Diario de un
resentido social
Semana del 14 al 20 de enero de 2002
...Y cayó Redondo
Hay varios aspectos oscuros en el último
episodio de la crisis del Partido Socialista de Euskadi.
No es verdad que Nicolás Redondo Terreros haya
tirado la toalla porque alguien ha filtrado que en una ocasión se vio con Aznar
y que en otra charló con Ricardo García Damborenea.
Su problema no es, en todo caso, con quién se
ha visto, sino las circunstancias.
En el caso de su reunión con el presidente
del Gobierno, hay dos puntos sospechosos. Es mosqueante, para empezar, que
reconozca que acudió a La Moncloa acompañado por otras tres personas, que
admita sin problemas que dos de ellas eran su padre y Enrique Múgica..., pero
se niegue tajantemente a desvelar quién era el tercer hombre. ¿A qué
viene ese secreto? Sólo puede interpretarse como que tiene algo que ocultar.
Tampoco es razonable que no informara a su
partido de la reunión hasta dos meses después de celebrada. Si la plática
planeada hubiera sido normal, lo lógico es que hubiera hablado
previamente de ella a Rodríguez Zapatero, aunque sólo fuera por si éste
quisiera encargarle de notificar algo a Aznar o de preguntarle por algo
concreto, y que luego le hubiera hecho un resumen de lo dicho por Aznar en el
encuentro, por si eso daba alguna pista de interés al secretario general
socialista.
Está luego lo de la charla supuestamente casual
con García Damborenea. Ahí supongo que en el PSOE habrá sentado mal hasta
que se hable con Dambo, después de las faenas que les ha hecho.
Es evidente que si Redondo Terreros ha tirado
la toalla es porque, de todos modos, se le estaba cayendo. Y que se le estaba
cayendo porque su liderazgo –el suyo personal y el de su línea política– no se
tenían en pie.
Pero, precisamente por eso, resultan
igualmente increíbles las declaraciones de Ramón Jáuregui pretendiendo que el
PSE va a seguir defendiendo las mismas posiciones políticas que hasta el
momento. Nadie quita a uno y pone a otro para que haga lo mismo que el anterior.
Nadie provoca una crisis, con el desgaste de imagen que eso lleva aparejado,
para dejarlo todo igual. Hace mal en tomarnos por tontos de remate.
Algunos lectores de El Mundo han
creído ver en las columnas que he escrito últimamente sobre el lío de los
socialistas vascos un cierto respaldo a las posiciones de los Jáuregui,
Benegas, Eguiguren y compañía frente a las de Redondo Terreros. Se equivocan.
Mis simpatías por los primeros son nulas. Me he limitado a señalar que han
emprendido un movimiento que es lógico en alguien que quiere frenar la
irresistible caída del socialismo vasco en la nadería política. Pero no he
dicho en ningún momento que a mí esa caída me importe gran cosa. Mi análisis es
totalmente exterior a los intereses de los contendientes. De situarnos en el
terreno de las simpatías y las antipatías, tendría que decir que los
resucitados de ahora –casi todos ellos implicados de uno u otro modo en las
fechorías de los GAL– me echan mucho más para atrás que Redondo Terreros.
Lo cual –ojo– tampoco quiere decir que
Redondo me caiga bien, ni mucho menos.
Ayer le escuché decir dos cosas que me
indignaron muy especialmente. Una, que presentaba la dimisión para evitar «la argentinización
del Partido Socialista». Me pareció del peor gusto que frivolizara de esa
manera con la dramática situación por la que atraviesa la República Argentina.
Por lo demás, ¿en dónde podría estar el parecido? ¿En la pérdida total de
prestigio de los dirigentes? ¿En la revuelta de las bases contra ellos?
La segunda afirmación me pareció todavía
peor. «Éste es el día más triste de mi vida», dijo. De lo que deduje que el día
en que se enteró de que buena parte de la dirección de su partido estaba
implicada en sangrientos episodios de guerra sucia sintió menos tristeza.
Aquello sí que fue argentinización, y
él no dijo nada.
(20-I-2002)
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El afilador
A caballo entre el Madrid de siempre y
eso que llaman el Madrid moderno –que lo mismo podría estar instalado en
la Défense de París que en el centro burocrático de Atlantic City–, mi barrio
posee una personalidad mestiza. Curiosa. Tiene calles que no llevan a ninguna
parte, porque se cortan en súbitos cambio de altura, y otras por las que no
pasea sino la gente que ha sacado de casa a su perro para que eche un trote y
largue una meada. Y, justo al lado, otras perpetuamente abarrotadas de coches,
y de autobuses que lo bloquean todo parando en triple fila, y de ambulancias
que lanzan agudísimos chillidos de protesta porque no pueden avanzar ni poco ni
mucho y se les echa a perder la mercancía.
Odio los edificios de oficinas, y me disgusta
la fachada del nuevo mercado de Ventas –aún recuerdo el viejo, con los bulliciosos
tenderetes a su pie–, y el hotel anejo, de lujo tan impersonal como anodino, y
la tienda de artículos de informática que te conmina a no fumar en cien metros
a la redonda. Pero, en cambio, me encanta la tienda de frutos secos, más vieja
que yo, y la peluquería, en la que todavía se habla de todo sin comprometerse a
nada –el cliente siempre tiene razón–, y el almacén de vinos, y la tienda de
marcos y cristales, y la ferretería, tan llena de cachivaches que no hay
espacio físico ni para verlos.
Mi proverbial mala suerte me llevó a
instalarme en una de las calles más ruidosas de todo el barrio. O, mejor dicho,
en dos de las calles más ruidosas de todo el barrio, porque la casa hace
esquina, y la barahúnda de bocinas, altavoces y sirenas me asalta en estéreo
desde primerísimas horas de la mañana y hasta muy avanzada la madrugada. Hay
veces que me pregunto cómo diablos consigo escribir en medio de semejante
follón. Napoleón se pensó que era muy ingenioso aquello que dijo de que «la
música es el menos desagradable de los ruidos». Supongo que nunca imaginó que
la música sería usada alguna vez, a buen volumen, precisamente para eso: para
tapar otros ruidos mucho más desagradables.
Pero ayer, a media mañana, mientras me
esforzaba en teorizar sobre el papel de los medios de comunicación en la
sociedad actual –y en hacer como que no oía el ruido–, sucedió un milagro. La
calle se sumió en una extraña paz y, de pronto, se oyeron las alegres notas del
caramillo de un afilador de cuchillos.
Las notas de esa simplicísima flauta,
utilizada tradicionalmente por los afiladores para anunciar su presencia al
vecindario –un pase entero, medio pase con larga insistencia, otro pase
entero–, me trajeron mil recuerdos. Se me vino a la memoria el San Sebastián de
los años 50, cuando los niños jugábamos en la calle junto a las pescateras que
cantaban a gritos las virtudes de su mercancía de sardina fresca, al lado de
los vendedores de barras de hielo, que las iban sacando con largos ganchos de
hierro, esquivando los carros de caballos de los caseros que iban al mercado
con su cargamento de verduras y frutas...
Me asomé. El afilador era un chaval joven que
llevaba la piedra de afilar montada sobre una motocicleta.
Estuvo sólo un ratito. Nadie le sacó nada
para que lo afilara. Ni unas malas tijeras.
Así que se marchó.
No me atrevería a decir que me alegró la mañana. Me la dejó evocadora.
(19-I-2002)
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C.J.C.
Hoy se enterrarán los restos de Camilo José
Cela.
Y, cuando digo los restos, digo los restos. O
sea, lo que quedaba de él.
Nunca me importó demasiado que CJC hubiera sido un lameculos del franquismo. Jamás me interesó como persona. Puesto que se distinguió como literato, había que juzgarlo en tanto que tal.
¿Derechista de vieja alcurnia? Si pasáramos la guadaña política por la Historia de la Literatura..., santo cielo, qué escabechina.
Lo que me
parece fuera de discusión –quiero decir: de discusiones en las que yo esté
dispuesto a participar– es que escribió tres libros notables: La familia de
Pascual Duarte, La Colmena y el Viaje a la Alcarria.
El resto tal vez sea buenísimo, pero a mí no ha conseguido interesarme ni un pimiento. Me parecía un escritor que se había comprado muchos diccionarios –varios de ellos de sinónimos– y que estaba empeñado en amortizarlos como fuera. O en revendérnolos en forma de novelas. (Tampoco es una interpretación tan descabellada, habida cuenta de su espíritu pesetero).
Dicho de otro modo: desde el punto de vista literario, hace tiempo que este hombre estaba amortizado. Era un cadáver con tirantes.
Lamento su muerte, eso sí, por sus negros: ya no podrán volver a escribir con su firma.
(18-I-2002)
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Fuera de juego
Vuelvo con asuntos futbolísticos pero, para
que nadie crea que sangro por ninguna herida, lo hago a cuento de un partido
jugado entre dos equipos que no me despiertan pasión alguna, ni a favor ni en
contra: el Depor y el Valladolid, que se enfrentaron ayer en cuartos de final
de la Copa de Su Bajestad el Rey.
Relato la escena, por lo demás harto
frecuente en los campos de fútbol: el árbitro –Fernández Marín, un señor con
permanente gesto de estar muy a disgusto en esta vida– va y pita un fuera de
juego contra el Valladolid. La televisión reproduce la filmación de la jugada y
se comprueba que no hay off side ni de coña. El comentarista dice: «Es
lógico que el árbitro se haya equivocado, porque daba la sensación visual de
fuera de juego». La sensación visual. Ya. Un efecto óptico.
Pues muy mal. Porque la especialización de
los árbitros, sea principales o asistentes, debería incluir el necesario
entrenamiento para que las sensaciones visuales no les induzcan a error.
En el viejo oficio del periodismo, los que
hacíamos carpintería –que es como se llama la labor de los que se
encargan de que todo lo que escriben los demás se convierta en páginas
enviables a la rotativa– teníamos una especialidad, entre otras: darnos cuenta
de lo que estaba torcido. Como se montaba a mano, era fácil que los montadores
cometieran pequeños fallos. Llegabas y decías: «Esa foto está torcida». Lo
comprobaban y se quejaban: «¡Medio milímetro, tío!». Y entonces a ti te tocaba
sonreír: «Pues eso: torcida».
Ahora, como los ordenadores se encargan del
montaje, esa habilidad no sirve ya más que para poner derechos los cuadros en la
sala de espera de la consulta del médico. Pero entonces era muy útil.
Los árbitros deberían aprender a trazar
mentalmente la recta del fuera de juego. Si cobran como especialistas, que lo
sean.
Pero es que además, y en todo caso, un juez
–sea de fútbol o de lo contencioso-administrativo– tiene que aplicar el viejo y
sensato principio del Derecho Romano: in dubio, pro reo. Si dudas, no
condenes, hijo. Si te parece que hay fuera de juego, pero no estás seguro
de que lo haya, deja seguir. Es así de sencillo.
La jugada era de gol. De haberlo marcado, es
muy probable que el Valladolid hubiera pasado a semifinales. No lo marcó,
fueron a la prórroga y, al final, el Depor se salvó gracias a un penalti.
Insisto: hablo del Valladolid-Deportivo de La Coruña. No de otros partidos recientes.
(17-I-2002)
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Impuestos en blanco
Cabreo épico de cientos de miles de
madrileños –y madrileñas– que no son seguidores del Real Madrid, e incluso de
algunos –y algunas– que sí lo son: Telemadrid, canal público de televisión
dependiente del Gobierno autonómico, ha iniciado una larga serie de programas
de exaltación madridista en conmemoración del centenario del equipo blanco.
Nada de especial tendría que el canal
madrileño emitiera algunos programas informativos elaborados al efecto. Es un
acontecimiento informativo de importancia regional. Pero la serie del canal
gallardónico no es de carácter informativo sino, como decía antes, de
exaltación del club. No he visto la primera muestra, pero he oído que rezuma
forofismo por los cuatro costados. El título de la serie es ya lo
suficientemente explícito: se llama «¡Hala Madrid!». Cuentan que incluso
aparece un cronista deportivo que lleva puesta una cazadora del Real Madrid:
como para tomar en serio a partir de ahora la imparcialidad de sus crónicas.
Si se tratara de un canal de capital privado,
cada cual podría pensar lo que le diera la gana del programa en cuestión.
Emitiéndose en un canal público, que cuesta a los contribuyentes madrileños del
orden de los 601.000 euros (10.000 millones de pesetas), la cosa es, en efecto, como para sacar
los colores, y no precisamente los blancos. Descuéntese del total de la
población madrileña a quienes no tienen interés alguno por el fútbol, réstese
luego a quienes son seguidores de otros equipos, locales o foráneos y, en fin,
quítese a la gente que simpatiza con el Real Madrid pero desdeña las patochadas
foroferas: ¿a qué interés general sirve Telemadrid?
Yo veo el asunto con relativa tranquilidad.
Por lo menos no lo hacen con mi dinero. Pago mis tributos en la Comunidad
Valenciana.
Aunque, ahora que lo pienso...
(16-I-2002)
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Aquel antifelipismo
Como dijo el dictador Franco cuando el
almirante Carrero Blanco saltó por los aires: «No hay mal que por bien no
venga».
El Ministerio de Defensa está impidiendo que
se aplique la sentencia del Tribunal Supremo por la que el general Enrique
Rodríguez Galindo fue condenado a 75 años de cárcel en tanto que corresponsable
del secuestro y asesinato de José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala.
La sentencia implicaba, lógicamente, la
expulsión de Rodríguez Galindo del Ejército, pero, casi medio año después, el
Ministerio de Defensa sigue sin proceder a los trámites necesarios para que se
cumpla lo dictado por el Supremo. Alegan los responsables de Defensa que han
pedido al Tribunal Constitucional que les diga cómo deben actuar. Se ve que el
ministro del ramo, Federico Trillo, ha sufrido una súbita indisposición
jurídica y se ha olvidado de que las sentencias firmes deben ejecutarse de
inmediato, y que las autoridades administrativas deben cooperar a ello «sin
excusa ni pretexto alguno», según dicta la Ley de Enjuiciamiento Criminal.
El asunto no es muy edificante que digamos,
pero tiene, como decía al comienzo, su lado bueno. Presenta la ventaja de que
aclara muy bien en qué consistió la oposición del PP al terrorismo de Estado
durante el periodo felipista. Las huestes de Aznar, con el propio Trillo en
primera fila, se declararon horrorizadas ante los crímenes de los GAL y, muy
especialmente, ante el asesinato de Lasa y Zabala. Ahora vemos cuán sincero era
su horror: ahí los tienen ustedes, auxiliando a quien fue condenado en firme
por aquel doble asesinato.
Es casi una perfecta parábola de lo que fue
la oposición a los desmanes que se cometieron durante los sucesivos gobiernos
de Felipe González. Estaban, de un lado, los que se enfrentaron a aquella
interminable sarta de aberraciones porque, sencillamente, estaban en contra –y
siguen estándolo– de que los gobernantes, sean quienes sean, abusen del poder.
Pero estaban también, del lado opuesto, los que lo hicieron tan sólo porque
querían que se quitaran los que mandaban para mandar ellos. En todos los
órdenes del poder: en el de la política, en el de la judicatura, en el de las
finanzas, en el de los medios de comunicación... Algunos lo vimos claro desde
el principio, y anunciamos que era esto lo que iba a ocurrir. Pero muchos otros
se dejaron tomar el pelo.
Asunto distinto es que la habilidad de esta
gente para hacerse con el control del poder sea tirando a limitada: llevan casi
seis años en ello y todavía les falla. Pero ése es un problema de técnica y de
inteligencia, no de ética.
(15-I-2002)
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Guantánamo
La decisión del Gobierno de Washington de
montar un campo de concentración para combatientes talibán en su enclave de
Guantánamo, en Cuba, retrata perfectamente el género de cerebro que anida en el
cráneo de George W. Bush.
En primer lugar, supone una flagrante violación
de las normas sobre el trato a prisioneros que establece la Convención de
Ginebra. Bush responde a eso que no tiene por qué tratarlos como prisioneros de
guerra, dado que no puede afirmarse que los seguidores de Ben Laden sean
soldados en sentido estricto. Olvida que él mismo defendió que su acción
militar en Afganistán era una guerra. Si aquello fue una guerra, éstos son
prisioneros de guerra. La apelación al carácter irregular de los combatientes
enemigos fue una excusa repetidamente utilizada por las autoridades hitlerianas
para no respetar los derechos de los guerrilleros y partisanos que detenían sus
tropas en los países que ocupaban. Las fuerzas occidentales siempre defendieron
que debían ser considerados prisioneros de guerra, aunque no llevaran uniforme
y su encuadramiento como combatientes fuera irregular.
En segundo lugar, lo que está haciendo Bush
con esa gente es contrario a los Derechos Humanos, con independencia de que
sean o no prisioneros de guerra. Es una monstruosidad recluir a un grupo de
personas a miles de kilómetros de su país, aislándolas de su medio natural e
impidiéndoles el contacto con sus familiares (ni siquiera podrían tenerlo por
escrito, porque buena parte de ellos son analfabetos). Y lo es doblemente,
porque esa condena degradante les ha sido impuesta sin juicio previo.
Además, las condiciones de reclusión de los
detenidos son contrarias a cualquier norma de elemental respeto a la condición
humana. Los han metido en reductos que son verdaderas jaulas, en las que
carecen de intimidad alguna. Las propias autoridades norteamericanas han
reconocido que varios de ellos padecen tuberculosis. Donde deberían estar es en
un hospital.
Y ya, la guinda: van y montan ese siniestro campo de concentración dentro de un enclave de ocupación en un país tercero. ¡Como si en los EEUU no hubiera sitio para albergar a esos prisioneros! Es un acto de claro menosprecio para el pueblo de Cuba. Para todos y cada uno de sus ciudadanos, al margen de su adscripción política. Se trata de una humillación colonialista totalmente innecesaria que sólo puede interpretarse como una provocación de clara intencionalidad belicosa.
Que los gobiernos de la Unión Europea estén amparando con su silencio esa ristra de barbaridades es sólo otra muestra palpable de su falta total de política exterior propia... y de la absoluta debilidad de sus declaraciones de adscripción democrática.
Dos breves notas
= Veo un anuncio en televisión. Una voz masculina dice en off: «Un coche estupendo... Una mujer hermosa... Te espera un fin de semana magnífico».
Me acuerdo de un día, hace ya muchos años, en el que compartí mesa y mantel con cierto jovencísimo periodista. El mozo se declaró perplejo ante el hecho de que otros compañeros y yo mismo hablábamos de política también durante la comida.
–Pero, ¿tanto os interesa? –me preguntó.
–Sí. ¿A ti no? –le contesté.
–¡No! –exclamó horrorizado.
–¿Qué te interesa a ti? –le pregunté.
–Mi sueldo, mi coche y mi novia –me replicó muy rotundamente.
Ante lo cual, la siguiente cuestión cayó por su propio peso:
–Vaya: tu sueldo, tu coche y tu novia. ¿Por ese orden?
El anuncio va en su misma línea. El coche, por delante. Y la mujer, hermosa. Ni siquiera interesante. Hermosa.
Supongo que sería demasiado pedir que los anuncios evitaran ese tipo de reclamos vejatorios para la mujer... y para la inteligencia.
= La Xunta de Galicia ha anunciado la puesta en marcha de una serie de mecanismos para facilitar que los gallegos residentes en Argentina puedan volverse para aquí cuanto antes.
Argentina fue tierra de acogida para decena de miles de gallegos. Los recibió, les ayudó a salir adelante, les dio cobijo y aliento.
La alternativa de la Xunta no puede ser más miserable: les invita a que abandonen rápidamente el barco que hace agua.
Pero ellos solos.
Al pueblo argentino, que le den viento fresco.
(14-I-2002)
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