Archivo del «Diario de un resentido social»

 

Semana del 29 de enero al 4 de febrero de 2001

 

 

Aznar polemista

 

Una de las más llamativas carencias que presenta la personalidad política de José María Aznar es su apabullante torpeza como polemista.

Era un discutidor mediocre incluso en sus tiempos de aspirante, cuando estaba cargado de razones.

Resultaba realmente sorprendente que Felipe González pudiera escáparsele una y otra vez vivo al corral en los debates electorales televisados, disponiendo como disponía el hombre de una amplísima panoplia de argumentos anonadantes que esgrimir frente al entonces presidente del Gobierno.

Los exponía de manera tan deslucida y confusa que resultaban directamente incomprensibles para la mayoría. Daba pena.

Malo incluso en el manejo de razones sólidas, no digamos nada del espectáculo que ofrece ahora, cuando le toca defender posiciones que, en muchos casos, son difícilmente sostenibles, cuando no directamente insostenibles.

Tómese a modo de ilustración práctica de lo anterior la intervención pública que tuvo ayer en Galicia en el mitin de presentación de la enésima candidatura de Manuel Fraga a presidente de la Xunta.

El propio boato del que se rodeó el acto, al que fueron convocados todos los medios de fuera de Galicia, fue un error. Hace falta ser bastante zote para, en un momento en el que el PP está urgentemente necesitado de recuperar imagen centrista, montar ese numerito con Aznar de la mano de Fraga, identificándose urbi et orbi con un personaje que encarna el lado más intolerante y carpetovetónico de la derecha española.

Pero fue todavía peor cuando habló.

Qué despliegue de incoherencia. Ni siquiera se dio cuenta de que, por muchas cámaras y micrófonos foráneos que tuviera delante, aquello era Galicia. Fue cómico: se puso a aleccionar a la audiencia sobre la Ley de Extranjería y el Plan Hidrológico Nacional, sin reparar en que Galicia apenas recibe inmigración extranjera y en que, si hay algo de lo que está sobrada, es de agua. A cambio, no dijo ni una mala palabra sobre el mal de las vacas locas, que es por allí una preocupación prioritaria. ¡Llegó a criticar al PSOE porque «le da igual incluso hablar de las vacas locas», que es lo que debería haber hecho él!

Fue muy astuto también el modo que eligió para descalificar al BNG y al PSdeG: según él, el primero es inaceptable porque ha pactado con «los amigos de Estella», y el segundo, porque «ha pactado con los que pactan con los amigos de Estella». Con gente así, por lo visto, no se puede ir ni a tomar una caña. Pasó por alto que él mismo acostumbra a pactar con CiU, que ha pactado con «los amigos de Estella» tanto como el BNG, porque también es firmante de la Declaración de Barcelona.

Eso sin contar con su ya más que irritante tendencia a reducir al absurdo todas las críticas de la oposición socialista. Las expone de tal manera que sus autores parecen no ya estar equivocados, sino ser directamente imbéciles, cuando no intrínsecamente malvados. Ayer les acusó de toda suerte de extravagancias, entre ellas... ¡estar en contra del desarrollo económico!

Pero su momento cumbre llegó cuando soltó una frase que a él le debió parecer estupenda: «Me apetece bajar a la tierra», dijo, esbozando esa mueca que él acostumbra a utilizar a modo de sonrisa.

¡«Bajar a la tierra»! No podía ponérselo más fácil a sus oponentes, el muy torpe. Creo que no queda ya ninguno que se haya privado de comentar jocosamente este singular reconocimiento de ingravidez política.

 

 (4-II-2001)

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Culto a la personalidad

 

Una de las prácticas más visiblemente inquietantes –incluso a distancia– de los estados pertenecientes al fenecido bloque soviético era el llamado «culto a la personalidad». El pelotilleo servil que caracterizaba la vida política y social de aquellos regímenes llevaba a que los más variados enclaves fueran bautizados con nombres de los altos dirigentes de turno. Ciudades, barrios, empresas, centros educativos, complejos hospitalarios... a todo se le colgaba el nombre de algún preboste.

En Occidente se hacía mofa sistemática de ello. Y es que por los pagos democráticos lo normal era ya por entonces –sabia costumbre– no elevar a los altares públicos a los dignatarios en ejercicio, a la espera de que su trayectoria vital completa demostrara si eran merecedores de reverencia colectiva o no. Algunas tristes experiencias, como la de Francia con Pétain –venerado héroe de la Primera Gran Guerra, traidor durante la Segunda–, así lo aconsejaron.

Las monarquías son otra cosa. En las monarquías, como en el socialismo real, se da por hecha la bondad excelsa de los de arriba. Así lo ha hecho España, monárquica de reestreno, que se ha entregado en cuerpo y alma a la práctica permanente del culto a la personalidad.

Echen una ojeada por internet a nuestro solar patrio: se toparán con la familia real hasta en la sopa.

Verán que hay una Universidad Rey Juan Carlos I, un Complejo Residencial Juan Carlos I, un Muelle Juan Carlos I, un Parque Ferial Juan Carlos I, un Premio Nacional de Investigación Juan Carlos I, un Hotel Juan Carlos I (de cinco estrellas, por supuesto), un Jardín Botánico Juan Carlos I y hasta una Base Antártica Juan Carlos I.

La Reina Sofía no le anda a la zaga: su nombre adorna un Museo Nacional, varios hospitales, un premio de rehabilitación, otro de poesía, un hotel, un complejo residencial, un aeropuerto, diversos colegios públicos e institutos, un Aula de Telecomunicaciones...

El Príncipe Felipe tampoco va mal servido: da nombre a un Palacio de Congresos, a un Museo de las Ciencias, a un Centro de Alto Rendimiento, al inevitable hotel de lujo, a los no menos inevitables colegios e institutos, a los consabidos premios e incluso –esto es más original– a un barrio de Ceuta.

En fin, las infantas: trofeos hípicos y naúticos, bibliotecas, centros culturales, un concurso de piano, complejos hospitalarios... A uno de ellos debo precisamente haber reparado en esta proliferación: muy cerquita de mi casa mediterránea está el Centro de Parálisis Cerebral Infanta Elena.

Lo mismo es que yo soy muy raro, pero tanta dedicatoria regia me resulta estomagante. Este país cuenta con más que suficientes difuntos homenajeables como para verse obligado a agasajar con tamaña profusión a gente que está viva. Y que, además, vaya usted a saber en qué acaba.

 

 (3-II-2001)

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Vaticano

 

El Vaticano ha aprobado su nueva Constitución. Y la ha aprobado de un modo que resume perfectamente su contenido: con la firma de Karol Wojtyla.

Bien es cierto que no habría sido posible someterla a referéndum, porque en el Vaticano no existe el sufragio libre.

Tampoco habría podido nadie oponerse a su aprobación, porque en el Vaticano no hay libertad de expresión.

Podría haber emanado, eso sí, de su poder legislativo. Pero, teniendo en cuenta que el poder legislativo del Estado vaticano no es más que un órgano delegado del papa, que nombra y destituye a sus integrantes cuando le place, tal trámite no habría pasado de ser una mascarada. Y una pérdida de tiempo.

La nueva Constitución del Estado vaticano tiene veinte artículos, pero pueden resumirse en uno: no existe la soberanía popular; el papa tiene todos los poderes.

El Estado vaticano es, en todo y para todo, una férrea dictadura, que niega los derechos y libertades más elementales.

Pero sus representantes se pasan el día apelando a «la dignidad de la persona humana» y tratando de dar lecciones a los demás al respecto.

«Estás juzgando al Estado vaticano sin tener en cuenta su dimensión religiosa», me objetará alguien.

Por supuesto que sí. Que yo sepa, la «dimensión religiosa» no figura en ninguno de los acuerdos internacionales que regulan las relaciones entre los Estados.

Si el Vaticano no pretendiera ser un Estado, todo cambiaría. Pero no sólo pretende serlo, sino que lo es. Y forma parte de las Naciones Unidas.

Que conste que, de todos modos, no me indigno. El absurdo vaticano no es sino uno de los muchos, de los infinitos absurdos y disparates que conforman eso que solemos llamar «el orden natural de las cosas».

 

 (2-II-2001)

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Beligerantes

 

Se le veía contento ayer al ministro Ángel Acebes, tras su rápida visita a Bilbao. Había asistido al acto de entrega del III Premio Carmen Tagle al Foro de Ermua y no ocultaba la satisfacción que le producía el carácter «beligerante» que había tenido el acto.

El acto, en efecto, había sido extremadamente beligerante... contra el PNV y el Gobierno de Ibarretxe. Tanto entusiasmo pusieron los oradores en esa beligerancia que, de hecho, apenas dedicaron tiempo a hablar de ETA. No lo digo yo: léanse las crónicas de los periódicos de hoy.

Hubo aportaciones sumamente innovadoras a la causa de la beligerancia. La principal fue obra del magistrado Antonio Giménez Pericás, quien, tras asegurar que Ibarretxe es «el paradigma de la perversión social» (sic), dibujó un audaz paralelismo histórico entre la situación actual de Bilbao y la de 1835, cuando la capital vizcaína fue asediada por las tropas carlistas. Giménez Pericás respaldó su tesis con una prueba que debió considerar irrefutable: «Arzalluz-Zumalacárregui sigue lanzando ultimátums desde Estella».

Algo menos originales, pero igual de contundentes, se mostraron Carlos Iturgaiz, que acusó «al nacionalismo» –en general– de haber hecho «todo lo posible» para que en el País Vasco no haya libertad, y el presidente del Foro de Ermua, Vidal de Nicolás, que se reafirmó en su idea esencial, por no decir única: «El Gobierno vasco no es democrático». Así, como quien no quiere la cosa, el primero criminalizó una ideología que es propia de más de la mitad del pueblo vasco y el segundo se pasó por el arco del triunfo el último testimonio que tenemos de la voluntad de la ciudadanía vasca expresada en las urnas. Tiene razón Acebes: fue un acto muy, pero que muy beligerante. Tanto más si se considera que una de las personas que había sido invitada al acto y que hubo de aguantar el chorreo antinacionalista  fue... el consejero vasco de Justicia, Sabin Intxaurraga. Habrá quien piense que esto de invitar a alguien para ponerlo a parir no es demasiado cortés. Pero, ¿qué importancia puede tener la cortesía, cuando está en juego el valor superior de la beligerancia?

Un motivo suplementario de satisfacción lo obtendría Acebes al comprobar hasta qué punto el gremio de la Justicia es beligerante como el que más. El presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Javier Delgado, y el fiscal general del Estado, presentes en el acto, no ahorraron aplausos a los oradores. Del sentir de ambos se hizo intérprete el presidente del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, Manuel María Zorrilla, quien sentenció (que es lo suyo): «No creo que convenga añadir nada a lo que, con mucha exactitud y laconismo, han dicho todos los que han intervenido».

Y es que ¿por qué iba a tener que ser la Justicia respetuosa con el Gobierno vasco si, a fin de cuentas, «no es democrático», está presidido por alguien que es «el paradigma de la perversión social» y se apoya en un partido que es émulo de las tropas de Zumalacárregui, es decir, culpable del desencadenamiento de una guerra civil, como «con mucha exactitud y laconismo» dijeron todos los que intervinieron en el acto?

 

 (1-II-2001)

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El obispo de las monjas

 

Escuché ayer al obispo Juan Antonio Reig, presidente de la Subcomisión de Familia y Vida de la Conferencia Episcopal Española, explicar por qué la Iglesia autoriza a las monjas el uso de anticonceptivos cuando se sienten en peligro de ser violadas. Dijo que es cierto que se produce «el acto físico de la anticoncepción», pero que «no se trata de anticoncepción propiamente dicha», sino de «un acto de autodefensa».

Me dio la sensación de que, a medida que daba lectura a sus explicaciones metafísicas, iba ruborizándose más y más. Y es que el papel lo aguanta todo, pero su exposición en público obliga a dar la cara. Y realmente hacía falta mucha cara para defender aquello.

Se me pasó por la cabeza la posibilidad de que alguna de las mujeres presentes se adelantara, le diera un buen soplamocos al señor obispo y a continuación explicara que, si bien se había producido «el acto físico» de la agresión, no se había tratado «de una agresión propiamente dicha», sino de «un acto de autodefensa» de la dignidad de las mujeres, en general, frente a la bocohornosa exhibición de corporativismo eclesial que acababa de protagonizar el tal Reig.

El obispo llegó al extremo de negarse a contestar a las preguntas que le hicieron sobre la posición de la Iglesia ante a la posibilidad de que cualquier mujer en peligro de violación –monja o no; en el Tercer Mundo, en el Bronx o en donde sea– use anticonceptivos. Su silencio fue más elocuente que todo su anterior discurso: quedó claro que él hablaba de las monjas... y nada más que de las monjas. De hecho, no perdió ocasión de insistir en que él se refería a la «defensa de su dignidad de religiosas».

La Iglesia de Roma condena el uso de anticonceptivos en todas partes, incluyendo el África subsahariana, por más que la gente se esté muriendo allí de sida como moscas. En ese caso, por lo visto, no cabe hablar ni de autodefensa ni de dignidad.

De todo lo cual se deducen dos cosas.

Primera, que el Vaticano considera que la dignidad propia de la condición religiosa es superior a la dignidad humana.

Y segunda, que defiende toda hipótesis de vida humana, incluso como proyecto meramente teórico, y considera criminal eludirlo... salvo que quien tenga que apechugar con la nueva vida pertenezca al personal de su empresa.

Sinceramente: pocas veces en mi vida he presenciado un espectáculo tan impúdico como el de ayer. Fue pornografía pura.

 

 (31-I-2001)

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¿Se va González?

 

Es desde hace días el runrún predilecto de los mentideros políticos de la Villa y Corte: se cuenta que Felipe González quiere renunciar a su acta de diputado y distanciarse totalmente de la política activa.

Dicho lo cual, todo el mundo se lanza a especular sobre el significado y las consecuencias de esa decisión. Hay dos escuelas interpretativas al respecto. Unos dicen que lo que González pretende es reforzar la posición de Rodríguez Zapatero, dejando claro que lo cree capacitado para volar en solitario, sin su tutela. Otros consideran que, por el contrario, lo que quiere es desentenderse del camino elegido por la nueva dirección del PSOE y retirarse a su Colombey-les-deux-Églises particular, dispuesto a regresar triunfalmente dentro de unos años, cuando los socialistas no tengan más remedio que reclamar su liderazgo insustituible.

Por mi parte, no interpretaré de ningún modo su abandono de la política activa hasta que lo vea.

No me refiero a la cosa de ser o no ser diputado. Sobre eso sí lo creo capaz de tomar una decisión tajante. Actualmente, la única ventaja de peso que el escaño le proporciona, fuera del sueldo, es la inmunidad. Pero no parece que corra peligro de ser acusado de nada nuevo. A cambio, le expone a una crítica constante: es parlamentario, pero no ejerce de tal. Su sistemático absentismo supone un peso muerto para su partido y una estafa para los contribuyentes.

Lo que me resulta mucho menos creíble es que renuncie a mover los hilos de su partido desde la sombra. En primer lugar, porque hay un par de cuestiones que le interesan sobremanera y que la actual dirección del PSOE está gestionando de un modo que no le gusta nada de nada: la papeleta judicial de sus viejos compañeros de armas, con Barrionuevo y Vera en el papel estelar, y el conflicto vasco. Desaprueba lo que Rodríguez Zapatero está haciendo en ambos terrenos.

Pero hay otra razón más poderosa que vuelve improbable, si es que no imposible, el pase real de González a la reserva política: su carácter.

González lleva el cesarismo en la sangre. No se piensa: se siente imprescindible. Cada vez que vea un asunto realmente importante en el escenario de la vida política, experimentará el impulso irresistible de marcar a los suyos el rumbo. Aunque sea mediante intermediarios.

No me creo que González se vaya de la política activa. Le ocurre como a la víbora de la fábula: no puede parar de morder, aunque perjudique con ello sus propios intereses. Está en su naturaleza.

 

 (30-I-2001)

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30 años después

 

Nos visita una amiga de mi hija Ane. Es francesa. Y estudiante.

Después de la cena, hablamos de su país. Mi mujer, Charo, por pura querencia sectorial, deriva hacia la Enseñanza. Comparamos los sistemas educativos.

–A los estudiantes se les permite opinar y se les tiene en cuenta –dice.

Me hace recordar con cierta nostalgia el tiempo en que estuve estudiando periodismo en Burdeos, en el IUT, bajo la dirección de Robert Escarpit, y luego profesorado de francés, en la Sorbona.

–Sí. Ya hace 30 años aquello era la dictadura del estudiantado –respondo–. Hacíamos lo que nos daba la gana.

–¡No, no! ¡Digo en España! –replica ella–. En Francia, actualmente, los estudiantes no pintan nada. Aquí puedes discutir con el profesor y negociar la fecha del examen, por ejemplo. Allí te comunican el día y la hora, y si te viene bien, estupendo, y si no, peor para ti.

Me quedo perplejo. ¿Es posible que en 30 años las cosas hayan cambiado tanto? Da detalles: sí; han cambiado tanto... y más. Todo se está privatizando, así sea de manera camuflada. Los viejos principios de la Enseñanza Republicana amenazan ruina.

Acabo concluyendo que hay dos Francias: la que todavía persiste en mi recuerdo... y la que hoy ocupa su lugar, en el viejo territorio del hexágono.

Tenía previsto para el próximo mes un viaje a París. Ya no estoy tan seguro de querer hacerlo.

Tengo ampliamente cubierto el cupo de decepciones.

 

 (29-I-2001)

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