PEDRO GARCIA
CUARTANGO
¿Ha mejorado la boda su opinión de la Monarquía? NO
La realidad se ha transmutado
en espectáculo en las sociedades desarrolladas, de suerte que la dimensión
imaginaria y visual -la representación pura- ha desplazado a los
significados de las cosas. Guy Debord escribió hace 35 años que en este
mundo de las apariencias lo verdadero es un momento de lo falso.
En esa gran comedia de la que somos
actores, la monarquía se ha convertido estos días en el gran espectáculo en
el que todos se miran y se sienten reflejados como en un espejo que
devuelve los anhelos y frustraciones más íntimos.
Ahogado cualquier debate político o
ideológico sobre la monarquía, queda la apariencia pura, el espectáculo que
se baña en su propia gloria, las imágenes que se remiten a sí mismas y a un
universo virtual de signos sin significado.
El poder de los reyes y de los príncipes
ha dejado hace mucho tiempo de sustentarse en las armas y en los vínculos
dinásticos. Ni siquiera se asienta hoy sobre una soberanía popular,
adormecida por la gran pantalla. El poder de la realeza reside en su
capacidad de seducción y, por tanto, en la mera apariencia convertida en
seña de identidad. Por ello, el espectáculo es no sólo consustancial a la
monarquía sino su esencia misma.
La boda de hace una semana ha resultado un
tremendo fiasco en esta dimensión espectacular, que no sólo no ha logrado
atrapar a los cientos de millones de espectadores que siguieron la
retransmisión de TVE sino que les causó una profunda decepción.
Planos televisivos cenitales que sugerían
distanciamiento, colores fríos en sintonía con el día plomizo, un templo
impersonal de piedra gris y un público desconocido para los espectadores
enmarcaron una ceremonia larga y anodina, cuya única intervención fue el
aburrido discurso del cardenal de Madrid.
Cuando la cámara miraba hacia arriba, la
vista topaba con los insufribles retratos de Kiko Argüello. Cuando miraba
hacia abajo, el poblado bosque de pamelas de las señoras ocultaba la
ausencia de jefes de Gobierno y dirigentes extranjeros, que contrastaba con
la proliferación de príncipes destronados y aristócratas sin oficio.
El ojo público no captó la pelea a
bofetadas de los representantes de las dos dinastías que los italianos no
quieren ver ni en pintura ni la cogorza del príncipe de una casa alemana
casado con la reina de las revistas del corazón.
Ad
majorem gloriam de la Monarquía española, TVE se esforzó por censurar
cualquier detalle embarazoso o inconveniente, como la imagen de la Princesa
-cuya condición de divorciada se hurtó- en el momento de recibir la
comunión.
Para no ofender a los nacionalistas, la
Casa Real aconsejó a Gallardón que no hubiera banderas en el recorrido. Tan
en serio se tomó la recomendación que no hubo ninguna. El público -alejado
por un cordón policial sin precedentes- tampoco se pudo acercar a la
comitiva real, que, por cierto, no se detuvo en el monumento a las víctimas
del 11-M.
Mientras cientos de miles de madrileños
-la única nota épica- aguantaban estoicamente la lluvia durante cuatro
horas, la capota del Rolls Royce que conducía a los ya esposos a la
basílica de Atocha permaneció cerrada para que el bello traje de la novia
no se mojara.
Triste, aburrido, irreal espectáculo, cuya
repetición sólo sirvió para resaltar su banalidad. La monarquía ha olvidado
la cultura del simulacro que tanto fascinó en el pasado. Desaparecida la
seducción y la ilusión, los reyes se quedan en nada.
Pedro G. Cuartango es subdirector de EL MUNDO
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