Diario de un resentido social
Todo
puede siempre empeorar
Llegada al
aeropuerto de Singapur a las 9:30 del sábado. Las 2:30 de la madrugada, hora de
Madrid.
El aeropuerto
de Singapur es, por sí solo, toda una ciudad. Su Duty Free es del tamaño
de un Corte Inglés. Me limito a comprar unos puros fililpinos para liquidar los
dólares singapureños que me quedan, una vez avisado de que esa moneda no cotiza
en España.
–Siempre puede
quedárselos de recuerdo –me apunta Paula, la eficiente guía que nos ha paseado
por la ciudad. (Que ha paseado a los que se han dejado, porque yo opté por
independizarme).
¿Y para qué
puedo querer yo un recuerdo de Singapur? Es una ciudad para el olvido.
Embarcamos a
las 12:00 del mediodía, hora local. Es decir, a las 5 de la madrugada de
España.
Recomienza la
tortura. 14 horas de vuelo sin fumar y con la Singapore Airlines empeñada en
darnos de comer todo tipo de bazofias de olores imborrables, recubiertas con
las especias más picantes. Dormito, leo sin lograr concentrarme y veo películas
verdaderamente prescindibles. La menos mala, Gladiator, un triste
sucedáneo del Espartaco de Kubrick-Trumbo-Douglas. Ésta no se toma
ningún trabajo en respetar la Historia, pero que por lo menos se las arregla
para aburrir poco. Me bebo doce litros de cerveza y dieciséis de whisky,
tratando de olvidar que estoy en ese avión. Sin éxito.
Al fin,
llegamos a Londres. Ahora nos toca correr para enlazar con el avión que va a
llevarnos a Madrid. Lo cogemos casi por los pelos. Son ya algo así como las
23:00 horas. He perdido la cuenta del tiempo que llevamos en este horror.
Durante el
vuelo hacia Madrid, nos informan de que las cosas han empeorado
sustancialmente: nuestras maletas se han quedado en Londres. Alguien dice que
eso confirma la Ley de Murphy, que asegura que todo lo que puede ir mal va mal.
Respondo que Machado se adelantó: escribió en su Juan de Mairena que
nada es absolutamente inimpeorable.
Los demás se
lo toman con buen humor. Yo sigo haciendo oposiciones para el puesto de
cascarrabias mayor del reino.
Tomamos tierra
en Madrid. Pongo el reloj en hora. Ya es domingo.
Reclamación de
las maletas. Papeles. Cuando llego a casa caigo fulminado sobre la cama. Señor,
qué semana.
Ahora, ya medio despierto –sólo medio–, compruebo que
hay montones de cosas imprescindibles que están guardadas en las maletas
perdidas. Entre ellas, el material de la página web. Escribo esto en puro
bricolaje informático.
Mañana será
otro día. Espero.
No sé de qué
me quejo. Por lo menos no nos han estrellado.
(12-XI-2000)
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Lengua,
dulce patria mía
En una de sus
mejores películas, Avanti! –injustamente valorada y pésimamente
traducida al castellano con el absurdo título de ¿Qué pasó entre tu padre y
mi madre?–, Wilder hacía decir una supuesta patochada a uno de sus
personajes (un burócrata de la CIA de fulgurante paso por Italia):
–Soy hombre de
ideas cosmopolitas –soltaba el menda–. Entiendo que haya gente que no hable
inglés. Pero, puestos a hablar otro idioma, ¿por qué no hablan por lo menos
todos el mismo?
Estoy seguro
de que Wilder, cuyo idioma materno tampoco era el inglés, sabía que en la
gracia no había solo un chiste. Que reflejaba una concepción del mundo.
Cuando los
gitanos clasifican las lenguas del universo en dos grandes categorías, el caló
y el guiri –entendiendo por guiri cualquier habla no gitana–, y
cuando la gente vasca establece dos grandes campos lingüísticos, el del euskara
y el del erdera –en donde erdera es todo idioma que no sea el
euskara–, los unos y los otros se sitúan en un similar campo topográfico.
Muchos de
otras procedencias lo disimulan, pero no caminan por distinta vereda.
Yo tampoco. Lo
reconozco.
Y no me
avergüenzo.
Qué gran
verdad, por lo menos en mi caso: la lengua es la patria.
Llevo una
semana enfrentándome con la incomunicación. Me veo obligado a hablar en inglés.
Me entienden. Entiendo. Pero no me vale. Mi inglés no da para matices. No
acierto a expresar en inglés las mil y una ironías y las infinitas coñas que
edifican mi universo mental.
Mi habla queda
así violentamente reducida a un intercambio simple de mercancías: deme esto,
cuánto vale aquello, déjeme en la esquina, ¿tiene usted esta misma camisa en
color azul? Chorradas.
Hoy he estado
visitando tiendas de mercancías falsificadas: Rolex, Cartier, Cardin, Vuiton...
Me ha amargado no poder bromear con los vendedores, jugando con lo verdadero y
lo falso: «El precio que me dice también es falso, ¿verdad?», «¡Le aseguro que
mi intención de comprar es auténtica!», «Mire Vd., este trato es desigual: mi
dinero es de verdad y su mercancía no. ¡Así no vamos a ningún lado! ¿Me deja
pagarle en dólares falsos?». Pero nada.
He comprado un par de cosas regateando por el sistema más universal (y más aburrido):
diciendo que no y amagando con irme.
Lo podía haber
hecho un mudo.
Una técnica
humillante, para un profesional de la palabra.
Hay gente que
me mira con malos ojos porque digo que odio viajar.
No entiendo su
desacuerdo. Viajar –el hecho de viajar, o sea, de desplazarse– es un peñazo. Si
lo sabré yo, que tengo delante de mí dos maletas grandes y otras tantas bolsas
de considerable tamaño, pendientes de ir de aeropuerto en aeropuerto. O de no
ir.
No digamos
nada si encima el destino es un lugar lleno de gente que tiene miles de
secretos que nunca podrá contarte, porque nunca los entenderías, y a la que tú
no puedes revelar tus pequeños hallazgos vitales, porque no son ni de cero ni
de diez, sino de incontables y particularísimos decimales,
¿Qué acabas
viendo? ¿Paisajes? ¿Piedras viejas? Nada que no pudieras contemplar desde el
sofá de tu casa en un puñado de buenos documentales.
Anoche cené en
un restaurante giratorio situado en el piso 39 de un rascacielos, en el centro
de Singapur. Tomé una pieza de carne que apenas pude diferenciar de cualquiera
de las que ponen en el restaurante que está enfrente de mi casa, en Madrid. Y
la cena la amenizó un trío musical que cantó Perfidia, Cielito Lindo y Guantanamera.
Y todo eso
cerca de las antípodas. Con un grupo de gente que nadie reuniría en Madrid ni
loco.
¿Qué podría
hacer, sino despotricar?
(11-XI-2000)
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Singapur
Creo que hice
algún comentario sobre Singapur cuando volé bajo su cielo hace mil años –¿o fueron
cinco días?– y pisé brevemente su tierra, camino de Indonesia.
Me parece que
escribí algo así como que era un remedo de Manhattan.
Volví a
equivocarme.
Es peor.
O mejor. Según
se mire.
Ahora sigo sin
saber casi nada sobre esta ciudad-estado sorprendente, pero ya sé, por lo
menos, después de pateármela durante un día de inaguantable bochorno, que no la
conozco.
Diré algo de
lo poco que sé ahora.
Que Singapur
es un territorio con una de las rentas per capita más altas del mundo,
si es que no la más alta.
Que es la
hostia que esté a un paso de la misérrima Indonesia.
Que aquí todo
el mundo parece nadar en la abundancia, aunque tiene que ser mentira, porque,
si no, no habría camareras, ni taxistas, ni putas. (Ni periodistas, supongo).
Que el metro
cuadrado de terreno está en torno a los dos millones de pesetas.
Que es un
Estado semi fascista, que recurre a la pena de muerte cada dos por tres.
Que es un
Estado semi fascista, que reprime los comportamientos incívicos menores –muy
inferiores a la pena de muerte de la que él echa mano con tanta facilidad– con
multas salvajes. Por tirar un papelito en la vía pública, o por dejar caer una colilla, o por
atravesar la calle con el semáforo en rojo, o por mascar chicle... pueden
caerte hasta 100.000 pesetas de multa. O más.
Los
rascacielos más impresionantes. Las avenidas más espectaculares. Las tiendas
más rutilantes, los almacenes más lujosos, el neón a kilos, las ropas más
caras, los hoteles más lujosos (éste en el que estoy, el Sheraton Towers, que
parece una ciudad en miniatura, ofrece servicios de toda suerte, incluyendo
conexión permanente y de gran velocidad a Internet en todas las habitaciones...
para el que acierte a configurar su ordenador portátil, que no es mi caso,
maldita sea mi estampa).
Por debajo de
todo su lujo, de todos sus coches último modelo y de todas sus chinas au
dernier cri y de sus chinos de diseño –aquí hasta la población es casi toda
de importación–, Singapur da una terrible, una deprimente impresión de
falsedad, de cartón piedra, de ciudad de atrezzo, que no convence a
nadie. O, por lo menos, que no me convence a mí.
–Es una ciudad
estupenda –me dice el taxista chino que me devuelve al hotel tras la cena al
aire libre, cuando abandono al resto de la expedición, que se queda en la
versión local del Moll de la Fusta, con la esperanza de que la noche sea
joven–. No hay delincuencia, todo está limpio... ¡No hace falta ni siquiera
policía!
–Very nice,
yeah –respondo, para no parecer demasiado borde.
Le pregunto
por qué hay tantas lucecitas por las calles.
–¡Ya va a ser
Navidad! –me responde, con sonrisa de spot publicitario.
–O, Christmas time is coming,
right...
¿Qué diablos
puede contestar uno, cuando tiene un cuerpo de verano tropical que no puede con
él y está empapado por el bochorno?
El taxista no
se rinde.
–Where are you from? –inquiere,
comunicativo.
--From
Spain –contesto, por decir algo.
–Ah, Spain! Barselona...! Football!
Lo dicen todos. Aquí, en Indonesia, en
cualquier parte del Sudeste asiático. Joder con el Barça. Y con la tele.
–Sí,
eso –concluyo, deprimido–. España, fútbol.
Dios. Quiero irme.
Ya.
(10-XI-2000)
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Indonesia
(4): El valor de una imagen
Nunca he creído
esa tontería de que «una imagen vale más que mil palabras». Depende de qué
imagen, y de qué palabras.
Pero esta imagen, que he obtenido
esta misma mañana cerca de un monasterio budista realmente bellísimo, sí vale
más que mil palabras.
Otra cosa es que no defina la
realidad total de Indonesia. Para retratar este inmenso y fascinante país
harían falta varios millones de palabras. O de imágenes.
Tenía previsto escribir hoy de
Dolly Parton –muy escuchada en la radio indonesia– y de las orquídeas, malditas,
infinitas orquídeas que son símbolo de este país (de este archipiélago
convertido en país por la sola razón de que todas sus islas fueron colonias
holandesas).
Pero os dejo con esta imagen.
Y hasta mañana, que volveré a
Yakarta, y luego otra vez a Singapur, y de vuelta para Londres, y hasta la
medianoche del domingo, en que volveré a aterrizar en Madrid. Home,
sweet home.
Foto: Javier Ortiz ©
2000
(9-XI-2000)
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Indonesia
(3): El señor embajador
El señor
embajador de España en Indonesia (pronunciad Indonysia) es la más
evidente demostración de que al Reino de España se la suda Indonesia. Y, ya de
paso, también Singapur, porque el individuo también está encargado de los
asuntos de la populosa ciudad-estado.
Si Indonesia
fuera un objetivo de mediana importancia, el Reino de España no le habría
encargado sus negocios. Vamos, eso supongo.
Citaré dos
perlas del señor embajador, que atiende por Antonio Segura («¡...pero naaaaada
que ver con Murcia, por favorrrr...!»).
Primera
afirmación del señor Segura: «Miraddd...: a Indonesia.... como a todos estos
países... (sic!!!)... lo que más le convendría es una dictadu....».
Cortó la frase
ahí, tal vez porque vio nuestra cara de espanto o quizá porque se atuvo a su
costumbre de no finalizar ningún nombre (v.gr.: para él, Estados Unidos es “los
Estados”, y Kuala Lumpur, “Kuala”. Yo le sugerí que mejor que decir “Kuala”
dijera “la cual”, pero creo que no me atendió/entendió).
Segunda
afirmación de don Antonio: «¿Cuál fue el problema de Franco? ¡Que no tenía el
refrendo de las urnas! Por lo demás, ¿qué problema tenía? ¡Ninguno!».
Don Antonio
Segura es muchas cosas, pero señalaré sólo una de llamativa trascendencia: Dios
no le ha llamado por los caminos de la diplomacia.
«...¡Uyyyy,
cuando estuve en Sudáfrica!», comentó en otro momento. «¡Cómo fue
aqueeeeeeello! Me ofrecieron tener corderos, y cerdos, y gallinas... ¡De toooodo!
Les dije que sólo quería gallinas ponedoras. ¿Y qué huevos me poooooonían! Los
regalaba. Cogía una docena y una tarjeta de la Embajada y los enviaba: “Estos,
para Mrs. Hamilton”. Y, hala, se los mandaba. Pero ¡¡¡¡qué hueeeevos, de
verdad, os lo juro!!!».
Y así.
Nos habló de
su paso por Argentina, y por China, y por Japón, y de cada uno de esos lugares
del globo tenía anécdotas espeluznantes, realmente dantescas, que a él le
parecían graciosísimas.
«Mira, ahora
no está el embajador de los Estados (Unidos)... Y taaaanto mejor. Porque es de
un presuntuoso... ¡Se cree que puede poner y quitar ministros! Yo ya se lo
digo: “Tienes que ser más sutil”. Porque no es nada sutil, de verdaaaaad. ¡Nada
sutil!».
Don Antonio
Segura daría para escribir toda una novela. Pero nadie se la creería. La gente,
ignoro por qué, se empeña en que las novelas tienen que hablar de personajes
creíbles.
Él, desde
luego, no es creíble.
Pero ahí está. Doy
fe.
(8-XI-2000)
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Indonesia
(2): Voces de la transición
Hoy, lunes
[ayer para peninsulares. N.d.l.R.], nos toca trabajar. Son cosas que ocurren.
En Yakarta,
situada casi sobre la línea del ecuador,
hace esta mañana un calor horrible, pegajoso hasta el infinito.
Tras el
desayuno –Dios mío, té–, esperamos en vano a un invitado que no llega. Nos
dicen que se ha puesto fatal y que lo han ingresado en urgencias. Cualquiera
sabe.
Como
alternativa, nos lanzamos a ahondar en nuestro conocimiento de la ciudad.
El conductor
del autobús privado que han puesto a nuestro teórico servicio se equivoca de
ruta. Nos lleva por sitios muy originales, e incluso interesantes, pero que no
tienen nada que ver con lo previsto. El nuevo guía de la agencia de viajes
–supongo que al de ayer lo han internado, víctima de una crisis depresiva
insuperable– trata de disimular el yerro del chófer dándonos detallada cuenta
de cuanto pasa por delante de nuestras narices.
Lo que queda
más claro es que casi todo lo de hermoso que hay en Yakarta tiene algo que ver
con la familia Suharto.
El conductor
trata de redimirse haciendo maniobras arriesgadísimas que ponen en peligro,
alternativamente, las vidas ajenas y las nuestras. Podría ser divertido, pero
no acaba de alegrarme. Soy un pusilánime, lo reconozco. No me entusiasma la
visión de motocicletas en las que se desplazan hasta cuatro personas –los bebés
siempre en el manillar– y a las que nuestro microbús obliga a salirse de la
calzada para no ser arrolladas.
Alguien le
dice al guía que queremos visitar un almacén de falsificaciones. Marcelino –así
dice que se llama– sonríe. Al cabo de hora y media de dar vueltas nos planta
ante una especie de almacenes Sepu. Le preguntamos si allí venden
falsificaciones. Muerto de la risa, responde que desde luego que no; que las
falsificaciones son ilegales. El cabreo se generaliza.
Tratando de
dar a mi existencia un atisbo de utilidad práctica, entro en los almacenes.
Estoy empapado por el calor húmedo. Veo un traje de seda muy bonito: una
especie de pareo de falda y algo así como un mantón para la parte superior.
Imagino a Charo con él y la idea me parece buena. Me intereso por el precio. Me
hablan de millones de rupias. Pregunto por la equivalencia en dólares. No son
millones, pero casi. No me arredro: digo que quiero comprarlo. Cuando llego a
la caja, me informan de que no admiten dólares. ¿Y por qué me han dado el
precio en moneda norteamericana? Para que me oriente, aseguran. Cuando voy a
tirar de Visa, me cae encima un chorreo. ¡Adónde voy! ¡Éstos falsifican
las facturas! Me largo asqueado. Trato de fotografiar en la puerta a una
vendedora ambulante de perfumes parisinos (digo yo que superauténticos). Cuando
la moza, de una belleza deslumbrante, se da cuenta de mi propósito, pone una
cara de mala uva de mucho cuidado. Me siento como si me hubieran denunciado por
violación y abandono la escena a escape.
Volvemos a
reunirnos. Los demás han hecho compras. Camisas, para ellos mismos.
Vamos a comer
a la Embajada de España.
El embajador
–un señor entrado en años, alto, atildado y de hablar sorprendentemente similar
al del difunto Luis Escobar– me sitúa a su izquierda en la mesa. Sé que no me
he equivocado: frente a la silla en cuestión hay un letrerito con el escudo del
Reino de España y mi nombre. Me
tranquiliza la certeza de que nunca antes había visto al señor embajador y que,
por consiguiente, el señor embajador tampoco me había visto nunca antes a mí.
En caso contrario, lo mismo le echo la culpa a mi traje color café con leche, a
mi camisa de lino y a mi corbata clara y cálida, atuendo que contrasta con el
de mis compañeros de viaje, uniformemente oscuro, y que coincide peligrosamente
con el del señor embajador, que comparte conmigo la vestimenta irrefutablemente
colonial.
Sirven la
pulcra comida –síntesis de gustos locales y del lejano terruño– tres aborígenes
impecablemente vestidos de blanco. Con gorrito y todo. Me paso el rato
esperando que me llamen Men sahib. Sin éxito. Me lo como todo muy
educadamente, añorando cada vez más el buey gallego.
No sé a cuento
de qué, me encuentro de repente comentado algo sobre empresas pesqueras mixtas
y el comercio del atún. Dios, por qué no aprenderé a estarme callado.
Terminada la
comida, y sin tiempo de tomarse un mal –o un buen– café, salimos de la embajada
a escape. Lo que, bien pensado, tampoco es tan mala idea.
Apenas he
conseguido dormitar un rato en el autobús y preguntarme qué cursillos habrán
hecho los motociclistas para eludir las ruedas de nuestro enloquecido
conductor, cuando me encuentro ya en
presencia de un ex ministro, por apellido Laksamana, que al parecer es muy
celebrado en el país porque pudo corromperse del todo y no lo hizo. Conocida su
peculiaridad, toda la conversación se refiere a la corrupción.
El señor
Laksamana es tal que así:
(foto digital: Mimenda Ortiz)
Un individuo
muy pulcro, y con un inglés comprensible hasta para mí.
El señor
Laksamana lo tiene clarísimo: Indonesia debe reformarse, pero sin poner en
peligro la estabilidad. Incluso es peligroso tratar de acabar demasiado rápido
con la corrupción –recordemos que él tiene certificado de íntegro– porque todo
el sistema se asienta en la corrupción, y si cortas con ella, lo mismo se
estremece el monario.
Dice Laksamana
que hay pesimistas que sostienen que hasta lo mejor tiene inconvenientes, pero
que él está con los optimistas, que creen que hasta lo peor puede tener sus
ventajas. Como desconozco el estado de su cuenta corriente, no se lo discuto.
Y así una
hora. Me esfuerzo porque se piense que cuando cierro los ojos estoy meditando
en sus sabias palabras.
(Permitidme
una observación extemporánea: yo le encuentro un cierto parecido físico con
Felipe González.)
De ahí nos
vamos a ver al ministro de Economía. Él se hace llamar The Coordinating
Ministry of Economics Affaires, lo que indudablemente es más farde.
En su certificado de nacimiento parece ser que figura el nombre de Rizal Ramli,
pero yo, desde luego, no me comprometo a nada. Por más que el guía diga que en
Indonesia las falsificaciones son ilegales.
El embajador
de España –que nos sigue a todas partes desde la hora de comer con una
amabilidad que algunos podrían considerar no sólo abrumadora, sino incluso un
pelín excesiva–, reconoce que este ministro es menos joven y menos guapo que el
ex ministro de antes. No reproduciré la fotografía del tal Ramli. Primero,
porque es innecesario (el hombre es igualico que Jesús Ceberio, The
Coordinating Director of The “El País” Newspaper, from Spain). Y segundo,
porque no le hice ninguna foto.
No obstante,
el rollo del ministro de ahora es idéntico al del ex ministro de antes. Ambos
han decidido que todo lo que veas de malo en la Indonesia actual es herencia
del régimen anterior, en tanto que todo lo bueno –sin duda por feliz
casualidad– es obra suya.
Con suerte,
podrán utilizar idéntico argumento durante un cuarto de siglo
Nos despedimos
de este otro y regresamos al hotel, donde nos espera una cena china organizada
por el director del emporio Meliá. Me despido del embajador apuntándole que le
digo adiós porque, seguramente, no nos veremos más. Alguien me dice que ha sido
una despedida escasamente amable. No sé por qué.
¡Cena china!
Odio la comida china, y lo digo con abierta franqueza. Comparte mi sentimiento
otro miembro de la expedición, cuyo nombre no recuerdo. O algo así. Pronto
comprobamos ambos, lamentablemente, que ése parece ser, de hecho, el único
sentimiento que compartimos.
La cena se
clausura con una ácida discusión en cuyas interioridades no entraré, salvo para
reseñar un intercambio de afirmaciones:
–Yo no soy
incorruptible –dice mi nada pretendido adversario, en un pronto de inhabitual
sinceridad.
–Yo sí –le
respondo, algo asqueado.
Supongo que el
día se me ha hecho muy largo.
No sé cómo
acabará la cosa. Me subo a mi habitación cuando se está organizando una
expedición para conocer Jakarta By Night.
A mí con el By
Day me es más que suficiente.
Y, por lo
demás, ningún placer como el de desahogarse escribiendo.
(7-XI-2000)
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Rh
Aquí no ha
ocurrido nada. El día está en sus comienzos. Hoy tenemos previstos diversos
encuentros: uno con un escritor recién salido de la cárcel, otro con el
ministro de Economía y otro más con el presidente del Parlamento. Comida con el
embajador de España.
Trato de
escuchar Radio Exterior de España por internet. Se oye bastante mal. Deduzco,
de todos modos, que lo más importante que ha sucedido en las últimas horas por
España es que hace mucho viento. El diario local en inglés, The Indonesian
Observer, recoge polémicas locales de las que no sé nada.
Cazo por ahí
una noticia que me hace gracia y que enlaza con una conversación que tuvimos
anoche en un restaurante japonés. Parece que Xabier Arzalluz tiene el Rh
positivo. O sea, que tiene Rh. Anasagasti lo da como prueba de que el
presidente del PNV no puede ser racista. Posiblemente tiene razón, pero la
prueba es refutable: Hitler hablaba de la superioridad de la raza aria y no
había más que contemplar su físico para descartar que hubiera llegado a esa
conclusión mirándose al espejo.
Anoche me
pregunta un compañero de viaje: «¿Qué Rh tienes tú?». Respondo la verdad:
negativo. «¡Tú sí que eres vasco de pura cepa, entonces!», bromea. Le comento
que no tengo ni idea de qué puede ser la pura cepa vasca, pero que, en todo
caso, mi Rh negativo tiene escasa relación con el hecho de que naciera en San
Sebastián. Por mis venas corre sangre andaluza, catalano-francesa, gallega,
riojana, castellana... Ni un solo antepasado vasco, que yo sepa. Mi madre es de
Irún, pero hija de inmigrantes.
Recuerdo un
filólogo que me explicó que Ortiz es un derivado alavés del castellano Ortuño,
que en catalán dio Fortuny. Según él, es un apellido vasco. «Es posible», le
contesté, «pero en todo caso no por mi familia». Si se creía que estaba
regalándome el oído, iba bueno.
No sé lo
contento o disgustado que estará Arzalluz con su Rh. Yo al mío sólo le veo
ventajas: puedo mezclar mi sangre con la de cualquiera. Soy ideal para el
mestizaje.
(6-XI-2000)
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