Diario de un Resentido Social
Semana del 17 al 23 de diciembre de 2001
Redondo Terreros
Nicolás Redondo Terreros, Nicolasín, presentó
anteayer su dimisión como secretario general del PSE-PSOE. Acto seguido,
anunció su voluntad de ser candidato a la reelección.
Supongo que la mayor parte del personal, que no
sigue los retorcidísimos meandros de la crisis del PSE –cosa muy comprensible,
porque son aburridísimos–, se habrá quedado perpleja, preguntándose por qué
dimite el buen hombre, si quiere seguir. Lo explico en dos patadas: se va
porque lo ha desautorizado implícitamente el presidente del partido, Txiki
Benegas, al pedirle que renuncie de momento a sacar adelante su documento sobre
las señas de identidad del socialismo vasco. Nicolasín había apostado
muy fuerte en favor de ese documento, resultado, a su vez, de otra
desautorización: la que él había hecho del primer borrador, elaborado por Jesús
Eguiguren.
El PSOE vasco está dividido en dos tendencias
fundamentales: la que representa Redondo Terreros –por otra parte subdividida
en varias facciones no demasiado amistosas– y la que encabezan varios
dirigentes históricos del partido, casi todos guipuzcoanos, que no
ocultan su disgusto ante las magras rentas que les está reportando el
entusiasmo de Nicolasín por el PP.
A veces se pinta la diferencia entre ellos
como una contradicción entre españolismo y vasquismo. Es
inexacto. Con independencia de que entre los segundos haya algunos menos
visceralmente españolistas, lo que les une, sobre todo, es la
calculadora: constatan que, yendo de la mano del PP, no han hecho más que
perder votos y parcelas de poder con respecto a la época en que colaboraban con
el PNV y EA.
Parece que están ya hasta las narices del
seguidismo de Redondo –puesto espectacularmente de manifiesto en los últimos
días, tras apuntarse a la táctica de boicot de Mayor Oreja en el Parlamento
vasco– y que se han decidido a enseñarle los dientes de una vez por todas.
Mis simpatías por ese sector del socialismo
vasco, en el que se encuadran personajes tan turbios como Benegas, Jáuregui o
el propio Eguiguren, son nulas. Pero entiendo perfectamente su zozobra. He
estado hace poco en el Parlamento vasco y he constatado el franco cachondeo que
hay con la actitud del grupo socialista, incapaz de dar ni un solo paso sin
pedir permiso a Mayor Oreja. Hay ocasiones en las que el espectáculo resulta de
auténtico bochorno: el Gobierno les consulta tal o cual iniciativa, dicen que
en principio les parece bien, acuden a continuación a hablar con el PP... y
regresan a la carrera para decir que se lo han pensado mejor, y que no.
Un partido así está abocado al fracaso, por
falta clamorosa de personalidad propia. Es inevitable que buena parte de sus
votantes acaben concluyendo que, para eso, casi mejor votan directamente a
Mayor Oreja.
En realidad, es lo que ya están haciendo.
(23-XII-2001)
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¡Milagro, milagro!
Gaetano, el simpático y gesticulante
protagonista de Ricominciare da tre (1980), la desternillante opera
prima del multifacético Massimo Troisi –hoy más que famoso por su postrera El
cartero y Pablo Neruda–, le explicaba a un amigo la diferencia que hay
entre un «milagro, bueno, sí: milagro» y un «¡¡¡Milagro, milagro!!!». Le decía:
«Tienes un brazo que se te ha quedado paralizado. Te encomiendas a un santo y,
al cabo de tanto, puedes mover otra vez el brazo. Eso es un “milagro, bueno,
sí: milagro”. Pero imagínate que eres manco; que te falta el brazo entero,
desde el hombro. Te encomiendas al santo y, ¡zas!, te sale un brazo nuevo,
perfecto, con su mano, sus deditos y todo. Eso es un “¡¡¡milagro, milagro!!!”».
Puedo entender el interés del Vaticano por
canonizar a don Josemaría Escrivá de Balaguer. Me constan los excelentes lazos
que el Papa Wojtyla tiene con el Opus Dei. Sé que son, incluso, más que
excelentes: íntimos. Pero he de reconocer que me ha decepcionado por entero la
relación de milagros que la Santa Sede atribuye al fundador de la Obra. Sólo
dio el pasado día 20 constancia pública de uno, y ese uno entra por entero,
además, dentro de la categoría troisiana de «milagro, bueno, sí:
milagro». Se trata de la inexplicable curación de un médico extremeño, Manuel
Nevado, que sufrió una radiodermitis en una mano. La radiodermitis tiene muy
mal pronóstico y, de haber seguido su evolución normal, habría forzado la
amputación de varios dedos del doctor. Pero se le pasó. Don Manuel lo atribuye
a que rezaba con mucha devoción a Escrivá de Balaguer (aunque no consta que
rezara sólo al fundador del Opus Dei, e incluso sea verosímil que sus
oraciones tuvieran un mayor grado de diversificación).
Bueno, pues la verdad: puestos en ésas, me da
que podrían promoverse la tira de canonizaciones. Sin ir más lejos, yo mismo
tengo un familiar muy cercano que, en su más tierna infancia, padeció una
enfermedad catalogada hasta entonces –y hasta mucho después– como incurable.
Incurable y mortal. Nada de quitarle unos dedos y ya está: de las que te llevan
irremisiblemente al otro barrio.
Los médicos nunca se explicaron que sobreviviera.
«Es milagroso», decían. Pero, claro, como todos sus próximos éramos tirando a
agnósticos, quedose el Cielo –y no digamos don Josemaría Escrivá de Balaguer–
para mejor ocasión.
Ahora me arrepiento: lo mismo hubiéramos
podido promover una canonización familiar. O haber atribuido la curación a San
Ignacio de Loyola, para chinchar.
(22-XII-2001)
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Argentina se
desangra
Multitudes exasperadas que asaltan los
supermercados para conseguir comida. El fenómeno comenzó el viernes 14 en Rosario, se extendió a partir
del lunes 17 por todo el país –exceptuada la Patagonia– y acabó por llegar el
miércoles 19 a la capital. Sólo entonces parece que se enteró De la Rua, que
adoptó una medida tan anticonstitucional como imbécil: decretar el estado de
sitio.
Dicen: «Es que no tienen ni para comer». Pero
eso no explica nada. La mayoría de los países de América Latina están llenos de
desarrapados que no tienen ni para comer, y no asaltan los supermercados. Para
entender lo ocurrido estos días en Argentina hay que contar con que buena parte
de esa gente, ahora desesperada, no lo estaba –o lo estaba mucho menos– hace
apenas unos años. Trabajaba, se ganaba la vida mal que bien, subsistía. Son
cientos de miles, son millones de personas que se han visto empujadas lenta
pero inexorablemente a la miseria a lo largo de un proceso de degradación
exasperante, propiciado por una clase política tan corrupta como ineficaz.
«Se ha detectado la acción de elementos
provocadores», alegan.
En algunos casos parece que sí. Eso cuentan,
al menos, los periódicos de Buenos Aires. Pero todos están de acuerdo en un
punto: esos pescadores de ocasión no habrían tenido éxito alguno si el río no
bajara más que revuelto.
Por lo demás, buena parte de los asaltos
fueron comprobadamente espontáneos. Y no eran sólo expresión del hambre:
también un grito de pleno hartazgo ante una situación general insostenible. De
hecho, bastó con que De la Rua decretara el estado de sitio para que la
protesta tomara de inmediato un carácter político, con caceroladas y
manifestaciones masivas. Y la brutalidad de la respuesta policial no hizo sino
encrespar aún más los ánimos.
Todos los sedicentes expertos en números se
dedican ahora a pontificar sobre los males estructurales de la economía
argentina y a especular sobre las fórmulas que habrían de servir para sacarla
del agujero. Por supuesto que Argentina tiene problemas específicamente
económicos. Pero su drama es, en lo esencial, político. Tiene una clase
dirigente –en todos sus estratos: en el gobierno, en la oposición, en las
cúpulas sindicales, en los grandes medios de comunicación, en la Iglesia– que
está corrompida hasta la médula, que ha saqueado el país y desmantelado el
Estado. Los ciudadanos han perdido cualquier respeto por la ley, porque la ley
se burla de ellos.
Argentina afronta una profundísima crisis
nacional que sólo tiene dos salidas: o una catarsis general, que necesariamente
habría de pasar por la renovación completa de su clase dirigente, u otra
reedición de sus muchos y recurrentes experimentos totalitarios, que acallaría
a tiros la ira popular, pero que dejaría en el fondo todo no ya igual, sino aún
peor. Ambas parecen difíciles. La otra posibilidad es dejar que el país siga
desangrándose, hasta que se muera.
(21-XII-2001)
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Desabridos
Rodríguez Zapatero quiere dar cuenta a Aznar
del resultado de su viaje a Rabat y el jefe del Gobierno ni se le pone al
teléfono.
Arenas afirma que no hace falta que regrese
el embajador de Marruecos, porque Zapatero ya ejerce de tal.
Rato acusa al PSOE de estar «escudándose en
un supuesto aumento de los impuestos» para oponerse a la nueva ley de
financiación autonómica. Dice que el previsto encarecimiento de los
combustibles no es un impuesto, sino una tasa. Como si la catalogación técnica
del arma cambiara la realidad del atraco.
Hoy el PP aplicará el rodillo de la
mayoría absoluta para hacer que las Cortes aprueben la prórroga del Concierto
Económico.
Lo mismo hará con la nueva Ley Universitaria.
El Gobierno reitera que no permitirá que los
gobiernos regionales (sic) participen en las delegaciones españolas ante
la UE.
El PP presiona
para mantener el bloqueo del Parlamento Vasco.
Se mire hacia
donde se mire, todo lo que produce el PP y su Gobierno son gestos de soberbia, poses
autoritarias, desplantes. Tenemos unos gobernantes firmemente decididos a
parecer antipáticos. O a serlo. No es que la mayoría absoluta se les haya
subido a la cabeza: es que ha tomado posesión de ella. Incluso los ministros
menos proclives a la altanería –Rato, Montoro, Del Castillo– se han contagiado
de ese estilo desabrido.
Se están
labrando la ruina. Me da que han perdido de vista que, en las sociedades mediáticas,
las apariencias pesan más que los contenidos. Que incluso los sustituyen.
Que poco importa que tengas razón si te comportas como si no la tuvieras.
No digamos
nada si, además, no la tienes.
(20-XII-2001)
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El titular que nunca
existió
Los titulares de El Mundo han aportado
a la Historia del Periodismo importantes innovaciones todavía no bien
estudiadas en las Facultades del ramo.
Algunas de esas aportaciones, muy notables,
se basan en el uso intencionado de determinados adverbios y conjunciones.
El adverbio ahora, sin ir más lejos.
«Arzalluz afirma ahora que el PNV se opone al terrorismo». El lector
entiende de inmediato lo que se le insinúa, con la ventaja adicional de que,
como se le insinúa pero no se le dice, no hay por qué justificarlo.
La conjunción mientras también da
muchísimo juego. Permite dar pistas sobre hipotéticas relaciones entre hechos
que corrían el riesgo de pasar por meramente simultáneos. Ejemplo: «Aznar,
recibido calurosamente por Bush mientras González dice que España no
tiene política exterior».
En determinadas condiciones, ni siquiera hace
falta recurrir al aparatoso mientras. Vale con un lacónico y. Muestra:
«Rabat recibe a Zapatero con honores de presidente y Bono dice que el
régimen marroquí no es democrático». ¿Hay que deducir que El Mundo se
opone a que los políticos españoles tengan relación con regímenes no
democráticos? No. Basta con retener la malicia.
Dada esa habilidad –que he ilustrado supra
con titulares de mi pura invención–, reconozco que me sentí realmente
defraudado el pasado lunes al no toparme en portada con el encabezado que
esperaba. A saber: «El Príncipe Felipe anuncia su ruptura con Eva Sannum y Eduardo
Serra confirma el nombramiento del heredero como presidente de honor de un lobby
de negocios internacionales».
Porque me parece evidente –por más que
imposible de demostrar– que ambos hechos están íntimamente relacionados.
Se trata del mero trueque de un affaire exterior
por otro.
De un trueque, además, perfectamente
justificable. Y comprensible.
El Príncipe no ganaba nada oficializando sus
relaciones con la muchacha ésa. Lo que la chica del país del Norte le ofrecía
no sólo lo ha tomado ya, sino que, con cierta discreción –y unos cuantos
talones bancarios, eventualmente–, podrá seguir tomándolo cuanto le dé la gana
en el futuro (con lo cual mantendrá, ya de paso, una tradición muy borbónica).
A cambio, el lobby de Eduardo Serra tiene un aspecto de lo más
prometedor. De ahí puede salir dinero a espuertas. ¿Para qué andar tirando de
la manga al rey Fadh o al De la Rosa de turno, en plan cutre, si uno puede
meterse honorablemente en un estupendo negocio realizado con todas las
bendiciones oficiales? Foreign affaire por foreign affaire, la
cosa no tenía color.
Habrá quien objete que podía haber hecho
ambas cosas. Pero no. El affaire de doña Eva le estaba restando enteros
en la bolsa de la Corona un día sí y otro también. Si quería rodearse de un
halo de honorabilidad y ser tomado en serio en el mundo de los negocios, estaba
obligado a dar pasaporte a la noruega. Y es lo que ha hecho. Y encima se ha
llevado una cosecha de halagos de las que hacen época.
Desengañémonos: la manzana de Eva ya no
tienta. La Gran Manzana resulta mucho más rentable.
(19-XII-2001)
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La mayoría vasca
El PP vasco reprocha a Ibarretxe que no tiene
en cuenta «la mayoría parlamentaria» que hay en el hemiciclo de Vitoria.
¿Y cuál es esa «mayoría parlamentaria»? La
que forman él mismo, el PSOE... y Batasuna.
Es fantástico. Los días pares, Mayor Oreja y
los suyos discuten sobre la posibilidad de ilegalizar a Batasuna, o sobre cómo
incluir en una eurolista de cómplices del terrorismo a quienes colaboren con
esa organización. Los impares, en cambio, forman «mayoría parlamentaria» con la
gente de Otegi e incluso deciden su propia táctica mirándose en el espejo del
otro: reconocen que ellos van o no van al Parlamento en función de lo que haga
o deje de hacer Batasuna.
Considerada como un todo –puesto que como un
todo nos la presentan–, la «mayoría parlamentaria» en cuestión no parece
precisamente el colmo de la coherencia. Unos dicen que el proyecto de
Presupuestos del Gobierno vasco –presunta causa del conflicto– resulta
intolerablemente «soberanista», y los otros, que es vergonzosamente
«autonomista». Pero, pelillos a la mar: todos unidos contra el enemigo común.
Lo único que cuenta es chinchar a Ibarretxe. Con los Presupuestos, con el
Concierto Económico o con lo que sea.
Ignoro si los integrantes de la «mayoría
parlamentaria» serán conscientes del papelón que están haciendo ante la
sociedad vasca. Porque al personal de a pie le importa una higa si los
Presupuestos son soberanistas, autonomistas, galgos o podencos. No le interesan
las definiciones ideológicas, sino las cifras. Lo que quiere es que le
concreten de una vez cuánto dinero va a destinar la Administración vasca a
Sanidad, a Educación, a viviendas de protección oficial, a investigación, a
medio ambiente, a infraestructuras, etcétera, etcétera. Y teme, con razón, que
la actitud coordinadamente obstruccionista de los tres partidos opositores vaya
a dar como resultado una nueva prórroga de los Presupuestos anteriores, mucho más
cicateros en materia de gasto social.
Con lo cual, lo que están consiguiendo los
tres partidos de la «mayoría parlamentaria» es que sus respectivas franjas
electorales flotantes, ya de por sí menguadas, empiecen a estar de ellos
y de sus pataletas sectarias hasta los mismísimos. Que los vean como
politicastros sin principios, cegados por sus muy variados e incompatibles
rencores.
Están jugando con fuego. Porque, como
insistan mucho en esto de la «confluencia táctica» y de la «mayoría
parlamentaria» de los polos opuestos, lo que acabarán logrando es que Ibarretxe
no tenga más remedio que colocarlos de nuevo ante las urnas.
Quizá ésa sea la cosa: que no tuvieron
bastante con el 13 de mayo y necesiten una dosis mayor de la misma medicina.
Post scriptum.– Montoro dice que lo mismo prescinde de
negociar el Concierto Económico con el Gobierno Vasco y toma contacto directo con las Diputaciones provinciales,
saltando por encima del Ejecutivo de Ibarretxe. Que Montoro, un hombre de
natural pacífico y ponderado, diga semejante tontería es una prueba más de los
extremos a los que puede conducir la alocada belicosidad del PP. Por mucho que
quisiera, Montoro no podría negociar directamente con las Diputaciones
vascas. Ni la de Vizcaya ni la de Guipúzcoa aceptarían una propuesta tan
aberrante. Como mucho, podría arrastrar a ese disparate a la de Álava,
gobernada por el PP (aunque tampoco veo a los diputados alaveses del PP
metiéndose en tamaño berenjenal). Pero, aunque consiguiera eso, ¿qué lograría?
¿Preparar el terreno para volver a declarar a Vizcaya y Guipúzcoa «provincias
traidoras», como hizo el generalísimo mentor del presidente de honor de su
partido?
(18-XII-2001)
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Yo no olvido
«Nosotros no olvidamos».
Las gentes de izquierda tenemos una relación
conflictiva con la memoria. Nos pasamos la vida prometiendo –prometiéndonos–
que no vamos a olvidar.
Se trata por lo común de una memoria que no
es memoria, sino deseo de venganza. Herriak ez du barkatuko («El pueblo
no perdonará»), suele gritarse en Euskadi.
O en Argentina: «Ni olvido ni perdón».
Queremos vengar, sí, pero acabamos olvidando.
No sólo olvidamos nuestros deseos de venganza –tan a menudo imposibles–, sino
también a las víctimas a las que juramos memoria. Y probablemente para bien: el
peso del dolor acumulado podría acabar por resultarnos insoportable.
Hablo en plural, pero la verdad es que no me
siento demasiado concernido por la reflexión. Por alguna razón que desconozco
–y que no vindico–, estoy muy mal dotado para el olvido de las penas.
Yo ya no sé si quiero o no quiero vengar a
Aniano Jiménez, sindicalista cántabro de la HOAC a quien los fascistas arrebataron
la vida de un tiro en Montejurra en 1976 y que murió en mis brazos. Sé que no
lo he olvidado. Recuerdo como si fuera hoy aquel «¡No aviséis a la Policía, que
estoy fichado!», casi tapado por la voz de José Antonio Labordeta, que cantaba
a voz en cuello por los altavoces: «Habrá un día en que todos / al levantar la
vista / veremos una tierra...».
Pobre Aniano.
Del mismo modo, cada vez que paso por la
calle del Padre Larroca, en San Sebastián, junto al bar Iraeta, recuerdo a
Jesús Mari Ripalda, el compañero al que la Policía mató en el curso de una
manifestación contra el proceso de Burgos, en 1970.
Hubo allí en tiempos una placa conmemorativa.
Ya no está.
No me hace falta.
Como no necesito que nadie me recuerde a
Miquel Grau cuando camino por la Plaza de los Luceros, en Alacant. Pegaba
carteles convocando a la Diada cuando un falangista le estrelló una jardinera
en la cabeza y acabó con su vida.
¿Memoria política? No, qué va. Lo mío es
amontonar tristezas de toda suerte. También llagas personales. También males de
amor.
Creo que mi memoria es hemofílica: no
consigue cicatrizar.
Hace sólo una semana que ha muerto mi madre y
ya casi todo el mundo me invita al olvido. Me da que les sorprende –y que les
preocupa– la tenacidad de mi dolor, vivo como el primer día.
Sé que pasará el tiempo y me haré a la idea.
Me acostumbraré también a esa pena, la mayor de mi vida.
Pero no la olvidaré jamás.
En este caso, además, porque no quiero.
(17-XII-2001)
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