[Del 16 al 22 de diciembre de 2005]
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La suerte y la
envidia
(Jueves 22 de diciembre de 2005)
Ningún otro día del año se habla más de la suerte en España que
hoy. De la suerte en los juegos de azar y de la suerte en general. No deja de
ser curioso que suceda eso en un territorio en el que todos los días —creo que
todos, sin excepción— hay algún tipo de sorteo tutelado por el Estado.
Pertenezco a una familia que se ha visto beneficiada en varias
ocasiones por los sorteos navideños.
A mi abuelo paterno le tocó un gordo
del año de la pera. Creo que yo ni siquiera había nacido.
Mi difunto hermano Carlos también se benefició de un segundo
premio. Le sucedió en el año de las inundaciones de Bilbao. Fue allí a comprar
lotería, ateniéndose a la arraigada creencia popular según la cual las ciudades
que sufren alguna desgracia natural suelen verse compensadas ese mismo año por
la fortuna en la Lotería de Navidad. Y acertó.
A mi también difunto padre le sucedió una cosa curiosa. Siendo yo
crío, pidió a los Reyes Magos una quiniela de 14 aciertos, y la tuvo. Su
problema estuvo en que lo mismo le sucedió a media España y apenas cobró nada.
Sostenía que la culpa había sido suya, por no precisar en su carta a los Reyes
Magos que lo que quería era una quiniela bien pagada.
A mí, en particular, nunca me ha tocado nada digno de mención en
ningún juego de azar. Y, sin embargo, me parecería una tontería decir que no he
tenido suerte en la vida. La fortuna de cada individuo sólo cabe evaluarla al
final de su existencia, cuando es posible hacer el balance final. Yo, por lo
que llevo visto, he tenido una existencia relativamente afortunada, por
satisfactoria, pero tampoco quisiera cantar victoria demasiado pronto.
Lo que sí tengo claro, sea como sea, es que el acierto en un
sorteo, por bien pagado que esté, no garantiza nada. En el pueblo vecino de mi
casa mediterránea, El Campello, cayeron hace unas cuantas navidades un montón
de millones. Fue una desgracia. En pocas horas, se produjeron en el pueblo más
piques iracundos que en la tira de lustros anteriores. Se lió la gorda entre
los que habían salido ganadores y los que sostenían que les habían prometido
décimos o participaciones que no habían llegado a recibir en mano. Eso sin
contar con los muchos a los que se les atragantaron los millones, que es algo
que les sucede con frecuencia a quienes no están nada familiarizados con la
riqueza.
Animado
por tan sensatas reflexiones, me dispongo a comprobar, este año como tantos
otros, que no ha valido para nada todo el dinero que he tirado tan sólo para
que no les toque a mis socios de tal o cual trabajo, peña o pandilla y yo me
quede a dos velas.
Que
me temo que es la arrastrada y no muy altruista razón por la que más dinero se
juega por aquí casi todo el mundo.
% Nota de régimen interno.—
Ruego a lectores y lectoras que no insistan en enviarme
correos electrónicos comunicándome que tropiezan con problemas de uno u otro
tipo para entrar en esta página. Ya avisé que pasa por una fase provisional de
reestructuración. Tampoco me pregunten cuándo entrarán en funciones los cambios
previstos, porque no lo sé. Espero que en cosa de pocas semanas.
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Contra el
interés general
(Miércoles 21 de diciembre de 2005)
Una de las más graves y deplorables renuncias que ha hecho en
Europa el conjunto de la llamada izquierda es la que le ha conducido a aceptar
de manera acrítica la idea de «interés general». O, dicho a la inversa: a
olvidar que, en la mayoría de los grandes problemas económicos y sociales, las
grandes opciones que se presentan expresan diferentes intereses de clase.
En tiempos, las fuerzas de izquierda daban por hecho que lo que
era beneficioso para las clases dominantes de la sociedad tendía de manera casi
irresistible a ser perjudicial para las clases subordinadas, y al revés. Eran
los representantes de las clases dominantes los que confundían muy a propósito
sus intereses con «el interés general» o con «el interés nacional», y hablaban
constantemente del «interés de España» (o de Francia, o de Alemania, o de donde
fuera), haciendo como si lo conveniente para sus negocios fuera, por pura
lógica, conveniente para los negocios del conjunto de la sociedad.
Ahora, los partidos y sindicatos que se pretenden de izquierda han
adoptado ese mismo lenguaje —esa misma concepción— cual si fuera mero reflejo
de lo obvio.
No les falta una parte de razón. Está claro que, en las sociedades
del mundo desarrollado, existe una considerable complicidad de beneficios que
une a las clases trabajadoras autóctonas con los depredadores del mundo
empresarial y financiero de sus propios países. Ni que decir tiene que el
volumen de sus beneficios es muy inferior, y en ese sentido las contradicciones
saltan a la vista, pero resulta igualmente innegable que, considerado el
reparto de la riqueza a escala mundial, las clases trabajadoras autóctonas de
las zonas desarrolladas del planeta sacan también partido de la desigualdad y
la injusticia imperantes.
Viene toda esta reflexión a propósito de la victoria electoral de
Evo Morales en Bolivia y de las reacciones que el suceso ha suscitado en
España. La práctica totalidad de los comentaristas y medios informativos de por
estos andurriales ha acogido con mucha desconfianza, cuando no con franca
animadversión, el cambio que apunta en La Paz. Los menos hipócritas lo admiten
directamente: temen, muy en particular, que los «intereses de España»,
representados en este caso concreto por Repsol-YPF, salgan perjudicados, y que
eso repercuta aquí en el ya de por sí problemático mercado de los carburantes.
De la dramática penuria de la población de Bolivia, del esfuerzo que Morales
puede canalizar para que el pueblo boliviano se haga dueño de las riquezas de
su suelo y su subsuelo, de los contratos leoninos y de la corrupción con los
que las trasnacionales y la banca españolas han conseguido instalarse allí, de
los tejemanejes de Washington para mantener al país en posición subordinada...
De todo eso, ni se habla. Sólo del peligro de que aparezca «otro Chávez».
Pues bien, lo siento. Si a Repsol-YPF le viene rematadamente mal
el triunfo electoral de Evo Morales, me alegro. Y si ello tiene repercusiones
nocivas para la economía española, para los «altos intereses de la nación»,
para el «bien común», e incluso para mí, pues ajo y agua.
En la división internacional entre explotadores y explotados
—también entre países explotadores y países explotados—, no lo oculto: estoy
con el enemigo.
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El PP de ahora
(Martes 20 de diciembre de 2005)
Durante muchos años ha sido un tópico atribuir al PP el mérito de
habérselas arreglado para aglutinar a la extrema derecha española e impedir que
se independizara electoralmente.
En efecto, las encuestas han venido confirmando sistemáticamente
la existencia en la sociedad española de una corriente de opinión
ultrarreaccionaria que nunca ha contado con la representación parlamentaria que
le correspondería por su importancia social. Ese singular fenómeno se ha
explicado siempre dando por hecho que el PP había acertado a embridar a los sectores más autoritarios
de nuestra sociedad, manteniéndolos dentro de los cauces democráticos.
Ha llegado el momento de revisar esa creencia.
La extrema derecha española bebe en dos fuentes. La primera es la
nostalgia del franquismo. La segunda, la panoplia ideológico-política de la que
se han ido pertrechando las fuerzas hiperderechistas
de otros estados europeos.
La nostalgia del franquismo puede valer a esa gente como referente
mítico, pero no para mucho más. Está ya demasiado
lejos, en todos los sentidos. Hace 25 años podía soñar en un regreso a fórmulas
de gobierno de tintes falangistas, pero ya no. Ese tipo de parafernalias no
encajan con las estéticas al uso. A lo que puede aspirar ahora —y a lo que sin
duda aspira— es al triunfo político de sus ideas más queridas, en las que se
funden las fijaciones del viejo nacional-catolicismo con las obsesiones
xenófobas y favorables al Estado policial más en auge en el viejo continente.
Pues bien: esa ultraderecha —en parte vieja, en parte remozada— no
sólo no está embridada por la actual
dirección del PP, sino que ha tomado su mando. Es la corriente que predomina en
el PP de hoy.
Hace diez, quince años, los estrategas de la derecha española
vieron claro que, para llegar al poder, el recién refundado
PP tenía que darse aires de «moderno» y «centrista», apuntando a todos los
flancos débiles que ofrecía el Gobierno de Felipe González, que se había escorado
radicalmente hacia el autoritarismo policial, hacia el centralismo desaforado y
hacia el servilismo más bochornoso con respecto al diktat de los EEUU. Fue su oposición a ese modelo político
—oposición oportunista, pero real— la que llevó a que se hablara de la
existencia de una «pinza antifelipista» formada por
el PP e IU, que por entonces alcanzó sus cotas más altas de respaldo social.
(Ya he escrito hace poco sobre esa falsa «pinza»: no insistiré hoy en ello.)
En aquel momento sí que tuvo sentido remarcar la singularidad del
papel de la ultraderecha española, subordinada a un partido que incluso coqueteaba en aspectos clave con el
ideario socialdemócrata.
Pero en los tiempos actuales, tras la insufrible chulería de su
último tramo en el Gobierno y su bochornosa y ridícula pasada por la piedra del 11-M, las banderas que ondea el PP no
tienen posible comparación con las que enarbolaba en 1994 (digo, por poner una
fecha clave). Entonces podía dárselas de «centrista», de hablar catalán en la
intimidad y hasta de estar a partir un piñón con el PNV de Arzalluz. Ahora de
lo único que podrían presumir es de coger a Le Pen por la derecha.
Ahora el PP es un partido de extrema derecha. Pero no lo digo con
ánimo denigratorio, sino meramente descriptivo: más a su derecha ya no queda
nada. Ya no embrida a nadie. Ni
siquiera a sí mismo. Corre desbocado.
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El triunfo de
la información
Visto en la edición digital de El
País de hoy:
En 1975 me di de baja como suscriptor del diario Informaciones porque me llegó un ejemplar
cuyo titular de portada decía: «Hoy se juzga a los asesinos (sic) del teniente Pose». Envié a quien
por entonces era director de aquel periódico, un tal Juan Luis Cebrián, una breve nota en la que decía: «Ustedes ya los
han juzgado. Y condenado. Lo suyo no es periodismo. Ejercen de meros portavoces
de la Policía franquista».
Un tribunal ad hoc se encargó de materializar la sentencia: pena de
muerte.
Se ve que aquellas prácticas hicieron escuela. El periódico para
el que hoy trabaja aquel mismo Cebrián sigue dictando
sentencias en sus titulares.
¿Para qué harán falta jueces, sumarios, pruebas, vistas, recursos,
condenas? El País ya sabe qué es lo
que hacían los detenidos.
Deberían meter todo este tipo de «noticias» en una sección que se
llamara «Hechos probados». Aunque
también cabría llamarla «Nos cagamos en la presunción de inocencia». Y tan
ricamente.
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El que cambia y
cómo cambia
(Lunes 19 de diciembre de 2005)
«Todo el mundo tiene derecho a cambiar de manera de pensar», suele
decirse. Y lejos de mí la intención de negarlo. Pero hay diversos modos de
cambiar, y cada uno de ellos merece una valoración específica.
Por ejemplo: no es lo mismo un cambio ideológico-político que se
traduce en una significativa mejora de la posición social y económica del
mutante que otro que tiene por resultado un apreciable deterioro de su estatus
social y una notable pérdida en sus posibles.
Este segundo es poco probable que esté dictado por motivaciones
inconfesables. El primero, en cambio, merece un examen ulterior, para comprobar
si es fruto de una rigurosa autocrítica o más bien el resultado de una pirueta
oportunista.
Tampoco puede juzgarse del mismo modo la transformación ideológica
de quien cambia de bando como quien cambia de chaqueta, y aquí paz y después
gloria, que la de aquel que cambia radicalmente de concepciones pero asume su
pasado y obra en consecuencia.
Obrar en consecuencia obliga, en lo fundamental, a dos cosas.
Una es aceptar que, por razones de honradez elemental, no resulta
decente estar al frente de un bando y pasar sin más protocolo a encabezar el
opuesto. (Creo que era el vasco Manuel de Irujo el
que decía aquello de: «Los conversos, a la cola». Es lo justo.)
La otra es admitir que, si cuando pensaba lo anterior lo hacía con
la mejor voluntad y sapiencia, aquellos que siguen pensando como él lo hacía
antes merecen ser tratados con el mayor respeto, no poniendo en duda ni su
buena intención ni su inteligencia.
Está feo señalar con el dedo, pero me parece inevitable referirme
en este punto a los mil y un conversos que en los últimos decenios han
defendido causas tales como el derecho de autodeterminación de Euskadi y
Cataluña, o como la existencia de diversas soberanías dentro de España, o como
la conveniencia de reorganizar el Estado conforme a un modelo federal, y que
ahora no sólo se ponen al frente de la manifestación contraria sino que
descalifican y adjetivan del peor modo a quienes se limitan a defender los
criterios que ellos consideraban fundamentalísimos apenas hace unos años.
¿Que no merecen condena por haber cambiado? No por el hecho mismo
de haber cambiado, pero sí por haberlo hecho así.
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¡Viva RTVE!
(Domingo 18 de diciembre de 2005)
El uso y el abuso consiguen a menudo que las expresiones pierdan
su sentido original. Decir: «¡Viva esto!» no tiene por
qué significar: «¡Cómo me gusta esto!». Puede muy bien entenderse en su sentido
literal: que uno no quiere que esto —lo que sea— muera.
A mí no me gusta cómo está el ente público RTVE. Para empezar, ni
siquiera me gusta que se le llame «ente», aunque la Academia Española se haya
resignado a admitir el palabro —procedente del italiano, creo— como sinónimo de
«entidad».
No me gusta ni un pimiento TVE1. No me convence nada La 2. Cada
vez que me ha tocado asomarme al canal internacional de TVE me ha resultado
directamente afrentoso.
La radio —lo admito bien a gusto— me parece mucho mejor. Incluso
Radio 1. Emite algunos programas dignos (aunque otros no haya por dónde
agarrarlos). Y además no bombardea hasta el aburrimiento con publicidad
comercial.
Pero el asunto no es que esto sea algo mejor y aquello otro algo peor,
o muy malo. El asunto es que hay un contubernio que une a tirios y troyanos
—sólo quedan fuera del complot algunos macedonios de IU— que pretende reducir
la radiotelevisión estatal a la insignificancia.
Ayer estuve en la manifestación que se celebró en Madrid en
defensa de la radiotelevisión pública, que estuvo bien; bastante concurrida. Lo
que más me llamó la atención es que, por lo que me dijeron, sólo acudió un
político de primera fila: Gaspar Llamazares. Nadie del Gobierno. Nadie del
PSOE. (De los demás, para qué hablar.)
El Gobierno de Rodríguez Zapatero ha optado por hacer el juego de
Prisa y Sogecable, convencido de que le conviene más el apoyo de un grupo
privado potente que el abrigo de los medios de titularidad pública. ¿Es tan
torpe como para no hacerse cargo de que Polanco va estrictamente a lo suyo y
que, así que deje de convenirle su compañía, lo repudiará cual colilla
posterior a la ley anti-tabaco? Aznar contaba que, cuando llegó a La Moncloa,
el jefe de El País y la Ser le ofreció
un acuerdo —expresado así, en esos términos— «como el que había tenido con
Felipe González». López, que es como
llamaba Polanco a Aznar a sus espaldas, no aceptó la oferta porque no se fiaba
—y con razón— y porque tenía otros planes para el mundo de la comunicación, que
pronto se expresaron en la chapuza que intentó con Telefónica. Pero quedó más
que claro el sentido que tiene Polanco de las fidelidades políticas.
Entre una oposición que detesta los medios públicos de
comunicación porque aborrece cuanto no se someta al imperio de la propiedad
privada y un Gobierno que se ha rendido a los más que misteriosos encantos del
grupo Prisa, la radiotelevisión del Estado lo tiene más que crudo.
Insisten los unos y los otros en la necesidad de «poner orden» en
RTVE y «acabar con el despilfarro». Si de eso se tratara, no podría estar yo
más de acuerdo. RTVE tiene una plantilla lo suficientemente amplia y competente
como para que no se precise comprar los programas de más presupuesto a
productoras privadas. Cortando con esa aparatosa vía de agua podría lograrse no
sólo un importante ahorro económico, sino también un valioso elemento de
recuperación de la autoestima. ¿Ahorrar? Muy bien. Ahórrese prescindiendo de
contratar a precio de oro directivos y jefecillos que sólo buscan su promoción
personal.
La clave no está en reducir los medios, sino en utilizarlos con
criterios de estrictas racionalidad y eficacia profesional.
Me opongo a la liquidación de la radiotelevisión pública por la
vía de su progresiva extinción, que es la que se está intentando, porque, por
mucho que esté en desacuerdo con lo que hace, es la única que puede llegar a
atender con cierta solvencia y sin la definitiva interferencia de intereses
espurios las demandas de información del grueso de la ciudadanía. Mal que bien
—mucho más mal que bien, pero en alguna medida—, RTVE acaba siendo responsable
ante las urnas, no ante algún consejo de administración de ésos que sólo se
ocupan de la cuenta de resultados.
Y ya que hablamos de cuentas de resultados. Me hacen gracia los
que dicen que RTVE «supone un gasto intolerable para las arcas públicas». Como
si las necesidades generales de información y ocio ajenas al interés comercial
fueran un lujo faraónico pero, en cambio, resultara de una lógica indiscutible
el gasto militar de un Estado que no tiene más problema de defensa que el que
podría suponerle la enemistad de Andorra (porque, de tratarse de la enemistad
de Marruecos, Washington le obligaría a rendirse).
Racionalizar está muy bien, pero racionalicémoslo todo. Empecemos
por ahorrar en lo que, del Rey abajo, no aporta ningún beneficio visible a la
comunidad.
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Quietas las manos
(Sábado 17 de diciembre de 2005)
El Partido Socialista de Euskadi ha decidido romper con la
tradición obstruccionista que inauguró tras su salida del Gobierno vasco,
cuando Nicolás Redondo Terreros estaba a su mando, y ha votado a favor de los
presupuestos del Ejecutivo de Ibarretxe. Como cabía esperar, el PP ha puesto el
grito en el cielo. (*)
No pocos amigos míos se han felicitado de este cambio de actitud
del PSE, y lo aplauden.
Entiendo su contento y, en cierta medida, lo comparto. Me alegra
que el PSE esté rompiendo su frente único con el PP, que ha venido
representando una continua fuente de crispación y enfrentamiento no sólo
político, sino también civil, y que ha constituido un obstáculo sistemático
para toda iniciativa de paz digna de ese nombre. Si los socialistas abandonan
realmente el discurso sobre «las dos mitades de la sociedad vasca» y aceptan
planteamientos «no frentistas»
—o «trasversales», como algunos prefieren llamarlos—, las cosas
pueden desbloquearse y empezar a mejorar.
A lo que mi contento no me lleva, ni de lejos, es a sentir
simpatía por la posición política del PSOE vasco. Si hubiera visto en sus
dirigentes algo parecido a un examen autocrítico de las diversas líneas
políticas que han seguido desde el 80 para aquí y de los extremos de ilicitud a
los que han llegado en muchas ocasiones, podría tomarme las cosas de otro modo.
Pero es que no.
Los hay que me dicen que es absurdo reclamar autocríticas; que «la
política es así». Lo admitiré, si no hay más remedio. Pero que no me pidan que
aplauda y que dé palmaditas en la espalda a quienes
contribuyen a que la política sea así. No estoy dispuesto a avenirme a eso de
que «la política hace extraños compañeros de cama». Puedo colaborar con quien
haga falta, pero la colaboración llegará siempre hasta la puerta del
dormitorio. Ni un paso más. Siempre recuerdo un viejo
principio guerrillero: «Golpear juntos y marchar por separado».
Algunos ya están haciendo planes para el gobierno futuro de
Euskadi basados en la nueva política que amaga el PSE. Hay quienes auguran una
reedición de la juntanza PNV-PSE, con o sin socios
(¿EA? ¿Ezker Batua?). Otros creen que, si ETA se baja del burro, el PSE podría
patrocinar una alianza a la catalana, con
HB y EB, dejando fuera al PNV.
A mí, la verdad, todo eso me parece el cuento de la lechera. Por
el momento, vuelvo la vista al PSE y lo que veo es tirando a desolador. Sus
dirigentes no parecen llamados a grandes metas, precisamente. Y su proyecto es
de una endeblez teórica que tira de espaldas.
Ya iremos viendo. Entretanto, no creo que la cosa dé ni para
echarse las manos a la cabeza ni para dedicarlas a aplaudir.
(*) Sostiene el PP que es éticamente inaceptable respaldar un plan
presupuestario que incluye una partida de apoyo económico a las familias que
tienen presos en cárceles muy alejadas de Euskadi. El argumento es de una
pobreza tal que incluso dedicarle una nota a pie de texto parece excesivo.
Siguiendo la tosca vía argumental de los peperos,
hasta dar de comer a los presos podría entenderse como un acto de ignominiosa
colaboración con el terrorismo.
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Una contradicción andante
(Viernes 16 de diciembre de 2005)
Alguna vez he escrito que mi condición de ex fumador empedernido y
militante —en ambas direcciones: fui fumador empedernido y militante y ahora
soy ex fumador no menos empedernido y no menos militante— me sitúa en una
posición ventajosa para hablar del asunto de las prohibiciones, etcétera.
Falso. Cuanto más reflexiono y vivo el
problema, más perplejo me siento.
De
fumador, asumía la contradicción. De un lado, comprendía que mi hábito
molestaba a la gente no fumadora y me avenía a pactar con ella: un cigarrillo
cada hora durante las reuniones (me pasé a fumar Nobel, que eran los
cigarrillos más largos), nada de fumar en los ascensores ni en los hospitales
(otra cosa eran los lavabos)... Pero, a la vez, me la cogía con papel de fumar,
por así decirlo: si en un hotel no había habitaciones para fumadores, me iba a
otro; si en un vuelo de avión trasatlántico no permitían fumar, me borraba del
viaje. Llegué a decir en el periódico que, si prohibían fumar en sus
dependencias, incluyendo mi despacho, lo consideraría una causa de despido
injustificada y los llevaría a Magistratura. (No hizo falta.)
Ahora
no fumo. Y me molesta enormemente que se fume en mis cercanías. ¡Incluso en la
calle! Estoy en las antípodas de esos ex fumadores que persiguen el rastro de
los humos cual perros de caza siguiendo el olor de sus posibles presas. No es
una cuestión ideológica, sino física: el humo del tabaco me lastima las vías
respiratorias más allá de cualquier lógica que no se me escape. He llegado a
inventarme teorías ad hoc.
La que mantengo con más firmeza sostiene que, una vez que abandoné el
tabaquismo, mis vías respiratorias fueron desprendiéndose de la protección de
alquitrán que las separaba del oxígeno exterior, con lo cual emergieron a la
luz tejidos epidérmicos que habían estado a cubierto desde hacía 40 años, y que
se encontraron de golpe, delicados cual el plumaje de plata de un arcángel,
incapaces de soportar la agresión ambiental. Sea por lo que sea, el hecho es
que el humo del tabaco me hace polvo la garganta en cosa de minutos y que, si
paso unas horas en un ambiente que se fuma, al día siguiente arrastro una
carraspera de mil pares. Me dicen: «¿Y el humo de los
tubos de escape?». Pues no sé. Imagino que también me fastidiará un montón,
pero el caso es que lo noto menos.
Llega
ahora la ley contra los fumadores y mi corazón se escinde. Cada vez que oigo
que se trata de protegerles también a ellos —de protegerlos de sí mismos, como
quien dice—, me enfurezco. «¿Y por qué, ya de paso y
en esa misma línea, no amordazan a Aznar, para protegerlo también de sí
mismo?», clamo iracundo. Pero, cuando imagino que en el siguiente restaurante
supuestamente exquisito al que acuda no se empeñarán en que mezcle los aromas
del azafrán —es un suponer— con los de la hebra tabaquera, se me viene una
sonrisa a los labios de aquí te espero.
Tengo
oído que amar y odiar una cosa al mismo tiempo es el principio mismo de la neurosis. Pero no es mi caso. Yo odio el
tabaco y amo a montones de fumadores (y fumadoras, dicho sea de paso). De modo
que, por lo menos por esa vía, no soy neurótico. Sólo contradictorio. Horrible,
tremenda, definitivamente contradictorio.
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