Diario de un
resentido social
Semana del 1 al 7 de octubre de
2001
«La mentira
necesaria»
Leo a escape la voluminosa obra de
Frances Stonor Saunders titulada La CIA y la guerra fría cultural, que
habré de presentar el lunes 15 en Madrid acompañando a la joven autora
británica.
No puedo emitir un juicio
definitivo sobre el libro, del que llevo leídas –me llegó ayer– apenas unas 200
páginas, lo que representa menos de un tercio del total.
Puedo decir, de momento, eso sí,
dos cosas. La primera, que el trabajo de F. S. Saunders es apasionante. La
segunda, que sería muy deseable que se exigiera a los traductores de inglés que
sepan castellano.
De lo que llevo leído retengo un
punto particularmente interesante en las actuales circunstancias. Cuenta la
autora cómo George Kennan, uno de los padres de la CIA, desarrolló en 1947 el
concepto de «mentira necesaria» en tanto que componente esencial de la
diplomacia norteamericana de posguerra. Kennan, situándose en la línea del
sempiterno principio que justifica la utilización de cualquier medio, por
odioso que resulte, siempre que el fin sea correcto, propugnaba la puesta en
pie de una tupida red mundial de complicidades intelectuales, culturales y
periodísticas que permitieran a los EEUU expandir sus criterios. Esa red no
debería dudar en recurrir a la mentira, la manipulación y la intoxicación a
gran escala cuando ello resultara conveniente para los intereses
norteamericanos.
Pocos meses después, y en plena
sintonía con los criterios de Kennan, el Consejo de Seguridad Nacional elaboró
diversas instrucciones –entonces ultrasecretas, ahora ya conocidas– para
impulsar no sólo el desarrollo de esa red de propaganda, sino también el
trabajo sistemático de «guerra económica, acciones directas, incluido el
sabotaje... y de subversión contra Estados hostiles, incluida la ayuda a
movimientos clandestinos de resistencia, grupos guerrilleros y grupos de
liberación de refugiados». El CSN precisaba que esas acciones deberían «planificarse
y ejecutarse de modo que las personas no autorizadas carezcan de pruebas de la
responsabilidad del gobierno de los Estados Unidos, y que, en caso de ser
descubiertas, el gobierno de los Estados Unidos pueda rechazar de forma
convincente cualquier responsabilidad al respecto de ellas» (National
Council Directive 10/2).
En 1949, el Congreso de los EEUU
liberó al director de la CIA de la obligación de dar cuenta del uso que diera a
los inmensos medios económicos puestos a su disposición. Era la única pieza que
faltaba para que el plan pudiera llevarse a la práctica con todos los medios y
la mayor impunidad. En el plazo de sólo tres años, la Office of Police
Cordination de la CIA, encargada de estas tareas bajo el mando de Kennan, pasó
de contar con 302 agentes a tener casi 6.000 servidores a sueldo, más de la
mitad de ellos en el extranjero.
La CIA se ha mantenido fiel desde
entonces a la filosofía de «la mentira necesaria» y a los métodos
propugnados por Kennan para aplicarla, para lo que ha contado con cada vez más
y mejores medios. Hace una década tuvimos una llamativa muestra de su poder:
recuérdese con qué entusiasmo participaron casi todos los medios de
comunicación occidentales en la difusión de la patraña según la cual Irak
poseía un poderosísimo ejército, «uno de los más importantes del mundo», lo que
podía llevar a Sadam Hussein a convertirse en «un nuevo Hitler», lo que hacía
imperioso cortarle las alas de inmediato. Fue una «mentira necesaria»
arquetípica.
En mi criterio, lo que viene a demostrarse
con esto es que no hay ninguna razón para creer en la veracidad de las
supuestas informaciones que se nos están proporcionando en la actualidad con
respecto a Ben Laden y a los atentados del 11 de septiembre, en las que el
Pentágono basa su autodenominada Guerra Contra el Terror. No afirmo que
sean mentira. Constato que no tendría nada de extraño que lo fueran. O que se
trate de un batiburrillo de verdades, medias verdades y perfectas mentiras.
Sabemos que hay cientos de
funcionarios de la CIA, con abundantes contactos en el mundo entero, cuyo
trabajo consiste en expandir «mentiras necesarias». Digo yo que no estarán
ahora mismo mano sobre mano.
(7-X-2001)
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Bobos satisfechos
El Gobierno español está muy
contento porque en la lista anual de organizaciones terroristas que ha
confeccionado la Administración norteamericana figura ETA.
El Gobierno español parece no darse
cuenta de que la única trascendencia que tiene la inclusión de ETA en esa lista
es que, a partir de ahora, la organización terrorista vasca no podrá hacer
cuestaciones en los EEUU, y sus miembros –siempre que se identifiquen como
tales, claro está– no podrán entrar en territorio norteamericano. Seguro que en
este momento la jefatura de ETA está desesperada: ¡con todo el dinero que
recaudaba en cuestaciones populares en los Estados Unidos!
El Gobierno español parece no darse
cuenta de otro punto que también hubiera debido llamar su atención: en la lista
en cuestión no figura el IRA. Está el IRA llamado auténtico, pero no el
oficial y tradicional. ¡Ah, la Irish solidarity!
Si Ibarretxe se negara a calificar
al IRA de terrorista, no quiero ni pensar qué bronca le caería encima.
Pero como es el jefe Bush el que lo
hace...
Al uno se le caería el pelo. Con el
otro, pelillos a la mar.
(6-X-2001)
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Incoherencias
«¿Lo democrático es hacer lo que la
sociedad quiera? Nosotros decimos: no. Lo democrático es respetar las reglas de
juego que hemos pactado». Oigo esta afirmación de Mayor Oreja en una emisora de
radio vasca mientras conduzco. Me detengo no sólo para anotar la frase –que no
he visto reproducida hoy en ningún periódico–, sino también para reponerme del
susto. O mis conocimientos de castellano –y de griego– se han desvanecido por
entero o lo democrático es, por definición, hacer lo que la mayoría social
decide. La democracia es un sistema de toma de decisiones colectivas que se
basa en la aceptación del voto mayoritario de la ciudadanía. Luego hay otras
muchas cosas que están bien, y respetar los acuerdos puede ser una de ellas
–depende de los acuerdos–, pero que no tienen nada que ver con la democracia.
Ceder el asiento del autobús a las mujeres en avanzado estado de gestación es
una actitud muy loable, pero no es democrático. Ni antidemocrático.
Sencillamente, no todo se define en relación con la democracia.
A veces tengo enormes dudas de que
los políticos se tomen el trabajo de meditar dos veces sobre la coherencia de
sus afirmaciones. Ayer, en el Pleno del Parlamento Navarro dedicado a discutir
el estado de la comunidad foral, el presidente del Gobierno autónomo, Miguel
Sanz, dijo, de una sola tacada: a) que decidir el destino de Euskadi no es
atribución del pueblo vasco, sino del conjunto del pueblo español, y b) que
decidir el destino de Navarra es cosa que corresponde exclusivamente a los
navarros. No discuto aquí y ahora lo bien o mal fundado de ninguna de las dos
proposiciones: llamo la atención sobre la imposibilidad lógica de sustentarlas
a la vez. A no ser que el señor Sanz sea partidario de la autodeterminación del
pueblo navarro y sólo del pueblo navarro.
La coherencia tampoco es el fuerte
del otro bando. Los dirigentes de Batasuna se indignan porque las leyes del
Estado español dicen que la unidad de España no admite discusión, pero ella
misma niega a los navarros y a los vasco-franceses el derecho a decidir si
quieren incorporarse o no al proyecto político de Euskadi. Es decir que, en
realidad, también ellos se revelan partidarios de «la sagrada unidad de la
Patria». No es la misma patria, pero sí el mismo género de patriotismo, que
pretende validarse al margen de la voluntad de sus integrantes. Lo cual es
doblemente problemático en el caso de Euskal Herria, donde los diferentes
territorios tienen tras de sí una larga tradición de libertad de decisión propia.
Es un error proponerse metas políticas
–las que sean– que implican no permitir que los ciudadanos decidan lo que
quieran. Y es una muestra lamentable de incoherencia pretender que sólo puedan
decidirlo en el momento y en el ámbito en los que a uno le da la gana.
(5-X-2001)
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Gélido Vera
Barrionuevo estuvo chulesco y
prepotente. Corcuera, zafio y chillón. Rafael Vera no levantó la voz, respondió
fría pero educadamente a las preguntas del fiscal y se limitó a repetir por
activa y por pasiva su coartada, que será insostenible, pero es la única que
tiene: todo su emporio inmobiliario es fruto del sudor de su suegro ferretero.
Vera es el más peligroso de los
tres. A quienes nos sabemos la película nos consta que él fue el verdadero cerebro
de toda la trama sucia del Ministerio del Interior, desde los GAL al
desvío de los fondos reservados. Vera no tiene un pelo de tonto. Su problema es
que se vio obligado a trabajar con gente que propende lastimosamente a la
visceralidad y a la chapuza, y eso es lo que acabó por hundirle el barco: el
uno hablaba de más, al otro le perdían las ganas de llevarse el dinero cuanto
antes... Vaya tropa.
No es que él fuera inmune a los
errores –hablo ahora estrictamente de errores, no de crímenes–. Alguno de ellos
acabó llevándole a la perdición. Por ejemplo: de no haber sido por su deseo de
librarse de la quema aun a costa de llevar a la pira a los demás, es posible
que nunca se hubiera sabido lo muy lejos que había ido el asunto de los
sobresueldos del Ministerio del Interior .Quizá algún día me anime a contar lo
que ocurrió en ese episodio y el destacado papel que Vera tuvo en él. Otros han
callado por mor del secreto profesional. Yo podría contarlo, porque no me
afecta la obligación de proteger el anonimato de mis fuentes.
Declaraba anteayer Corcuera que él
carece de fortuna personal y que eso demuestra que no había sobresueldos para
los altos cargos de su Ministerio porque, de habérselo llevado crudo sus
subordinados, él habría hecho lo mismo. Tal vez se ha olvidado de aquel día en
que, ya destituido, fue informado de hasta qué punto se habían estado forrando
Vera y los otros, y cómo entonces, delante de testigos, se dio de cabezazos
contra la pared (¡literalmente!) mientras decía: “¡Soy gilipollas, soy
gilipollas!”. Acertó.
La clave es Vera. Pero Vera no es
tan bobo ni tan petulante como para enfrentarse al tribunal. A él sólo le
interesa salir lo mejor librado posible de este juicio, confiar en que el
Gobierno de Aznar le deje en la calle y disfrutar de la fortuna que amasó
durante todos aquellos años mientras medita seriamente en su venganza. Porque
tratará de vengarse. De eso no me cabe la menor duda.
(4-X-2001)
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Oriana Falaci y
las lecturas
Me llamaron ayer de El Mundo para
que les dijera qué me está pareciendo la serie de artículos de Oriana Falaci que
están publicando. Les contesté la verdad: que no los he leído y que, en
consecuencia, no puedo expresar una opinión debidamente fundada.
Lo cierto es que empecé a leer el
primero, me pareció un desahogo personal carente de mayor interés y me pasé
rápidamente a otra cosa.
Si Falaci fuera una pensadora
original e importante, o si aportara datos de especial relevancia informativa,
es posible que me hubiera tragado sus largos exordios. Pero ni es lo primero
–tampoco creo que lo haya pretendido nunca– ni ha hecho lo segundo. En lo que
leí –tal vez la continuación fuera diferente; de eso no puedo hablar–, no ví
ninguna razón que me obligara a seguir los inacabables meandros de sus
visceralidades. Sobre todo cuando, entre las primeras afirmaciones de su retahíla, me había encontrado ya con el tópico
principal del Bush de estos días: la cosa ésa tan irritante de que criticar al
Gobierno norteamericano equivale a ponerse del lado de los terroristas.
«Entre Arafat y yo no hay buen feeling»,
leí poco después. Y ahí ya me paré. Eché una ojeada rápida a la continuación y
comprobé que seguía hablando de sus feelings. Mi curiosidad por los feelings
de la señora Falaci es nulo.
Según me despedí del redactor de El
Mundo que tan amablemente me había telefoneado para recabar mi opinión
sobre los artículos de marras, me quedé pensativo. Me entró la duda: ¿haré mal
en no leer los artículos que me parecen pavadas? Dedicándome como me dedico a
escribir sobre la actualidad, ¿tengo derecho a retirar la vista de aquello que
me aburre, no ya porque no coincida con mis criterios, sino porque no le veo
chispa suficiente? Tal vez no tenga ese derecho. Esos escritos son parte
constitutiva de la realidad. Es posible que debiera leerlos, a título de deber
profesional, aunque sólo fuera para indagar en las razones por las que a muchos
otros sí les interesan.
En todo caso, a quien decididamente
no entiendo es a la gente que lee sistemáticamente a los articulistas que
detesta. Algunos amigos míos tienen esa extraña costumbre. «¿Has visto las
barbaridades que ha escrito hoy Fulano?», preguntan. Carajo, pero si sabes que
Fulano sólo escribe barbaridades, ¿para qué te lo tragas a diario?
Yo cuento con un puñado de lectores
que me escriben con frecuencia para comunicarme que les parezco un mamón, un
rojo revenido, un ignorante, una reliquia del pasado, un perfecto imbécil y no
sé cuántas abyecciones más. Éstos son ya directamente la monda: no sólo se
toman el trabajo de leerme, sino que, además, pierden su tiempo escribiéndome.
¿Qué interés puede tener llamarle imbécil
a alguien que te parece imbécil? Si es imbécil, no puede entenderte. Qué
imbecilidad.
(3-X-2001)
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El Marxlenin de Barrionuevo
El espectáculo de altivez y
chulería montado ayer por el ex ministro Barrionuevo ante el tribunal que lo
juzga revela en manos de qué tipo de personajes ha estado la Seguridad del
Estado español durante muchos años. La evidencia se irá completando en los
próximos días. Hoy tendremos ocasión de contemplar el cutrerío mental de José
Luis Corcuera, cuyo uso de la cabeza no tiene nada que envidiar al que se hacía
de los arietes en el Medioevo. Ambos personifican las dos características
fundamentales de lo que fueron los GAL. El uno, por su desprecio de la Ley. El
otro, por su torpeza inagotable.
La declaración de Barrionuevo
alcanzó su cenit cuando pidió al fiscal que le eche a él toda la culpa y deje
en libertad a los demás inculpados. Debió de pensarse que hacía con ello un
alarde de orgulloso quijotismo que impresionaría a la galería. En su
obcecación, no comprendió que se estaba limitando a dar impúdica cuenta de su
inmensa cara dura. A nadie se le escapó que su ofrecimiento estaba
escandalosamente fuera de lugar y de tiempo. De lugar, porque durante un juicio
oral ya no cabe eximir a nadie de las responsabilidades penales constatadas. Y
de tiempo, porque cuando tuvieron que hacer eso tanto él como los otros altos
responsables del PSOE, empezando por su jefe supremo, fue cuando se empezó a
saber de todas sus tropelías.
No creo ser sospechoso de
simpatizar con los militares golpistas del 23-F. Pero aquellos individuos
tuvieron, al menos, el rasgo de honor –atisbo de decencia o gesto de soberbia,
tanto me da– de asumir toda la culpa de lo sucedido, eximiendo de
responsabilidad a sus subordinados. Es justamente lo contrario de lo que hizo
en bochornosa cascada la plana mayor felipista cuando salieron a la luz algunos
de los escándalos que tenían al Ministerio del Interior como centro principal
de operaciones: González abandonó a su suerte a Barrionuevo, éste hizo lo
propio con Vera, el yerno del ferretero se portó igual con Sancristóbal... y
así hasta que la Justicia acabó inculpando a jefecillos de tres al cuarto, e
incluso a policías de base.
A Barrionuevo le reconcomen dos
cosas. Una es la constatación de que va a pasar a la Historia como el jefe de
una banda mafiosa que no sólo se pasaba el Estado de Derecho por el arco del
triunfo para combatir a ETA, sino también para forrarse. La otra, la conciencia
de que el rebote hacia arriba de la responsabilidad por lo sucedido se ha
parado en su persona, sin tocar ni manchar –al menos en el plano jurídico– a
quien estaba por encima de él.
En tiempos del franquismo se
contaba la anécdota de un padre muy de derechas a cuyo hijo lo detuvo la
Policía por comunista. El hombre visitó al chaval en la cárcel y le soltó
indignado: «¡Tú aquí, y el Marxlenin ése viviendo como Dios en París!». Me da
que Barrionuevo se barrunta que sus visitas le van a decir: «¡Tú aquí, y el
Señor Equis ése viviendo como Dios en Marruecos!». En su caso acertarán.
Nota.– Hoy esta página web alcanzará las
100.000 visitas. Tiene 14 meses de existencia, lo que supone una media superior
a las 7.000 visitas mensuales. En la práctica, dada la tendencia al alza que ha
experimentado, actualmente viene a tener en torno a las 10.000 visitas por mes,
lo que la convierte en una de las web personales más visitadas del Estado
español. La explicación es sólo una: la tenacidad. La mía por renovarla a
diario... y la vuestra, por leerla con idéntica asiduidad. Gracias.
(2-X-2001)
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«El problema vasco»
Insisten el PP y el PSE-PSOE en que
la coalición vasca de gobierno comete un error cuando sostiene que hay «un
problema vasco» más allá –o más acá– de ETA. Mayor Oreja dice que «el único
problema vasco es ETA» y Redondo Terreros afirma que «no hay ningún problema
entre Euskadi y España; el problema es entre unos vascos y otros».
El portavoz del Gobierno vasco,
Josu-Jon Imaz, ha replicado que esos planteamientos retrotraen a debates
previos al Pacto de Ajuria Enea. Y es que, en efecto, en ese acuerdo se
aceptaba la existencia de problemas políticos diferentes de –y en parte
enmascarados por– el terrorismo.
La argumentación del PP se basa en
una simpleza tan infantil que incluso da no sé qué tener que refutarla. Es
obvio que ETA no constituye el único problema que afronta el pueblo vasco. Los
tiene por cientos. Que haya un problema mayor que los demás no quiere decir que
los otros no existan. El PP podría rechazar el planteamiento del Ejecutivo de
Ibarretxe si éste no hubiera admitido que el esfuerzo por poner fin al
terrorismo es prioritario. Pero no tiene sentido que se indigne porque trate de
afrontar también otros escollos, de la naturaleza que sea.
El planteamiento de Redondo
Terreros tiene algo más de enjundia. Según el todavía secretario general de los
socialistas vascos –se dice insistentemente que va a dejar el cargo y a
marcharse de Euskadi–, el llamado «problema vasco» es exclusivamente interno:
nace del hecho de que en la sociedad vasca hay dos culturas diferentes, de las
que se derivan diferentes concepciones políticas y sociales, que tienden a
enfrentarse. La constatación de ese hecho le lleva a sostener que no hay ningún
problema entre Euskadi y el Estado español.
Es un hecho incontestable que el
País Vasco integra dos comunidades –la nacionalista vasca y la no nacionalista
vasca–, cada una de las cuales presenta rasgos específicos. No es cierto, a
cambio, que esas dos comunidades estén condenadas a enfrentarse. Por recurrir
al viejo lenguaje de la dialéctica marxo-hegeliana: la existencia de esa
diferencia genera una contradicción, pero esa contradicción no tiene por qué
ser antagónica. Está demostrado en la práctica: muy buena parte de la comunidad
nacionalista vasca tiene perfectamente asumidas las reglas de la convivencia en
paz con quienes no comparten ni su ideario ni algunas de sus pautas culturales,
del mismo modo que la gran mayoría de quienes se sienten españoles aceptan de
buen grado vivir pacíficamente en común con quienes carecen de ese sentimiento.
De hecho, el secreto del
buen gobierno de Euskadi está en tener en cuenta las necesidades de las dos
comunidades, considerando a todos los ciudadanos y ciudadanas iguales en
derechos.
Redondo Terreros se olvida de eso.
Porque, si realmente considerara al pueblo vasco como un todo que incluye a
las dos comunidades, debería aceptar que ese todo, en buena medida
nacionalista, sí tiene problemas de inserción dentro del Estado español.
Negarlo significaría tanto como exigir a la comunidad nacionalista que renuncie
a sus planteamientos y a sus aspiraciones. No sólo a la comunidad nacionalista,
sino también a los sectores no nacionalistas que comparten algunas de las
reivindicaciones nacionalistas. Porque esos sectores existen (EB-IU es la
expresión política de algunos de ellos). Dicho de otro modo: sólo puede
pretender que no hay ningún problema político entre Euskadi y el poder central
quien parte de la idea de que la mayoría del pueblo vasco –porque es mayoría,
si nos atenemos al resultado de las urnas– debería amoldarse a los planteamientos
no ya de la minoría no nacionalista, sino de la minoría anti- nacionalista. Una
pretensión no muy democrática, si bien se mira.
No hay un «problema vasco». Hay
muchos problemas, todos igual de vascos.
A lo que sí estaría dispuesto yo es
a no calificar de «problema vasco» –es decir, de problema exclusivamente vasco–
a las dificultades de inserción de Euskadi en España. Porque, en una u otra
medida, ese mismo problema lo tienen también otras comunidades. En
consideración a ello, probablemente resultaría más correcto hablar de «el
problema español».
(1-X-2001)
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