[Del 30 de diciembre de 2005 al 5 de enero de
2006]
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La mala hierba
sí muere
(Jueves 5 de enero de 2006)
Dice un refrán que cuenta con muchos adeptos que «la mala hierba
nunca muere». Es falso. Aunque mi experiencia como persona de campo es tirando
a limitada, me consta que cabe matar la mala hierba.
A nosotros nos salen con cierta facilidad hierbajos en el terreno
exterior de la casa que tenemos en Aigües.
Cuando aparecen en una zona que no sabemos si querremos utilizar algún día para
plantar algo, echamos herbicida, que tiene efectos buenos, pero limitados en el
tiempo. Cuando se trata de un sitio en el que nos consta que jamás estaremos
interesados en plantar nada, vamos echando el sobrante del cocinado de pescados
a la sal. La sal quema la tierra, como saben quienes han estudiado la historia
de los odios entre Roma y Cartago: los romanos, para llevar hasta el extremo su
obra de destrucción de Cartago, sembraron sus campos con sal. Tengo entendido
que hay otro medio de conseguir lo mismo, consistente en rociar con gasóleo la
zona que se desea librar de hierba. Al parecer, el aceite que queda tras la
evaporación de la gasolina actúa como un herbicida definitivo.
Ariel Sharon
parece dispuesto a aportarnos en breve plazo otra prueba de que, diga lo que diga
el refrán, la mala hierba sí muere. No es joven, desde luego, pero tampoco tan
anciano. Y está ya, como el sheriff de Pat Garret & Billy The Kid, llamando a las
puertas del paraíso.
Menudo chasco se llevará.
Se considera de mal gusto desear la muerte
de otros. Poco caritativo. En otra línea de pensamiento, de desarrollo distinto
pero de resultado similar, la gente de educación marxista suele recordar que no
vale de nada pretender la muerte de un enemigo, porque de inmediato es
sustituido por otro similar. Sin gana alguna de meterme en ninguna discusión
ideológica profunda, constato que —sea por la razón que sea, pero sin lugar a
dudas— a mí hay algunas muertes que me alegran. Ateniéndome al latiguillo un
tanto cursi que se emplea en ciertos desarrollos teóricos, podría decir que la
muerte de tipos como Sharon me parece «necesaria,
pero no suficiente».
Ya sé que queda un poco bruto. Pero, para
bruto, él.
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Asuntos de
dinero
(Miércoles 4 de enero de 2006)
¿Tiene el Gobierno de Rodríguez Zapatero, en pleno o en parte,
algún interés inconfesado en la OPA de Gas Natural sobre Endesa? Carezco de
datos que lo prueben de modo concluyente —no he visto que nadie los tenga—,
pero doy por supuesto que sí. Por una razón elemental: los asuntos económicos
de gran envergadura nunca dejan indiferentes a los gobernantes. Y no por el tan
manido «interés general».
En ese sentido, resulta hasta cómico que el portavoz
gubernamental, Fernando Moraleda, se empeñe en enfatizar, como hizo ayer, que «no hay ya ni amigos ni favores en las
decisiones del Gobierno, y menos a costa de los derechos de los consumidores y
los accionistas». Todo el mundo sabe que no hay gobierno que mire ese género de
asuntos sin hacer sus particulares cálculos políticos y sin tener en cuenta qué
bando le es más propicio. Del mismo modo que todo el mundo sabe que jamás
ningún gobierno reconocerá nada de eso.
Hace un siglo —o incluso más— los críticos
del sistema capitalista se empeñaban en desvelar las relaciones de colusión
existentes entre los responsables de la política y los dueños de la economía.
Hoy ese esfuerzo es totalmente innecesario. Unos y otros forman un todo
compacto. El bloque del poder se ramifica, pero es un mero reparto de
funciones. Su interior está unido por grandes vasos comunicantes. Los
políticos, en cuanto se deciden a descansar, pasan sin ningún problema a
convertirse en empresarios, o en financieros. O al revés, como en el caso de
Rato y de Piqué. Nada hay de extraño tampoco en que los grandes empresarios
intervengan en la vida política, sea gracias a su trato de favor a tal o cual
partido o sea a través de los medios de comunicación en los que tienen
presencia, o que controlan, sin más. En cualquier caso, la relación entre todos
ellos es constante: no paran de hablarse, de verse, de consultarse, de darse
consejos mutuos, de practicar el do ut des con la mayor de las naturalidades.
No me cuesta nada creer que el sector PSC del Gobierno de Zapatero
tenga un marcado interés en que Gas Natural y la Caixa
salgan reforzados de esta polémica operación. Se trata de empresarios y
financieros que, por decirlo así, les pillan de cerca.
Lo que no creo —lo que no puedo ni imaginar—
es que nada de lo que está en juego en esa operación tenga que ver con ningún
proyecto de catalanismo a ultranza. Menos aún de nacionalismo, y no digamos
nada de separatismo. No sólo porque la empresa y la entidad financiera
concernidas tienen más que acreditado su nihilismo nacional —o su vocación
transnacional, si ustedes prefieren—, sino también porque la propia dirección
del PSC ha demostrado sobradamente a lo largo del tiempo que, para ella, a la
hora de buscar apoyos económicos y fuentes de financiación, la política tiene
partido, pero no bandera. Recordemos Filesa, Malesa y
Time Export. Aquello no sirvió para financiar ningún
proyecto catalanista, precisamente.
En fin, y por decirlo resumidamente: quien
pregone que la OPA de Gas Natural es un instrumento del nacionalismo catalán se
engaña a sí mismo y engaña a los demás. La cosa va de negocios. Compartidos
entre cuantos sea, pero negocios.
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Independentismo
inducido
(Martes 3 de enero de 2006)
Se hicieron públicos ayer los resultados de un sondeo realizado el
pasado octubre por encargo del Gobierno vasco. El dato que más me llama la
atención es el crecimiento del número de los partidarios de la independencia de
Euskadi. Son el 27% de la población de la comunidad autónoma. (*)
Parece ocioso subrayar que con ese porcentaje de respaldo no
podría imponerse en Euskadi la solución independentista en un eventual
referéndum de autodeterminación. Pero no es eso lo importante, entre otras
cosas porque no se atisba ningún referéndum de ese tipo en el horizonte
inmediato (por más que el porcentaje de quienes respaldan el derecho del pueblo
vasco «a decidir libre y democráticamente su futuro», según el propio sondeo,
alcanza el 75%).
Lo que me parece realmente llamativo es que el independentismo
vasco esté al alza. De hecho, el porcentaje de partidarios de la independencia
de Euskadi es el más alto registrado nunca en este tipo de sondeos.
También Cataluña vive momentos de auge del independentismo.
¿Por qué?
Según lo que se lee y oye en muchos medios de comunicación con
sede en la capital del reino, estaríamos ante el fruto obtenido por la labor segregacionista
de los gobiernos de Vitoria y Barcelona. Pero esa explicación falla por su
propia base, porque la labor segregacionista que denuncian no existe. Se trata
en ambos casos de gobiernos autonomistas, que preconizan estatutos que podrán
gustar más o menos a quien sea, pero que aparejan el mantenimiento de sus
comunidades dentro del ámbito político español.
Tampoco la realidad económica y social de Euskadi y Cataluña
propicia las reacciones independentistas. Más bien todo lo contrario.
Proporciona en ambos casos razones para reivindicar un mayor peso de sus
administraciones autónomas en la toma de las decisiones que se adoptan en
ámbitos superiores, en Madrid o en Bruselas, pero no
para establecer fronteras que resultarían, amén de artificiales, inútilmente
costosas.
No. Por lo que constato, el sentimiento independentista está
creciendo en Euskadi y en Cataluña como una reacción de respuesta a la
malquerencia que muchos integrantes de ambas comunidades perciben en sectores
muy visibles y audibles de la sociedad española.
Se trata, si bien se mira, de una reacción bastante comprensible.
La del clásico «Pues si no me quieren, me voy». La actitud más merecedora de
análisis, por lo que tiene de patológica —y de peligrosa—, es la contraria. La
del «No te quiero, pero ni pienses en la posibilidad de irte».
Hay maridos así.
Y también estructuras de poder. En Yugoslavia, fueron las
autoridades centrales de origen serbio las que se pusieron en ese plan, con los
resultados conocidos.
(*) El sondeo, al estar basado en una muestra realmente amplia
(2.879 personas), ofrece un elevado nivel de fiabilidad. Téngase en cuenta que
la mayoría de los sondeos que se hacen sobre el conjunto de la población
española de derecho, que es veinte veces mayor, suele realizarse con muestras
de un tamaño similar. Estamos, en consecuencia, ante un «macrosondeo» con todas
las de la ley.
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20 años en la
UE
(Lunes 2 de enero de 2006)
Se cumplen ahora 20 años del ingreso del Estado español en la
Comunidad Económica Europea, llamada más tarde Comunidad Europea y ahora Unión
Europea.
Todo el mundo de por aquí está haciendo balances de la
experiencia.
El asunto es interesante. Y un tanto complicado en lo que a mí
respecta, porque me toca juzgar lo mejor o peor fundada que estaba la posición
que adopté en aquel momento, que fue contraria a la integración española en la
CEE.
Me opuse por dos géneros diferentes de razones.
Las primeras se referían a las condiciones concretas de la
adhesión. Decíamos bastantes allá por 1986 que el PSOE se había dejado llevar por
las prisas a la hora de suscribir el acuerdo y que, por culpa de sus urgencias,
había aceptado algunas condiciones muy onerosas para el entramado de nuestra
economía y, por ende, de nuestra sociedad.
Los aspectos sectoriales que más me preocupaban en aquel entonces,
por mera proximidad, eran los relativos a la industria siderúrgica, a la naval
y a la pesca, pero había más, sin duda.
Voy por partes.
De entrada: ¿estaban justificadas las prisas del Gobierno de
Felipe González? Podía entenderse que atribuyera a la integración del Estado
español en la CEE un efecto disuasorio con respecto a cualquier tentación
golpista, aunque ya no quedara mucho de eso. En todo caso, parece obvio que
actuó movido por el convencimiento de que la adhesión le iba a aportar una muy
apreciable rentabilidad electoral, y quería conseguirla cuanto antes. (De
cualquier manera, es imposible saber si una mayor calma en la negociación
hubiera tenido como resultado una mejora en las condiciones de adhesión, o todo
lo contrario.)
El otro aspecto: está claro que hubo ramas productivas que
salieron muy dañadas por el acuerdo, pero no menos claro está para estas
alturas que esas ramas estaban condenadas a pasar las de Caín con o sin entrada
en la CEE.
Lo que sí es discutible, y mucho, es cómo afrontó el Gobierno esas
crisis inevitables, inspirándose en el vaticinio de Carlos Solchaga,
según el cual España estaba destinada a convertirse en «un país de
multinacionales y de camareros».
Se argumenta, como hecho irrefutable, que el Estado español ha
recibido durante estas dos últimas décadas del resto de Europa mucho más de lo
que ha dado. Y es innegable. Pero no cabe evaluar lo cuantitativo prescindiendo
de lo cualitativo. Si lo ha recibido, ha sido a costa de someterse
estrictamente a un determinado modelo económico y social que para algunos
—entre los que me cuento— dista de ser el más justo de los posibles.
Esto último me conduce directamente a la consideración del segundo
tipo de razones que me movieron a oponerme al ingreso en la CEE: las estratégicas.
Entrar en el macrotinglado europeo
equivalía a renunciar a cualquier transformación sustancial del sistema
político-social imperante y aceptar como pautas obligatorias las del
neoliberalismo, que ya avanzaba a marchas forzadas.
Se me puede objetar que en realidad no había nada a lo que
renunciar, porque las expectativas de cambio de modelo social eran aquí igual
de limitadas tanto fuera como dentro de la CEE. Y no diré yo que no. Pero la
ampliación del marco de la lucha por la liberación social la vuelve aún más
dificultosa, incluso como hipótesis.
Los hay que tratan de zanjar la discusión diciendo que, al final,
lo que ha sucedido es más o menos lo que era inevitable que ocurriera. A lo que
cabe responder que incluso lo inevitable puede ser puesto en cuestión. No se
logrará que no suceda, pero sí que no se dé por bueno.
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Un rollo
infumable
(Domingo 1 de enero de 2006)
Ví ayer la película
documental que hizo Fernando Trueba en 1982 sobre las
andanzas, pensamientos y canciones de Chicho Sánchez Ferlosio, Mientras el
cuerpo aguante. Tiene muchos momentos felices. Uno de ellos es cuando el
difunto Chicho argumenta que, tratándose del consumo
(de drogas o de lo que sea), lo realmente decisivo está en la dosis. Una
ingesta desmesurada de alubias, sin ir más lejos, puede llegar a provocar una
muerte espantosa. En cambio, un consumo moderado y racional de las sustancias
oficialmente catalogadas como drogas puede ser tan nocivo como vivir, que es la
primera causa conocida de mortandad.
Decía Chicho, socarrón disfrazado de ingenuo,
que ignoraba por qué los responsables de una famosa marca de cigarrillos no le
habían aceptado un eslogan publicitario que les había propuesto. Rezaba:
«Cigarrillos Equis. La parte legal del porro».
Cómo cambian los tiempos. Ahora tendría que decir: «La parte más
perseguida del porro». Porque hoy en día el consumo de marihuana no está
penalizado, pero el de tabaco, sí.
Algo huele a podrido en toda esta aparatosa historia que se han
montado para perseguir a los fumadores. Es más que sospechoso que, siendo
nuestras autoridades tan conscientes de los males intrínsecos, específicos y
superlativos del tabaco, no opten por prohibir por la brava, de manera radical
y absoluta, su cultivo y comercialización, al modo que hacen con otras
sustancias estupefacientes.
La emprenden contra quienes fuman; no contra el tabaco. Curioso.
¿Será que les preocupa la reacción política de los cientos de miles de votantes
que viven de esa planta, en todas las fases de su producción, distribución y
venta? ¿O será que no quieren que el fisco se quede sin esa fuente de ingresos?
¿O serán ambas cosas a la vez?
Del mismo modo, y por el lado formalmente opuesto, resulta también
en extremo mosqueante que lancen tan inquisitorial
campaña contra los fumadores y, en cambio, no hagan nada para reformar por la
fuerza –y por su bien, faltaría más– a los consumidores compulsivos de bebidas
alcohólicas, salvo cuando conducen vehículos. ¿Es tal vez el alcoholismo una
carga más liviana para las arcas de la Seguridad Social, que no merece la adopción
de medidas drásticas? ¿Habremos de entender, en esa misma línea, que el consumo
excesivo de bebidas espiritosas es menos nocivo para la convivencia familiar y
social que el de tabaco?
Que quien lo crea lo diga. Que lo diga la ministra del ramo, que
lo diga el Gobierno y que lo diga el Congreso de los Diputados en pleno, para
demostrarnos de ese modo lo sensato de su comportamiento.
Entretanto, yo seguiré pensando que hay algo en todo esto que
atufa. A podrido, no a tabaco.
Porque, no ahora, que ya no fumo, sino incluso cuando era fumador,
siempre me han echado para atrás los rollos infumables.
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Año nuevo
(Sábado 31 de diciembre de 2005)
Ya está. Otro año más, el rito se cumple: la cena algo especial
(tampoco demasiado), las malditas doce uvas (me pregunto si habrá alguien que no
las odie), el cava, los besos de celebración... y mañana, los valses,
culminados con la inevitable (y divertida, por lo menos para mí) Marcha Radesky. (Me
viene a la memoria en dos circunstancias singulares: la primera, cierto día en
el que me tocó trabajar —el 1 de enero no hay periódicos, pero el 2 sí— y en la
Redacción del diario estábamos sólo cuatro gatos resacosos,
que acompañamos la marcha con sonoros golpes sobre las mesas; la segunda, un
día de año nuevo que hube de pasarlo al volante, entre nieves, circulando por
carreteras vacías con rumbo norte. Fue hermoso.)
Recuerdo que, cuando era niño, tras las uvas resultaba obligatorio
que sonara el pasodoble Suspiros de
España, que siempre radiaba la Ser tras las campanadas. Así que me hice mayor, y a modo de venganza, durante años hice
sonar justo en ese momento las notas del Bread
and Roses, el bellísimo
himno rojo y feminista que Oppenheim y Coleman escribieron en 1910.
Luego me hice más crítico todavía, y decidí que no venía a cuento
ponerse solemne tal día y a tal hora, a plazo fijo. Ni rojo, ni azul, ni lila.
Sin tener nada en contra de las solemnidades, en general, me dije que es mejor
que cada cual se las monte el día y a la hora que lo tenga a bien, cuando le
salga del corazón, si le sale, y no porque lo mande el calendario.
Situado en esa órbita, no tengo la costumbre de enviar
felicitaciones de Navidad, ni de fin de año, ni nada por el estilo. Recibo
muchas, y además las agradezco —cuando me consta que son sinceras, claro—, pero
yo no las mando. Aliento la esperanza de que la gente a la que quiero no
necesite un mensaje específico en una fecha prefijada para creer en mis mejores
deseos.
En todo caso: mi sincera gratitud a los muchos y las muchas que
durante estos días me habéis deseado felicidad. Os deseo lo mismo. De verdad.
Y espero que no seáis tan cenizos como yo, que todos los años en
tal día como hoy, a las 12 en punto de la noche —que, sabedlo, coinciden con la
primera de las campanadas; no con la última—, me da por pensar aquello de: «Un año
más, otro año menos.»
Que era el sentido de la inscripción que solía figurar en muchos
relojes de sol: «Vulnerant
omnes, ultima necat». Todas
hieren; la última mata.
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Dime de qué
presumes
(Viernes 30 de diciembre de 2005)
Se hace difícil no simpatizar en un primer momento con la decisión
que ha adoptado la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood,
que ha descalificado ocho películas candidatas al Óscar a la mejor película de
habla no inglesa argumentando que, en unos casos en lo esencial y en otros en
su integridad, estaban rodadas en inglés, lo que las invalida para participar
en esa modalidad. Algunos miembros del comité de selección han hecho público su
enfado ante el hecho de que películas cuyos diálogos y detalles de ambientación
aparecen en inglés se presenten como representativas de la cinematografía de
países de habla no inglesa.
Me sería imposible no estar de acuerdo con ese enfado, porque yo
mismo lo he sentido muchas veces. Me irrita la creciente tendencia a rodar en
inglés sea cual sea el país de origen de la película y el idioma en el que se
supone que deberían hablar los personajes en razón de su origen cultural.
Pero, así que uno se dispone a aplaudir la decisión, se queda con
las palmas en el aire, reflexionando. Preguntándose, por ejemplo, por qué la
Academia de Hollywood no ha criticado nunca la estrafalaria costumbre de las
películas de producción estadounidense —o sea, las suyas propias— filmadas en
sitios de habla no inglesa, en las que no sólo todo el mundo habla en inglés,
con independencia de que la conversación se produzca entre personas que tienen
todas ellas otra lengua materna, sino que también —cosa verdaderamente
fantástica— todos los carteles publicitarios, las señales de tránsito y hasta
los nombres de las tiendas aparecen en inglés. ¿No les produce eso desagrado?
Se ve que no, porque no dicen nada.
Pero el problema fundamental que se plantea en este asunto no es
de papanatismo, sino de sumisión. De sumisión a las leyes de un mercado
dominado por las grandes distribuidoras norteamericanas y, por vía de
consecuencia, por el cine en lengua inglesa, que es el que cuenta con más
facilidades de distribución. Una película en lengua castellana, francesa o
alemana tiene difícil acogida no sólo en el potentísimo mercado de los EEUU,
sino incluso en los demás países en los que no se habla el idioma en cuestión y
en los que el inglés funciona cada vez más como segunda lengua. Y si eso vale
para películas rodadas en lenguas tan extendidas por el mundo como el
castellano, no digamos si el idioma de origen de la película se circunscribe a
una zona muy limitada del planeta.
La industria radicada en Hollywood ha contribuido de manera
decisiva a que la situación sea ésa, imponiendo sus leyes de hierro a la casi
totalidad de la cinematografía mundial. Que ahora se las dé de estricta y de
crítica ante las consecuencias de la situación que ella misma ha creado no pasa
de ser otro ejercicio más de hipocresía, de los muchos a los que nos tiene
acostumbrados.
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