Diario de un resentido social

Semana del 6 al 12 de agosto de 2001

40 años del Muro

Hoy se cumplen 40 años de la construcción del muro que dividió Berlín en dos. Del Muro, por antonomasia.

1961. Recuerdo vagamente que Radio Nacional de España hablaba sin parar de «el muro de la vergüenza». Eso contribuyó a despistarme. Yo ya me había acostumbrado a dar por hecho que la radio franquista mentía hasta al dar la hora, así que supuse que el muro en cuestión debía de ser una buena cosa. Por entonces –pobriño: 13 años– sentía simpatía por el régimen soviético, más que nada, supongo, por llevar la contraria a mi padre. En realidad, no tenía ni idea de qué era. 

Cuatro años después –con 17, tampoco demasiados– decidí que los dirigentes de la URSS eran unos pasteleros y unos traidores a la causa de la Revolución. Me había dado un atracón de literatura revolucionaria y veía clarísimo que Moscú era la sede mundial de todas las renuncias. Decidí que Khruchev –así lo escribíamos por entonces– sólo se interesaba por su propio tinglado. Era el jefe de una burocracia sólo verbalmente comunista que manipulaba todas las revueltas del mundo para ponerlas a su propio servicio. ¿El Muro? Y a mí qué: una fila de ladrillos que dividía dos sistemas igualmente repudiables, aunque por distintas razones. De un lado, el Mundo Libre, es decir los EEUU, es decir la gentuza que había dado la espalda a la República y ahora se daba abrazos con Franco. La misma que estaba masacrando Vietnam. Del otro lado, el falso socialismo, los partidos comunistas oficiales dispuestos a embridarlo todo: las luchas anticolonialistas en Asia, África y América Latina, los movimientos obreros y estudiantiles de Occidente...

Ahora me doy cuenta: estaba demasiado implicado en el objeto del análisis como para poder examinarlo con la necesaria frialdad.

Ha pasado el tiempo. El Muro fue derribado. La URSS se desmoró como un castillo de naipes y con ella los regímenes que le servían de escudo protector por el Este. Aquello era un espanto, mucho peor de lo que llegué a suponer en mis más ardientes arrebatos de antisovietismo revolucionario.

Pero creaba un cierto equilibrio. El capitalismo internacional tenía que esforzarse por demostrar que no era tan malo como decía la propaganda soviética. A Moscú le venía bien que hubiera movimientos levantiscos en la parte del mundo dominada por sus enemigos. Cabía aprovecharse de las contradicciones entre ellos. Abrían rendijas.

Hace tiempo que aprendí a no añorar ninguna situación pasada. Sé que el presente es su resultado. Cada realidad está preñada de la que toma su relevo.

Pero la Historia me ha enseñado a no confiar ni una pizca en el futuro. Todo es siempre decididamente empeorable.

Cada vez veo más claro cuál ha de ser el lema de la existencia: sin esperanza, con convencimiento.

 

(12-VIII-2001)

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Record mundial de burocratismo

No me interesan gran cosa las pruebas atléticas, de modo que no estoy prestando atención a los campeonatos mundiales que se están celebrando estos días. Me voy enterando de algunas cosas –de pocas– porque las cuentan en los boletines informativos de las radios. Pero ayer un amigo me contó una historia, sucedida hace un par de días en esos campeonatos, que me hubiera gustado ver en directo para proporcionar más detalles sobre ella. No la vi, así que me limitaré a relatarla tal como me la contó mi amigo.

Esto fue durante una prueba del salto con pértiga para mujeres. Se suponía que las atletas debían proceder a saltar el listón situado a 4 metros y medio del suelo, pero el juez auxiliar se equivocó, y lo situó a 4,55, es decir, 5 centímetros por arriba. Las atletas, que no se dieron cuenta del error, saltaron. Y todas ellas superaron la prueba.

Al ir a cambiar la altura del listón, el juez árbitro se dio cuenta de su equivocación y avisó a sus congéneres de lo sucedido. Tras deliberar sobre el problema, los jueces hicieron pública su decisión: las atletas debían saltar sobre el listón colocado a 4,50 metros del suelo. Las jóvenes se indignaron: si habían demostrado que eran capaces de saltar 4,55 –alegaron, con lógica aplastante– es que saltaban 4,50. No tenía sentido perder el tiempo y, sobre todo, gastar sus preciadas energías en probar algo que ya estaba probado. Pero los jueces se mostraron totalmente intransigentes: el papel dice que se ha de pasar por el escalón de los 4 metros y medio, así que ellas tenían que hacerlo.

Es un ejemplo fantástico de cómo hay jueces –de todo tipo: no sólo deportivos– perfectamente capaces de sacrificar el espíritu de la ley para imponer su letra. De convertir la ley en injusta, ahogándola en un océano de burocratismo.

Y eso que los estaban sacando en televisión. No digamos de lo que pueden ser capaces cuando deliberan en un ignoto despacho.

Como dice la protagonista de la pieza teatral La mujer fosforescente, de Maiakovski: «Es gente que en vez de corazón tiene un pisapapeles».

 

(11-VIII-2001)

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Israel ante el espejo

La existencia del Estado de Israel se asienta en dos pilares fundamentales: uno, el poderío del lobby sionista --a escala internacional, en general, y en los EUA, en particular--; el otro, la feroz determinación de sus dirigentes. Del primero obtienen un gran apoyo político y monetario, que se traduce en una enorme capacidad armamentística. Del segundo, el fanatismo necesario para servirse de esa capacidad armamentística sin ningún escrúpulo.

El pueblo palestino no tiene, en la práctica, ningún poderoso lobby económico que lo respalde. Podría tenerlo, porque a la nación árabe le sobran los petrodólares. Pero la nación árabe está en manos de personajes sin principios, la mayoría de ellos compinchados con Washington –es decir, con el lobby sionista-- y más dispuestos a tirar su dinero construyéndose palacetes en Marbella y visitando las dependencias parisinas de Madame Claude que respaldando a sus hermanos palestinos.

A cambio, lo que el pueblo palestino sí tiene es militantes determinados. Tan ferozmente determinados, o más, que los dirigentes de Israel.

Uno de ellos se llevó ayer por delante a 15 ciudadanos israelíes volando una pizzería en plan kamikaze.

El Gobierno de Tel Aviv está desconcertado y temeroso. Se ha encontrado con la horma de su zapato y no sabe qué hacer. Pide la intervención internacional. ¡Él, que ha burlado una tras otra todas las resoluciones de las Naciones Unidas!

Tendrá que asumir que, si él es capaz de desplegar la mayor bestialidad en uso y abuso de su prepotencia, otros pueden hacer lo mismo, e incluso más, en muestra de su infinita desesperación.

Así están las cosas. Que cada palo aguante su vela. En la sinagoga o en la mezquita.

 

(10-VIII-2001)

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Grandeza y miseria de la informática

Como algunos de los lectores ya saben, ayer descubrí con horror, al poco de escribir la cotidiana anotación de este Diario y subirla a la Red, que contenía un virus. Lo comprobé por mí mismo, tras proceder a la rutinaria actualización de mi antivirus, pero me hubiera sido imposible no enterarme: a los pocos minutos empezaron a lloverme correos de aviso, e incluso llamadas telefónicas de los más allegados. (Aprovecho, por cierto, para enviar mi agradecimiento a toda la gente que no sólo me avisó, sino que incluso me mandó programitas para desinfectar mi ordenata, aunque para esas alturas Norton ya me había proporcionado uno perfectamente eficaz).

Pasé por un momento de auténtico pánico, al principio, cuando comprobé que el virus se había clonado automáticamente al entrar en mi circuito, colándose en 404 puntos de la memoria de los dos ordenadores que manejo aquí, lo mismo que en los discos zip en los que almaceno las copias de seguridad, y que mi antivirus lo que hacía inicialmente era... ¡destruir todos los ficheros infectados! Durante unos minutos, creí que el trabajo de más de un año se iba al carajo, sin más. Y con él, la página web enterita. Bueno: no os aburriré con detalles. Al final, al cabo de varias horas de brega, conseguí desinfectar los ficheros, tras de lo cual procedí a sustituir los que estaban infectados en la Red por los que había limpiado, aunque algunos de los más voluminosos los retiré, sin más, por pura precaución, a la espera de volver a subirlos cuando pueda trabajar con una conexión potente, y no con la caca telefónica con la que funciono aquí, en mi bucólico retiro mediterráneo.

En el espacio de tiempo que medió entre el incidente y su solución (descontando el tiempo que invertí en rogar encarecidamente a mi mujer que dejara de decir «No lo toques y espera a que lo vea alguien que sepa»), estuve meditando sobre las peculiaridades de este modo de trabajo y de este medio de expresión. Es tan grandioso como frágil y vulnerable. Si alguien quiere fastidiarte y tiene los conocimientos y los medios necesarios, puede hundirte en la miseria en un plisplás: le basta con fabricar un virus nuevo y colártelo antes de que tu antivirus haya sido programado para detectarlo. Yo sólo abro los ficheros adjuntos al correo electrónico cuando me los manda gente que conozco, pero nada impide al saboteador camuflarse detrás del nombre de un conocido (y así ha tenido que ser en esta ocasión). Hago constantemente copias de seguridad, pero, precisamente por eso, me resulta facilísimo infectar sin querer mis propias copias de seguridad.

Antes he escrito que ayer pasé por un momento de auténtico pánico. Mentira: sigo aún bajo los efectos del pánico. Si salí del atolladero fue porque encontré una copia de la web grabada hace diez días y que no había borrado por pura casualidad. ¿Tendré tanta suerte la próxima vez que algún cerdo me bombardee con virus?

De modo y manera que, si un mal día entráis por aquí y os encontráis con que no hay nada, ya sabréis lo que habrá pasado.

 

(9-VIII-2001)

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Esa ONG llamada “Iglesia Católica”

Karol Wojtyla recibió hace un par de semanas a George W. Bush y le pidió que promueva «una globalización que no sea injusta con los pobres». Valiente patochada. Es como si le pidiera que en las películas del Oeste no haya tiros.

El romano pontífice –que insiste en hacerse llamar así pese a que ni es romano ni hace puentes, que yo sepa– tiene un morro que se lo pisa. Habla de la pobreza como si la Iglesia Católica formara parte de ella. Y la Iglesia Católica está forrada. Acaba de verse una vez más con el escándalo de Gescartera. Desde congregaciones de monjitas hasta media diócesis de Valladolid, había metidos en ese chanchullo cientos de millones eclesiales.

Me viene esta reflexión a las mientes leyendo sobre la desventura de los casi 300 inmigrantes africanos que han sido expulsados de la Plaça de Catalunya, en Barcelona, y que deambulan de aquí para allá sin tener ni qué comer ni dónde pasar la noche. Los periódicos cuentan que la Delegación del Gobierno se lava las manos, que el Ayuntamiento no sabe/no contesta y que la Generalitat idem de lienzo. He escuchado que alguien ha dicho: «Como no los auxilie alguna ONG...». Nadie repara, a lo que parece, en el dontancredismo de la Iglesia Católica, que es capaz de gastarse lo que haga falta para mandar a sus misioneros a cristianar negritos en ignotas regiones del África tropical, pero que no mueve ni un dedo por ellos cuando los tiene a domicilio. ¿Por qué no les abre las puertas de cualquiera de sus palacios para que puedan dormir bajo techo y los alimenta con la cienmillónesima parte de sus tesoros?

Cada año, millones de contribuyentes se aflojan el bolsillo en la declaración de la renta para que la Iglesia Católica, disfrazada de menesterosa ONG, engorde sus arcas todavía más. Y, para una vez en que podría comportarse realmente como ONG, se llama andana.

No soy anticlerical. Conozco curas y monjas que se dejan la piel a diario ayudando a gente miserable en los lugares más inhóspitos del planeta, malviviendo sin un duro. Pero la jerarquía católica me resulta estomagante. Porque lo es.

 

(8-VIII-2001)

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Deportes de riesgo

Dos jóvenes murieron ayer en la ría de Arousa al chocar contra una batea de mejillones cuando circulaban a alta velocidad con una moto de agua.

La noticia no me ha sorprendido lo más mínimo. He visto a sus congéneres del Mediterráneo, alguna de las pocas veces que me he animado a abandonar mi plácido retiro de Aigües para bajar a El Campello, Sant Joan o La Vila Joiosa. Van como locos en esas motos infernales, pegando saltos sobre el agua. Lo único que me extraña es que no haya todos los días noticias de submarinistas y nadadores descabezados  por esa plaga de niños bonitos.

Forman parte de una moda estival que me tiene perplejo. El que no circula a 120 km./h. sobre una inestable moto de agua desciende a toda pastilla por los rápidos de un río de montaña, se tira de un puente atado por unas cuerdas, se lanza desde una cumbre en plan Ícaro o da trabajo a los talleres de automóviles pegando botes por un camino de monte. La cosa, por lo visto, es jugarse el tipo como sea. Es obvio que encuentran divertido correr a escape por la fina línea que separa la vida de la muerte.

Descartada la posibilidad de ponerme ñoño –la verdad es que la existencia de estos teóricos seres civiles me la trae al pairo–, reflexiono sobre el irresistible atractivo que tiene para ellos jugarse la vida un día sí y otro también. Y llego a una conclusión que me parece inevitable: no le encuentran suficiente atractivo a la vida.

 A mí me sucede todo lo contrario. La vida diaria me resulta ya demasiado arriesgada de por sí.

 

(7-VIII-2001)

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Ácido

La prueba más palmaria de que los actuales responsables de los medios de comunicación españoles no participaron en las luchas estudiantiles de hace tres décadas, pese a presumir muchos de ellos de ser «de los del 68», es el asombro que muestran ante el hecho de que los cócteles molotov usados en la kale borroka contengan ácido. Porque el cóctel molotov propiamente dicho ha contenido siempre ácido. De hecho, se llama cóctel por eso: porque no se compone sólo de gasolina, sino de una mezcla de gasolina y ácido sulfúrico.

No creo que algo así pudiera ocurrir en la Prensa francesa, algunos de cuyos popes actuales fueron destacados dirigentes del movimiento de Mayo del 68, en París. Es el caso, muy destacado, de Serge July, director de Libération. Durante aquellos sucesos –en los que yo no participé: llegué a Francia en el 70–, circuló profusamente un manual de lucha callejera que incluía la fórmula más diabólica de cóctel molotov, con una variable que lo convertía, en la práctica, en napalm. No la mencionaré, porque no quisiera proporcionar información susceptible de ser mal utilizada, pero sí diré que era terrible, porque hacía que la gasolina y el ácido, cuando ardían, se colaran rápidamente por cualquier rendija. Cientos de copias de ese manual incendiario –dicho sea en todos los posibles sentidos de la palabra– circularon por todas las organizaciones estudiantiles radicales de Europa occidental. Y sus instrucciones fueron seguidas al pie de la letra en muchísimas manifestaciones.

Cito el asunto para llamar la atención sobre una de las muestras más acabadas de hipocresía que comporta la actual ideología dominante, que se las arregla para, a la vez, rodear de un halo de romanticismo los movimientos del 68 y condenar sin paliativo alguno las  luchas callejeras juveniles de hoy. ¿Con qué materiales creerán los mitificadores del Mayo francés que hacían los estudiantes del Barrio Latino sus barricadas? ¿Se piensan que las levantaban a base de pavés? Quiá. Usaban coches que los ciudadanos habían aparcado en la zona con la esperanza de recuperarlos a la mañana siguiente, añadiéndoles muebles y artilugios obtenidos mediante el pillaje de las tiendas de los alrededores. Así de cruda era la cosa.

Ahora se dice que aquello fue «un combate por la utopía» pero, en su día, la gente de orden  lo calificó –puedo certificarlo– con bastante menos benevolencia.

Hay muchas diferencias entre las revueltas juveniles de aquel tiempo y las luchas callejeras del presente, pero están en otros factores. No, desde luego, en que aquéllas fueran más amables y respetuosas que las de ahora.

 

(6-VIII-2001)

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