[Del 23 al 29 de diciembre de 2005]
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Atado a la
columna
(Jueves 29 de diciembre de 2005)
Acaba de salir al mercado Atados
a la columna, libro de entrevistas que el veterano periodista Jesús María
Amilibia ha confeccionado tras interrogar en profundidad a 26 columnistas.
Uno de ellos soy (fui) yo. Vino Amilibia a casa y estuvo
haciéndome preguntas durante un par de horas. Sin magnetófono. Tomando notas al
viejo estilo, con un cuaderno grandote, de los de espiral y hojas
cuadriculadas, y un bic.
Ayer repasé el libro, que acaba de llegarme. Empezando —sería
idiota tratar de ocultarlo— por la parte que me dedica.
Me llevé una agradable sorpresa.
Ya sabía que Amilibia, que está en el oficio periodístico casi desde
que se inventó la rotativa, escribe bien, cosa nada frecuente en estos tiempos.
De lo que no estaba seguro es de que fuera a recoger los matices del rollo que
le solté. Porque para conseguir algo así se requiere que el entrevistador
establezca con el entrevistado un buen nivel de simpatía (dicho sea en el sentido del griego συμπάθεια: comunidad de sentimientos).
Amilibia lo hizo. Quiero decir no sólo que reconozco lo que le
dije en lo que finalmente ha publicado, sino que me reconozco yo.
Por lo que he tenido tiempo de ver, no trata ni mejor ni peor al
resto de los columnistas (y de las columnistas: ha incluido a siete mujeres).
Ahora que lo conozco un poco, me da que, si alguien le felicitara
por ello, se encogería de hombros y diría: «No tiene mérito. Es simple
profesionalidad». Pero de simple nada.
Lo único que me ha disgustado del capítulo que me dedica es la
desagradable sensación de aristocraticismo intelectual que produce el puñado de
veces que digo de otros columnistas que no los leo. Él lo ha escrito así porque
así debí de decírselo; seguro. Y es verdad. Pero no se lo expliqué. No le dije
que, si no leo casi ninguna columna no es porque desprecie a sus autores, ni
mucho menos, sino porque apenas leo nada que no sea información. Leo poquísima
opinión. Y todavía menos literatura. No es ninguna virtud, sino todo lo
contrario. Pero es así. Leo columnas de opinión sólo de manera ocasional,
cuando no tengo ninguna otra cosa que hacer. En un viaje de avión que se
alarga, por ejemplo, o si me toca comer sin compañía fuera de casa, una vez que
ya me he leído todas las noticias del periódico que lleve encima.
No sé por qué actúo así. Se lo preguntaría a mi psicoanalista,
pero no tengo psicoanalista.
Alguien me dijo hace tiempo que tal vez lo haga para no dejarme
influir por otras opiniones u otros estilos. No sé. Me parece improbable. Para
mí que debe de ser más bien un reflejo instintivo de autoprotección. Ya me
cabreo bastante con la información que leo como para añadir más leña al fuego
de mi enfado general.
P.D. Podría escanear e incluir el texto de la entrevista de
referencia. Pero no lo haré. El trabajo que ha hecho Amilibia se merece que
quien tenga interés en él se pase por una librería y compre el libro.
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28-D, 365 días
al año
(Miércoles 28 de diciembre de 2005)
Lo más útil que tiene la cita anual con el 28 de diciembre es que
los usuarios de los medios de comunicación acogemos todo lo que nos llega por
tierra, mar y aire —quiero decir: por prensa, radio y televisión— con una
decidida incredulidad.
«¿Que el Banco de España ha intervenido Banesto? ¡Venga ya! ¿Te
crees que no sé que hoy es el Día de los Inocentes?».
Sucedió aquel día que la inocentada
era verdad.
—Venga, no me vaciles —me respondió mi buen amigo Gervasio Guzmán
cuando le di la noticia.
—Es verdad. Han acusado a Mario Conde de un montón de
irregularidades.
—¡Qué bobada! ¿Te crees que hay algún gran banco que no tontee a
diario con la legalidad? —me objetó.
—Ya. Pero sus presidentes no pretenden ser jefes de Gobierno. Ésa
es la diferencia. A los otros prebostes de la banca no les dicen nada porque
van a lo suyo. Se limitan a sacarnos los cuartos a los pobres idiotas, sin
meterse en los chanchullos de los partidos. Los políticos españoles no son como
los italianos. Allí permiten que se haga con el Gobierno cualquier correveidile
de la banca o de los medios de comunicación. Aquí hay mucha prevención contra
ese tipo de intrusismo.
¿Inocentada? Si no fuera
porque la especie no me llegó un 28 de diciembre, sino meses antes, habría
creído también que era una inocentada otra
noticia que me dieron sobre Mario Conde: que había reclamado al entonces
presidente Felipe González que se opusiera a los propósitos de expansión del
Banco de Bilbao porque se trataba de «un poder extranjero». «¡Toma ya!», me
dije. «¡Pero si la oligarquía de Neguri ha sido siempre más españolista —y más
franquista, ya de paso— que la mismísima Estrellita Castro!»
Pues tal cual. Lo hizo, aquel mago de las sevillanas y de las
facturas hospitalarias de Pamplona.
Es tan frecuente que la realidad parezca de broma, y tan habitual
que las noticias presentadas con perfecta seriedad sean puro invento
—interesado, pero invento—, que la incredulidad que suscitan los 28 de
diciembre debería ser tomada como modelo de comportamiento para todo el año.
Yo, por pura prudencia, hago a diario con las noticias que leo y
oigo como lo que se decía de Santo Tomás, cuya festividad celebramos los
donostiarras hace muy pocos días. Se cuenta que él sólo creía en las llagas que
podía tocar con sus propios dedos.
Yo soy todavía más precavido: no me creo ni lo de Santo Tomás.
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Tres cifras
navideñas
(Martes 27 de diciembre de 2005)
Primera cifra.— Se acaban de hacer públicas las cifras que ilustran el incremento
constante del número de abortos en España a lo largo de los últimos diez años.
Son tan claras que nadie ha tenido la ocasión de equivocarse a la hora de
encontrar las razones que las justifican. Un montón de crías: fracaso en la
educación sobre medidas anticonceptivas. Un montón de jóvenes: ¿cómo decidirte
a ser madre si no tienes trabajo o lo tienes precario y mal pagado y si,
además, tampoco tienes un piso en el que meterte? Añadido: un montón de jóvenes
inmigrantes. Aquí hacen al caso las dos reflexiones anteriores, sólo que con
sus incrementos correspondientes.
Que se extrañe quien quiera. A mí lo que me resultaría extraño es
que las cifras fueran muy diferentes a ésas.
Segunda cifra.— Los trabajadores españoles trabajan, en promedio, 2,3 horas más
que sus congéneres europeos. Otra cifra que a mí no me sorprende, pero que sí
ha desconcertado a bastantes comentaristas, por lo que leo y oigo.
Choca con un tópico injusto: el del español indolente.
En los años de la inmigración masiva, los empresarios alemanes,
franceses, belgas, etc., no dudaban en emplear mano de obra española. Decían
que era gente que se deslomaba trabajando y que, además, no resultaba
particularmente díscola.
Ahora por aquí se dice lo mismo de los obreros magrebíes.
Un barman inglés me dijo
hace tiempo que, si en Inglaterra decidieran obligar a los de su gremio a
trabajar con el ritmo y la intensidad con los que se trabaja en los bares
españoles, la huelga general no tardaría en producirse ni dos días.
Sobre este asunto planea otro tópico que fue de constante uso en
tiempos del franquismo: el de la supuesta ingobernabilidad
de los españoles. Ya sé que el ranking mundial de conformismo y sumisión
abunda en poblaciones candidatas, pero para mí que la población celtibérica
debe andar entre las más cotizadas.
Tercera cifra (a
relacionar con las dos anteriores).— Uno de cada cinco
ciudadanos españoles, más o menos, considera que donde mejor están las mujeres
es en casa, afanadas en las tareas domésticas. (No he logrado enterarme de si
la pregunta de la encuesta se ha planteado sólo a hombres o a hombres y mujeres
por igual. Ésa sería otra.)
Me parece recordar que estamos en la frontera del 2006.
Antes, las fechas navideñas resultaban muy propicias para contar
cuentos muy sensiblones y propicios a la lágrima. Por lo que veo, lo que se
estila ahora es publicar estadísticas que dan muchísimas ganas de llorar.
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Preguntas ni
siquiera retóricas
(Lunes 26 de diciembre de 2005)
Ya escribí en tiempos cachondeándome de los anuncios, tan
frecuentes en las radios, que se basan en preguntas a las que, claro, no pueden
esperar que nadie dé contestación. El que más risa me ha producido desde hace
años es ése en el que sale un menda que dice: «¿Quieres convertirte en técnico
en prevención de riesgos laborales?». En tiempos, cada vez que lo oía, me
empeñaba en responder: «No, no quiero». Y a continuación me ponía a insultar al
tipo porque hacía caso omiso de mi respuesta y se ponía a decirme lo que debía
hacer para convertirme en técnico en prevención de riesgos laborales.
Decía que era una profesión «con mucho futuro». También eso da
motivo para la coña. Como quiera que el anuncio lleva años emitiéndose, para
estas alturas debería decir que es una profesión «con mucho presente». A no ser
que haga como decía Ángel González en uno de sus poemas juveniles, que decía:
«Te llaman porvenir porque no vienes nunca».
Pero, más allá de las bromas, interesa indagar qué razón mueve a tantos
avezados publicitarios, que de tontos no tienen un pelo, a fabricar una y otra
vez anuncios que formulan preguntas sin posible respuesta. Tras reflexionar
sobre ello, se me ocurren dos posibles motivos, unidos entre sí. Primero: lo
hacen porque la pregunta crea en quien la oye la sensación de que se le tiene en cuenta a él, personalmente. Y
segundo, porque ese sentimiento de presunta comunicación, de confianza, puede contribuir a que el
escuchante decida suscribirse al curso anunciado (que opte por comprar el
producto publicitado, sea el que sea).
He vuelto a hacer cábalas sobre estos asuntos tras reparar en la
enorme cantidad de encuestas, sondeos y consultas que incluyen los medios de
comunicación en estas fechas vecinas del cambio de año. Todos piden la
colaboración de sus lectores y oyentes para elegir el suceso más importante del
año, la foto del año, el personaje del año, etc., etc. Eso, sin prescindir de
todos esos opinómetros que no paran
de aparecer en sus páginas web, que con frecuencia resultan aún más irritantes
que el anuncio sobre la prevención de riesgos laborales, porque preguntan a la
gente «de a pie» sobre asuntos que requieren de unos conocimientos técnicos de
los que carece o sobre los que no tiene datos suficientes para opinar.
Nada de todo ello es inocente. Responde a una especie de sistema
de vasos comunicantes: tanto menos se tienen en cuenta los intereses de la
ciudadanía, tanto más se decide todo a sus espaldas, en instancias lejanas
(lejanas socialmente y, con frecuencia, también geográficamente)... tanta más falta hace dar al pueblo llano la sensación de que no
para de ser consultado y tenido en cuenta.
Algunas consultas de opinión son de auténtica coña. «¿Cree que
Benito Floro podrá crear un sistema de juego fuerte y con futuro en el Real
Madrid?» Vote lo que vote el puñado de
ociosos que responda a semejante pregunta, no cambiará nada, ni a nadie
importará. Probablemente ni a Benito Floro. Pero contribuirá a crear la
sensación de que vivimos en «la sociedad de la participación».
La técnica aplicada por quienes detentan (*) el poder es tan
eficaz como odiosa: primero ponen todos los medios para crear los estados de
opinión que les convienen, luego se proclaman inmejorables demócratas por
seguir los dictados de los estados de opinión que ellos mismos han generado.
(*) Con mucha frecuencia se emplea el verbo detentar de manera errónea, como si equivaliera a ocupar o a ejercer. Como bien precisa el DRAE, detentar significa retener u ocupar un poder o cargo de manera ilegítima. Lo he empleado a
propósito.
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Juegan con
fuego
(Domingo 25 de diciembre de 2005)
Que la Casa del Rey haya realizado un montaje chapucero para fabricar la instantánea en la que
aparecen los reyes con sus siete nietos no es un problema. Son dos. El primero,
que han demostrado con qué naturalidad recurren al engaño. El segundo, que han
evidenciado lo torpes que son en esa casa también en materia de informática.
Pero el problema mayor se lo han creado con la justificación que
han dado al montaje, una vez descubierto.
Han dicho que hubieron de recurrir a él ante la imposibilidad en que se
encontraron de reunir a los reyes con sus siete nietos «por razones de agenda».
Lo malo es que, una vez que han detallado el contenido de la agenda oficial
–insisto: oficial– del rey y la reina durante el mes de diciembre, uno descubre
que apenas tenían una decena de tareas que cumplir, y la mitad de ellas en
Madrid. ¿Habremos de suponer entonces que la dificultad insalvable estaba en
las agendas de las siete criaturas, una de las cuales vive en la casa de al
lado, y las otras seis se dedican a lo mismo que sus padres, esto es, a no dar
un palo al agua?
Juegan con fuego. Las encuestas muestran que en los últimos años
se ha producido un fuerte descenso en el nivel de aceptación popular de la
Monarquía. A buena parte del personal consiguieron venderle el cuento de que
Juan Carlos de Borbón cumplió un papel decisivo en la instauración en España
del sistema parlamentario, y que también fue clave en la neutralización del
intento de golpe de Estado del 23-F. De ambos asuntos cabría hablar largo y
tendido (ya lo he hecho en algunas ocasiones), pero me guste más o menos –que
me gusta menos– es un hecho que la creencia en esos mitos está muy extendida.
Lo que al parecer no están logrando con la misma facilidad es que el común de
los españoles se trague que ahora mismo, dejando ya de lado el pasado, la
Monarquía es rentable. Y todavía más que lo vaya a ser en el futuro.
La escasa, poco onerosa y espléndidamente remunerada labor que
tienen el rey y sus familiares es, en muy buena medida, simbólica y de
representación pública. Como la ciudadanía empiece a darse cuenta de que van
tan a su bola que ni siquiera esa tarea de chichimoco son capaces de atenderla
de buen grado, se les puede poner muy crudo el mantenimiento del tinglado. Que
ya haya habido medios de Prensa que han emitido críticas al respecto –en un
país en el que la Monarquía ha sido desde 1975 el tabú principal de los medios
de comunicación, babosos hasta lo indecible– puede indicar que algunos aires
están cambiando de dirección.
Aunque quizá esté confundiendo mis deseos con las realidades.
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Otra vez Niemoeller
(Sábado 24 de diciembre de 2005)
Buena parte de la prensa española, incluyendo a la mayoría de sus
comentaristas, están que trinan por la actuación del Consejo Audiovisual de
Catalunya (CAC) en relación a la Cope.
Seré más preciso: están que trinan por la existencia del CAC y las
atribuciones que le han sido conferidas, cosa que se ha puesto de manifiesto en
su tratamiento de la Cope.
El CAC ha recibido del Parlamento catalán el encargo de «vigilar»
la actuación de los medios audiovisuales que operan en Cataluña para que se
atengan a determinadas normas. De observar que no lo hace, puede proceder a
retirarles la licencia administrativa que precisan para emitir.
Lo primero que se critica es la existencia del propio CAC. Son
muchos los que sostienen que resulta inaceptable porque, al emanar del
Parlamento de Cataluña, es reflejo de la mayoría política existente en él, lo
que la convierte en un órgano político.
Se trata de un argumento realmente pintoresco. Si quienes lo
esgrimen entienden que no debe haber órganos de control derivados del poder
legislativo, me temo mucho que van a tener que criticar la existencia de
demasiados comités y consejos, incluyendo el del Poder Judicial.
Además, si la ley determina que corresponde a la Administración la
potestad de atribuir (y, ligada a ella, la de no atribuir, no renovar o
retirar) las preceptivas licencias de emisión de los medios audiovisuales, nada
puede objetarse, desde el punto de vista estrictamente legal, a que esas
facultades sean delegadas en un órgano emanado del legislativo.
Objetan que de eso podría derivarse lo que de hecho sería una
censura sin juicio. No hay tal en último término, puesto que esa decisión
administrativa, como cualquier otra, puede ser recurrida ante los tribunales de
justicia existentes a tal efecto. Ellos determinarán si la decisión se ajusta o
no se ajusta a Derecho.
¿Que a buenas horas, porque el mal ya estaría hecho y ninguna
sentencia contraria podría repararlo? Es ésa una muy interesante observación,
sobre la que me propongo volver en seguida.
También se critica el carácter vaporoso, inconcreto y, por ende,
susceptible de arbitrariedad de las normas a las que se supone que deben
atenerse los medios.
Esta crítica me parece acertada, aunque insuficiente. Y tardía.
Al igual que otros órganos de vigilancia de género similar
existentes en determinados estados de Europa, se supone que el CAC debe velar
para que los medios no den cobertura a ideas y actitudes que atenten contra la
dignidad de las personas, que violen los derechos de la infancia, que sean
contrarias al pluralismo, etc. A todo lo cual añaden, en su caso, la obligación
de situarse dentro del «abanico de tradiciones» y el «entorno simbólico»
propios de la sociedad catalana.
Esto último es lo que más indigna a muchos, que ven en ello un
intento de obligar a los medios a atenerse a las pautas nacionalistas.
No voy a perder el tiempo demostrando a esos críticos que la
propia Constitución española ya incluye imperativos que obligan a todo pichichi
a situarse dentro del «abanico de tradiciones» y el «entorno simbólico»
atribuidos a la sociedad española, cosa que nunca les ha escandalizado. Me
limitaré a decir que todas —absolutamente
todas— esas normas pueden ser
esgrimidas, y en algunos casos lo han sido, para censurar a unos u otros
medios.
Porque es a ese punto al que he venido apuntando desde el
principio de estas líneas.
Todos los que tanto se preocupan ahora por la existencia del CAC y
todos los que proclaman que la actuación de ese órgano nacido del Parlament puede suponer una «censura sin
juicio» olvidan que en Euskadi hay ya un radio y dos periódicos que fueron
borrados del mapa por una resolución sin juicio. ¿Que se trató en cada caso de
decisiones recurribles? Si, pero ante el mismo que las adoptó, que no las ha
rectificado o que, cuando las ha dejado sin efecto, años después, daba ya lo
mismo, porque el mal estaba hecho y resultaba irreversible.
Dicen que el CAC se ha formado sin otro fin que perseguir
específicamente a la Cope y se escandalizan porque esgrima normas de perfiles
difusos, susceptibles de interpretaciones muy variadas y, por lo tanto,
propicias a la arbitrariedad. Y lo dicen quienes saben muy bien que el
Parlamento de Madrid ha llegado a aprobar una ley ad hoc, para aplicar en un solo caso (debería haberse llamado «de
Partido Político», en singular), y ha dado su aval a tipos penales que pueden
ser interpretados como le venga en gana al instructor de turno, que es libre de
montar la de Dios es Cristo con ellos en la mano, y ahí se las arregle el que
sea cuando seis o siete años después se emita la sentencia que haga al caso.
Todo esto recuerda demasiado a aquel poema que escribió en tiempos
del nazismo el pastor protestante alemán Martin Niemoeller (poema tantas veces
citado y tantas veces atribuido erróneamente a Bertolt Brecht). Me refiero a
aquel poema que decía: «Fueron primero a por los comunistas, pero no protesté,
porque no soy comunista; fueron luego a por los socialdemócratas, pero no
protesté, porque no soy socialdemócrata: fueron luego a por los sindicalistas,
pero no protesté, porque no soy sindicalista; fueron luego a por los judíos,
pero no protesté, porque no soy judío...», etc. Al final decía: «Luego vinieron
a por mí, pero ya no quedaba nadie que pudiera hacer nada».
Son muchos los que sólo detectan que algo está mal cuando
descubren que puede afectarlos personalmente.
Pero yo soy menos optimista que el pastor Niemoeller. Para mí que
ni siquiera cuando el mal les llega comprenden que se trata de un problema
general, de principio.
De todos modos, su poema nunca sería igual. Diría: «Fueron primero
a por los nacionalistas vascos, pero yo no protesté, porque me pareció una gran
idea».
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Los mensajes de
Zapatero
(Viernes 23 de diciembre de 2005)
Gran enfado del Gobierno español por la impostura de la Cope, uno
de cuyos colaboradores telefoneó a Evo Morales para hacer como que lo
felicitaba por su victoria electoral haciéndose pasar por Rodríguez Zapatero.
El enfado se entiende: fue una broma muy improcedente, que interfiere en
relaciones internacionales nada sencillas, y fue también una broma entre ultra
y racista, dada la personalidad del embromado. Doy por supuesto que ni se les
habría ocurrido hacer esa misma broma a Vicente Fox o a Néstor Kirchner, que
soy muy finos y muy blancos, amén de encajar en los parámetros de lo que ellos
entienden por «gente de orden».
De todos modos, el equívoco habría resultado bastante menos
enojoso, e incluso podría haberse vuelto contra los autores de la seudo broma,
de haberse adelantado Rodríguez Zapatero a los acontecimientos, telefoneando
realmente a Evo Morales para darle la enhorabuena por su triunfo en las urnas.
Por volver a las comparaciones de antes: apuesto algo a que sí llamó a Fox y a
Kirchner cuando ganaron sus respectivas elecciones. Es de temer que en este
caso haya actuado pensando mucho más en los intereses de Repsol-YPF, uno de los
nuevos conquistadores de la zona, que como presidente del Gobierno de España,
cuyo pueblo no tiene el menor interés en desairar a la ciudadanía de Bolivia,
sino todo lo contrario.
Empiezo a estar más que mosqueado por los criterios que marcan la
agenda telefónica de Rodríguez Zapatero. ¿Por qué empuña raudo y veloz al
aparato para expresar sus condolencias así que se entera de que han muerto dos
integrantes de la Armada en un accidente laboral y, sin embargo, se queda
impasible si las víctimas son dos trabajadores de la construcción? En ninguno
de los dos casos se trata de personas que hayan «dado su vida por España», ni
nada por el estilo: estaban trabajando, cada uno en lo suyo, tratando seguramente
de hacerlo lo mejor que sabían, cuando les sobrevino la desgracia. Pero dos
soldados, por el mero hecho de serlo, merecen grandes honores, y dos obreros,
no. A los obreros les pasa lo mismo que a los usuarios de la carretera:
necesitan morirse muchos y a la vez, en el mismo accidente, para que las
autoridades se ocupen de su caso.
Hace un rato he oído a Zapatero, que se ha puesto en contacto por
videoconferencia con las tropas españolas destacadas en Afganistán para decir a
sus jefes lo muy orgulloso que se siente de ellas, lo mucho que lamenta que se
encuentren lejos de los suyos «en estas fechas tan señaladas» y lo
infinitamente que reconoce «la labor importantísima» que están haciendo.
Incluso sin discutir que esos militares estén realizando allí una labor no ya
importantísima, sino meramente positiva, hago recuento mental de los miles y
miles de ciudadanos españoles que se hallan en estos días «lejos de los suyos»
, e incluso en el quinto carajo, en condiciones mucho más desfavorables, aislados,
entregados a labores de cuyo carácter pacífico nadie puede dudar, porque no
llevan armas. ¿Con qué criterio el presidente del Gobierno muestra predilección
por los militares, también en este caso?
Menos mal que Rodríguez Zapatero es socialista, y hasta se declara
«rojo». Como no sea de vergüenza...
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