Archivos del «Diario de un resentido social»

Semana del 27 de noviembre al 3 de diciembre de 2000

 

 

La parábola del gel

 

Para los hombres que tenemos la piel delicada y la barba dura, la operación del afeitado no tiene nada de trivial. Nos jugamos pasarnos el día restañando heridas y sufriendo irritaciones cutáneas varias.

De ahí que muchos optemos por evitarla, dejando que el pelo siga su curso natural y nos tape media cara.

Pero la barba crecida también presenta inconvenientes. Para empezar, si uno no quiere parecer Víctor Ríos –posibilidad contra la que no tengo nada en principio, pero que no me convence como fórmula personal–, debe arreglarla,  lo que puede llevar tanto tiempo como afeitarla. En segundo lugar, favorece que algunos pelos hagan viaje de ida y vuelta, incrustándose de nuevo en la cara y generando desagradables granitos. Además, da mucho calor en verano. En fin, no permite verse la cara en su cruda realidad.

Personalmente tengo a este respecto, como en tantos otros, una actitud ecléctica. Llevo barba hasta que me harto de ella. Y me la dejo cuando mi ración de sinceridad facial me parece ya excesiva.

A veces me busco alguna excusa para tomar una u otra decisión. La última vez que decidí dejarme la barba al cero lo hice coincidir con mi abandono de la Redacción de El Mundo. A los más crédulos traté de convencerlos de que, del mismo modo que Mikel Laboa había afirmado que no se cortaría la barba hasta que viera el euskara a salvo, yo había jurado que no lo haría hasta que me viera a salvo a mí mismo. Los hubo que creyeron que hablaba en serio.

Obligado ahora, pues, a afeitarme casi a diario, y siendo tal operación especialmente delicada en mi caso por las razones reseñadas supra, se comprenderá que me haya vuelto especialmente cuidadoso no sólo en el desarrollo de la necesaria técnica manual, sino también en la elección del instrumental básico imprescindible (a saber, maquinilla, espuma de afeitar y loción para después del afeitado).

Para cada cosa tengo mi marca favorita, elegida con el paso de los años y después de muchas y no siempre agradables experiencias. Cuando algo se me acaba, recorro cuantas tiendas sea necesario para comprar el producto de mi elección, y no admito imitaciones.

Ya me hago cargo de que este conjunto de explicaciones tienen lo suyo de prolijo, pero me han parecido convenientes para que hacerte ver, oh lector, la importancia que tuvo la decisión que tomé ayer.

Se me terminó la espuma de afeitar, así que, como de costumbre, me fui a un comercio especializado en busca del repuesto de rigor.

¡En mala hora! Entré, solicité mi producto y de repente todo se me vino abajo: el dependiente me dijo que mi espuma de afeitar, la espuma de mis amores... ¡ha dejado de fabricarse!

Me quedé, como es lógico, profundamente consternado.

Rehusando admitir que tal catástrofe pudiera ser cierta, decidí acudir a la central que la marca en cuestión tiene en Madrid.

Allí me enteré de que la cosa es grave, pero no tanto como me habían dicho en la tienda. Han dejado de fabricar el producto, sí, pero sólo momentáneamente. Están cambiando la presentación del envase. De todos modos, una amable señorita, que parecía hacerse cargo de mi hondo desasosiego, me informó de que la  misma marca tiene otra espuma de afeitar, perteneciente a otra «línea de productos» (eso dijo), que incluso podía gustarme más, porque –añadió– «es más moderna».

Sin entretenerme en interrogarle sobre qué parte de mi aspecto le hacía suponer que puedo preferir lo moderno, me interesé por las presuntas ventajas de esa otra espuma.

–En realidad no es una espuma. Es un gel autoespumante –me soltó, como quien aporta un dato definitivo.

–¿Es un qué? –respondí, estupefacto.

–Un gel autoespumante. ¿No sabe en qué consiste? Coge usted un poco de gel, lo frota y se convierte en una gran cantidad de espuma.

–Ah, vaya. Y el resultado ¿es bueno?

–Buenííííísimo –sonrió, como si le hiciera gracia mi ignorancia.

Algo tenía que hacer hasta que vuelvan a vender mi espuma de afeitar, de modo que compré aquello.

Esta mañana he comprendido que el gel autoespumante es realmente moderno. Extraordinariamente moderno. Definitivamente moderno. Es, de hecho, un auténtico emblema de la modernidad más moderna.

He echado un poco del gel en la palma de la mano. Me lo he frotado contra la barba. Al punto ha empezado a surgir, en efecto, una gran cantidad de suave y blanquísima espuma. «¡Perfecto!», me he dicho.

Pero una de las peculiaridades de mi técnica personal de afeitado es que, tras aplicarme la espuma, y en contra de lo que hace la mayoría, no me afeito de inmediato. Dejo pasar unos minutos, para que la espuma vaya ablandando la barba y haga más fácil el rasurado.

Pues bien: la abundante y blanquísima espuma del bueníííísimo gel autoespumante, al cabo de esos minutos... ¡se había quedado convertida en una cremita de nada, apenas visible sobre mi cara horrorizada!

Dura lo que nada. Parece, pero no es. Da el pego. Crece a la misma velocidad que desaparece.

Es, sin duda, un gel modernísimo.

Es la imagen misma de la modernidad.

                      

(3-XII-2000)

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Otro con el síndrome

 

La amarga queja sale de los labios de un alto cargo del PP: «Me parece que le interesan ya más los problemas del Oriente Medio que los de aquí».

Se refiere, por supuesto, a José María Aznar.

Como González en tiempos, Aznar ha entrado ya en esa fase en la que se considera no ya sólo «un estadista», sino un estadista «de talla internacional». El escenario de sus reflexiones ha pasado a ser el universo mundo. Cuando cavila, su mente vuela a Jerusalén, a Chechenia, a Colombia, al África Central, a los Balcanes. A Bruselas, lo más cerca. ¿No es irritante que una personalidad como él, que tiene por interlocutores a Clinton, a Barak, a Putin, a Arafat y al amigo Tony, deba rebajarse a la consideración de pequeñas minucias locales, como esa  tontería de las vacas locas o esa otra del gasóleo de calefacción? Camina por la vida convencido de que su lugar ya no está en los jardines de La Moncloa, sino en los libros de la Historia.

El González presidente era un gran hablador, pero sus próximos sabían bien que, en realidad, no soltaba prenda sobre casi nada. Jamás sabían a qué atenerse con él. Aznar está en las mismas, pero sin cháchara. Reservado de siempre, el aire frío de las cumbres lo han convertido en pétrea estatua. Dicen los relatos mitológicos que la efigie de la diosa Fortuna, en el templo de Ancio, sólo respondía a los demandantes con un movimiento de cabeza o un leve gesto. Era un prodigio de la comunicación, al lado de nuestro actual presidente.

Como la diosa Fortuna, él también se representa con el cuerno de la abundancia en ristre. Se tiene por el artífice de la relativa prosperidad de los últimos años y lleva fatal que se le falte a la gratitud debida, sea apuntando que sus méritos han sido sólo relativos, sea señalando que el barco que supuestamente navegaba viento en popa empieza a hacer agua por varias vías.

Volvemos a toparnos con el ya viejo síndrome de La Moncloa. La expresión se inventó para Suárez, pero fue González quien la llevó a la cima. Ahora Aznar sigue sus pasos.

No es una enfermedad que surja por generación espontánea. Se incuba en el enrarecido ambiente de ese palacio. Si todo lo que dice el patrón va a misa, si sus deseos son órdenes, si sus reflexiones son axiomas, si sus gustos son el gusto y sus gracias inevitablemente desternillantes, si es el que mejor juega al mus, al billar o al pádel... y si es eso lo que ve durante años, y nunca otra cosa, salvo las que proceden de los rencorosos y los perdedores que habitan extra muros... entonces el endiosamiento tiene vía libre.

La situación no es todavía del dominio público pero, de seguir las cosas así, no tardará en serlo. El equipo gubernamental integra un Gobierno, sin duda, pero ya no es un equipo. El jefe no marca directrices: se limita a dar órdenes. Y su ejemplo es contagioso: cada vez son más los que recurren al ordeno y mando, al porque sí y al déjate de bobadas y hazlo. Cada ministro va a lo suyo, tratando de labrarse el porvenir menos ingrato que le quepa.

Porque tienen la oposición que tienen –o que no tienen–, que si no...

 

 (1-XII-2000)

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¡Qué fuertes... y qué aburridos!

 

Regreso de una comida de ésas que nos montamos los periodistas para llorar en común –yo lo he conseguido gracias a la humareda que se ha formado en el reservado del restaurante– y para confirmarnos mutuamente que todo está mal, pero que muy mal. Echo una ojeada a la tele. Están transmitiendo un partido de tenis de la Copa Masters entre Pete Sampras y Alex Corretja (mocetón condenado a que los medios de comunicación con sede en Madrid lo llamen sistemáticamente Correia, porque los locutores capitalinos cada vez lo dicen mejor todo en inglés, pero no están dispuestos a perder ni un minuto aprendiendo a pronunciar correctamente nada en catalán.)

Me paro a ver el juego. Confieso que mi interés por el tenis ha descendido vertiginosamente en los últimos años, en proporción directa con mi pérdida de visión. Ni siquiera en la gran pantalla del televisor del salón me es fácil seguir el vaivén de la pelotita de las narices.

Pero la culpa no es sólo de mi vista. También de la velocidad a la que estos tipos de ahora son capaces de lanzarla. A doscientos nosecuantos a la hora, afirma el locutor. Ya puede ser, sí.

Me concentro por un momento en el juego.

Coge Sampras la bola. La mira con extraordinario detenimiento, cual si fuera Hamlet con la calavera.

La bota.

La vuelve a mirar, como si tuviera que confirmar que es la misma de hace un minuto.

La bota otra vez. Nueva inspección.

Ya se decide. La lanza al aire y le pega un raquetazo del recopón. Corretja, como yo: ni la huele. Ace.

Vuelta a empezar, ahora del otro lado.

La misma lentísima operación. El mismo resultado.

Tercer intento. El juez de silla dice que esta vez la pelota ha tocado la red. Yo, como si fuera un gobernante en apuros con la prensa: ni lo confirmo ni lo desmiento. Imposible: no he visto nada.

Sigue el asunto, por sobre más o menos igual. En alguna ocasión, Corretja consigue devolver a Sampras el envío. Se intercambian dos o tres hostias y ya está.

Es un aburrimiento de tomo y lomo. Me viene a la memoria el juego imaginativo y heterodoxo de Joe McEnroe. Y el aburrimiento de Iván Lendl, aquel seta soporífero y patibulario. Ahora todos son como Lendl, pero con 20 centímetros más.

McEnroe me divertía. Con su juego y con sus broncas. Y, además, cuando tocaba la pelota, yo la veía. Ahora sólo me distrae el tenis femenino. Las mujeres tienen la ventaja, realmente impagable, de que son menos fuertes. O sea, menos bestias.

 

 (30-XI-2000)

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AEK

 

Garzón vuelve a las andadas. Ahora es el turno de la coordinadora de alfabetización vasca para adultos, AEK.

No es un secreto para nadie que en AEK hay un porrón de militantes de HB. Es de suponer que algunos de ellos simpatizarán con ETA (todos no, seguro: cada vez me llegan más noticias de militantes de HB que están de ETA hasta los mismísimos).

Pero una cosa es que en AEK haya mucha gente de HB y otra, muy distinta, que AEK, como tal organización, sea de HB. No digamos ya de ETA. Porque en AEK, incluso en sus más altos niveles de dirección, hay gente que no es de HB, que está totalmente en contra de ETA y que, además, ha puesto mucho cuidado en que nadie utilice la coordinadora de alfabetización para fines políticos partidistas. El portavoz del Gobierno de Vitoria, Josu Jon Imaz, acaba de confirmar que la Hacienda vasca ha auditado las cuentas de AEK: asegura que ni un céntimo de las subvenciones oficiales que ha recibido ha sido utilizado para nada que no sea el trabajo de alfabetización.

Ayer me llamó por teléfono un representante de Elkarri para contarme que al menos uno de los dirigentes de AEK más comprometidos con la lucha pacifista y más celosos de la independencia política de esta plataforma docente ha sido convocado por Garzón para mañana: todo indica que quiere procesarlo como integrante de la «trama civil» de ETA.

El razonamiento de Garzón –el de Mayor Oreja– es de una simplicidad apabullante. Ya lo he expuesto otras veces. Parte de la evidencia política de que la lucha de ETA no se sustenta sólo en sus comandos; de que hay gente que, sin formar parte de la estructura de la organización armada, le presta ayuda política, económica, logística, etc. A partir de ese convencimiento, realizan un salto conceptual tan grosero en el plano político como aberrante desde el punto de vista jurídico. Consideran: a) que todos los simpatizantes de ETA pueden ser catalogados como miembros de ETA; y b) que todos los miembros prominentes de todas las organizaciones en cuyo seno haya simpatizantes de ETA pueden ser tenidos por colaboradores de ETA. Lo cual supone: a) en el terreno político, criminalizar al conjunto de la izquierda abertzale; b) en el plano jurídico, olvidarse de dos principios penales básicos: el que dicta que las imputaciones no pueden tener carácter genérico y el que establece que las culpas no pueden ser colectivas.

Pero esto a Garzón no parece que le preocupe gran cosa. Y a Mayor Oreja, menos todavía. De entrada, meten a la tira de gente en la cárcel y consiguen decenas de titulares que hablan de su esforzada labor en contra de la trama de desobediencia civil de ETA. ¿Que dentro de un año o más llega el juicio y la mayoría de los acusados son absueltos, o que dentro de todavía más es el Tribunal Constitucional el que tira todo el tinglado abajo y los manda para casa?

¿Y a quién le importa eso? A ellos no, desde luego.

 

 (29-XI-2000)

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El diálogo

 

Es famosa la réplica que dio Guillermo Hegel a cierto colega que le señaló que estaba defendiendo una tesis que no coincidía con los últimos descubrimientos científicos: «Pues, si los hechos me contradicen, peor para los hechos», se cuenta que dijo.

No afirmaría yo que el presidente del Gobierno español y sus más próximos se caractericen por sus inclinaciones hegelianas, pero con enojosa frecuencia tienden a comportarse ante los hechos con la misma orgullosa tozudez. Cuando lo que ocurre no encaja en sus previsiones –no digamos ya si las contraría–, reaccionan como si la culpa no fuera suya, sino de los hechos. Y pasa el tiempo hasta que se avienen a admitir que la realidad es todavía más terca que ellos. A veces incluso se instalan en sus trece y no se mueven: ni se sabe ya cuantas estaciones llevamos oyendo decir que la inflación está desatada por factores estacionales.

La manifestación de Barcelona de la pasada semana les pilló con el pie cambiado. Creyeron que acudían a otro acto más de los muchos en los que su encastillamiento es acogido con vítores  y se encontraron con casi un millón de personas que respaldaban mayoritariamente a quienes, solidarizándose con los postulados políticos del asesinado Ernest Lluch, les exigían menos altivez y más diálogo.

Inicialmente respondieron en su línea más que conocida, diciendo que, si no dialogan, es porque no hay nada que dialogar con nadie. No hay nada que dialogar con el PNV,  al que las próximas elecciones autonómicas se encargarán de arrinconar de una puñetera vez –eso creen–, y tampoco hay nada que dialogar con el PSOE, que lo único que tiene que hacer es decir amén y dejarse de pretender protagonismos, como muy bien les había dicho Rajoy unos días antes en un rapto de fervor unitario.

Pero hete aquí que pasan las horas y las voces que reclaman diálogo no sólo no decrecen, sino que aumentan. Todo apunta a que está tomando cuerpo una nueva tendencia, no de momento en  la mayoría de la opinión pública, pero sí en sectores influyentes de ella, que se muestran críticos no sólo con la falta de resultados de la política del Gobierno, sino sobre todo con su aire sospechosamente electoralista y, aún más, con su total carencia de perspectivas.

Es frente a esta tendencia contra la que ha reaccionado el Gobierno con su propuesta de diálogo de siete puntos al PSOE.

Pero vaya reacción. Examínense los siete puntos. Se comprobará que cinco se limitan a enunciar obviedades –son de puro relleno– y que los dos únicos que tienen contenido son de broma: uno es para exigir a los socialistas que no aireen sus discrepancias con el Ejecutivo y el otro para reclamar su apoyo a la candidatura de Mayor Oreja a lehendakari.

Si ése es todo el diálogo que está dispuesto a emprender el Gobierno, es poco probable que consiga acallar las críticas. Lo suyo es un puro diálogo trampa.

 

 (28-XI-2000)

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El alma

 

Me llama Toni Murphy, alma pater de la izquierda cultural grancanaria, para invitarme a ir a Las Palmas a hablar sobre The Beatles. «¿Cuándo?», le pregunto. Ya, dentro de unos días.

Hago cálculos. No me viene nada bien. Del cuarteto de Liverpool –del quinteto: para mí, los arreglos y la dirección musical de George Martin fueron  pieza clave de su éxito– podría hablar largo y tendido. Ése no es el problema. Incluso me gustaría. Podría ilustrarlo con ese extraño disco en el que Martin va explicando la producción de Strawberry Fields Forever, desde que aparece Lennon con la idea, muy tosca, hasta que se acaba el trabajo, realmente complejo.

Pero es demasiado. Estoy muy atareado y sería una locura: simultanear la faena pendiente con la escritura de la conferencia –soy incapaz de hablar sin tener el texto por escrito–, preparar el viaje...

Pero el caso es que tengo ganas de visitar Gran Canaria, entre otras cosas para ver a Alberto Piris y a su mujer, Elena Guitán, que se han ido a vivir allí, y están felices, cómo no. Y para dar un salto a Lanzarote, si se tercia, a visitar a José Saramago y Pilar del Río, que ya deben de estar de regreso de su periplo afroamericano. Y para ver de nuevo aquello. Y para darme un chapuzón en las aguas tranquilas del sur de la isla.

Respondo que otra vez será. Toni me dice que no hay problema; que tiene un proyecto de ciclo de conferencias para dentro de poco en el que cree que también encajaré fácilmente.

En tiempos no lo habría dudado. Habría dicho que sí, que estupendo; habría escrito la conferencia a escape y habría salido para allí de inmediato.

Pero ahora voy camino de los 53, y encima tengo una gripe tonta, que no me anula, pero me tiene baldado.

Me quedo pensando sobre cuerpos y almas. El alma es sólo la palabra que damos a la parte del cuerpo que siente y piensa. 50 cc. de alcohol en el cuerpo, y el alma se pone a decir tonterías. 53 años de cuerpo, y el alma está cansada.

Pero mi alma volverá a ver Las Palmas, y pronto, si es que antes mi cuerpo cansado no se la lleva para siempre.

 

(27-XI-2000)

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