Diario de un resentido social

Semana del 12 al 18 de noviembre de 2001

 

Liberalismo fanático

Empecé a meditar seriamente sobre el fenómeno hace años cuando, a raíz de un artículo que escribí sobre el Papa, en el que me mostraba tan crítico en cuanto al contenido como respetuoso en las formas, recibí una carta de una lectora que, sintetizando mucho sus opiniones, decía escuetamente: «Hijo de puta, ojalá te mueras».

«¡Extraño cristianismo!», me dije.

Y es que yo, dejándome sin duda obcecar por mis arraigadas tendencias cartesianas, daba por hecho que la confesión cristiana obligaba a sus seguidores a amar al prójimo –enemigo incluido– y a perdonar sus ofensas. Pero quiá.

Me pasa ahora algo semejante con nuestros liberales. Teóricamente, el liberalismo aboga por la libertad de pensamiento y el respeto de la discrepancia, a la que atribuye un benéfico poder moderador y creativo. Se supone que, para quien hace gala de un talante liberal, la opinión contradictoria tiene un valor inestimable, en la medida en que le obliga a afinar la propia, a corregir sus excesos, a darle más profundidad y mayor perspectiva.

He dicho bien: teóricamente. Porque, en la práctica, los actuales liberales –los que por aquí se autotitulan liberales– parten de un único principio: ellos lo saben todo y tienen la razón en todo. El resto somos, por decirlo abreviadamente, tontos del culo, y lo mejor que se puede hacer con nosotros es cerrarnos la boca a cal y canto cuanto antes.

No lo digo a ojo, sino con pruebas en la mano y sangrando por la herida: me ha llegado la transcripción de unas charlas en Internet en las que dos conspicuos liberales –ay, Señor– manifiestan su profundo disgusto por el hecho de que El Mundo publique mis columnas y piden encarecidamente a quien corresponda que me calle de una puñetera vez . 

De lo cual deduzco que, pese a sus baladronadas y sus maneras chulescas, se sienten débiles. Porque la razón jamás ha temido verse las caras con la sinrazón. ¿Qué más quiere la inteligencia que su contraste con el dislate? Es cuando más brilla.

A mí no me molesta que ellos escriban y hablen sin parar, a todas horas y en todas partes. Todo lo más, me abruma. Pero me hago cargo de que tienen su público y asumo que, en ese sentido, cumplen una función social: puesto que esas opiniones existen y tienen su peso, es bueno que se expresen libremente.

En cambio, ellos no toleran ver negro sobre blanco mis modestos criterios.

Es un portentoso invento, el suyo: han descubierto el liberalismo fanático.

¿Quién dijo que era imposible la cuadratura del círculo?

 

(18-XI-2001)

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Juan Francisco Martín Seco

Extrañado de no ver desde hace algún tiempo las habituales columnas semanales de Juan Francisco Martín Seco en El Mundo, decidí ayer informarme. Hablé con él y me enteré de la razón de esa ausencia: ha sido borrado de la lista de colaboradores fijos del periódico. 

Por supuesto que los directores de los medios informativos están en su derecho de elegir los colaboradores que mejor les parecen. Es lo que le dije a Victoria Prego cuando decidió prescindir de mis servicios en la tertulia de La Brújula, en Onda Cero. Si no le resultan de interés mis opiniones, ¿por qué va a pagar por ellas? Me echó, y a correr. Tan ricamente.

Pero, si ellos –o ellas– están en su derecho de quitar y poner colaboradores, no menos verdad es que los demás estamos en nuestro derecho de analizar sus gustos. Y de aprobarlos o no.

Juan Francisco Martín Seco era firma habitual de El Mundo prácticamente desde la fundación del periódico, en 1989. También desde el principio fue miembro del Consejo Editorial del diario y asesor de su línea editorial en materia económica.

Juan Francisco Martín Seco es una de las pocas personas de izquierda que conozco que no ha sido nunca marxista. Él ha estado desde siempre en posiciones social-demócratas. Y en ellas sigue estando. Desde ellas se opuso a la política económica del PSOE, primero, y luego a la del PP.

Socialista de verdad, su desacuerdo con el PSOE abarcó la práctica totalidad de la política felipista. Cuando el Gobierno de González se implicó en la Guerra del Golfo, Martín Seco, que entonces ocupaba un alto cargo en el Ministerio de Hacienda, firmó un manifiesto contra la guerra, lo que provocó su destitución fulminante. No pudieron echarlo de la Administración porque es funcionario de carrera –inspector de Hacienda del más alto nivel–, pero lo represaliaron hasta donde les fue posible.

La llegada de Aznar a La Moncloa no hizo que su suerte mejorara. Antes al contrario. Algunos partidarios del PP, que habían dado cancha a sus opiniones tan sólo en la medida en que perjudicaban al PSOE, dejaron de interesarse por ellas. O, por mejor decirlo: empezaron a detestarlas tanto o más que los felipistas.

Se le fueron cerrando más y más puertas. Obviamente, dejó de asesorar la línea editorial de El Mundo en cuestiones económicas. Pasó a escribir una colaboración semanal, que es la que le han quitado ahora. No sé si conserva relación con algún medio informativo. Me parece recordar que hacía algún comentario sobre economía en alguna radio. No creo que le dure mucho, aunque ojalá me equivoque.

Él es consciente del porqué de su escasa suerte y tampoco se angustia, sobre todo en la medida en que no depende de los medios informativos para ganarse los garbanzos. Dice que le parece comprensible que lo vayan apartando.

A mí no. Antes, los medios que querían tener una imagen no monolítica, plural, se las arreglaban para contar con unas cuantas firmas de izquierda real que rompieran la monotonía de las opiniones defensoras de la Ley y el Orden. Así, sus propietarios podían decir: «Aquí tenemos de todo», por más que la excusa de ese todo apenas abarcara un 0,5% de los contenidos. Ahora parece que la tendencia es a eliminar incluso el 0,5% en cuestión.

Me sé de alguno que hará bien en ir poniendo sus barbas a remojo.

 

(17-XI-2001)

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¡Qué pesado, el pasado!

Gran bronca ayer en el Congreso de los Diputados a cuenta del debate de las conclusiones de la Comisión de Investigación sobre Gescartera. El Gobierno y sus amigos se dieron un garbeo por los cerros de Úbeda, por más que no esté el tiempecito para excursiones, y la llamada oposición se enfadó cantidad y gritó consignas tipo mani, como si fuera una oposición de verdad. En plan «reina por un día». 

Lo que más cabreó a sus señorías –y en particular a la señoría Isabel López, que empezó a dar gritos como una posesa– es que el portavoz económico del PP dijera que, puestos a citar cuentas bancarias en Suiza, él puede hablar de la que tenían por allí un par de diputados socialistas que traficaban con los beneficios ilegales de Filesa y empresas consortes.

Comprendo muy bien que el grupo parlamentario socialista esté hasta los mismísimos de la tendencia recurrente de los diputados peperos a citarles su pasado colectivo.

–Oigan, que su plan de infraestructuras es un desastre –dice el del PSOE.

–¿Y el «gratis total» de Solchaga, qué? –le replica de inmediato el del PP.

Las huestes del Gobierno tienen comprobado que tirando de la manta felipista consiguen que los de Zapatero se pongan de los nervios. Así que echan mano del presunto argumento día tras día, se hable de lo que se hable.

–La seguridad de los aeropuertos... –empieza el sociata.

–¿Y de Filesa qué me dices, cacho sinvergüenza? –le espeta el otro, feliz de haber encontrado un arma multiusos irrefutable.

A mí me da lo mismo, porque hace tiempo que he renunciado a escuchar un debate parlamentario que valga la pena, pero no sé, digo yo que estaría bien –por el aquel de la dignificación de la sede de la soberanía popular, que le dicen– que los electos del PP argumentaran de vez en cuando recurriendo a los hechos actuales. O sea, que no volvieran siempre al «¡Pues mira que tú!». Que trataran de justificar lo suyo, sin más, a pelo.

A lo mejor se podría. No deberían renunciar de antemano.

Me parece un soberano aburrimiento –ya digo– que los del PP estén a piñón fijo, utilizando siempre el pasado de sus oponentes como arma arrojadiza. Vale que el señor Martínez Pujalte sea su portavoz económico –lo que imagino que quiere decir que no se han gastado gran cosa en su adquisición–, pero podrían pedirle que haga un uso menos rácano de sus meninges.

Ahora: tampoco se puede negar que el filón existe. El pasado del PSOE da para varias legislaturas. Y para medio millón de columnas de prensa. Si no quieren que se lo echen sin parar en cara, ¿por qué no lo liquidan dignamente de una vez? Es un consejo de amigo.

 

(16-XI-2001)

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19 muertos

Dice el tópico periodístico que no es noticia que un perro muerda a una niña; que la noticia es que una niña muerda a un perro.

Personalmente, siempre he pensado que el ejemplo está rematadamente mal traído. Primero, porque la mordedura de un perro a una niña puede muy bien ser noticia, según quién sea la niña, cómo sea la mordedura del perro, quién sea el propietario del perro, etcétera. Y segundo, porque no le veo mayor interés informativo al hecho de que una niña haya mordido a un perro. Todos sabemos que hay un montón de niñas que están como regaderas.

Pero, al margen de la oportunidad del ejemplo, lo que quiere decir es más o menos cierto: se supone que lo normal no es noticia.

En ese sentido, vale la pena preguntarse por qué todas las portadas de los periódicos de hoy nos cuentan con tanto lujo de detalles que un autocar que conducía a un grupo de gente anciana procedente de Cataluña se salió ayer de la carretera en Huelva y volcó.

Murieron 19 personas y 21 más resultaron heridas, algunas de gravedad.

¿Y qué?

Que mueran en la carretera 19 personas no es noticia. Eso ocurre todos los días.

Todavía menos noticia es que fueran viejos y viejas. Integran la franja de edad con más propensión a morir.

Si se examinan las circunstancias del hecho, no tarda en descubrirse que toda la noticia se concentra en un punto: en que se han muerto las 19 a la vez. De haber muerto tres en Ourense, cuatro en Matalascañas, otras cuatro en San Clemente, tres en Algete, una en Medinaceli y el resto en Villarcayo, provincia de Burgos, lo más probable es que no hubieran tenido derecho ni a media docena de líneas en una columna de breves. Pero, por lo visto, que se hayan esnafrado todas juntas confiere al suceso un algo como de proeza.

Que se hayan muerto todas juntas... y cerca. Eso también es muy importante. Porque ese mismo accidente tiene lugar en Nijamabad, entre Nantied y Varangal, en la Unión India, allá donde Buda dio las tres voces, y todas las víctimas son lugareñas –jóvenes o mayores, tanto da–, y aquí a todo el mundo la cosa le habría importado un perfecto pijo.

Ni siquiera yo me hubiera tomado el trabajo de hablar del suceso.

 

(15-XI-2001)

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Los nuevos cuervos de Afganistán

Las fuerzas de la Alianza del Norte han entrado en Kabul, pese a haber sido expresamente advertidas de que no debían hacerlo. El ex rey Zahir Shah, tenido como referente unitario de la oposición anti-talibán, no ha ocultado su indignación. Dice que es una mala noticia que la capital afgana haya pasado de las manos de una etnia a las de otra. Él, en concreto, se ha enterado de la ocupación de Kabul por la prensa.

La Alianza del Norte quita importancia a la toma de la capital y dice que es sólo un pequeño contingente de sus tropas el que ha penetrado en ella «para asegurar el orden». Es sólo una manera de hablar. Los escasos observadores internacionales independientes que están siendo testigos del avance de la Alianza del Norte aseguran que sus combatientes rivalizan en ferocidad y fanatismo con los talibán. Que no sean tan estrictamente religiosos como los otros no quiere decir que no puedan ser igual de burros. Hay serios motivos para sospechar que las ejecuciones sumarias a las que han procedido en Kabul no hayan venido provocadas por actos de pillaje protagonizados por grupos de talibán residuales, como ellos pretenden (es altamente improbable que haya gente talibán que se haya quedado a verles entrar, y aún más improbable que hayan aprovechado su entrada para dedicarse al pillaje). Todo indica que esos actos de barbarie no son sino una muestra de la intención que tienen de imponer a sangre y fuego su nuevo dominio.

El imparable avance de las tropas de la Alianza del Norte hasta Kabul ha sido posible gracias al apoyo de la Fuerza Aérea norteamericana, que ha machacado las defensas talibán, y gracias también al respaldo que le han prestado en tierra algunas unidades especiales del Ejército de los EEUU.

Escribí aquí mismo hace ya semanas que era absurdo pensar que los combatientes talibán, escasos y mal pertrechados, fueran a detener la máquina de guerra estadounidense. El problema de fondo nunca ha sido ése, dijera Bush lo que dijera sobre guerras «largas y difíciles».

El quid de la cuestión ha estado siempre en el día después. Desalojados los talibán y empujados hacia sus bastiones del sur del país, ¿quién va a ocupar su lugar? ¿Admitirán los nuevos conquistadores la puesta en pie de un régimen realmente pluriétnico? El asunto no es si van a hacer un hueco a los talibán –ya han anunciado que no tienen la menor intención de ello–, sino si se lo harán a los integrantes de la etnia pashtú, base social principal del tinglado tutelado espiritualmente hasta ahora por el mulá Omar.

De no haber un entendimiento interétnico –sumamente improbable–, Afganistán seguirá desangrándose en querellas internas. La tortilla se habrá vuelto del otro lado, pero seguirá siendo la misma tortilla.

Sobre esa base, ¿podrán los EEUU instaurar su control sobre la zona y utilizar el suelo afgano como cabeza de puente para su penetración económica en las repúblicas ex soviéticas del norte, ricas en petróleo y gas, y para irradiar su influencia política y militar sobre los dos grandes países islámicos vecinos, Irán y Pakistán, que han sido los objetivos reales por los que se han implicado en esta guerra? ¿O, por el contrario, les ocurrirá tres cuartos de lo mismo que les sucedió con los talibán, a quienes armaron y respaldaron en su día para quitar de enmedio al Gobierno prosoviético vigente hasta 1992?

El nulo caso que la Alianza del Norte ha hecho de las recomendaciones de Washington en relación a la toma de Kabul parece sugerir que las cosas pueden ir muy fácilmente por esta última vía.

EEUU ha criado otra tanda de cuervos. Nada de especial tendrá que éstos también le saquen los ojos.

 

(14-XI-2001)

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Don Sigfrido vuelve a la carga

Los periodistas especializados en asuntos capitalinos aseguran que el concejal de Movilidad del Ayuntamiento de Madrid, Sigfrido Herráez, es un reaccionario de tomo y lomo.

Se dejan engañar por las apariencias.

Visto por fuera, es cierto que don Sigfrido reúne todos los signos externos de un hitleriano, nombre de pila incluido. Pero eso es tan sólo parte de su técnica de camuflaje. Lo mismo que sus lazos familiares (un taxista me aseguró ayer que cree que es sobrino –o hijo, ahora no recuerdo muy bien– de un obispo).

En realidad, don Sigfrido es un peligroso anarquista.

Hay que dejar de lado las apariencias y fijarse en los hechos. Y los hechos demuestran que el tal Herráez realiza un concienzudo y sistemático trabajo de subversión del orden público. Ante sus realizaciones, el mismísimo Bakunin empalidecería de envidia.

La Navidad pasada montó una campaña de instalación de conos móviles de plástico por las calles de Madrid que sembró un caos casi perfecto. A punto estuvo de lograr su objetivo de hundir, ya que no el Estado –que es la bicha de todos los anarquistas–, por lo menos su capital.

A mí no me engañó. Enseguida me di cuenta de que era obra de un terrorista. Su Departamento es el verdadero Comando Madrid. Él no se conforma con provocar unas horas de confusión y pánico. Se las arregla para mantenerlo días y más días.

Ahora se ha metido en una guerra a muerte contra los taxistas afiliados a la cooperativa Radioteléfono Taxi. ¿Por qué? Porque han puesto publicidad en sus coches. Don Sigfrido dice que hay una ordenanza municipal según la cual todo taxista que quiera poner un anuncio en su vehículo tiene que pedirle permiso a él. Si la tal ordenanza existe –que existirá: seguro que la ha dictado él– es una arbitrariedad completa. Carece de justificación alguna. Es absurdo que él deje que los autobuses municipales lleven todos los anuncios que les salga de sus Nibelungos, y que incluso permita que haya autobuses que lo único que hacen es pasear anuncios, contribuyendo al caos circulatorio –otra muestra más de su fervor anarquista–, y que los taxistas, en cambio, tengan que rendirle pleitesía antes de comunicar a los viandantes que Vodafone es de puta madre.

Alega don Sigfrido que, si los taxis han de llevar anuncios, tienen que llevarlos todos, y repartirse los beneficios entre todos (incluyéndole a él, supongo). ¿A cuento de qué? Es como si pretendiera que, si los periódicos publican publicidad, tienen que repartirse los beneficios entre todos por igual. El típico reflejo comunistoide. Oiga, no, don Sigfrido: en una sociedad de libre mercado, cada cual se curra su parte, y se beneficia de ella en esa medida. Si los del Radioteléfono han logrado camelar a Vodafone, o como se llame esa cosa de teléfonos, se lo llevan ellos, y que los otros vayan diciendo que ya es primavera en El Corte Inglés, si se les pone.

Por si lo anterior fuera poco, don Sigfrido ha decidido aportar a la situación un punto de confusión adicional afirmando que se negará a  negociar con los taxistas –cito literalmente– «hasta que no depongan su actitud». ¡Pero si es precisamente eso lo que están haciendo: no deponer su actitud! Si hubiera dicho «hasta que depongan su actitud», habría sido un rasgo de autoritarismo, pero por lo menos comprensible. Pero al exigirles que «no depongan» su actitud, ya el lío es completo.

Aunque en ese punto me entra la duda: ¿querrá don Sigfrido subvertir sólo la Movilidad Urbana o estará pretendiendo extender su corrosiva labor anarquizante también a los dominios de la gramática española?

Capaz.

 

(13-XI-2001)

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Lo que están haciendo

Me llaman del canal franco-alemán de televisión Arte. Están realizando un reportaje en España sobre no entiendo muy bien qué y quieren tomarme unas declaraciones sobre los nuevos acuerdos comunitarios de extradición. «Porque usted será crítico con ellos, ¿no?», me preguntan. Creo que alguien les ha debido de decir que soy crítico con todo. Me apresuro a confirmárselo.

No obstante, como no me gusta opinar sin saber –sin saber algo, quiero decir–, me informo del asunto y consulto a un experto jurista. Avala mis impresiones iniciales.

Las nuevas normas sobre extradición autorizan la entrega de detenidos de un Estado a otro, dentro del espacio comunitario, sin más trámite que la autorización gubernativa.

Esto, visto superficialmente, podría parecer incluso lógico: estamos en la Unión Europea, que constituye un ámbito unificado. Pero, si se profundiza en ello, la cosa deja de resultar tan lógica. Porque la UE ha unificado bastantes cosas, pero otras no. Y una de las cosas que no ha unificado es la legislación penal, de modo que hay determinadas actuaciones que en unos estados de la UE constituyen delito y en otros no, o que en unos estados están castigadas con una pena y en otros con otra, mayor o menor. Por poner un caso bien claro: las legislaciones de Francia y Alemania no tipifican como delito las injurias a la Monarquía –más que nada porque son Repúblicas–, de modo que sus autoridades no pueden –no deberían– considerar delincuentes a quienes hayan injuriado a un rey o una reina y sean reclamados por otros estados en razón de ello.

Ése es sólo un ejemplo, pero podría ponerlos a puñados, porque las disimilitudes penales hacen legión: en materia de represión del tráfico y consumo de sustancias estupefacientes, en relación al aborto, a la eutanasia... En fin, en diversísimos campos.

Dada la complejidad de los asuntos legales que pueden estar en juego en una demanda de extradición, los Estados de Derecho venían teniendo por norma que la autoridad judicial interviniera en su tramitación, fuera en exclusiva, fuera en coordinación con el poder ejecutivo. Hasta tal punto era así, que los juristas consideraban que éste era un punto característico que diferenciaba a los regímenes democráticos de los autoritarios: sólo estos últimos dejaban la potestad extraditora en las exclusivas manos de los gobernantes.

Recuérdese –las películas están para eso– que incluso dentro de las fronteras de un mismo país, los EEUU, el paso de los límites de un estado a otro obligaba a cesar la persecución policial de un delincuente en fuga. Al cambiar de jurisdicción, cambiaban las leyes aplicables, y pasaba a ser otra también la Policía competente. Los delitos federales –y la Policía encargada de perseguirlos: el FBI– se referían sólo a aquellas materias en las que las legislaciones de todos los estados de la Unión estaban homologadas.

Esa tradición garantista, como tantas otras, se está desmoronando. En nombre de las necesidades especiales que plantea la lucha contra el terrorismo, los Estados occidentales están poniendo en marcha leyes de excepción incompatibles con los derechos fundamentales.

El fiscal general de los EEUU –su equivalente a nuestros ministros de Justicia– acaba de autorizar que la Policía intervenga, escuche y grabe las comunicaciones entre los abogados y sus clientes, en expresa violación del derecho de defensa. Las asociaciones de derechos civiles han puesto el grito en el cielo. Como si se operan: el asunto forma parte de la lucha del Bien contra el Mal.

En Gran Bretaña, el Gobierno de Tony Blair ha propuesto reformar la Convención Europa de Derechos Humanos para que su Policía pueda mantener indefinidamente detenida a una persona sin necesidad de formular cargos contra ella. Un portavoz de Blair ha declarado que «si hay contradicción entre los Derechos Humanos y la defensa de la seguridad ciudadana frente al terrorismo, tenemos muy clara cuál es nuestra elección». La frase podría figurar en el frontispicio de la sede central de los GAL.

En España, el Gobierno ha presentado un proyecto de regulación del control jurídico del nuevo Centro Nacional de Inteligencia –es decir, del nuevo Cesid– que deja chiquita la vieja y repudiada Ley Corcuera. Prevé que los espías del Gobierno, con la mera aprobación de un juez especial de lo contencioso-administrativo puesto ad hoc, puedan interceptar las comunicaciones o realizar registros en el domicilio de cualquier persona... ¡aunque su actuación no se enmarque dentro de la instrucción de ninguna causa penal concreta! Los bemoles de la cosa son operísticos. Y la indefensión del ciudadano o ciudadana víctima de tales prácticas, total. Tú preguntas: «Pero, ¿de qué se me acusa? ¿En razón de qué me abren ustedes la correspondencia, me pinchan el teléfono y me entran en casa a cotillear mis cosas?». Y ellos pueden responderte, tan panchos: «En razón de que se nos pone, capullo».

En nombre de la lucha mundial contra el terrorismo y de la defensa de la democracia, los Estados de Occidente están lanzados por la vía de la fascistización galopante. Pretenden hacernos creer que para defender las libertades no hay nada como acabar con las libertades.

Allá el que trague. Yo no.

Así se lo diré a los del canal franco-alemán Arte. A ver si consiguen emitirlo antes de que se reformen las leyes sobre libertad de expresión.

 

(12-XI-2001)

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