Diario de un
resentido social
Semana del 27 de agosto al 2 de
septiembre de 2001
Los vientos de El
Mundo
Repaso el correo electrónico a mi
regreso a Madrid, ayer noche. Un visitante de esta web me manda una misiva
alertándome de que en un foro de discusión de El Mundo, montado a partir
de un artículo editorial de ayer, me estaban poniendo a caldo.
Me asomo por el foro en cuestión y
me quedo de piedra. El título más común de los mensajes es «Javier Ortiz,
pro-etarra».
Y los hay a porrillo.
Varios sostienen que siempre estoy
«en contra de España». Uno afirma que seguro que he estudiado periodismo en
Deusto (!). Algunos más se dirigen directamente a la Dirección del periódico
para preguntarle, en tono airado, que cómo puede ser que publique las
barbaridades que yo escribo. Lo más fantástico es que ninguno se toma el
trabajo de argumentar sus acusaciones: debe de ser que mi perversidad les
parece evidente. Como mucho, aluden en tono indignado a mi columna sobre Paco
Rabal y la Transición.
Dos o tres salen tímidamente en mi
defensa, apelando a la libertad de expresión y al pluralismo. Uno, algo más
enérgico, pregunta a mis denigradores si su problema no será que añoran El
Alcazar. La pregunta es pertinente, pero probablemente errónea: no da la
sensación de que esa gente tenga edad suficiente como para haber sido lectora
del vetusto diario fascista. Parecen ultras de nuevo cuño.
Ya me imagino que los participantes
en ese foro de debate (?) no constituyen una muestra representativa del
conjunto de los lectores de El Mundo. Pero tampoco me parece verosímil
que todos los lectores ultraderechistas de El Mundo hayan decidido darse
cita un sábado veraniego en ese foro específico.
Supongo que la verdad estará, una
vez más, en el viejo adagio: quien siembra vientos recoge tempestades.
(2-IX-2001)
Para volver a la página principal,
pincha aquí
Inmigrantes y
exiliados
El primer ministro australiano,
John Howard, ha anunciado que Nueva Zelanda y Nauru se repartirán a los 460
afganos del buque Tampa. Dice que las autoridades de ambos países
investigarán cuántos de ellos son «verdaderos exiliados» y que serán ésos –y
sólo ésos, se entiende– los que finalmente recibirán acogida.
Me pregunto con qué criterio
decidirán quién es un verdadero exiliado y quien es un falso
exiliado.
Según cuál sea el país de
procedencia, la distinción entre la emigración económica y la política es relativamente
practicable... o pura y simplemente aberrante.
Es cierto que toda emigración
forzada, incluida la que se emprende por razones de fuerza mayor económica,
tiene, en último término, una motivación política. Pero, a efectos del Derecho
Internacional, parece evidente que no es lo mismo irse hoy en día a Francia o a
Alemania desde España o desde Portugal, por mucho que uno lo haga impelido por
el paro –producto de una mala política económica, sin duda–, que escapar hacia
un país relativamente rico desde Etiopía, desde el Kurdistán o desde
Afganistán.
Hay muchos países en los que la
asfixiante opresión política y la extrema pobreza se mezclan de manera
indisoluble. En ellos, cualquiera puede morir de cualquier cosa en cualquier
momento. El hambre, la inasistencia sanitaria, el disparo arbitrario de un
sátrapa... Cabe cualquier cosa.
Una vez, en una populosa callejuela
de Yakarta, un hombre me mostró a una hermosa jovencita –no creo que pasara de
los 12 años– mientras me decía: «Mister, mister: 20 dollars!». Pregunté
a mi acompañante indonesio de qué iba aquello. Me lo aclaró: «Quiere
vendértela. Que te la quedes». «¿Para qué?», repliqué, horrorizado. «Para lo
que quieras», me contestó, con aire desolado. El hombre buscaba hacerse con un
puñado de dólares y tener una boca menos que alimentar.
Mi pregunta es sencilla: si esa
chavala saliera huyendo de Indonesia para escapar de un futuro de esclavitud
fáctica, ¿qué sería? ¿Una simple emigrante, que el Estado receptor puede
rechazar y devolver al país de origen? Dicho de otro modo: ¿qué más da que te
persiga la Policía por comunista o que tu padre quiera venderte al primer
occidental que pasa por delante?
Todo aquel que escapa de la
carencia de los Derechos Humanos más elementales debe tener la misma consideración.
Huir del Afganistán de hoy no
necesita justificación. Se justifica en sí mismo.
(1-IX-2001)
Para volver a la página principal,
pincha aquí
Rabal y la
Transición
Canal + repone una larga entrevista
con Paco Rabal, en homenaje al fallecido. La veo ya iniciada. No consigo
identificar a la periodista que le interroga. Algunas preguntas están bien;
otras resultan un tanto irritantes. Él las afronta con el mismo espíritu
cachazudo y socarrón, eludiendo las trampas con la inteligencia que aporta la
larga existencia a quienes han sabido digerirla.
Le hablan de la muerte. Rabal
responde que asume ese desenlace como inevitable, aunque le cabree. Recuerda a
un amigo suyo, también actor –no cita el nombre–, que llevaba tan mal la idea
de la muerte que se amargó la vida. «Murió, claro», dice, a modo de remate.
Simpatizo con esa concepción del deambular por el mundo. Me gustaría
compartirla.
Le preguntan por la Transición:
«¿Tuvo miedo?».
«¿Miedo a qué?», responde. «Peor
que lo anterior, imposible. No; sentí esperanza».
Cuenta Rabal en ese punto que, tras
la muerte de Franco y el fin de la dictadura, él, que había vivido mucho en
Italia, pensó que al cine español le sucedería algo similar a lo que
experimentó el cine italiano tras la caída del fascismo: una eclosión de
creatividad, de deseo de contar la verdad; el estallido de la libertad de
expresión, de la denuncia social. Confió en que en España sobrevendría algo
semejante a lo que en Italia supuso el neorrealismo: De Sica, Rosselini, De
Santis, Visconti, Francesco Rossi... Roma, cità aperta, Ladrón de
bicicletas, Rocco y sus hermanos, Salvatore Giuliano...
«Lo que sucedió aquí es que se
pusieron todos a hacer cine pornográfico», apostilla Rabal, con una sonrisa
entre irónica y amarga.
No sé si evocó ese hecho con
intención de resumir lo que fue la Transición española, pero lo logró.
Es una caricatura, desde luego.
Algún cineasta hubo que sacó partido de la nueva situación para hacer cine
interesante, reflexivo y crítico. Pero, por lo general, las pantallas
reflejaron lo que demandaba una sociedad que la mayor ventaja que le veía a la
libertades –sigamos con la caricatura– era la oportunidad que le proporcionaban
de contemplar anatomías al completo y hablar de sexo en público.
Hubo un fenómeno sociológico
perfectamente representativo: Interviú se forró sacando las fotos de
Marisol desnuda. No interesaba saber que Pepa Flores era una chavala
inteligente, con criterio y llena de espíritu crítico. Lo que la gente quería
era verle el culo.
He dedicado a lo largo de los
últimos 25 años folios y más folios a estudiar el enorme fiasco que supuso la
Transición española. A demostrar que, mitologías al margen, aquello no fue la
conquista de la libertad política por un pueblo ansioso de ella, un estallido
de abajo a arriba, sino la remodelación superficial de un régimen que se vio
urgido por imperiosas necesidades de adaptación político-económica a los
parámetros imperantes en la Europa Occidental. Ni sé el tiempo que he invertido
en poner de manifiesto que es eso precisamente lo que explica que los grandes
vencedores de la Transición hayan sido, alternativamente, los herederos de la
dictadura y los que jamás hicieron nada ni arriesgaron nada en contra de ella.
Rabal lo explicó perfectamente y en
dos patadas recurriendo al medio que fue su vida: el cine.
(31-VIII-2001)
Para volver a la página principal,
pincha aquí
Rabal
Creo que la primera película que vi
con Paco Rabal como protagonista fue Historias de la radio. Me
deslumbró, tan guapo y con aquel vozarrón. La historia, dirigida por José Luis
Sáez de Heredia, tenía todos los ingredientes para gustar: momentos para la ternura,
momentos para la risa, momentos para el llanto... No sé cuántos años habrán
pasado desde entonces –¿40, tal vez?– , pero todavía de vez en cuando me la
pongo en vídeo y sigo disfrutando como un crío. Sáez de Heredia era falangista,
pero en aquella ocasión lo disimuló muy bien. Y a Rabal le tocó un hermoso
papel de periodista rebelde.
Sin embargo, en aquellos amargos y
difíciles años tuvo que hacer de todo. Era un actor modesto y tenía que ganarse
los garbanzos como fuera. No estaba en condiciones de elegir. Si le proponían
participar en una película, aceptaba. Y si luego era pasablemente buena, pues
estupendo. Y si era un pestiño, pues qué mal.
Tal vez algo antes de Historias
de la radio, Paco Rabal hizo una película de descarada propaganda
franquista. Se llamaba Murió hace 15 años y relataba la historia de un
niño español que había sido enviado a Rusia al final de la Guerra Civil. Allí
había sido aleccionado para convertirlo en marxista y, ya mozo, regresaba a
España para cometer todo tipo de horribles crímenes comunistas. Empezaba a
cometerlos pero, poco a poco, se le abrían los ojos a la verdad de la Nueva
España Triunfal y, ya de paso, a la fe en Dios, sólo que un poco tarde, porque
acababa muriendo, ya no me acuerdo cómo (aunque cristianamente, por supuesto).
El bodrio debía de ser tan descaradamente panfletario que incluso yo, que era
un criajo por entonces, me di cuenta de que me intentaban tomar por memo. Mi
hermano Boby, que ejercía a la sazón simultáneamente de actor del TEU (Teatro
Español Universitario) y de miembro del PCE, me dijo que Rabal era todo lo
contrario del papel que interpretaba en la película. Sentí la misma desazón que
cuando, a comienzos de los 70, vi en Cádiz el truculento anuncio de una
película llamada Aborto criminal, cuya protagonista era Emma Cohen.
Alguien me dijo que Emma Cohen era cenetista y me quedé de piedra.
Rabal tuvo suerte. Trabajó para
Buñuel y esa relación, unida a su calidad como actor, le abrió muchas puertas.
En Italia hizo cine de qualité –lo recuerdo en una de esas películas de
Antonioni en las que lo poco que sucedía sucedía muy pero que muy lentamente–,
se relacionó con Alberti y con lo más florido de la intelectualidad del Partido
Comunista Italiano... en fin, que se convirtió ya en un actor reconocido a
escala internacional, de los que ya pueden elegir qué papeles hacen y qué
papeles no. Pese a lo cual –aunque ya dentro de ciertos límites de dignidad
política–, continuó haciendo un poco de todo, incluyendo doblajes y
documentales turísticos.
Según evocaba los inicios de la
carrera profesional de Paco Rabal, me ha venido a la memoria una frase que oí
hace meses a no sé quién: «A veces los pobres no pueden permitirse el lujo de
tener principios». Qué difícil es establecer la frontera entre lo que uno no
tiene más remedio que hacer para sobrevivir y lo que uno no puede hacer en
ningún caso, aunque no sobreviva.
(30-VIII-2001)
Para volver a la página principal,
pincha aquí
Bolos de verano
Cumbre del compadreo y la
desvergüenza, una vez más las llamadas Universidades de Verano prosiguen su
curso, es decir, sus cursos.
Por supuesto que hay cursos
interesantes y bien hechos, cuyos ponentes se toman un buen trabajo
preparatorio y se presentan con sus 50 folios de rigor, por si la cosa acabara
dando origen a alguna publicación. Supongo incluso que habrá cursos cuyos
alumnos trabajen. Pero lo más habitual es lo contrario. Son muchísimos los
ponentes que se presentan con las manos en los bolsillos, disertan a boleo, se
tiran una semana de vacaciones (familia incluida) y cobran sus buenos
dinerillos, y no son menos los alumnos y alumnas que acuden becados, pasan el
curso estudiando... el físico del resto del personal, a ver si cae algo, y no
tienen más interés en la cosa que lo que la asistencia aporta a su currículo.
La última vez que acudí como
ponente a un curso de una Universidad de Verano cogí un rebote apocalíptico. Fui
el único de los cuatro ponentes que llevó su conferencia por escrito y el único
que se quedó en el hotel –de cinco estrellas y al borde de la playa– el tiempo
estrictamente necesario para seguir el curso. Otros dos se presentaron con un
mero esquema, de los que caben en una ficha, y el cuarto, ni eso. Ni que decir
tiene que todos estábamos advertidos de la necesidad de llevar la conferencia
escrita. Mi cabreo se acentuó todavía más al comprobar que los alumnos
acogieron con evidente regocijo las otras tres conferencias, repletas de
anécdotas y chascarrillos de los políticos que las impartieron, en tanto
bostezaron con evidente hastío durante la mía, estrictamente técnica y ajustada
a la materia del enunciado.
A raíz de eso me juré que no volvía
a un engendro así aunque me pagaran medio kilo.
Al año siguiente me ofrecieron
participar en un curso sobre Perspectivas de Desarrollo de la Unión Europea.
Pregunté qué les hacía pensar que yo era experto en esa materia. «Oh, no
importa que no seas experto; tú habla de lo que te parezca mejor», me respondió
el organizador. Me resultó tan evidente que el hombre, que había publicado un
artículo en las páginas de Opinión de El Mundo, lo que pretendía era
conseguir mi favor para publicar algunos más, que no me quedó más remedio que
decirle que su oferta no me interesaba lo más mínimo. Insistió: «Puedes venirte
con la familia y pasarte la semana entera...». Podéis imaginar la gracia que me
hizo el descaro con que exhibía el cebo.
He conocido el caso de un célebre
escritor que cobró un millón de pesetas por organizar un curso y que lo único
que hizo fue proporcionar la lista de los posibles ponentes. Al final, alegó
una indisposición... ¡y ni siquiera se presentó!
Las Universidades de Verano son, en
buena medida, el resultado de un compinchamiento descarado entre la clase
política, los popes de la Universidad y la intelectualidad de
relumbrón para que el verano no resulte menos productivo que el resto del año.
Y se mantienen año tras año, pese a la evidencia de la estafa, porque casi
todos tienen metida la mano en la caja.
(29-VIII-2001)
Para volver a la página principal,
pincha aquí
La salud de Fraga
Manuel Fraga aspira a ser reelegido
presidente de la Xunta de Galicia y tal parece que su estado de salud es motivo
de controversia. Algunos de sus oponentes pretenden que está enfermo y él
responde exhibiendo certificados de buena salud. Física.
Ignoro por qué los rivales
políticos de Fraga ponen tanto interés en la salud del viejo político. Yo no
deseo a nadie que sufra padecimiento alguno –sólo los médicos hacen carrera con
las enfermedades ajenas– pero, si constato que alguien hace mal las cosas por
sistema, tampoco me lamento demasiado si enferma: cuanto menos trabaje, mejor.
Siempre me ha sorprendido –y
molestado– la insistencia con que la oposición gallega se refiere a la
ancianidad de Fraga. En las anteriores elecciones, Xosé Manuel Beiras,
candidato del BNG, se refirió al PP como «el partido del viejo y de la puta»,
en alusión a Fraga y a una seguidora suya que regentó una casa de lenocinio. Me
pareció fatal. A la gente cabe reprocharle aquellos aspectos de su personalidad
que son de su libre elección. La edad no forma parte de ellos. Ho Chi-minh
dirigió al pueblo de Vietnam en la guerra contra los Estados Unidos cuando era
todavía más anciano que Fraga, y venció. ¿Llamaría Beiras al Vietcong «la
guerrilla del viejo»? Es como cuando algunos aludían despectivamente a Franco
llamándolo «enano». Valiente sandez: ir a vituperar a un asesino... ¡por su
altura! Por lo demás, ni los enanos tienen culpa de su altura ni ser enano es
nada malo.
Pasa lo mismo con Fraga. No hay
nada que impida a un viejo ser un buen gobernante, pero hay muchos motivos,
diferentes de la edad, que descalifican a Fraga no sólo como gobernante, sino
como mero ciudadano. Fue miembro prominente de la dictadura franquista y tuvo
un papel activo en crímenes que, de no haberse hecho borrón y cuenta nueva en
1977, habrían dado con sus huesos en la cárcel. ¿Que aquéllas son viejas
historias? Tal vez cabría tomarlas por tales, si por lo menos hubiera mostrado
arrepentimiento. Pero no: se declara orgulloso de su trayectoria. Y ha seguido
fiel a ella, adaptándose más o menos, eso sí –a la fuerza ahorcan–, a las
nuevas condiciones. Ha continuando dando muestras del mismo autoritarismo, del
mismo nepotismo, del mismo desprecio por la sociedad civil, de la misma
tendencia al patadón y tente tieso. Tanto en sus juicios sobre los asuntos
estatales –sus propuestas sobre cómo afrontar los problemas de Euskadi son
siempre de aurora boreal– como en su modo de gobernar Galicia, sobre la que
dispone como si fuera el patio trasero de su pazo.
Concéntrese la oposición gallega en
la denuncia de los hechos de Fraga, de sus actos, que materia tiene de sobra en
ellos para reclamar su relevo, y deje en paz su edad y su salud, que maldita
sea lo que pintan.
(28-VIII-2001)
Para volver a la página principal,
pincha aquí
El tamaño de las
víctimas
Meditaba anoche sobre lo efímero de
la felicidad –entro en la última semana de vacaciones– sentado en el jardín,
frente al valle de Aigües, a la luz de una potente bombilla que pende de la parra,
cuando de pronto empezaron a posarse sobre la mesa unos bichitos pequeñajos. No
me preguntéis qué clase de bichos. La Naturaleza agreste es para mí un perfecto
misterio. Tenían pinta de pulgones, pero cualquiera sabe.
Entré en la casa y regresé provisto
de un pulverizador insecticida. Rocié abundantemente la mesa y las proximidades
de la lámpara. Empezaron a caer más bichos. Uno de ellos era ya de tamaño
considerable, para tratarse de un insecto: unos 3 centímetros de largo. Tenía
una forma curiosa: muy delgada, con cuatro patas articuladas, tan separadas las
de arriba y las de abajo que parecían brazos y piernas, y en la cabeza dos ojos
extremadamente prominentes. Me quedé mirando cómo agonizaba. Retorcía las patas
con tal angustia que empecé a sentirme mal. A su lado, una docena de presuntos
pulgones se moría lo mismo, pero su tránsito al otro barrio no me suscitaba el
menor sentimiento.
«Qué raro eres, Javier», me dije a
mí mismo. «Te importa una higa cargarte moscas, sientes incluso un vago placer
sádico acabando con cuanto mosquito se te pone a tiro y, de repente, te
conmueve la muerte de este extraño insecto».
¿Se debería a su aire filiforme
vagamente androide, con aquellos ojos saltones y sus patas como brazos y
piernas? Sin duda. Pero, de haber tenido esas mismas características en un
cuerpo de dos milímetros, me habría sido perfectamente indiferente.
Me acordé de aquel mal día en que
maté un gatito. Se había metido debajo de mi coche sin que yo me diera cuenta
y, cuando arranqué, lo despanzurré. Se ve que era tan jovencito que no acertó a
reaccionar cuando el motor empezó a girar. El trauma me duró muchos días. Me
sentí tan absurdamente culpable que poco me faltó para presentarme ante la
Sociedad Protectora de Animales a pedir que me impusiera un castigo.
¿Predilección por los mamíferos? Quiá. Me sentí igual de mal cuando maté un
pájaro, también con el coche, hace 15 años, al regresar de un entierro. A
cambio, jamás me he interesado lo más mínimo por los cientos de pequeños bichos
que estrello contra el parabrisas y el capó en cada viaje veraniego.
Todo es cuestión de vista. El
tamaño hace que apreciemos. En el doble sentido del verbo: como apreciación y
como aprecio.
Supongo que será por eso mismo por
lo que no soy capaz de mostrarme indiferente ante la muerte de ningún humano.
Aunque sea un bicho.
(27-VIII-2001)
Para volver a la página principal,
pincha aquí