: Israel desprecia olímpicamente el Derecho Internacional, las
resoluciones de las Naciones Unidas y cuanta ley obstaculice sus designios. Lo
cual no le hace merecedor de especial respeto, sino todo lo contrario.
¿Y qué no decir cuando, cual si hubieran encontrado el
argumento definitivo para evidenciar la maldad intrínseca del bando palestino,
le reprochan «enviar a los niños por delante» para que sirvan «de carne de
cañón»? Obvian el hecho de que, para que alguien pueda servir de carne de cañón,
es imprescindible que otro dispare los cañones. Y que es el ejército de Israel
el que viene disparando, de manera sistemática y a matar, contra niños que
tiran piedras, como si no existiera el material antidisturbios. O contra niños
que no tiran nada, a los que pone a tiro con malas artes. O contra mujeres y
ancianos que están en sus casas tranquilamente. O contra refugiados que no
tienen ni defensa ni escapatoria.
Sólo encuentro una posible excusa para su manejo de
argumentos tan burdos: admito que no tiene que resultarles nada fácil defender
lo indefendible.
(6-III-2002)
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Los amigos de
González
Prosigue la polémica sobre las falsas entrevistas de Felipe González en Marruecos. Pero, por más que se habla de ello, no veo que se señalen dos extremos que son fundamentales en este debate.
El primero
se refiere a la intoxicación que sufrió El Mundo. El periódico recibió la noticia
«de fuentes diplomáticas» españolas, la publicó... y metió el cuezo. ¿Por qué
patinó? Porque dio por buena, sin mayores comprobaciones, la filtración
gubernamental. Todos los Libros de Estilo periodísticos señalan que las
noticias que proceden de una sola fuente deben ser corroboradas o, si ello no
es posible, publicadas con las necesarias reservas, explicitando sus
limitaciones. Si al recibir esa información El Mundo hubiera solicitado
las necesarias confirmaciones o los correspondientes mentís, no se habría
pillado los dedos. Con media docena de gestiones repartidas entre Rabat y
Ferraz, la noticia habría aparecido con los matices de rigor: unos dicen, los
otros niegan.
¿Por qué los medios hostiles a El
Mundo no ponen el acento en este punto? Por una razón muy sencilla: porque
ellos también publican constantemente «noticias» que proceden de una sola
fuente. El Ministerio del Interior, por ejemplo. Callan ese crucial aspecto del
incidente porque no quieren toparse con una aparatosa reprimenda en forma de
«¡Pues mira que tú!».
Segundo asunto, aún más crucial.
¿Cómo pudo ser que El Mundo se creyera tan fácilmente que Felipe
González se había entrevistado en secreto con el rey y el primer ministro de
Marruecos? Por una razón muy sencilla: porque sabía que el ex presidente del
Gobierno mantiene excelentes relaciones con la cúpula dirigente marroquí. Es
público y notorio que viaja al otro lado del Estrecho cada dos por tres y él
mismo admite sin sonrojo que tiene fuertes lazos de amistad con algunos
ministros de Mohamed VI. Sencillamente: algo como lo que se contaba podía
haber sucedido fácilmente.
Todo el mundo dice: «González tiene
derecho a elegir libremente sus amistades y a verse con quien le dé la gana».
Claro: y los demás tenemos derecho a juzgar la catadura de sus amistades y la
decencia de sus contactos. Las amistades que él cultiva en Marruecos,
seleccionadas de entre la banda de expoliadores y sátrapas que rodean al hijo
de Hasán II, genocidas del pueblo saharaui, son del todo impresentables e
indignas de alguien que se pretende demócrata y amante de la libertad. Eso
tampoco se dice. Y no creo que sea un pequeño detalle secundario.
(5-III-2002)
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Vergüenza
Transcurría ayer el segundo tiempo del partido de fútbol Athlétic de Bilbao-Unión Deportiva Las Palmas cuando, «en un lance del juego» –como suelen escribir los árbitros en sus actas–, un jugador del equipo canario arreó una patada a otro del Athlétic. Fue una fea patada, sin duda, pero no llamativamente más fea que bastantes de las muchas que se repartieron con notable generosidad los contendientes a lo largo de los 94 minutos del encuentro.
Los espectadores de San Mamés no lo entendieron así, y una parte de ellos optó por manifestar sonoramente su enfado coreando un grito muy rotundo: «¡Españoles, hijos de puta!».
Ignoro qué porcentaje del público se apuntó al coro. Yo estaba viendo/escuchando la cosa por Canal +, que optó por hacer como si no pasara nada y, desde luego, no enfocó a las gradas. En todo caso, sonó como un grito masivo. Por resumir: no eran cincuenta los gritones. Ni doscientos.
Como vasco, sentí una profundísima vergüenza.
Eso no fue un grito. Fue un rebuzno, propio de gente cuyas neuroncillas no dan para diferenciar el culo de las témporas. ¿Qué litigios tenemos los vascos con el conjunto del pueblo español, fuera de los inducidos por quienes sacan provecho de las querellas entre los pueblos?
Se me dirá que no es nada infrecuente que, cuando los equipos vascos visitan determinados estadios, una parte del público coree consignas semejantes, o incluso peores. Es verdad; puedo certificarlo. En cierta ocasión –hace muchos años, cuando aún acudía de vez en cuando a presenciar partidos de fútbol–, me tocó aguantar en el Vicente Calderón a cientos de energúmenos que gritaron a los jugadores de la Real Sociedad «¡Vascos, hijos de puta!» y «¡Vascos, asesinos!» (y que se lo gritaron, además, desde que salieron al campo, cuando aún no habían tenido ocasión de hacer nada, ni para bien ni para mal).
Me da igual. Nunca he considerado que la barbarie ajena justifique la propia. Que algunos madrileños se empeñen en demostrar que su españolidad es agresiva y excluyente no exime en absoluto de responsabilidad a los vascos que alientan un nacionalismo igual de prepotente, exaltador del odio entre los pueblos.
No es que ignorara que algunos nacionalistas vascos son así. Pero me siento irremediablemente abochornado cuando los veo en acción.
Lo cual sea dicho, además, sin
entrar en el análisis del españolísimo insulto al que recurrieron.
(4-III-2002)
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