Archivo del «Diario de un
resentido social»
Semana del 5 al 11 de febrero de 2001
“Facilitar
las cosas”
Seleccioné ayer como frase del día uno de los muchos exabruptos que soltó el viernes el portavoz del Gobierno contra la resolución de la Audiencia Nacional sobre el llamado caso Xaki. Pío Cabanillas, que no tiene ni idea de estas cosas –ni de otras muchas–, habló obviamente por boca de ganso: se limitó a hacerse eco de lo que acababa de escuchar a Mayor Oreja en la reunión del Consejo de Ministros.
Es lógico el enfado de Mayor con la Sección Cuarta de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. Aunque la decisión de sus tres magistrados se refiera formalmente sólo a la labor de Baltasar Garzón como instructor de este caso, le afecta de lleno a él, que es el inspirador de la doctrina que el titular del Juzgado Central de Instrucción número 5 pone sistemáticamente en práctica.
El ministro del Interior defiende la tesis de que toda persona que realiza labores que vienen bien a ETA, sea del modo que sea, debe ser considerado a efectos penales miembro de ETA, y condenado como tal. Los magistrados de la Sala de lo Penal le han contestado, Garzón mediante, que de eso nada: que hay actividades que pueden convenir a ETA pero ser en sí mismas perfectamente legales. Y que, además, la ley distingue diversos grados de compromiso en la perpetración de los delitos: no es lo mismo estar integrado en una banda armada que colaborar con ella, como no es lo mismo ser autor de un delito que cooperar en su comisión. La Sala le ha dado un soberano varapalo en otro de sus singulares postulados teóricos: el de la autoría colectiva. Para Mayor, todo aquel que forma parte de un colectivo que aparece implicado en alguna actividad delictiva debe ser considerado culpable, aunque no se pruebe su participación personal en la comisión del delito. Es el criterio que consiguió inicialmente que se aplicara a la anterior Mesa Nacional de HB y, aunque en última instancia se lo tiraran para abajo, en él sigue, erre que erre. La Sala le ha recordado a Garzón –o sea, a él– que las responsabilidades penales tienen que estar siempre perfectamente individualizadas.
Dijo Cabanillas –es decir, Mayor– que esa resolución judicial “no facilita las cosas”. Claro que no. Atenerse a la ley es siempre mucho más engorroso que saltársela, o que interpretarla alegremente para forzarla a decir lo que no dice.
Mayor se cree la personificación del Estado de Derecho. Todo lo que ponga trabas a su acción le parece un atentado contra el Estado de Derecho. Incluso el Derecho.
(11-II-2001)
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¿Los
ganaderos? Ellos también. Ellos los primeros.
Claro que los
ganaderos son responsables del mal de las vacas locas.
No todos ellos. No sólo ellos. Pero ellos también. Ellos los primeros.
No estamos hablando aquí de cualquier tipo de ganadería, sino de la que ha acabado imponiendo su ley en esta hora de mercado enloquecido y de producción intensiva.
Hoy en día, la ganadería puntera tiene poco que ver con el campo. Es, más propiamente, industria. Adiós a las reses que vivían y pacían por montes, pastizales y rastrojeras, contribuyendo a limpiar y abonar las tierras. Es la hora de los bichos genéticamente seleccionados con criterios de exclusiva rentabilidad y sometidos a estrecha vigilancia, que lo mismo podían estar recluidos en pleno centro de Madrid y que son intensivamente alimentados con granos, oleaginosas y piensos de los más variopintos orígenes, con tal de que engorden mucho y rápido.
Leo un documentado trabajo de Isabel Bermejo en Página Abierta. Habla del modelo que se ha impuesto en los EEUU y que se extiende por todo el mundo «avanzado». En el país de Bush se ha pasado en las últimas tres décadas de una ganadería en la que predominaban las explotaciones de 50 vacas o menos a otra en la que el 90% de la carne de vacuno procede de explotaciones de más de mil animales. Hay cien firmas que cuentan con más de 30.000 cabezas de ganado. Sus bichos están tratados sistemáticamente para que produzcan el máximo de carne, de leche o de grasas. Malviven hacinados en cuadras en las que apenas pueden moverse, están atiborrados de hormonas y antibióticos y son alimentados con cualquier cosa con tal de que engorde mucho y cueste poco. Hace un par de meses, leí un informe sobre un experimento que se había hecho en los EEUU para comprobar si cabía aumentar el peso de las reses mezclando en su alimentación... ¡una cierta dosis de cemento!
Es el caldo de cultivo más propicio para la aparición de extrañas enfermedades. No sólo la encefalopatía espongiforme, sino también la tuberculosis, la brucelosis y otros males no menos dañinos que, además, son cada vez más difíciles de tratar, porque los agentes infecciosos se vuelven resistentes a los antibióticos.
Los ganaderos españoles se revuelven. Dicen que su problema debe ser considerado «cuestión de Estado». Y lo dicen el mismo día en que se anuncia que se han descubierto cinco mataderos clandestinos, se han inmovilizado cinco toneladas de piensos cárnicos ilegales y han sido detenidas siete personas acusadas de atentar contra la salud pública y el medio ambiente.
Las autoridades alemanas ya han comprendido –¡de una vez!– cuál es la raíz del problema. Han decidido no fomentar más las explotaciones ganaderas industriales y ayudar a la regeneración de las extensivas y naturales.
Si los ganaderos españoles quieren apoyo, que empiecen por denunciar ellos mismos a las malas bestias de su sector que quieren hacernos comer cualquier cosa para hacerse de oro a costa de nuestra salud.
(10-II-2001)
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Xaki
y las dos varas
Ya sé que está feo pavonearse, pero no puedo reprimirme: lo dije. Dije que la redada de Garzón contra el grupo Xaki, del que el instructor del Juzgado Central número 5 sostuvo pomposamente que constituía «el aparato internacional de ETA», era una patochada arbitraria carente de base jurídica. Que lo demostraba el propio auto que redactó, que incurría en tres errores de bulto: en primer lugar, ampliaba injustificada y arbitrariamente el ámbito de aplicación de la figura penal de pertenencia a banda armada; en segundo lugar, criminalizaba conductas que no son delito; en fin, imputaba delitos de manera genérica, sin individualizar su comisión. Ahora, la Sección Cuarta de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional le ha derribado el chiringuito entero. Y lo ha hecho empleando precisamente esos tres argumentos. Me alegro.
De lo que no puedo alegrarme es del tratamiento informativo que ha tenido la noticia.
Cuando Garzón realizó aquella redada, todos los periódicos, todas las radios y todas las televisiones con sede en Madrid anunciaron la nueva a bombo y platillo, en grandes titulares, dando por hecho que las acusaciones del juez, ampliamente respaldadas por el ministro del Interior, Mayor Oreja, eran pura verdad revelada. «Desmantelada la red internacional de ETA», clamaron a coro. Naturalmente, los detenidos fueron calificados de «etarras», en aplicación de esa nueva norma periodística que consiste en prescindir alegremente –por «poco beligerante», supongo– de la presunción de inocencia.
En cambio, ahora, cuando el montaje de Garzón se ha venido abajo, la noticia apenas ha merecido mención. Los boletines horarios de las radios, que en su día nos machacaron con esa historia durante dos días, se refirieron ayer a su desmentido una sola vez y de mala gana. Algunas televisiones han dado cuenta de la resolución de la Audiencia Nacional, pero de pura pasada, como un breve. Ha habido periódicos que ni siquiera han encontrado hoy un hueco en su primera página para informar del asunto; otros lo han recogido en una pequeña llamada, con evidente incomodidad.
Si en su momento no hubieran dado un respaldo tan incondicional a la actuación de Garzón, comprometiendo en ello su propia credibilidad, ahora no tendrían que desdecirse. Pero lo hicieron. Están moralmente obligados a rectificar con todas las de la ley. Y las rectificaciones deben hacerse en todo caso –lo saben de sobra– con un relieve similar al que mereció la noticia falsa.
Algo me dice que la deontología periodística no esté pasando por su mejor momento.
(9-II-2001)
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Martínez
Inglés
Estoy terminando la lectura de un libro que acaba de aparecer en el mercado, publicado por Ediciones Foca. Se llama 23-F, el golpe que nunca existió. Es obra del coronel Amadeo Martínez Inglés.
La gente ya algo talludita recordará al personaje: en 1990, Martínez Inglés fue encarcelado durante seis meses y luego apartado del Ejército por haber defendido públicamente la profesionalización de las Fuerzas Armadas.
El libro es apasionante, al margen de las habilidades literarias del coronel, ciertamente limitadas.
Pero la literatura, en este caso, es lo de menos. Lo de más, el cúmulo de informaciones que contiene sobre el historial del golpismo militar español desde 1977 a 1983, en general, y sobre la aventura del 23-F, en particular.
Martínez Inglés disecciona los tres planes golpistas que rivalizaban entre sí en vísperas del asalto al Congreso de los Diputados por el teniente coronel Tejero. No es cosa de detallarlos. Me conformaré con decir que, en lo que se refiere al plan que poco después sería bautizado como «la solución Armada», aporta datos, fechas y detalles concretos que, de ser ciertos, demostrarían la implicación directa y personal del rey en la frustrada aventura del general Alfonso Armada Comyn.
Ante lo cual, yo me digo que, una de dos: o Martínez Inglés se ha inventado lo que cuenta, en cuyo caso la Fiscalía debería actuar rápidamente y de oficio contra él, por difamador y libelista, o las informaciones que proporciona son verdad, en cuyo caso el titular de la Corona queda en una posición altamente comprometida, de la que habría que deducir cuanto antes las debidas consecuencias. Porque, de creer los datos que aporta Martínez Inglés, el rey estuvo conspirando con el propio Armada –viejo colaborador suyo– y con el entonces capitán general de Valencia, Jaime Milans del Bosch –otro reputado monárquico–, para que el Ejército diera un «golpe de timón» en el rumbo de la política española sin contar con los medios que la Constitución prevé para tales casos: el Poder Ejecutivo, las Cortes y, en último término, las urnas. Que lo hiciera para evitar un golpe de Estado militar aún más radical del que pudiera derivarse el fin de la propia Monarquía no quitaría ni un ápice de gravedad al hecho mismo.
Ya digo, que una de dos. O Martínez Inglés miente en lo esencial, o dice la verdad. En ambos casos debe haber una reacción. Lo que no cabe es hacer como si todo eso no se hubiera contado, negro sobre blanco.
Pero algo me dice que es eso precisamente lo que se hará.
(8-II-2001)
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Fascismo
multiusos
Mucha gente muestra una curiosa propensión a servirse a modo de insulto de términos que, en principio, tienen un significado totalmente ajeno a los presuntos defectos del objeto de sus iras. «¡Ése tío es un cafre!», clama el uno. En rigor, el gentilicio «cafre» alude a los integrantes de un pueblo que habita en el Sudeste de Africa y que, por lo que tengo entendido, no es ni más ni menos cruel que cualquier otro. El DRAE dice que, en sentido figurado, «cafre» es sinónimo de «bárbaro». Bárbaro, del latín barbarus: o sea, extranjero. Otra palabra que ha degenerado, me temo que por razones de flagrante xenofobia.
Ahora la moda es tildar expeditivamente de «fascista» o de «nazi» a cuantos no respetan las libertades o los derechos de los demás. En las más diversas direcciones. Los maridos que maltratan a sus mujeres son fascistas. Milosevic es fascista. Fidel Castro es fascista. Stalin fue fascista. ETA es la quintaesencia del nazi-fascismo.
No prestaría mayor atención a ese recurso multiuso al adjetivo si quienes echan mano de él aceptaran que lo hacen con el mismo rigor –es decir, con la misma falta de rigor– con el que otros emplean términos como «oligofrénico», «autista» o «siniestro» (por más que esto último, en tanto que zurdo, me toque bastante las narices). Es decir, si reconocieran que no les mueve otra intención que la de insultar. Pero el problema surge cuando algunos pretenden que no; que ellos lo hacen con perfecta exactitud científica.
Y de eso nada.
El fascismo –incluido, a estos efectos, el nazismo– fue un movimiento político-social que surgió en la Europa de los años 20 como reacción a los avances del comunismo. Su base social fueron las clases medias, y su fuerza de choque, el lumpenproletariado. La esencia misma del fascismo, entonces y después, ha sido siempre su carácter de respuesta autoritaria frente al peligro de revolución social. La debilidad inicial que mostraron las potencias occidentales ante el nazi-fascismo, de la que tanto y tan extemporáneamente se habla ahora, encuentra su explicación histórica en la comunidad de objetivos anticomunistas que esas potencias compartían con la gentuza como Hitler, Musolini... y Franco. Les dieron cuerda mientras pensaron que les estaban haciendo el trabajo sucio. (En el caso de Franco, hasta su muerte).
Un par de precisiones necesarias. Primera: que alguien o algo no pueda ser considerado fascista no le quita ni le pone un dedo de bondad. La gama de posibilidades de la injusticia, la cueldad y el despotismo humanos fue amplísima ya antes de la aparición del fascismo. Y lo ha seguido siendo después. Ni la Inquisición ni la bomba de Hiroshima fueron fascistas, pero no veas qué asco.
Otrosí: resulta curioso ver con qué liberalidad apela ahora al antifascismo alguna gente que cuando tuvo el genuino fascismo delante de las narices no movió ni un puñetero dedo.
En contra, quiero decir.
(7-II-2001)
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Arias
Cañete
Publicó ayer Interviu un reportaje sobre los negocios del ministro de Agricultura, Arias Cañete. Se cuenta en él que el ministro forma parte de diversas sociedades con intereses agrícolas y ganaderos, estos últimos vinculados a la actividad profesional-familiar de su esposa, ella nacida Domeq, como el toro de las carreteras. También parece que tiene algo que ver con un bingo de Ceuta y con una empresa de compra-venta de automóviles, dos ramos empresariales que gozan, a decir verdad, de un limitado prestigio ético.
Las radios se lanzan sobre él desde primeras horas de la mañana. En la Cope, el ministro dice que acaba de enterarse de la existencia de ese reportaje. «He puesto inmediatamente el asunto en manos de mis abogados», dice. (¿Se han fijado ustedes en que la gente importante nunca tiene un solo abogado? Los contratan por puñados, por lo visto).
Bueno, pues ya sabemos algo: el ministro miente.
Media profesión periodística sabe que Arias Cañete se pasó el fin de semana, enterito, tratando de evitar la publicación del reportaje de Interviu. No se separó del teléfono.Trató de convencer a la empresa editora, presionó, desmintió, admitió parcialmente, volvió a la carga, movilizó al ministro portavoz... Hizo de todo. Sin éxito, porque, si bien algunos directivos de Zeta se mostraron sensibles a sus inquietudes, la gente de Interviu tenía muy clara la cosa y se mantuvo en sus trece.
El ministro dice que ha pedido que se investiguen esas participaciones empresariales suyas. Un poco tarde. Tenía que haberlo hecho antes de aceptar la cartera ministerial. O incluso aún antes, cuando entró a formar parte del tinglado agrícola de la Unión Europea.
Sostiene que es posible que lo hayan incluido en algunos Consejos de Administración sin pedirle permiso. Si sabía que estaba metido en actividades empresariales en las que caben prácticas tan insólitas como ésa, no se entiende que se desentendiera alegremente de ello.
Así que ya sabemos otra cosa más de él: no sólo es un mentiroso, sino también un frívolo y un irresponsable.
Seguro que en los próximos días descubrimos más aspectos sorprendentes de su personalidad.
(6-II-2001)
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Huelga
de hambre
Oí ayer en la radio –no certifico la veracidad de la información– que ninguna de las fuerzas sociales que han respaldado a los inmigrantes encerrados en iglesias de Barcelona apoyó su decisión inicial de ponerse en huelga de hambre. Según la noticia, todas las organizaciones solidarias entendieron que era una actitud «excesiva».
La noticia me trajo a la memoria algo que viví de cerca en París, allá por 1974.
Un amplio grupo de inmigrantes pakistaníes a los que la Administración francesa había negado el permiso de residencia se encerró, ya no recuerdo dónde. Los pakistaníes proclamaron que se irían suicidando uno tras otro, hasta que sus reivindicaciones fueran satisfechas.
Al principio, las autoridades de París no se tomaron en serio la amenaza.
La cosa cambió radicalmente cuando se suicidó el primero.
Hubo una reacción colectiva de horror en la opinión pública.
El debate fue intensísimo también en el movimiento de solidaridad con los encerrados, en el que yo participaba. Casi todo el mundo sostenía que el medio de lucha elegido por los pakistaníes era inaceptable y que debíamos presionarles para que lo abandonaran.
Yo defendí que tenían derecho a disponer de sus vidas a voluntad. Argumenté que, además, estábamos hablando de «la vida» como si esa palabra significara lo mismo para todo el mundo. Para nosotros, vivir era disfrutar de muchas posibilidades; para ellos, una larga cadena de padecimientos. Había que considerar igualmente las diferencias de cultura: estábamos discutiendo sobre «la vida» como si el papel que esa idea juega en el universo mental judeocristiano fuera el único posible, y no es así.
Me temo que mis razones no convencieron a casi nadie. Tanto dio, porque los argumentos de quienes no estaban de acuerdo conmigo tampoco convencieron a los pakistaníes, que continuaron suicidándose.
Así que se autoinmolaron cuatro o cinco, la presión de la opinión pública se hizo intolerable para las autoridades. Concedieron el permiso de residencia a los supervivientes y suavizaron las normas legales para la acogida de inmigrantes, en general.
Supongo que es un ejemplo extremo, pero ilustra bien un principio que es fundamental en todo proceso reivindicativo: lo primero que hace falta para que se tomen en serio lo que reclamas es que te lo tomes en serio tú mismo.
(5-II-2001)
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