Diario de un
resentido social
Semana del 10 al 16 de
septiembre de 2001
La extraña guerra
Es muy posible que la culpa sea
mía, pero lo cierto es que, cuando escucho estos días a Bush perorar sobre «la guerra
larga, dura y llena de sacrificios» que le espera al pueblo norteamericano, me
sumo en la perplejidad.
Sencillamente, no sé de qué habla.
¿Se refiere a que va a lanzar un
ataque contra Afganistán? Una guerra de ese género no tendría por qué prolongarse
mucho. La fenecida URSS se enfangó en una guerra de larga duración en
Afganistán, pero sólo porque pretendió mantener el control in situ del
país. Si lo que se propone Bush es una operación de castigo, que deje a los
talibán hechos unos zorros y sin ganas de patrocinar aventuras terroristas
allende los mares, lo puede hacer en pocas semanas. Entre otras cosas, porque
los talibán de ahora no cuentan con el respaldo popular que tenían cuando
entraron los tanques soviéticos y todavía no se sabía cómo se las gastaban.
Crear otro Irak más puede resultar caro, pero no particularmente sacrificado
para un país que tiene un poderoso ejército profesional y una enorme cantidad
de armamento almacenado, prêt-à-porter.
Si, por el contrario, de lo que
está hablando es de la posibilidad de que su país pueda convertirse en
escenario predilecto de los grupos terroristas más variopintos –incluidos los
de extracción local–, entonces sí tiene sentido que diga que que puede ser una
lucha larga, dura y difícil pero, a cambio, lo absurdo es que la califique de
«guerra». Por mucho que se empleen en esa tarea fuerzas militares, se trata de
un trabajo de policía.
Me preocupa Bush. Me parece un
hombre desconcertado, perplejo, flotante. Da todo el aspecto de no saber qué
hacer. La opinión pública de su país reclama que tome decisiones enérgicas,
pero no acaba de ver cuáles podrían ser.
El pueblo norteamericano, en su
mayoría, no estaba psicológicamente preparado para una situación como ésta.
Lleva demasiado tiempo habituado a pensar que esas cosas sólo les pasan a los
demás. Los EEUU siempre se han enfrentado a sus enemigos lejos de casa. El
ataque del 13 de septiembre ha propiciado un estado de ánimo general de rabia
exaltada y Bush no sabe cómo administrarlo. De momento, lanza arengas, como
dando a entender que, para enfado, el suyo.
Debería empezar a explicar a sus
conciudadanos que hay problemas que no se solucionan por mucho que uno se
enfade y por medios materiales que tenga a su alcance. Pero lo más probable es
que todavía no se haya dado cuenta de ello ni él mismo.
(16-IX-2001)
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Caña a los
ayudantes
El Congreso de los EEUU ha
concedido al presidente Bush plenos poderes para atacar militarmente a
cualquier objetivo, personal o territorial, que tenga relación, directa o
indirecta, con los atentados del pasado martes. La resolución deja claro que no
se trata sólo de ir a por quienes hayan contribuido abierta y conscientemente
al crimen. Puede enfilar libremente contra cualquiera que haya colaborado,
ayudado o hecho posible la comisión de los atentados, en términos generales y
sin mayores precisiones.
De momento, sólo se sabe de un país
que haya ayudado a cometer esos atentados: los propios Estados Unidos, que
albergaron y entrenaron a los terroristas. Como Bush llegue a hacerse cargo de
esa realidad –cosa ciertamente poco probable: lo suyo no es hacerse cargo de
las realidades–, lo mismo ordena que bombardeen Washington. U otro par de
rascacielos de Nueva York.
La observación puede tomarse como
una mera boutade –y a fe que lo merece–, pero también puede dársele una
vuelta más. Porque lo cierto es que, tomada la resolución del Congreso en su
literalidad, Bush estaría efectivamente autorizado a bombardearse a sí mismo.
La Cámara no ha establecido como condición para el lanzamiento de una
represalia bélica contra tal o cual país que la ayuda recibida por los autores
de la masacre haya corrido a cargo de sus autoridades y haya sido proporcionada
con conciencia de la finalidad que iba a recibir. No: basta con saber que los
han albergado, o que les han ayudado en lo que sea. Con probar eso, vale para
lanzar el ataque.
La constatación de que, conforme a esos
criterios tan vagos, podrían
lanzarse un ataque incluso contra sí mismos, es la más clara demostración de
que han autorizado la toma de represalias sin prueba ninguna de que estén
realmente justificadas.
Le han dado carta blanca para
atacar a quien le dé la gana, sea culpable o no.
Si eso es un Estado de Derecho, que
venga Montesquieu y lo vea.
(15-IX-2001)
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Las guerras son
otra cosa
La Prensa y los dirigentes
políticos de todo el mundo –«la Internacional del Sopor», habría que llamarlos–
rivalizan en el recurso a los mismos tópicos ramplones. Es muy posible que
estrangule con mis propias manos al próximo que utilice el adjetivo «dantesco».
No sé si podré reprimirme. ¿Habrá leído alguno de ellos al pobre Dante? Un
único capítulo de una sola de sus obras es suficiente para arrastrarlo a todas
horas por los suelos del lugar común. Como dicen por mi tierra: «Un solo perro
maté y me llaman Mataperros».
Otro topicazo: «Estamos en vísperas
de una nueva Guerra Mundial». ¿Una nueva Guerra Mundial? ¿Contra quién? Tal vez
peque de convencionalismo, pero siempre he pensado que una guerra requiere dos
bandos. «El terrorismo internacional» es, de hecho, poco más que una metáfora.
¿Pretende alguien que el IRA está en la misma organización de los que han
atentado en EEUU? Pues se equivocará de medio a medio: los republicanos
irlandeses no tienen nada contra la clase dirigente estadounidense, que les viene
echando una mano desde hace años. ETA y el IRA tuvieron contactos, pero hace
tiempo que sus relaciones están prácticamente rotas. Y a los corsos ni los
saludan.
«El terrorismo internacional» no
tiene medios para formar un Ejército mínimamente digno de ese nombre, ni para
montarse una retaguardia estable –Afganistán proporcionará pronto la prueba de
ello–, ni para establecer un frente... De hecho, el terrorismo se caracteriza
porque no utiliza medios propiamente militares, destinados a doblegar por la fuerza
al enemigo. Sus acciones armadas persiguen exclusivamente provocar el miedo de
la población civil del enemigo, para incitarla a presionar a sus gobernantes no
para que se rindan, sino para que hagan tales o cuales concesiones.
De lo que estamos en vísperas es de
una acción de guerra unilateral. En eso sí que convengo.
Y también estoy de acuerdo en que
no hay nada como la palabrería hueca para escaparse de llamar a las cosas por
su nombre.
(14-IX-2001)
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El horror
El testimonio lo aporta un
sacerdote de origen alemán, P. Simens: «La mañana era clara y luminosa. De
repente, noté un gran resplandor, como de flash fotográfico... Corrí a la ventana
para ver qué pasaba, pero el resplandor me cegó la vista. (...) Algo así como
media hora después de la explosión, una procesión de gente empezó a pasar por
delante de nuestra casa... Muchos estaban ensangrentados y habían sufrido
quemaduras. Tratamos de darles algunos primeros auxilios y metimos a todos los
que pudimos en la capilla. Algunos tenían horribles heridas en las extremidades
y en la espalda. El padre Nekter, que antes de tomar los hábitos había
estudiado medicina, auxilió a los heridos, pero apenas teníamos vendas...
Algunas madres abrazaban a sus hijos heridos... Al mediodía llegó el padre Kepp
con las hermanas. Su casa había ardido y se había derrumbado por entero...».
¿Nueva York, 11 de septiembre de
2001? No: Hiroshima, 6 de agosto de 1945.
Se desconoce aún cuantos muertos
produjo el ataque terrorista del pasado martes contra Nueva York y Washington.
A cambio, sí se sabe cuantas víctimas causó la bomba lanzada contra Hiroshima: cerca
de 100.000 muertos y otros tantos heridos. Al recuento de las víctimas mortales
hay que añadir los miles de personas que fallecieron en los años posteriores
como resultado de las heridas y de las enfermedades producidas por la
radiación.
¿Pearl Harbor? Lo de Pearl Harbor
fue el bombardeo de una instalación militar sin previa declaración de guerra.
En Hiroshima, la práctica destrucción de una ciudad de 400.000 habitantes.
Bush considera que la masacre del
martes pasado fue «una acción de guerra». El Gobierno de los Estados Unidos
también calificó el bombardeo nuclear de Hiroshima y de Nagasaki como «acciones
de guerra». Pero las guerras –incluso las guerras, las siempre espantosas
guerras– cuentan con leyes que las regulan. Hay tratados internacionales sobre
eso. Y una de las normas más estrictas de la guerra es la que prohíbe atacar a
la población civil. La utilización de la población civil como objetivo
convierte la guerra en terrorismo.
Alegan algunos que la Fuerza Aérea
norteamericana arrasó las dos ciudades japonesas y abrasó a cientos de miles de
personas porque no había más remedio, si se quería poner rápido término a la
guerra. No me vale el argumento. Primero, porque no es verdad: aquella
contienda ya estaba más que decidida. Y segundo, porque ningún fin puede
justificar el recurso a semejantes medios.
Como ningún fin puede justificar el
horror del martes en los EEUU.
Las dos fechas forman parte de la
Historia de la ignominia.
Aunque las víctimas hayan sido esta
vez muchísimas menos que las de Hiroshima y Nagasaki.
Eso sí: norteamericanas.
(13-IX-2001)
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Gigante con pies
de barro
Martes, 11 de septiembre. La
primera explosión en una de las torres gemelas del World Trade Center me pilló
viendo la CNN, por casualidad, a eso de las 15:50. A partir de ese momento, he
estado siguiendo horrorizado el relato del drama apocalíptico a través de
cadenas de televisión y de radio de medio planeta.
Por supuesto que ignoro en qué
acabará esto. Como todo el mundo.
Pero hay ya algunos puntos que ya
me parece que están claros.
Primero: hay quien compara lo
ocurrido ayer con el bombardeo de Pearl Harbor. El símil no es válido. En
aquella ocasión, fue un Estado –Japón– el que lanzó el ataque. Además, asumió
la responsabilidad. Aquí no creo que haya ningún Estado al que quepa culpar
pero, en todo caso, doy por hecho que ninguno va a admitir la paternidad de lo
sucedido. Es cierto que la organización del operativo terrorista ha sido de una
frialdad y un cálculo impresionantes, pero no necesitaba de medios
especialmente complejos. A diferencia de Pearl Harbor, esta vez los kamikazes
también los ha puesto el atacante, pero la escuadrilla aérea la ha proporcionado
EEUU, con su aviación comercial.
Segundo: aunque no se encuentre
pruebas de que ningún Estado haya intervenido en la planificación del crimen,
doy por hecho que los EEUU tomarán represalias. Bush se creerá obligado a hacer
algo espectacular, por razones de consumo interno. Lo cual puede meter al mundo
entero en una escalada bélica extremadamente peligrosa.
Tercero: en contra de lo que se
está diciendo, el ataque terrorista múltiple de ayer no revela en absoluto que
el plan de escudo antimisiles de Bush tenga sentido. Lo que evidencia es más
bien todo lo contrario: los EEUU pueden tener la protección más poderosa contra
un ataque bélico convencional y estar simultáneamente desprotegidos contra una
ofensiva terrorista de este género.
Cuarto: una acción terrorista de
enormes proporciones como la de ayer sería incomprensible sin contar con dos
factores: de un lado, la insoportable arrogancia de la política del tándem
Israel-EEUU en el Oriente Medio, que ha generado un clima de humillada
desesperación en cientos de jóvenes nacionalistas árabes, dispuestos hoy en día
a cualquier cosa, incluyendo la autoinmolación, y, del otro, la existencia de
un mercado negro de armas y explosivos que se beneficia de la falta de control
del comercio internacional que ha surgido como corolario de la globalización.
EEUU –el conjunto de Occidente– es
un gigante con los pies de barro. O vamos pensando entre todos en cómo poner
cimientos sólidos a esta sociedad enloquecida o el disparate puede conducirnos a
la catástrofe general. Más vale que nos tomemos el hundimiento del World Trade
Center como una trágica y sangrienta parábola.
=
Escucho por la radio a varios
presuntos expertos que aseguran que una acción terrorista como la de ayer es
inconcebible sin la intervención del poder de algún Estado. Creo que tratan de
ocultar –de ocultarse a sí mismos, tal vez– uno de los datos esenciales de lo
ocurrido: que pudo hacerse con escasísimos medios materiales.
Alfonso XIII se dirigió en cierta
ocasión al jefe de Policía responsable de su seguridad. «¿Hasta qué punto está
protegida mi vida?», le preguntó. «Todo depende, señor», le respondió el otro.
«¿Y de qué depende?», insistió el rey. «Del atacante. Si pretende acabar con la
vida de Su Majestad y escapar incólume, es muy poco probable que lo consiga.
Pero si le da igual morir en la acción, entonces, señor, tengo que decirle que,
lamentablemente, es fácil que lo logre».
Reunido un grupo de terroristas
dispuestos a ir a la muerte sin pestañear, los organizadores del atentado
múltiple de ayer sólo necesitaban dos cosas más: concebir un buen plan y contar
con activistas dotados de la cualificación necesaria para ejecutarlo. O tener
los medios para entrenarlos.
El plan que forjaron –hay que
reconocerlo– era técnicamente impecable. De una simplicidad pasmosa. Hoy en día
es muy difícil introducir armas o explosivos en un avión. Pero no hace falta:
el propio avión puede ser utilizado como misil. Y además sale gratis: paga la
America Airlines. Estos improvisados misiles tienen otra ventaja decisiva: así
como la defensa aérea norteamericana no dejaría de detectar cualquier proyectil
que fuera disparado contra Nueva York o contra Washington, a los aviones comerciales se les
permite pasar libremente a un palmo de los principales objetivos estratégicos
(o simbólicos, como las torres gemelas del World Trade Center). Además, apenas
transcurren unos segundos desde el momento en que el aparato se desvía de su
ruta prevista hasta que impacta contra el objetivo. No hay tiempo para reaccionar
y evitarlo (y además, ¿cómo evitarlo? ¿Abatiéndolo sobre las calles de
Manhattan?).
Es cierto que, como apuntaba antes,
la ejecución de un plan así precisa de activistas cualificados, capaces de
pilotar ellos mismos los aviones. Porque sería absurdo tratar de obligar a los pilotos del propio avión a
estrellarlo donde se les diga. Puestos a morir, lo harían desobedeciendo la
orden de los asesinos.
De modo que lo que sí sabemos es
que los organizadores de la masacre contaban con pilotos. A cambio, lo que no
nos consta es si eran pilotos formados por medios convencionales –ex
combatientes de Afganistán o de cualquier otra guerra– o si fueron
especialmente entrenados para la ocasión. De todos modos, tampoco se piense
nadie que el entrenamiento mínimo para pilotar un avión de pasajeros durante
unos minutos implica hacer una carrera de cinco años. Un simulador de vuelo por
ordenador y un buen maestro pueden resolver el problema en unos cuantos meses.
¿Adónde pretendo ir a parar con
todas estas explicaciones? Al punto inicial: a la evidencia de la fragilidad de
los grandes Estados modernos, incluyendo al mayor de todos. Tienen flancos
fragilísimos. Un grupo no demasiado grande de gente decidida puede montar la de
dios sin demasiada dificultad. No digamos nada si, además, cuenta con dinero,
tal como está el mercado negro internacional de armas y explosivos.
Lo que nos conduce directamente a
la conclusión siguiente: los EEUU hacen muy, pero que muy mal en adoptar
actitudes de arrogancia suma, que provoca inevitablemente la desesperación de
sus víctimas. Porque el mundo actual pone medios formidables a disposición de
la gente desesperada y dispuesta a cualquier cosa.
Predicar con el
ejemplo
Nota.– Para cuando se inició la tragedia de ayer, yo
ya había enviado a “El Mundo” mi columna de los miércoles.
Naturalmente, la levanté. Pero, como ya estaba
escrita, tampoco es cosa de tirarla a la papelera.
Así que la incluyo a continuación.
Justifican algunos obispos el
despido de varios profesores de religión alegando que quien imparte esa
docencia está obligado a «predicar con el ejemplo». En su criterio, vivir con
un divorciado no es predicar con el ejemplo. Tampoco lo es tomar copas de noche
y no acudir a misa los domingos.
Es curioso: por lo que recuerdo del
Evangelio, me parece que Jesucristo tampoco iba a misa los domingos. Y creo que
fabricaba vino para las fiestas. Pero, en fin, no me adentraré por esa vía, que
no es la mía.
Deduzco, en todo caso, que la
jerarquía católica considera que ella sí predica con el ejemplo. Así debe de
ser, si es que no defiende que debe haber dos varas de medir las humanas
conductas.
Pues bien: hace apenas unos días,
un obispo francés ha sido condenado por encubrir con su silencio a un cura que
abusaba sexualmente de los niños que tenía a su cargo. Estaba al tanto de lo
que ocurría y no lo denunció. ¿Ha dejado la Iglesia sin trabajo a ese obispo?
¿Le ha retirado el sueldo? Si es así, yo no lo he leído en ninguna parte.
En mi colegio, cuando era niño,
todos sabíamos que había varios curas dados a la pederastia. Y cuando digo
todos digo todos: alumnos y profesores. Ninguno de aquellos curas fue jamás
sancionado. Y menos todavía expulsado.
¡Predicar con el ejemplo!
Predicar con el ejemplo es lo que
hizo Nicolás Castellanos, que era obispo de Palencia y que dejó las prebendas
del cargo para irse a trabajar con los desheredados de Santa Cruz de la Sierra,
en Bolivia.
Predicar con el ejemplo es lo que
hicieron Ellacuría y los suyos en El Salvador.
Predicar con el ejemplo es lo que
hace un compañero mío de clase, hoy jesuita, que vive en condiciones penosas en
un poblado de chabolas, en Madrid, ayudando en lo que puede a la gente, sin
recibir a cambio nada más que la satisfacción del deber cumplido.
Estoy seguro que a todos ellos –a
los que aún siguen en vida– les importa una higa que haya gente que no vaya a
misa, que conviva con divorciados o que tome copas por la noche.
Les preocupan mucho más las
opciones morales de fondo.
Les preocupa, por ejemplo, que sus
jefes se dediquen a la especulación financiera. Porque lo mismo es ése el tipo
de religión que pretenden enseñar a los pobres críos. Aquello de que «la
caridad bien entendida empieza por uno mismo».
(12-IX-2001)
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Hace 25 años
¡Hace ya 25 años, santo cielo!
Hace hoy, pues, 25 años, día por
día, tomaba yo el avión a primera hora de la mañana rumbo a Barcelona, en
calidad de representante de la Comisión Ejecutiva de Coordinación Democrática
–el organismo unitario de la oposición antifranquista– y como invitado de la
Asamblea de Catalunya, para participar en la primera gran Diada Nacional
catalana del Onze de Setembre. Iba acompañado por Antonio García Trevijano, al
que por aquel tiempo no preocupaba que el
nacionalismo catalán pusiera en peligro la unidad de España, por Ramón
Tamames, que a la sazón era comunista –o por lo menos eso decía– y por Enrique
Múgica, que entonces era mandamás del PSOE y no Defensor del Pueblo
(reconozcámosle que en esto ha mantenido cierta coherencia: ahora tampoco es
defensor del pueblo).
Nos esperaba a nuestra llegada una
nutrida representación de la oposición antifranquista catalana, que nos ofreció
una suculenta comida de la que lo único que recuerdo es que sirvió para que
Múgica tuviera una agria discusión con Heribert Barrera, presidente de Esquerra
Republicana de Catalunya. El debate entre ambos fue de puro disparate: Múgica
defendía postulados sionistas y Barrera posiciones antisemitas. Yo, que estaba
entre ambos, opté por el silencio, maldiciendo mi mala suerte. ¡Con la cantidad
de gente que había y me toca sentarme entre dos enloquecidos!
Nos llevaron luego a Sant Boi, que
todavía se llamaba a efectos oficiales San Baudilio de Llobregat. Recuerdo el
viaje en coche hacia el punto de concentración. La carretera era una auténtica
marea de coches y motos. Y de senyeras. Cientos, miles de senyeras.
El posterior mitin, gigantesco –se
habló de un millón de personas–, ya lo he contado en alguna otra ocasión. Con
decir que Miquel Roca ejerció de izquierdista-separatista está todo dicho.
Alguna vez he evocado aquella fecha
lamentándome del cambio que ha experimentado la vida política catalana: de la
radicalidad de entonces a la hipermoderación de ahora; de la participación
popular de entonces a la atonía de ahora... El propio Pujol parece confirmar
ese análisis: ha pedido en su mensaje de este año a los catalanes que no dejen
la defensa de la identidad nacional en las exclusivas manos de las instituciones.
No cabe un más claro reconocimiento de la realidad de desmovilización popular
que se vive en Cataluña.
Pero, tanto más lo pienso, tanto
más sospecho del simplismo de ese planteamiento. Una sociedad no puede cambiar
tanto en 25 años. Ni aquello debía de ser tan estupendo como parecía, ni esto
debe de ser tan gris como parece.
Y, cuanto más rasco en la
superficie, más datos aparecen que confirman esa sospecha.
Hoy sabemos que los mismos
dirigentes políticos catalanes que hacían en 1976 proclamas incendiarias de
cara a la galería estaban ya negociando con los herederos del franquismo la
renuncia a la ruptura democrática a cambio de un Estatut de circunstancias.
Quisiera creer que, en
contrapartida, bajo la apariencia de molicie y conformismo de la actual
sociedad catalana, sigue latiendo el nervio de un pueblo capaz de movilizarse a
fondo por sus derechos.
No lo creo porque sí. Conozco a
bastantes catalanes que justifican esa esperanza.
(11-IX-2001)
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Famosos a la carta
La casa fabricante del whisky
Chivas Regal, que está de celebraciones bicentenarias, ha organizado una
curiosa subasta: los ganadores podrán elegir con qué famosos quieren mantener
una charla cara a cara, dentro de una lista en la que figuran desde el Papa a
Gorbachov.
Doy por hecho que si Chivas puede
sacar al mercado esos encuentros es porque ha llegado a un acuerdo previo con
los famosos de la nómina que presenta.
No me parece demasiado sorprendente que Kenneth Branagh acepte conversar sobre Shakespeare con un desconocido, que Julio Boca se avenga a marcarse un tango con una señora cualquiera que ha pagado por ello o que Jeremy Irons soporte durante una hora a un pelma pujador. A fin de cuentas, los tres –presentes en la lista de los famosos subastables– son miembros de la farándula, o mercenarios del arte, si se prefiere.
A cambio, me deja perplejo lo de Gorbachov y lo del Papa.
Por motivos diametralmente opuestos.
En el caso de Gorbachov, me resulta inaudito que haya quien esté dispuesto a pagar un montón de dinero por tomar un café con él. Como presidente de la URSS moribunda, que él tanto contribuyó a rematar, el Gorby de las narices demostró de manera fehaciente dos cosas: que analizando la realidad no tiene precio, porque no hay unidad monetaria lo suficientemente pequeña como para pagar sus continuos patinazos, y que es un señor intrínsecamente aburrido. Hace falta ser un mitómano irrecuperable para meterse a pujar por tomar un café con él. A mí, si me plantearan una charla con Gorbachov, tendría que ser al revés. Exigiría que me pagaran, por la vía que fuera: dejándome publicar la entrevista... o en especie, con botellas de Chivas.
Lo de Karol Wojtyla es, en mi caso particular, parecido –tampoco tengo el menor deseo de conocer personalmente al anciano en cuestión–, pero comprendo que socialmente cobra un sentido muy diferente: se supone que quien pretende ejercer de representante de Dios en la Tierra no debería dedicarse al trapicheo de audiencias, y menos por encargo de un fabricante de bebidas espirituosas.
Me pregunto a qué trato habrán llegado. ¿Se estará planteando el Vaticano cambiar por whisky añejo el vino de las misas?
(10-IX-2001)
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