Diario de un
resentido social
Semana
del 7 al 13 de enero de 2002
En estado de Alierta
El presidente de Telefónica, César Alierta,
ha destituido por la brava a los principales directivos de Telefónica Media,
empezando por los responsables de sus dos expresiones empresariales más
visibles, Onda Cero y Vía Digital.
Para justificar su brusco golpe de mano,
Alierta ha apelado a los malos resultados económicos de la rama mediática de
la empresa que preside. Razones no le faltan: está perdiendo dinero a base de
bien. Pero, de ser ésa su motivación fundamental, habría realizado el giro de
manera menos traumática para la propia imagen del grupo.
A nadie se le escapa que el factor desencadenante de la crisis ha sido la publicación en El Mundo de una llamativa noticia sobre los beneficios descomunales que hizo en Bolsa un sobrino de Alierta sirviéndose de información privilegiada. El PSOE ha pedido que se investigue el caso y el mandamás de Telefónica ha montado en cólera.
Su brusco giro tiene todo el aspecto de ser un ataque frontal contra la dirección de El Mundo, que había conseguido un poder de influencia en el grupo –y muy particularmente en Onda Cero– sin proporción alguna con su participación económica.
Para tratar de retomar el control de la situación, Alierta ha recurrido a Juan Kindelán, directivo del grupo Recoletos, que es destacado accionista de El Mundo. Kindelán será el nuevo hombre fuerte de Onda Cero. La cúpula de Recoletos, como se sabe, está muy vinculada al Opus Dei. Se dice –ignoro con qué fundamento– que ni los jefes de Telefónica ni los de Recoletos ocultaban desde hace meses su descontento ante los intentos del director de El Mundo de liderar políticamente el grupo.
El problema de fondo, en mi criterio, está en la incoherencia de las sucesivas iniciativas, auspiciadas por Aznar y siempre con Telefónica como núcleo, para constituir un gran emporio multimedia que pueda enfrentarse con éxito al grupo Prisa. Aznar cuenta con el favor de gente que tiene dinero y con el de gente que tiene ideas. Pero los que tienen el dinero no tienen ideas, y los que tienen ideas tienen –comparativamente hablando– muy poco dinero. Villalonga antes, Alierta ahora, se han revelado como empresarillos sin criterio político, incapaces de entender la amplitud del juego, a los que al final les vencen tanto las ganas de meterse en negocios lucrativos –e incoloros– como los celos que les suscitan quienes tratan de dictarles lo que deberían hacer con el dinero que ellos controlan.
No tengo ni idea de cómo acabará la contienda. Pedro J. Ramírez se ha expuesto mucho desde el punto de vista empresarial. Ha bajado demasiado sus defensas accionariales. Empeñado en controlar el salón del trono, ha dejado que el rival le ocupe buena parte de la cocina. Y tiene en su propia casa demasiados aspirantes al puesto de cocinero mayor. Demasiado gran visir que aspira desde hace tiempo a ser califa en lugar del califa.
Imagino que Polanco se estará frotando las manos.
Admito que el asunto me produce una cierta melancolía.
(13-I-2002)
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Prevaricación
Es obvio que fue muy rara la decisión de los
jueces de la Audiencia Nacional que pusieron en libertad sin fianza –porque lo
liberaron cuando todavía no la había pagado– a un narco que iba a ser juzgado
en el plazo de una semana y contra el que el Ministerio Público pedía una pena
de cárcel de 60 años. Fue una determinación muy rara, en efecto, y también muy
sospechosa.
Pero de ahí a que se les pueda acusar de
prevaricación media no poca distancia.
La prevaricación es un delito extremadamente concreto, aplicable solamente al juez que toma una decisión a sabiendas de que es injusta. No basta con que dicte un auto que sea un churro, que no tenga ni pies ni cabeza o que carezca de fundamento legal. Hay que demostrar que lo ha hecho con plena conciencia de que se está pasando la justicia por el arco del triunfo.
Investigar en cabeza ajena es una actividad muy delicada y, por lo general, desaconsejable. A no ser que haya reconocimiento de parte, los pensamientos y las intenciones de cada cual son literalmente insondables. Sólo es posible afirmar que alguien ha hecho algo a sabiendas cuando se cuenta con pruebas objetivas de la intencionalidad de sus actos.
Si se comprobara que los jueces en cuestión han cobrado por ese favor, o que fueron coaccionados para que lo hicieran, cabría condenarlos por prevaricación. Pero la Fiscalía reconoce que su acusación carece de sustento probatorio. Intuye que tuvieron que obrar a conciencia, a la vista de lo disparatado de su resolución. Pero si se condenara por prevaricación a todos los jueces de la Audiencia Nacional que han tomado resoluciones disparatadas, dudo de que quedara en activo ni uno solo de ellos. A Garzón, sin ir más lejos, hace años que hubieran debido arrancarle la toga a tiras.
¿Malos jueces? ¿Jueces prejuiciados? ¿Jueces arbitrarios? La tira. Pero la prevaricación es otra cosa.
(12-I-2002)
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Llorar por Argentina
No comparto ni poco ni mucho la angustia
nacional por el descalabro milmillonario que pueden sufrir –que han empezado a
sufrir– las grandes empresas españolas afincadas en tierras de Argentina.
Me sentía bastante más desazonado hace meses,
cuando daban cuenta de los espectaculares beneficios que estaban obteniendo.
Porque eran beneficios que estaban sacando no ya en Argentina, sino de
Argentina. Me veía los vasos comunicantes: si los millones venían para
aquí, es que salían de allí. Porque los beneficios no nacen por generación
espontánea, ni caen del cielo, por muy astronómicos que sean. ¿Que una parte de
esos dividendos procedían del hecho de que determinados sectores económicos
habían empezado a ser gestionados con criterios empresariales más competentes?
Es probable. Pero yo habría preferido que se gestionaran con criterios más
competentes... y argentinos. Porque, de haber sido así, lo mismo se hubiera
logrado evitar, por lo menos en parte, la brusca proletarización que han
experimentado en los últimos años varios millones de argentinos y argentinas.
Cuestión de preferencias personales:
excúsenme ustedes si simpatizo más con el pueblo argentino que con las
multinacionales españolas.
«La culpa de lo que ha ocurrido allí no la
tenemos nosotros, sino la clase dirigente argentina, que ha saqueado el país»,
me objetan. Cierto: lo ha saqueado ignominiosamente. Pero uno de los sistemas
que ha aplicado para llevar a cabo ese saqueo es la venta a precio de saldo de
la riqueza nacional.
He leído que Telefónica logró recuperar en el
plazo de un solo año todo el capital que había invertido por allí. ¿Qué quiere
decir eso? Que compró a precio de saldo. Necesariamente. ¿Y por qué se lo
vendieron a precio de saldo? Pues no puedo asegurarlo pero, si me tocara
investigarlo, empezaría por buscar súbitos incrementos en el patrimonio de los
mandamases argentinos que facilitaron la operación.
Cui prodest? ¿A quién beneficia? Desde los tiempos de la
SPQR, ése ha sido siempre el mejor punto de partida de toda investigación
criminal. Los gobernantes argentinos no podrían ser un atajo de vendidos si
nadie los hubiera comprado.
No me creo que las grandes empresas españolas
instaladas en Argentina vayan a tener enormes pérdidas. Lo más probable es que,
como mucho, vean parcialmente reducidos sus márgenes de beneficio.
Que no lloriqueen, por Dios. Que tengan
un poco de pudor.
Es por Argentina por la que hay que llorar.
(11-I-2002)
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Carroñeros
Javier Rojo –que, en contra de lo que su apellido
podría sugerir, es secretario general del Partido Socialista en Álava– ha
denunciado «las prácticas carroñeras» de los miembros de la Ejecutiva Federal
que quieren forzar el definitivo apartamiento de Nicolás Redondo Terreros de la
política activa vasca.
Por su parte, los dirigentes del PSE que
desean licenciar a Nicolasín han denunciado «las actitudes carroñeras»
del PP, cuyos dirigentes no paran de invitar a los seguidores de Redondo a que
cambien de chaqueta y se busquen acomodo en la sucursal vascongada del partido
de Aznar.
Una cosa está clara: todos están convencidos
de que hay carroña. De lo contrario, no verían peligro alguno en la actividad
de los carroñeros.
Yo no sé si hay o no carroña en el PSE. A
cambio, sé que está inmerso en una contradicción de muy difícil resolución.
Las posiciones de Redondo Terreros, muy
próximas de las del PP –y tan próximas: siempre un paso por detrás–, cuentan
con muchos simpatizantes dentro de la estructura orgánica del socialismo vasco.
Bastantes representantes públicos del partido, así como buena parte de sus
diputados, alcaldes y concejales, viven con la eterna y más que comprensible
obsesión de estar en el punto de mira de ETA, lo que les predispone a la
visceralidad antinacionalista y, por vía de consecuencia, a la vecindad
política del PP.
Pero esa actitud, por entendible que resulte
desde el punto de vista psicológico, no es compartida por franjas muy
importantes de la militancia de base y del electorado histórico del
socialismo vasco, que se sienten muy incómodos viendo cómo sus dirigentes van a
todas partes del brazo del partido de la más rancia derecha española y que
evocan con nostalgia los tiempos en que el PSE se repartía amigablemente con el
PNV la gobernación de la Comunidad Autónoma. Lo cual también es perfectamente
comprensible.
No es que estos últimos no odien a ETA. Claro
que la odian. Pero, viéndose menos en el disparadero, se sienten algo más
proclives a los matices, y no culpan al conjunto del nacionalismo vasco de los
crímenes del terrorismo.
Por esquematizar: Redondo es más
representativo del aparato del partido, en tanto que Jáuregui y compañía
están más en sintonía con la militancia de base y el electorado socialistas.
La contradicción se empozoña con otras
consideraciones. Porque no falta quienes señalan –y con razón– que el núcleo
duro del sector disconforme con la trayectoria de Redondo es heredero
directo de las prácticas más corruptas del felipismo en Euskadi.
O sea, que un lío de mil pares. Por eso digo
que la pelea tiene mal arreglo.
(10-I-2002)
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El obispo Uriarte
Empiezo a preocuparme. Me toca respaldar de
nuevo los puntos de vista de un obispo.
Me ocurrió hace tres o cuatro años con
monseñor Setién, al que defendí en Onda Cero de la acusación de terrorista, lo
que me valió ser fulminantemente expulsado de la tertulia de Protagonistas. Y
lo que es peor: me valió también ser citado elogiosamente por el portavoz de la
Conferencia Episcopal española, que dijo de mí, en una nutrida conferencia de
Prensa, que soy «uno de los pocos periodistas que entiende la posición de la
Iglesia ante el problema vasco».
El tío me puso en un brete. Tuve que escribir
a continuación varios artículos en contra de la jerarquía católica para
restituir mi buen nombre.
Ahora me veo en otra del estilo. Acabo de
leer un artículo de monseñor Uriarte publicado el pasado lunes en la Prensa
vasca y, la verdad, por más que me resisto, no me queda más remedio que
aplaudirlo.
Esta vez no va de la cosa vasca, sino de la
situación internacional.
Dice don Juan María Uriarte, en síntesis, que
los atentados del 11 de Septiembre estuvieron fatal, pero que los bombardeos
sobre Afganistán han sido también la repera; que los EEUU no tienen derecho a
responder a las agresiones por su cuenta, porque eso significa ser juez y
parte, y que hace falta un auténtico Tribunal Penal Internacional que juzgue
con justicia; que algunos Estados occidentales están aprovechándose de la lucha
contra el terrorismo para cercenar las libertades; que esto no es una lucha del
Bien contra el Mal, porque «en ambos lados hay contravalores antihumanos que es
necesario neutralizar»; que ambos bandos están utilizando burdamente las
religiones para sus propios fines; que el caldo de cultivo del fanatismo
islámico no viene dado sólo por «un combinado explosivo de fanatismo religioso,
de estadio de civilización premoderno y de pobreza extrema y desesperada», sino
también por «la conciencia de padecer una severa opresión por parte de los EEUU
y del mundo occidental»; que hay que buscar la paz en el Oriente Medio por la
vía de la aplicación de las resoluciones de las Naciones Unidas y de la
creación de un Estado palestino; que Occidente tiene que contribuir al
desarrollo económico, sanitario y cultural del Tercer Mundo «por justicia
distributiva y por seguridad propia»; que hay que reorientar el FMI y el Banco
Mundial hacia posiciones más solidarias... y que nada de eso parece fácil.
Como era previsible, para sostener esas
posiciones monseñor Uriarte echa mano de citas bíblicas y pavisosadas papales
–estamos hablando de un obispo, a fin de cuentas–, pero el caso es que las
defiende. Echad una ojeada al espectro político local y decidme de qué
lado se sitúa con ese ideario.
El problema, de todos modos, no es que surja
un obispo que exprese esos puntos de vista –por otra parte moderadísimos–, sino
que haya tan pocos políticos de los que se dicen de izquierdas que los
hagan también suyos.
(9-I-2002)
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El Padrino
Terminado ya –¡por fin!– mi libro sobre
Ibarretxe, atacado por tres flancos –nariz, boca y estómago– por el catarro, la
gripe o lo que sea, ayer decidí concederme un día de asueto hogareño casi
completo (este Diario excluido, quiero decir). Y lo aproveché para tragarme de
una sola tacada las tres partes de El Padrino, de Francis Ford Coppola.
O de Mario Puzo y Ford Coppola, si se prefiere. Algo así como nueve horas
seguidas de cine excelso, sólo interrumpidas por las visitas al frigorífico y
la ingesta de cuatro o cinco gelocatiles.
Entre los muchos defectos que me adornan, hay
uno que me sirve a veces de ventaja: tengo una memoria malísima para las
novelas y las películas. No importa lo buenas que sean y lo mucho que me
gusten. Pasado un cierto tiempo, lo único que recuerdo de ellas es
prácticamente eso: que me gustaron. Habré visto El Padrino ya lo menos
media docena de veces –salvo la segunda parte, que sólo la habré visto tres o
cuatro– y leí la novela hace un par de años, pero es igual: volví a verme la
serie entera con todo el placer del que era capaz mi cuerpo dolorido y
expectorante.
Aparte de mi déficit memorístico, hay otro
factor que también cuenta: nunca leemos ni vemos dos veces la misma obra.
Porque la obra puede ser la misma, pero nosotros no. En cada momento de la vida
tenemos diferentes necesidades sentimentales y distintos centros de interés.
Leemos o vemos lo que nos da la gana.
Ayer hablaba de Heráclito. Digamos que nadie
se hunde dos veces en la misma historia.
El Padrino que vi ayer no fue, como en otras ocasiones, una reflexión sobre el Poder,
sino el relato de una larga serie de fatalidades. Una nueva versión
shakespeariana de La Fuerza del Destino.
Vi a un grupo de hombres y mujeres obligados
a actuar en un determinado sentido –en un terrible sentido– por el peso de un
ambiente, de unas tradiciones, de unos amores. Me impresionó particularmente el
papel de Kate (Diane Keaton), horrorizada por todo lo que ve a su alrededor y,
pese a ello, atraída irresistiblemente por la tétrica y tormentosa personalidad
de su marido, Michael Corleone (Al Pacino). ¡He conocido a tantas mujeres
conscientes de haber unido su vida a un personaje inaceptable, pero incapaces
de separarse de él, no ya por ataduras económicas, sino por amor! Qué odioso
puede ser el amor.
Y vi el retrato de varias sucesivas decadencias:
gente joven y vigorosa que va volviéndose más y más vieja, y mira la vida con
cada vez más distancia y más decepción, al margen de sus supuestos éxitos o de
su evidente poder.
Ya digo: acabamos encontrando lo que
buscamos.
De todos modos, la pregunta que me hice ayer
más veces durante el espectáculo de El Padrino fue otra, y totalmente
ajena a la obra de Ford Coppola: ¿cómo pueden unas solas narices –las mías, en
este caso– producir tal cantidad de mocos en tan poco tiempo?
(8-I-2002)
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Afganistán es demasiado pobre
En sus Glosas a Heráclito, Ángel
González incluyó esta irónica reflexión: «Nadie se baña dos veces en el mismo
río. Salvo los muy pobres».
El profesor Marc Herold, de la Universidad de
New Hampshire (EEUU), ha publicado un estudio que prueba que las operaciones
militares en Afganistán provocaron, en los dos meses transcurridos entre el 7
de octubre –fecha del inicio de los bombardeos anglonorteamericanos– y el 7 de
diciembre, no menos de 3.767 muertes.
El estudio enumera sólo los fallecimientos
constatados por fuentes de reconocida fiabilidad. En el caso de disparidad
entre unas fuentes y otras, el profesor Herold ha tomado en consideración, en
el 90% de los casos, la cifra inferior. Además, no ha registrado las muertes
producidas en zonas sobre las que no hay información fiable, ni tampoco las de
aquellas personas que resultaron heridas durante los ataques y fallecieron con
posterioridad. Estas circunstancias mueven al profesor Herold a considerar que
su estimación es «muy, pero que muy conservadora» y que el número real de
víctimas mortales durante esos dos meses habrá sido de 5.000, aproximadamente.
Añádase a ello que el estudio se detiene el 7 de diciembre, pero las acciones
militares no cesaron ese día, ni mucho menos.
«Todo ha cambiado en el mundo después de los
atentados del 11 de septiembre», oímos a diario. Y es verdad: lo han cambiado
todo. Pero, ¿qué tuvo de decisivo lo sucedido el 11 de septiembre? ¿Que
murieron asesinadas 2.998 personas? No. Que murieron en los Estados Unidos de
América. En Afganistán han muerto muchas más –probablemente el doble, si se
añaden las muertes debidas a inasistencia médica– y nada ha cambiado por eso.
Lo cualitativo de los atentados del 11 de
septiembre no estuvo en la magnitud de la masacre, sino en la categoría de las
víctimas.
La tragedia de Afganistán no ha producido
ningún salto cualitativo en la política mundial porque no pasa de ser otra
tragedia más de las muchas que registra nuestra Historia reciente. Afganistán
es demasiado pobre como para costearse un salto cualitativo.
Los muertos afganos son, por decirlo
claramente, muertos sin importancia.
(7-I-2002)
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