Diario
de un resentido social
Semana del
23 al 29 de abril de 2001
ETA, pedófila
–Sí,
señor: ETA es una organización pedófila.
–¿Pedófila?
¿Sí? ¿En concreto?
–Claro
que sí. ¡Elemental! La pedofilia es perversa; ETA es perversa. Luego ETA es
pedófila.
–No
sé...
–¡Cómo
que no sabe! ¿Qué pasa? ¿Es usted
cómplice de los terroristas?
–No,
que yo sepa.
–Pues
entonces no me venga con tibiezas y mandangas. ETA es pedófila. Es lo más
pedófilo que hay. Y VIH. Joder, ¡ETA es VIH hasta los tuétanos!
–No
se me había ocurrido, pero ahora que lo dice...
–ETA
es un cáncer, y es una úlcera, y es VIH, y es pedófila, y maltrata a las
mujeres, y contamina la capa de ozono, y causa inflación. ¡No me diga usted que
ETA no causa inflación!
–No,
yo no digo que no cause inflación. Porque, además, si lo dijera...
–¡Sería
usted cómplice de los terroristas!
–Claro,
por supuesto.
–Le
seré sincero: yo antes era como usted. La primera vez que le escuché a Savater
decir que ETA es nazi me dije: «Coño, qué afirmación tan chocante. Yo creía que
el nazismo respondió a causas y persiguió metas muy diferentes». Pero en
seguida me di cuenta de que las reflexiones de ese estilo no conducen a nada.
Eso del «análisis concreto de la realidad concreta» induce a la confusión. Si queremos que el gran
público no se arme un lío, tenemos que explicarle que todos los malos son el
mismo malo. Pinochet es estalinista. Stalin fue hitleriano. Nerón fue nazi.
Somoza fue castrista. Castro es musoliniano. José Antonio Primo de Rivera fue
etarra.
–Hombre...
–¡No
querrá usted ser cómplice del terrorismo!
–Ya
le he dicho que no.
–Pues
entonces condene y calle, joder. ¡Qué pesado que se pone!
–Bueno,
a ver si le he entendido. ¿ETA es la fiebre aftosa?
–¡Por
supuesto! Ya veo que empieza usted a colocarse en la vía correcta.
–...¿La
del Estado de Derecho, la Constitución y el Estatuto?
–¡Eso
es!
–Ya
veo. En el fondo, no era tan complicado.
–¡Claro
que no! Le diré el truco: todo consiste en no dejarse llevar por la manía de
pensar. No analice: insulte.
–Y
con eso basta.
–Sí:
con eso Basta Ya.
(29-IV-2001)
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Iberia
Vuelo
de Iberia con destino a Las Palmas de Gran Canaria. Hora oficial de salida,
17:00. Llego a Barajas a las 16:00. Paso por el mostrador de facturación. El
empleado de Iberia hace los trámites de rigor y me entrega la tarjeta de
embarque.
–Lo
único que le aviso que hay overbooking y no es seguro que pueda volar...
No
me lo creo. Bueno, digamos que tardo un
rato en creérmelo. ¡Cómo, overbooking! ¡De eso nada, monada! Tengo el
billete cerrado desde hace diez días, he llegado al aeropuerto con una hora de
antelación y me considero asistido de todo el derecho del mundo a tomar ese
avión. El empleado de Iberia, que debe contar con una larga experiencia al
respecto, ni se inmuta.
El
calibre de mi terminología se incrementa. Ya, la palabra más fina que sale de
mi boca es «sinvergüenzas». Digo que no me muevo de allí hasta que el asunto se
aclare. Viene un jefe que me remite al mostrador de embarque, donde me darán una
respuesta.
Pronto
compruebo que ha sido una mera argucia para sacarme de allí. En la zona de
embarque no hay nadie de Iberia. A cambio, me entero de que en mi misma
situación hay... ¡cerca de treinta personas más! ¡Han vendido la tontería de
treinta billetes por encima de la capacidad del aparato!
Vale.
Echo mano del teléfono. Gestión de urgencia, qué remedio. Llamada al periódico.
Llamada del periódico a un mandamás de
Iberia. Una jefa de Iberia en Barajas se pone en contacto telefónico
conmigo. No hay ni un puñetero hueco en ningún vuelo para Las Palmas en las
siguientes horas, pero «algo haremos». Espero. Al cabo de unos minutos, me
vuelven a llamar. Me dan instrucciones. Tengo que hacer esto y lo otro, pero
todo discretamente. Al final, una furgoneta movilizada especialmente para el
caso me lleva a otro avión, que hace escala en Madrid y Las Palmas camino de
Dakkar.
Javier
Ortiz, que tiene la suerte de conocer a gente importante que a su vez conoce a
otra gente también importante, voló ayer tranquilamente de Madrid a Las Palmas.
Y agradecido.
Entretanto,
una treintena de personas se quedaron en el aeropuerto de Barajas con un palmo
de narices y unos pasajes carísimos en la mano.
¡Ah,
se me olvidaba! En el avión en el que finalmente me metieron había no menos de diez plazas libres.
(28-IV-2001)
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Profilaxis complutense
Nota previa.– El
apunte de hoy contiene algunos datos que la gente lectora habitual de la PWJO
ya conoce. No es que me haya despistado. Es que va a servir de base para mi
columna de mañana en El Mundo, cuyos lectores no tienen noticia de lo
que cuento, lo que me obliga a repetirme. Aprovecho esta nota para haceros
saber que vuelo hoy para Las Palmas de Gran Canaria, donde estaré –aprovechando
que he sido invitado a dar una conferencia sobre John Lennon– hasta el 6 de
mayo: todo un señor puente. Esas mini-vacaciones no alterarán la actualización
diaria de la página, aunque sí su hora, que algunos días será más tardía.
El
pasado 2 de abril participé en un acto en la Facultad de Ciencias de la
Información de la Universidad Complutense de Madrid junto con Iñaki Gabilondo y
el catedrático Gonzalo Abril. Un grupo de estudiantes de periodismo nos habían
invitado a debatir sobre la información que los medios de comunicación con sede
en Madrid proporcionan acerca de la realidad política del País Vasco.
Reconozco
que acudí con cierta aprensión, dada la naturaleza del tema propuesto. Pocos
días antes, en un debate similar que había tenido lugar en el Ateneo madrileño
y en el que también me tocó participar, los asistentes se enzarzaron en una
agria y escasamente productiva diatriba, en la que no faltaron las
descalificaciones mutuas y los chorreos ad hominem.
Mi
aprensión con respecto al acto estudiantil no disminuyó, sino todo lo
contrario, cuando comprobé que el muy amplio salón de actos estaba abarrotado.
Todos
mis temores se revelaron infundados. Pronto comprobé que los organizadores del
acto no tenían la menor intención de montar ningún happening: habían
hecho todo lo posible para que aquello fuera un debate serio y sereno, y eso es
lo que fue. De hecho, hacía años que no participaba en una charla-coloquio tan
masiva y, a la vez, tan ordenada y respetuosa.
Cuento
esto para que se entienda mi total perplejidad cuando el pasado lunes me llegó
la noticia de que ese mismo grupo de estudiantes había sido desalojado
violentamente de la Facultad por un amplio contingente de la Unidad
Antidisturbios de la Policía Nacional. Según me enteré, habían cometido el
intolerable delito de entrar –por el muy subversivo sistema de girar el
picaporte– en un aula desocupada desde hace tiempo para montar en ella un
centro de actividades sociales. Al parecer, el decano de la Facultad, Javier
Davara –con cuyo apellido me abstendré de hacer juegos de palabras– y el
rector, Rafael Puyol, consideraron que esa iniciativa era intolerable («¡Es la
revolución!», me cuentan que clamó el primero) y pusieron el asunto en manos
del delegado del Gobierno en la Comunidad de Madrid, Francisco Javier
Ansuátegui.
Se
juntaron el hambre con las ganas de comer. Ansuátegui, personaje fascinado con
el llamado «principio de autoridad» desde hace mucho –desde los tiempos de
Franco, según aseguran quienes lo conocen–, mandó al lugar del crimen a todos
los agentes antidisturbios que le cupieron en diez furgonetas, los cuales, a la
vista de la actitud indiscutiblemente revolucionaria de los estudiantes –se
sentaron en el suelo, los muy violentos–, procedieron a desalojarlos como
malamente pudieron: arrastrando a la una por los pelos, levantando al otro por
las orejas, empujando a varios más e intimidando a todos.
La
Facultad de Ciencias de la Información ha vivido tres días de huelga general,
secundada por otras muchas. El jueves, más de 4.000 estudiantes se manifestaron
exigiendo la dimisión del rector, del decano y del delegado del Gobierno. Hacía
mucho que no se producía en la Complutense un movimiento de protesta
estudiantil tan masivo.
Y
todo porque a unos cuantos carcas les pareció inaceptable que los estudiantes
crearan un centro cultural autogestionado.
La
verdad es que ya me entra la duda: no sé si lo que más les molestó es que fuera
autogestionado o que fuera realmente cultural.
Los
estudiantes me han pedido que, como signo de solidaridad, me niegue a tener
trato alguno con esos señores. No hacía falta que me lo pidieran. Hace tiempo
que me atengo a normas de estricta profilaxis.
(27-IV-2001)
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Que dimitan
Se ha
convertido en el recurso universal de los seguidores de Rodríguez Zapatero.
Pase lo que pase, ocurra lo que ocurra, si el PSOE encuentra que algo es
criticable, reclama la dimisión de quien le pilla por delante. Ayer fue el
turno de Piqué, que comparó el terrorismo de ETA con el que se vive en
Palestina. Para estas alturas, el PSOE ha exigido ya media docena de veces la
dimisión de todos y cada uno de los ministros y ministras de Aznar, de casi
todos los secretarios y subsecretarios de Estado, del conjunto de los
presidentes de las comunidades autónomas gobernadas por los demás –no sólo por
el PP: también las regidas por Pujol y por Ibarretxe–, de los alcaldes de
cuantos municipios están gobernados por otros partidos...
Los boys
scout tienen la obligación de hacer una buena obra diaria. Los responsables
del PSOE, la de asegurarse que no haya día sin su correspondiente exigencia de
dimisión.
Es
pena que ese furor justiciero no lo ejerciten también dentro de su propio
partido, destituyendo fulminantemente a cuanto preboste sociata mete el cuezo.
¿Que Bono dice que en Castilla-La Mancha no hay vacas y el público se mea de la
risa en sus narices, porque las hay a miles? Ñaca: a la puta calle. ¿Que
Rodríguez Ibarra insiste en que los jueces compiten a ver quien mea más lejos?
Penalty y expulsión. ¿Que a Chaves le echan para atrás su peregrina fusión manu
militari de las Cajas de Ahorro andaluzas? Idem de lienzo.
Pero
quizá esa falta de rigor interno sea resultado de un mero intento de división
de trabajo. Es verdad que un solo partido no puede asumir en exclusiva la carga
de reclamar todas las dimisiones.
Esta
tendencia zapaterista a convertir en rito diario las exigencias de dimisión o
cese tiene un único inconveniente: que el día que crean que alguien debe
dimitir de verdad nadie se va a enterar.
(26-IV-2001)
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El rey
En el
acto de entrega del Cervantes a Francisco Umbral, el rey dijo una tontería: que
nunca a nadie se le ha impuesto el castellano.
En
principio, que el rey diga una tontería no es noticia. Las dice a puñados.
Entre que sus luces no dan para mucho y que va por la vida de gracioso, reúne
todas las condiciones. Además, está mal acostumbrado –ya se sabe que un
principio fundamental de los medios de comunicación españoles es no criticar
sus actos, haga lo que haga–, lo que fomenta su imprudencia compulsiva.
Recuerdo
una cosa suya, muy comentada en voz baja cuando todos los líos de los GAL. Se
produjo durante un almuerzo con periodistas en Casa Lucio, en Madrid. El jefe
del Estado preguntó a los reunidos con toda tranquilidad: «¿Y qué hay de eso de
que Melchor Miralles está liado con Txema Montero?». Los asistentes al ágape se
quedaron –resulta imaginable– entre estupefactos y consternados.
Como
se quedó estupefacto Julio Anguita cuando, en el curso de una recepción, el rey
le pidió que le recomendara a Garzón que se dejara de «joder la manta con lo de
los GAL».
Son
sólo un par de anécdotas, pero dan la talla del personaje.
De
todos modos, no cabe reprochar al Borbón de turno lo que dijo en la Universidad
de Alcalá. Sería tan ridículo como reprochar a Ana Blanco lo que dice en los
telediarios. Él sólo es un locutor. Un mal locutor, un locutor sopas, sin duda,
pero un locutor. Si le hubieran puesto en el papel que España, mañana, será
republicana, él lo habría soltado y se habría quedado tan ancho. Porque él no
piensa lo que dice. No considera que eso entre dentro de sus obligaciones.
Todavía recuerdo la desesperación de mi padre, franquista de pro, cuando vio
cómo, en el acto de inauguración de una carretera, allá por los años 60, el
entonces príncipe sacó un papel del bolsillo y leyó: «Queda inaugurada esta
carretera». Y se guardó el papel.
Ha
sido siempre así.
Cabe
reprochar al PP que le escribiera esa majadería. Cabe reprochar a los listos de
la Casa Real que no señalaran a Presidencia –a ese otro Fénix de los Ingenios
que es Juan José Lucas– que el texto que les había preparado no parecía
atenerse muy estrictamente a la realidad histórica. Ni a la de España ni a la
de América Latina.
Pero
al rey no cabe reprocharle nada. Ya dice muy bien la Constitución que el
titular de la Monarquía es irresponsable.
(25-IV-2001)
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Impresentables líderes del mundo
La
Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas aprobó ayer una moción que
exige el derecho universal a los medicamentos contra el Sida. A diferencia de
los representantes de los demás países del mundo desarrollado, los de los
Estados Unidos de América se abstuvieron. La Administración de George W. Bush
no quiere contrariar a la gran industria farmacéutica.
No
importa qué tratado internacional sea el abordado: en el caso de que lo que se
intente acordar ponga en cuestión los intereses de algún poderoso consorcio o lobby,
los EUA no lo dudan ni por un instante: dicen que no, y tanto les da lo muy
noble y elemental que sea la causa. Recuérdese el tortuoso camino seguido por
el Tratado para la prohibición de las minas anti-personas. Es ya legendaria su
labor obstruccionista frente a los intentos de regular la legislación marítima
internacional. Está reciente su abstención en el caso del intento de regulación
de las emisiones de CO2 a la atmósfera. Ahora es lo de los
medicamentos contra el sida. En el plano político, es más que conocida su
complicidad en las constantes violaciones de los acuerdos de la ONU por parte
de Israel.
Más
allá de su evidente desinterés por los destinos de la Humanidad –para ellos, la
Humanidad empieza y termina en su propio ombligo–, la razón que empuja
sistemáticamente a las sucesivas administraciones norteamericanas a adoptar
estas posiciones impresentables hay que buscarla en el propio sistema electoral
de los EUA. Para llegar a inquilino de la Casa Blanca, el candidato debe
afrontar una campaña costosísima. Para lo cual se ve obligado a recurrir a las donaciones
supermillonarias de los más diversos lobbies empresariales y
políticos: la industria armamentista, las grandes compañías petroleras, la
industria farmacéutica, la del tabaco... o el lobby judío, o el
antiabortista, o el cubano, o el de los defensores del rifle. Una vez alcanzada
la Presidencia, están obligados a pagar en especie lo recibido, lo que
los convierte en títeres en manos de esos consorcios, que imponen su ley, al
margen de la razón o de los Derechos Humanos. La imponen a la Administración
norteamericana de turno y, a través de ella, de un modo o de otro, al mundo
entero.
Lo
peor de ese mecanismo es que no tiene vuelta de hoja. Si fuera una cuestión de
insensibilidad, cabría intentar estimulársela. Tratándose de la lógica
implacable del beneficio, cualquier discurso intelectual o moral está de sobra.
(24-IV-2001)
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Miserables de lujo
Cada
uno de los 562 inmigrantes clandestinos que fueron rescatados ayer cerca de las
costas italianas en un barco a la deriva había pagado 2.000 dólares por el
viaje. Unas 380.000 pesetas. Eso se lee en la noticia que publican hoy los
periódicos.
Ya
sé que es engañosa. Que no cuenta que esos 2.000 dólares, en la mayoría de los
casos –si es que no en la totalidad–, los consiguieron suscribiendo préstamos
terribles, que les comprometieron a pasarse meses trabajando nada más que para
devolver no sólo el dinero recibido, sino también los intereses usurarios, y que
aceptaron que, en caso de no restituir el préstamo en las condiciones pactadas,
los prestamistas podrían quedarse con sus casas y enseres.
Pero
una parte sí hay de cierta en la noticia: son personas que tenían lo suficiente
como para que los usureros, poco dados a las inversiones a fondo perdido, se
decidieran a hacerles el préstamo.
¿Qué
revela eso? Algo que nuestra opinión pública desconoce: que los habitantes del
Tercer Mundo que se deciden a dar el salto a Europa –en barcos clandestinos, en
pateras, escondidos en camiones: como sea– no forman parte del sector más
paupérrimo e inculto de la población de sus respectivos países. Muchos de ellos
son personas con estudios, integrantes de las clases medias de sus
naciones de origen. Los más miserables no tienen fuerzas, ni económicas ni
morales, para lanzarse a la aventura de la emigración. Se quedan clavados a su
desgracia.
La
tragedia de la inmigración clandestina tiene esa vertiente negativa
suplementaria: supone también una descapitalización humana del Tercer Mundo.
Vacía los países pobres de sus hijos e hijas más cultos y emprendedores.
En
realidad, todo es aún peor de lo que parece.
(23-IV-2001)
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