Diario de un resentido social

 

 

De la publicidad como ciencia exacta

Si queremos ver todo lo que hay de importancia en la esfera de un reloj, la mejor hora para mirarlo es las 10 y 10. A las 10 y 10, las agujas no tapan la marca, ni el modelo, ni el recuadro que señala la fecha, ni los aditamentos que suelen llevar en la parte inferior tanto los relojes de pulsera electrónicos como algunos de viejo diseño. Es, además, una hora tranquilizadora: ni demasiado temprana, si la imaginamos de día, ni demasiado tardía, si la suponemos de noche. Y es también una hora visualmente optimista, con las agujas apuntando hacia arriba e insinuando la uve de la victoria.

¿Qué hora marcan los relojes en la práctica totalidad de los anuncios? Las 10 y 10.

Exactamente.

 

(18-III-2001)

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La victoria imposible

Volví a ver ayer Spartacus (o sea, Espartaco, pero en versión original).

Supongo que acabaré sabiéndomela de memoria.

Como algunas otras grandes películas –Casablanca, El tercer hombre–, la magia de ésta se basa también en el conflicto de intereses del que nació.

Stanley Kubrick buscaba, sobre todo, el espectáculo. Quería demostrar –y demostrarse– que era capaz de hacer una gran superproducción. «La película más cara de la Historia», decía la publicidad. «Supera a Ben Hur». ¡A Ben Hur!

Kubrick deseaba hacer una película de romanos. La mejor. Y lo consiguió.

El guionista, Dalton Trumbo, respondía a otras motivaciones. Por aquel entonces, Trumbo ni siquiera podía figurar oficialmente en los títulos de crédito de la película, porque el Tribunal de Actividades Antiamericanas le había prohibido trabajar en Hollywood. Declarado izquierdista, a Trumbo lo que más le interesaba de la novela que inspiraba la película era el enfrentamiento social entre los esclavos y la Roma patricia que relataba. Un enfrentamiento que él –como tantos otros anteriores lectores del texto, entre ellos Carlos Marx– tomaba como símbolo del eterno combate entre opresores y oprimidos.

Es en esa clave como hay que entender los diálogos del filme, algunos de una belleza y una lucidez verdaderamente sublimes.

 

=

 

«Siento que hemos empezado algo que nunca tendrá final», dice Espartaco.

Ésa es la esencia de la lucha contra la opresión: un viaje sin destino posible.

Es un combate en el que cabe obtener algunas victorias, incluso algunas victorias importantes, pero nunca la Victoria. Jamás el triunfo definitivo.

La codicia humana y la sed de poder afloran siempre de nuevo, y vuelven a imponerse bajo unas u otras formas. Incluso, a menudo, de la mano de quienes encabezaron el anterior combate.

En una Naturaleza sometida a la ley de la supervivencia del más fuerte, la prevalencia del débil es forzosamente efímera.

¿Vale entonces la pena luchar? Espartaco responde: «Sólo con habernos enfrentado a ellos, ya vencimos en parte».

Exacto.

Como es igual de exacta la afirmación formalmente contraria: aquél que no sabe si enfrentarse a la injusticia porque duda de las posibilidades de acabar con ella ya está derrotado.

 

(17-III-2001)

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Todos contra Marcos

Me parece perfectamente razonable que los adalides de la Ley y el Orden se muestren preocupados por el fenómeno social que representa el zapatismo y que hagan cuanto puedan para desprestigiarlo: les pagan por eso; es su función. Estoy seguro de que al subcomandante Marcos esas diatribas le resultarán tranquilizantes: lo que sería sospechoso es que hablaran bien de él. «Ladran, luego cabalgamos».

A cambio, me resultan patéticos los que se pretenden críticos de la organización social vigente a escala mundial y la emprenden contra los zapatistas acusándolos de no ser lo suficientemente radicales. «¡Vaya un Ejército, que ni siquiera hace la guerra!», salta el uno. «¿Y la patochada esa del líder con capucha?», se ríe el otro. «Pero, ¿habéis leído las cursiladas que escribe?», tercia el de más allá. «¡Ésos tienen de indígenas lo que yo de obispo! Pero si son una banda de hijos de papá jugando a soldaditos!», se mofa el de la esquina. «¡Son un subproducto mediático!». «¿Y sus defensores europeos y norteamericanos? ¡Todos figurines de hotel de cinco estrellas!».

Oyéndolos –y leyéndolos– me acuerdo de la historia de una señora de mi barrio, allá por los 60. La mujer, nueva rica, iba por ahí contando las virtudes del estupendo coche que se había comprado. «¡Es un Alfa-Romero!», decía. Y todo el mundo se partía de la risa.

«¿Has visto lo de Fulanita! ¡Dice que tiene un Alfa-Romero!», soltó un buen día uno que estaba en un bar junto a nosotros. Y un amigo mío, chaval de pensamiento bastante vitriólico, le respondió: «Sí, es verdad; no sabe cómo se llama. Pero lo tiene.»

Los críticos radicales de Marcos y los suyos saben que es una tontería autotitularse subcomandante y que no tiene sentido montar guerrillas, y menos guerrillas que ni siquiera hacen la guerra; escriben mucho mejor que él (por lo menos eso se creen ellos); se cachondean del izquierdismo de Vázquez Montalbán y de Saramago (preferentemente a sus espaldas); son hostiles a los fenómenos mediáticos (salvo cuando los aparatos mediáticos les hacen un hueco a ellos)... pero no mueven un puñetero dedo para contribuir a que las masas desheredadas del mundo entero, que malviven en situaciones angustiosas, alcancen una situación de elemental dignidad. Están demasiado ocupados regalando el oído de los mandamases con sus discursos radicalmente críticos.

Marcos no sabrá cómo se cambian de verdad las cosas, pero está contribuyendo con todas sus fuerzas a cambiarlas.

A todos estos ex-marxistas que se han especializado en adornar con un toque de radicalidad las fiestas de la gente de orden les recordaría lo que escribió su viejo mentor: «Cada paso en el movimiento real vale más que una decena de programas».

 

(16-III-2001)

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El coche parado

 

He quedado a cenar lejos de mi casa. Me dirijo en coche al punto de cita. Conduzco algo nervioso: soy de una puntualidad enfermiza y voy justo de tiempo. La circulación por el centro de Madrid es normal, es decir, mala. 

El semáforo se pone en verde pero la fila de coches no avanza. Me asomo para ver qué pasa. Hay una furgoneta en doble fila con la puerta abierta que tapona uno de los dos carriles de la calle. Impaciente, hago sonar el claxon. «Qué jeta tienen, siempre igual. ¡Los demás les importamos un bledo!», me digo. Algunos conductores me imitan. Pronto se organiza un buen concierto de bocinas.

Veo que junto a la furgoneta hay una agente de la Policía Municipal. Otra está dirigiendo la circulación para convertir las dos filas de coches en una sola. Al final consigo reemprender la marcha.

Me dispongo a echar una mirada de reproche al conductor de la furgoneta. Veo que está sentado en su asiento con las piernas hacia la calle.

Ya está: lo tengo al lado. Lo miro. Es un hombre trajeado, de unos 40 años. Tiene los ojos fijos, dirigidos hacia la noche madrileña.

Compruebo que yo tenía razón: los demás le importamos un bledo.

Está muerto.

 

El jardín

 

Se denomina «jardín», en el argot del periodismo radiofónico, a los líos en que a veces se meten los locutores que tienen que improvisar. De repente, ni ellos mismos se acuerdan de lo que tenían que decir, o pierden el hilo de la frase, o se dan cuenta de que han metido el cuezo y no saben cómo salir, y cada vez lo lían más. Eso es «meterse en un jardín».

Retransmisión del partido de fútbol Spartak de Moscú-Olimpique de Lyón, anoche, por Vía Digital. El árbitro señala penalty a favor del Olimpique. El locutor lo comenta: «Se dispone a tirar el penalty Anderson... Tira... ¡Ha parado!».

Sólo que de eso, nada. Salvo él, todos los demás hemos visto que Anderson ha metido el gol.

El propio locutor, horrorizado, comprende inmediatamente que se ha equivocado. Más que nada porque los jugadores del  Olimpique se abalanzan sobre Anderson para abrazarlo, cosa que rara vez se hace con los que fallan los penaltis.

Pero nuestro locutor no está dispuesto a reconocer su pata de banco, así que prosigue: «Sí, sí.... Ha parado... los corazones de los seguidores galos..., eso, sí, ha parado sus corazones. Ha parado los corazones de los cientos de los seguidores franceses...».

Pausa para tragar saliva. Continúa: «¡Qué penalty tan misterioso!».

Y de remate: «Bueno, la verdad es que el portero estuvo a punto de pararlo».

 

(15-III-2001)

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Euskadi lo tapa todo

 

Metido de lleno en la conclusión del libro que se va a publicar con una amplia selección de los apuntes de este Diario,  repaso la totalidad de lo que llevo escrito en el último curso: para El Mundo, para el propio Diario, para algunas revistas, para charlas y conferencias... Me asusto yo mismo: de las cerca de 600 páginas que suma, casi la mitad tienen algo que ver con el problema vasco.

Es a todas luces excesivo.

Me pregunto sobre qué hubiera escrito, caso de no existir eso que los pedantones de mi tierra llaman «el contencioso». Concluyo que me hubiera animado a hincar el diente a muchas otras realidades, problemas y conflictos, locales y foráneos: la inmigración, la crisis alimentaria, la errática Unión Europea, esa nebulosa que se dice «la izquierda», el fraude de la narrativa española actual, la pena de muerte, las mujeres afganas (y los monumentos afganos), el caos en que ha quedado sumida la ex Yugoslavia, el estado de la enseñanza pública en China, con el profesorado y el alumnado sometidos a trabajos forzados, el Sáhara preterido, la deprimente depresión –y no me disculpo por la redundancia, porque no la hay– en que malvive la Federación Rusa, el terrorismo en América Latina –en todas sus variedades–, los sin tierra del Brasil, los indígenas de México, la coña del sistema financiero internacional y de las nuevas tecnologías, la estación Mir, El Ejido, la singular sintaxis y el creciente malhumor de José María Aznar, el espantoso abandono del África subsahariana... Y la sexualidad juvenil, y la sexualidad senil, y los teléfonos móviles, y los juegos de ordenador, y el tabaco, y el porvenir de Iberia, y las cuentas de Arias Cañete...

De casi todo eso he dicho algo, pero ¡tan poco! A cambio, he estudiado con lupa todos los comunicados de ETA, he analizado mil veces los debates internos de HB y EH, he pasado por el tamiz cada uno de los gestos de Mayor Oreja, visibles o disimulados, he entrado al trapo de todas las polémicas sobre Lizarra, el PNV, Udalbiltza, el pacto PP-PSOE, las manifestaciones pro esto y contra aquello...

Si aún fuera cosa exclusivamente mía, con hacérmelo mirar podría estar todo resuelto. Pero es que la proporción –la desproporción–  alcanza dimensiones colectivas. Varía lo que unos y otros decimos; no de qué hablamos.

Euskadi es un gran problema, sin duda. O varios grandes problemas. Pero el conflicto vasco es también la tapadera que oculta de la vista de la opinión pública un sinfín de otros problemas, igual de importantes, no menos trascendentes... o aún más trascendentes para la vida de millones de humanos, de aquí mismo o de justo al lado, que todo es ya lo mismo.

Haría de tripas corazón y volvería una y otra vez a la carga con el monotema si pensara que insistiendo en él iba a conseguir algo: algún avance, una cierta aproximación, una mano tendida, algo de raciocinio. Pero es que, además, ni eso.

Así que para qué. Es preferible hablar más del resto de la vida.

Y de las demás muertes.

 

(14-III-2001)

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Quisiera ser Eric Clapton

(después de escuchar Reptile)

 

Yo escribo. Digo lo que pienso. Me publican. Supongo que deberé considerarlo una suerte. Pero como digo lo que casi nadie quiere oír, me tiran a degüello. 

Y paso miedo. Entendámonos: un miedo mezquino, pequeñín. Nada épico. Miedo a que me echen a patadas de todas partes, a no tener para comer, a que por fin se den cuenta de que no les valgo para nada y a que me dejen tirado junto al primer sumidero que les pille cerca.

Eric Clapton toca la guitarra. Y canta.

Si está alegre, ataca I Ain’t Gonna Stand For It, y disfruta como una fiera. Se enrolla con el coro, da cien voces. Es una fiesta. Y si se siente triste, o evocador, se mete en el Son & Sylvia, se instala un rato en la melancolía, se apoya en la armónica de Billy Preston y en la suavísima percusión de Paulinho da Costa, y le queda también precioso. Y luego, si le viene en gana, se despide cantando Over the Rainbow, como hizo la otra noche en Barcelona.

El público aplaude entusiasmado.

Aplaude la izquierda. Aplaude la derecha. Aplaude el centro.

Aplaudo yo también. Y todos con razón, porque es genial. Porque toca y canta lo que todos queremos oír.

Hecho lo cual, cobra su pasta, se va a casa y duerme a pierna suelta.

Supongo.

Dios, lo que daría por ser Eric Clapton.

 

(13-III-2001)

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¡Por fin un árbitro arbitrario!

 

Hablaba ayer por la mañana de los arbitrajes futbolísticos influidos por el poder. No sabía lo que me iba a deparar la tarde.

Empecé viendo el Real Madrid- Real Sociedad. Por televisión, claro. Llevaban jugando –llevaba el Real Madrid jugando, para ser exactos– un cuarto de hora, cuando decidí olvidarme de semejante bodrio. Me dije: «Esto acaba 8-0, y sin fútbol». Parece que acabó 4-0. En lo que no podía equivocarme era en lo del 0. Un equipo que nunca tira contra la portería contraria sólo puede anotar goles si cuenta con espías en el conjunto contrario que marquen los tantos en su propia meta.

Pero el presupuesto de la Real no da para espías. Al parecer, no da prácticamente para nada.

Hastiado de la Real, me pasé al Alavés-Rayo Vallecano. ¡Sublime decisión! Asistí al espectáculo más cómico que haya contemplado en los últimos años. ¡Dios mío, qué árbitro! ¡Qué tío más genial! Como dicen en mi pueblo pateando el diccionario: «¡Lo que me pude reír!». Éste no estaba ni comprado ni vendido, ni influido ni prejuiciado, ni obcecado ni acobardado: estaba, directamente, como una regadera. Pitaba lo que se le ponía, con independencia de lo que estuvieran haciendo los jugadores. Cada dos minutos sacaba una tarjeta, y si alguien había hecho algo parecido a una falta, se la enseñaba a él, y si no, a cualquier otro. No sé si quedó algún jugador sin su correspondiente tarjeta. Nada sectario: fue de lo más democrático en materia de sanciones. Incluso pensé en la posibilidad de que se enseñara tarjeta roja a sí mismo.

La gente que va a los campos de fútbol funciona a piñón fijo. Quiere ver fútbol. No aprecia las variaciones revolucionarias de escenario y de guión. Por eso el público de Mendizorroza se enfadó, en lugar de aplaudir entusiasmado el espectáculo.

También los jugadores se enfadaron. Los de los dos equipos. De hecho, se pusieron de acuerdo para no atizar más el fuego, para que aquello no acabara con muertos y heridos. Dejaron de pegarse entre sí y optaron por coordinarse para aplacar al árbitro, que constituía el principal peligro. A veces se dice: «Los jugadores no ayudaron al árbitro». En este caso hay que decir que menos mal que no le ayudaron: de hacerlo, aquello se convierte en un holocausto.

¿Estaba borracho, drogado, idiotizado, enfadado con la vida? No lo sé. Me da igual. Me proporcionó un espectáculo insólito, y con eso me basta.

Luego estuvo el arbitraje del Barça-Mallorca. Allí parece que el árbitro hizo la puñeta a los de Aragonés. Bah, sin ningún interés: eso es lo de siempre. Inclinándose del lado del fuerte.

Lo de Vitoria sí que fue diferente. Sublime. Puro dadá.

 

(12-III-2001)

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