Diario de un
resentido social
Semana
del 10 al 16 de diciembre de 2001
Leña al infiel
Las tertulias radiofónicas con sede en la
Villa y Corte han encontrado otro muñeco para su particular pimpampún: el
director general de la Guardia Civil, Santiago López Valdivielso. Acabo de
enterarme de ello desde mi retiro de Aigües, escuchando –ventajas de los
satélites– el Cocidito madrileño, programa sabatino de Radio Euskadi que
hace antología de lo más florido del largue semanal de sus emitencias. Al
parecer, don Santiago dijo el otro día en el Club Siglo XXI que, ETA al margen,
Euskadi tiene un problema político de encaje en España, con lo que se ha ganado
los balidos del ganado.
No es cosa de reproducir aquí todas las invectivas
que se han proferido contra él desde la COPE, Onda Cero y Radio Nacional,
aunque sea de rigor admitir que, una vez más, la palma se la ha llevado el
protomártir arzobispal Federico Jiménez Portodoslosantos, que reclamó su
fulminante inmolación (la de Valdivielso: no os hagáis ilusiones).
Reconozco, de todos modos, que en esta
ocasión he sentido la tentación de incurrir en una confluencia táctica
con el tal Jiménez –al modo de Batasuna, el PP y el PSOE en el asunto de los
Presupuestos vascos– y convenir en
que, en efecto, lo declarado por el jefe de la Guardia Civil es inaceptable.
Porque, en rigor, no es cierto que Euskadi tenga un problema político con
España. Es España la que tiene un problema político consigo misma, lo que le
lleva a tener problemas con Euskadi, con Cataluña, con Galicia, con las
Canarias, con el País Valenciano, con Ses Illes, con Ceuta, con Melilla... y
con todas y cada una de sus supuestas partes. Es un Estado que no acabó de
cuajar como nación y que, no obstante –o por eso mismo–, ha venido dándose
ínfulas de nación como la que más. Sus prohombres trataron de articular los
signos de identidad nacionales a golpes de mandoble medieval, en plan «Tú,
chitón, que te parto la cara», en un tiempo en el que las naciones se construían
generando industria y comercio, rompiendo las barreras internas con sólidas
infraestructuras y buenas
comunicaciones. Los mandamases de Madrid no fueron capaces de hacerlo, sobre
todo porque no vieron interés en ello –para trabajar ya estaba la periferia–,
lo que dio lugar a un Estado poco maduro y bastante incoherente.
España es una casa decididamente mal hecha, y
a nadie debería extrañarle que, cuando no le fallan las cañerías, se le
atasquen los desagües. O se le hunda el suelo.
Pero supongo que sería demasiado pedir que el
jefe de los del tricornio reconociera esa realidad.
Él se ha limitado a constatar lo que tiene
delante de las narices, y ya con eso la ha hecho buena. Porque el
reconocimiento de lo evidente es uno de los signos más claramente distintivos
de la anti-España.
(16-XII-2001)
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Esclavos modernos
Un corte en el suministro eléctrico dejó ayer
al centro de Barcelona y a media Cataluña a dos velas.
Sostiene el libro del Génesis que dijo Dios:
«Fiat lux» («Hágase la luz»), pero se ve que la Naturaleza andaba
tirando a indolente y le hizo caso sólo a medias: puso luz al día, pero mantuvo
la noche en tinieblas y dejó el asunto de la electricidad supletoria en manos
de Edison y otros inventores ambiciosos, que son los malditos responsables de
que existan FECSA, FENOSA, Iberdrola, EDF y demás traficantes de fluido. Por
culpa de lo imperfecto de la voluntad divina, en suma, la vida pública de la
capital catalana se vio sumida ayer en el caos: ni alumbrado público, ni
comercio, ni bares, ni nada.
Como quiera que, además, hacía un frío de mil
pares, la gracia dejó al personal con la sonrisa helada. Doblemente helada,
porque ya había comenzado a congelársele la víspera, cuando FECSA anunció su
intención de subir las tarifas.
La ciudadanía barceloní tuvo ayer la
oportunidad de experimentar lo que yo, como sufrido habitante ocasional de una
casa perdida en el quinto pino de la montaña alicantina, vivo cada dos por
tres: adiós electricidad, adiós todo. Adiós electricidad, ergo adiós
ordenador, ergo adiós trabajo. Adiós electricidad, ergo adiós
televisión, adiós parabólicas. Adiós electricidad, ergo adiós música.
Adiós electricidad, ergo adiós comida acumulada en el frigorífico para
una semana entera de retiro. Adiós electricidad, ergo adiós radiadores
de calefacción o adiós aire acondicionado, según la estación del año.
¿Que se puede prescindir de todo ello? ¿Que
sin nada de todo eso ha vivido la Humanidad durante siglos? ¿Que también existe
el butano, y existen las pilas, y los generadores autógenos, y las velas, y la
leña para la chimenea? Ya lo sé. Vaya que sí lo sé: echo mano de ello demasiado
a menudo –todos los días– como para no saberlo. Estoy lejos de pretender que
sin electricidad uno se muera necesariamente de asco. Pero es un asco.
Yo soy esclavo de la electricidad. No sólo lo
admito, sino que además me proclamo encantado de serlo. Odio la costumbre que
tienen las compañías eléctricas –Iberdrola, en mi caso– de manumitirme de vez
en cuando sin dejar de cobrarme el precio de la esclavitud.
Pero mucho más odio al Estado que permite a
estos nuevos esclavistas hacer lo que se les pone en un sector que es estratégico
como pocos. Un Estado así, incapaz de defender a los contribuyentes que lo
mantenemos, merece ser condenado... a la silla eléctrica.
(15-XII-2001)
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El nuevo lío vasco
El último lío vasco desconcierta a más
de uno: ¿qué narices es lo que ha ocurrido en el Parlamento de Vitoria?
Ha ocurrido que el presidente del Parlamento,
Juan María Atutxa, amparándose en lo que las oposiciones calificaron
inicialmente de «argucia» o «triquiñuela» reglamentaria, ha decidido que se
voten por separado las tres propuestas de devolución de los Presupuestos
Generales del Gobierno de Ibarretxe que han sido presentadas por el PP, el PSOE
y Batasuna, respectivamente.
¿Y por qué lo ha hecho? Pues está más que
claro: para evitar el rechazo de los Presupuestos. Porque, de votarse las tres
mociones como una sola, el proyecto presupuestario se volvería por donde había
venido, en tanto que, al votarse una a una, para que alguna de ellas triunfara
sería necesario que los autores de las otras dos la respaldaran. Lo que
implicaría que, o bien Batasuna tendría que votar a favor de la propuesta del
PP y/o de la del PSOE, o a éstos les correspondería respaldar la de Batasuna.
Lo cual ninguno de los tres quiere que ocurra, por razones obvias. Estaban
dispuestos a que se produjera una confluencia implícita, pero no pueden
aceptar que la opinión pública los vea en abierto acuerdo.
Atutxa alega que hay un artículo del Reglamento del Parlamento que le faculta para decidir el voto separado de las tres mociones. Los otros tres responden que no puede ampararse en ese artículo, porque hay otro, fruto de una enmienda acordada en 1988, que prevé el voto conjunto de todas las enmiendas de devolución de los Presupuestos. Y se han plantado.
Supongo que no hará falta que aclare que soy lego en los vericuetos del Reglamento del Parlamento Vasco. Así que me dejaré de cuestiones formales para centrarme en los problemas de fondo que plantea el conflicto.
Primer problema: ¿es aceptable confluir tácticamente con el enemigo? ¿Era legítimo que el PP y el PSOE se aprovecharan de la posición de Batasuna, opuesta como ellos a los Presupuestos pero por razones diametralmente opuestas, para sacar adelante su rechazo? O, al revés, ¿tenía derecho Batasuna a apoyarse en el PP y el PSOE, enemigos jurados, para lograr sus propios y similares fines?
En mi criterio, sí. Y así lo he expresado muchas veces. Si son las 12 del mediodía y tu enemigo dice que son las 12 del mediodía, nada te obliga a ti a decir que son las 11 (salvo que estés en Canarias). Poco importa que tu enemigo diga siempre que son las 12, incluso cuando son las 4 de la madrugada. Coincidir coyunturalmente en un corolario no significa que se comparta la línea del razonamiento que conduce a él.
Lo que no me parece lícito es defender esa postura cuando le afecta a uno... y rechazarla indignado cuando los demás la hacen suya. No se puede –bueno: sí se puede, pero está mal– pretender que el PNV, EA y EB-IU deben olvidarse de reclamar el derecho de autodeterminación porque también lo reivindica ETA, arguyendo que la coincidencia inhabilita el objetivo, y luego apuntarse alegremente a la confluencia parlamentaria con Batasuna pretendiendo que cada cual tiene sus motivaciones particulares, y a mi que me registren.
Segundo problema: el del llamado voto constructivo. Atutxa ha forzado lo que técnicamente se llama «votación constructiva», que es la que el sistema parlamentario español reclama, muy específicamente, a la hora de las mociones de censura. ¿En qué consiste la cosa? Esquemáticamente: en que no vale con que la mayoría del Parlamento esté en contra del Gobierno de turno y quiera que se vaya a freír espárragos. Para derribarlo, tiene que presentar un candidato alternativo y conseguir que el menda en cuestión se gane el voto de la mayoría. Esa condición se estipuló por razones obvias: de no ser así, sólo podría haber gobiernos que contaran con mayoría absoluta. De no existir ese impedimento, sería posible derribar al Gobierno existente sin que ningún otro estuviera en condiciones de ocupar su lugar.
Ahora bien: todo el mundo está de acuerdo en que los Presupuestos son la expresión concentrada de la política de los gobiernos. Constituyen la médula espinal de su actuación. Elegir un presidente de Gobierno pero no permitirle materializar sus Presupuestos es como asignar a un arquitecto la realización de una obra y decirle luego que se meta sus planos por donde le quepan. Si a los tres partidos de oposición que hay en el Parlamento Vasco no les gusta el plan que dibujan los Presupuestos de Ibarretxe, parece lógico reclamarles que presenten una alternativa. Una. No tres, incompatibles entre sí. Porque digo yo que algunos Presupuestos habrá de tener la Comunidad Autónoma Vasca.
De votarse el rechazo en bloque de los Presupuestos, lo que se decidiría es... que no haya Presupuestos. Ibarretxe no está en condiciones de complacer a la mayoría del Parlamento. En efecto: si elaborara unos nuevos Presupuestos que se ajustaran a las exigencias del PP, se encontraría con el rechazo frontal de Batasuna y, claro está, también con el del PNV, y con el de EA, y con el de EB-IU –que se oponen de punta a cabo a lo que pide el PP– y, tal vez, incluso con el del PSOE. Tres cuartos de lo mismo sucedería de atenerse a lo demandado por el PSOE, o de amoldarse a lo exigido por Batasuna.
¿Llegar a una solución transaccional con alguno de ellos? Imposible, tratándose de un desacuerdo de principios. Si el PP, el PSOE o Batasuna hubieran creído que existían posibilidades de transacción, no habrían presentado mociones de devolución de los Presupuestos en su totalidad. Habrían planteado negociar la rectificación de tales o cuales puntos en concreto.
Se impone concluir que la política que quiere hacer el Gobierno tripartito no es compatible con los planteamientos de ninguno de los tres partidos opositores. Lo que lleva de manera ineluctable a la conclusión antes apuntada: o salen adelante en sus líneas generales –en su arquitectura global– los Presupuestos presentados por Ibarretxe o la Comunidad Autónoma Vasca se queda sin Presupuestos. Es decir, sin posibilidad de ser gobernada en la dirección que la mayoría de sus votantes decidieron en las urnas hace escasos meses.
Inconvenientes que tiene la democracia.
(14-XII-2001)
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Conjura
anti-española
Dice el anuncio: «Abierto sábados tarde». O dice:
«Oferta hasta fin existencias».
O apunta el político: «Desde que se celebró
el referéndum OTAN...».
¿Qué tiene toda esta gente contra los artículos, las preposiciones, los adverbios y, en general, contra la gramática y la sintaxis castellanas? ¿Qué les impide decir: «Abierto los sábados por la tarde», «Esta oferta es válida hasta que se nos vacíe el almacén» o «Desde que se realizó el referéndum sobre la OTAN»?
Hay quien pretende que yo soy un mal español.
Y hasta es posible que acierte: como no sé qué es ser un buen español, y como
serlo no me parece que constituya un objetivo de mayor interés, lo mismo no lo
hago bien.
Pero, a cambio, no tengo duda alguna sobre mi
aprecio por la lengua castellana. Siempre he tratado de mimarla como cuida el
artesano de su herramienta, para conservarla limpia, afilada y siempre presta
al uso más eficaz, preciso e incisivo. Me enseñó a hacerlo mi madre –madre y
maestra– desde muy niño.
Hay, sí, una anti-España.
Pero no es ni vasca, ni catalana, ni gallega. Es intrínsecamente española.
La alimenta toda esta gentuza vendepeines que, a fuerza de agitar contra lo
ajeno, es incapaz de preocuparse realmente por lo propio.
Segundas partes
Leo que el Grupo Correo quiere comprar la
mayoría de las acciones de El Mundo y que el director de ese periódico,
Pedro J. Ramírez, dice que, si tal cosa ocurriera, rompería con la empresa
editora y fundaría un nuevo diario.
Ignoro si es cierto: hace meses que no piso
la sede de El Mundo y, en consecuencia, no estoy al tanto de ningún
cotilleo.
Ramírez ya hizo en una ocasión lo que ahora
amenaza con repetir. Lo echaron de Diario16 por las informaciones que
estaba sacando sobre los GAL y logró los apoyos necesarios para crear El
Mundo de la nada. En la modesta medida de mis posibilidades,
contribuí a aquel proyecto con todas mis fuerzas. Incluso invertí en ello un
dinero que no tenía, pidiendo un crédito disparatado, que acabó reportándome
réditos. Lo mismo hicieron otros muchos.
Pero nada es ya lo mismo. El Grupo
Correo no acude a ese combate para conquistar ningún bastión ideológico. Y
Ramírez no defiende ya ninguna Numancia política.
A muchos no les importará la diferencia. A mí
sí. Yo no soy empresario. Lo mío es combatir para conquistar bastiones
ideológicos y defender Numancias políticas.
Así que en esa pelea de ahora, real o supuesta –porque ya digo, y lo digo sinceramente, que no sé nada de ella–, lo único que me va es la cuenta de fin de mes. O sea, pequeños asuntillos de contabilidad personal con los que no me atrevería a aburriros.
(13-XII-2001)
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Retrocesos a mejor
Escucho en una radio a dos festivos presentadores
de noticias que se ríen de alguien (no me entero de quién) por una frase que ha
dicho (tampoco sé a propósito de qué, ustedes disimulen).
Se ve que el hombre ha soltado: «Es un
retroceso, pero a peor».
Se ríen: «Hombre, si es un retroceso, ¡no va a ser a mejor!».
Mi primera objeción es meramente puntillosa.
Fuera quien fuera el autor de la sentencia, se equivocaba: el tiempo no admite
retrocesos. Siempre cabe que surjan situaciones similares a otras pasadas, pero
inevitablemente serán nuevas. Las circunstancias históricas tienden a
parecerse, a veces con aburrida tenacidad, pero no son clonables.
Dicho lo cual, también los comentaristas
erraban: de ser factibles, muchos retrocesos podrían ser a mejor, vaya que sí.
Sólo una concepción ingenuamente progresista de la Historia puede mover a
pensar que el paso del tiempo nos conduce inevitablemente hacia situaciones más
positivas. Estoy lejos de sostener que cualquier tiempo pasado fue mejor, como
el autor de las célebres Coplas, pero me siento por lo menos tan distante de
esa pretensión como de la contraria.
Lo que con demasiada alegría suele
denominarse progreso constituye una amalgama de fenómenos positivos y
negativos. Algunos incluso presentan ambas potencialidades a un tiempo. Ocurre
que casi siempre se materializan más claramente por su lado negativo.
Tomemos el ejemplo de las armas. No está
excluido, ni mucho menos, que un arma pueda ser utilizada con fines socialmente
benéficos. Y, cuando tal es el caso, qué duda cabe que cuanto más perfecta sea,
mejor. Pero el examen del empleo de las armas a lo largo y lo ancho del mundo a
lo largo de las últimas décadas obliga a concluir que su continuo amejoramiento
técnico ha hecho mucho más daño que bien. Ayer escuché que la aviación
norteamericana ha utilizado durante los últimos días en Afganistán unas
potentísimas bombas cuya particularidad principal es que destruyen toda forma
de vida en 500 metros a la redonda. Ya ven ustedes: tanta evolución tecnológica
para acabar disparando a ojo. Pues vaya un progreso.
De todos modos, admito que hay países
–Afganistán es uno– en los que el progresismo ingenuo está relativamente
justificado. O resulta, al menos, comprensible. Se trata de sociedades a las
que, visto cómo les ido en el pasado, sólo les queda confiar en el futuro. A
las que se les puede perdonar que no se queden demasiado con la sentencia de
Antonio Machado: «No hay nada que sea absolutamente inimpeorable».
(12-XII-2001)
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Grotesco
Entre los muchos y muy vivos sentimientos por
los que pasó ayer mi estado de ánimo, dos contrastaron de modo muy especial.
Uno es el que me asaltó anoche cuando, por primera vez en las últimas 24 horas,
encendí el ordenador y me encontré con una larga, larguísima lista de correos
electrónicos de condolencia enviados por lectores y lectoras de esta página
web. No fue sólo la cantidad. También la calidad. Todos ellos respiraban
cariño, solidaridad y ternura.
Creí que ya no me quedaban lágrimas que
llorar después de tantas horas, pero era falso. Me quedaban las de alegría.
El otro sentimiento lo había experimentado
horas antes en la Iglesia de San Ignacio, en mi barrio natal de San Sebastián,
durante la ceremonia religiosa realizada en memoria de mi madre.
Había discutido con Charo sobre si acudir al
acto. Por la mañana, en el cementerio, me había alejado a la hora del responso,
pero no tanto por rechazo al rezo como por no ver el momento en que enterraban
a mi Maritxu. Lo de la tarde era diferente: me preguntaba qué pintaba un ateo
en un lugar como aquél. Charo me
respondió que había que respetar los deseos de la fallecida. Mi madre no era
demasiado devota, pero sí vagamente creyente y, en todo caso, por razones de
mera tradición, sí habría deseado que se realizara la ceremonia religiosa.
Pensé que, si tras mi muerte se realizara un acto netamente subversivo,
también me gustaría que acudieran aquellos de mis amigos que no son de
izquierda –no tengo demasiados de ese tipo, pero alguno hay–, aunque obviaran
sumarse a los cánticos que eventualmente pudieran entonarse, o no alzaran el
puño. De modo que decidí entrar en la iglesia, aunque sin colaborar en el rito.
Lo que no se me había ocurrido que pudiera
ocurrir es que el acto me revolviera las tripas. Porque aquello no fue una
ceremonia religiosa, sino una farsa grotesca. Cuatro curas y una señora
especializada en desafinar iban siguiendo el guión con aire de profundo
aburrimiento, del modo más escandalosamente burocrático que imaginarse quepa.
No se les notaban particulares ganas de acabar cuanto antes y salir huyendo
–eso hubiera despertado mis simpatías solidarias–; al contrario, parecían
programados para repetir cadenciosamente los movimientos previstos, pero como
si estuvieran ausentes, tal vez meditando profundamente en qué signos poner a
la quiniela del próximo fin de semana.
Me pareció escandaloso. Incluso poco
profesional: si cobras por hacer algo, tienes el deber de hacerlo bien.
Cada trámite de los que iban cubriendo me
cabreaba más que el anterior, pero menos que el siguiente. Las canciones con
karaoke. Los espiches monocordes. Me fue invadiendo la certeza de que estaban
insultando la memoria de mi madre. Si les importaba un carajo que la buena
señora se haya muerto, lo menos que podían hacer era disimularlo, ahorrándose
aquella espantosa exhibición impúdica.
Hubo un momento en que la fuerza de mi rabia
llegó a ser tan grande que incluso me mareé.
Al salir, me juré por Dios que no volveré a
pisar una Iglesia católica.
(11-XII-2001)
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El día 10 no hubo apunte en este Diario,
debido al fallecimiento de mi madre, María Estévez.
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