[Del 25 de noviembre al 1 de diciembre de
2005]
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Secretos reservados
(1 de diciembre de 2005)
«El
juez ha decretado el secreto del sumario».
Ayer
volví a oír la tópica fórmula al final de la información radiofónica sobre el triple
homicidio de Castelldefels. Y me dije: «Pues a ver lo que dura».
En
principio, los jueces están autorizados a decidir que un sumario sea secreto si
consideran que su publicidad puede ser perjudicial para la instrucción del
caso. Por lo que sea. Por ejemplo, porque tema que haya quien, al conocer qué
derroteros están siguiendo las investigaciones, decida dificultarlas ocultando
o alterando pruebas, o coaccionando a testigos.
El
secreto sumarial es un instrumento judicial que puede ser útil, pero con mucha
frecuencia no lo es (o no, por lo menos, para sus fines teóricos).
Cuando
los sumarios se refieren a hechos que atraen el interés de la opinión pública,
sus secretos no suelen tardar casi nada en airearse.
La
gente supone que esto es así porque es bastante el personal que, por razones
técnicas, tiene acceso a esos sumarios. Funcionarios de los juzgados, por
ejemplo. Y es cierto: me consta que no pocos datos jugosos incluidos en algunos
sumarios supersecretos han llegado a
la Prensa gracias a la bien recompensada colaboración de empleados subalternos
de la justicia.
Lo
que muchos menos imaginan, y todavía menos saben, es que, en ciertos casos de
amplia trascendencia política, son los propios jueces los que violan el secreto
de sumario y revelan aspectos importantes de la instrucción que se traen entre
manos. Puedo afirmarlo, porque algunos lo han hecho en mi presencia. (No doy
nombres, porque el secreto profesional me impone cierta discreción, porque no
quiero verme obligado a citar testigos y, sobre todo, porque el lector avisado
se imaginará de qué jueces y de qué juzgados estoy hablando. No sólo se lo
imaginará, sino que, además, acertará.)
El
gran público no está al tanto de lo poco en serio que se toman los secretos
oficiales quienes tienen la obligación de guardarlos.
No
hablo sólo de jueces. Supongo que no habrá ni un solo periodista veterano
ejerciente en Madrid que no haya oído contar a algún ministro o ex ministro tal
o cual polémica acaecida durante una deliberación del Consejo de Ministros, pese
a que a nadie se le oculta, y menos que a nadie a ellos mismos, que juraron
mantener secretas esas deliberaciones.
A
mí, hace ya años, me tocó presenciar, y no una, sino varias veces, cómo altos cargos
—altísimos, en algún caso— proporcionaban documentación reservada al periódico
para el que yo trabajaba y, horas después, declaraban que la publicación de
esos documentos constituía una infamia incalificable «propia del amarillismo
que practica ese medio». Y así.
Tengo
en la memoria varios episodios que merecerían figurar en alguna comedia de
enredo, de ésas en las que la gente se esconde en los armarios o debajo de las
camas. Jamás olvidaré al ministro que se pasó media tarde llamándonos para
confirmar que había llegado el motorista que nos había enviado con algunos
documentos. Necesitaba esa confirmación para preparar la intervención pública
que iba a tener a la mañana siguiente... ¡para desmentir la veracidad de lo
publicado!
A
un ministro que en cierta ocasión, en el curso de un programa radiofónico, se
dirigió a mí aludiendo despectivamente a la falta de credibilidad de ciertas
denuncias que estaba publicando El Mundo,
le pregunté si me liberaba de las obligaciones del secreto profesional en
lo tocante a su propia persona, para contar el papel que él mismo había jugado
en la elaboración de la información de referencia. El hombre, pálido ya de por
sí, empalideció aún más y me respondió con un seco: «¡Por
supuesto que no le libero de ninguna obligación!».
Bueno,
y por resumir: que lo de los secretos oficiales no merece demasiado crédito.
Aunque supongo que habrá gente proba que los guarde de verdad. En esta vida hay
de todo.
__________
P.D. El otro día hablé de traducciones
al castellano de canciones de Bob Dylan.
Un amable lector que reside en Irlanda me manda esta referencia que parece
bastante de fiar: http://members.fortunecity.es/pachi2/albumes.htm
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El que rompe paga (sigue)
(Miércoles 30 de
noviembre de 2005)
Mi
apunte de ayer («El que rompe paga», véase más abajo) me ha acarreado una buena
cantidad de correspondencia. Una buena cantidad y, lo que es más importante,
una buena calidad.
No
pocos lectores han afrontado mis argumentos favorables a penalizar
económicamente a aquellos que causen un mal colectivo por su gusto morboso por
el riesgo y me han escrito para rebatirlos. Cosa que agradezco, y mucho:
quienes me conocen saben que pocas cosas me resultan tan estimulantes como un
buen debate destinado a establecer los criterios más certeros y más críticos
(sobre lo que sea, con tal de que el asunto valga la pena).
Y
si mi posición inicial sale mal parada, peor para ella. Y mejor para mí.
Entre
las observaciones que se me han hecho en esta ocasión, hay algunas que, con ser
pertinentes, cabe clasificar como secundarias. Aclaratorias, por así decirlo.
Ejemplo principal: varios lectores me han hecho saber que los gastos producidos
por los montañeros federados que se ven en apuros los cubre un seguro ad hoc que
tienen suscrito. Me aclaran que esto vale sólo para los montañeros federados,
de modo que mi argumentación seguiría siendo válida —de serlo— para quienes se
meten a hacer montañismo en condiciones climatológicas adversas sin estar
federados. Es algo que conviene saber, y qué no entiendo cómo no salió en el
curso de la polémica de la que fui espectador. (Aunque tal vez salió y me pilló
distraído.)
La
objeción que se supone que apunta más directamente a la línea de flotación de
mi posición es la de aquellos que señalan
cuán difícil es determinar dónde está la frontera que separa el riesgo
«socialmente aceptable» del riesgo «socialmente excesivo».
Me
ponen varios ejemplos. Alguno muy ilustrativo. Así, quien bebe alcohol en
demasía o fuma tabaco ¿no corre también un riesgo «socialmente excesivo»? En
tal caso, y por la misma regla del tres, ¿no habría que privarlo de los
beneficios de la Seguridad Social si cae enfermo por culpa de su adicción?
(Conste que ésta no es una idea peregrina aportada a la polémica con fines
demagógicos: en Gran Bretaña ya se han planteado abandonar a su suerte a los
alcohólicos cirróticos y a los que padecen cáncer de pulmón derivado de su
tabaquismo, argumentando, básicamente, que «ellos se lo han ganado»).
Hay
quienes llevan la cosa todavía más lejos. Incluso muy muy
lejos. Dicen: «¿Por qué tiene la sociedad que pagar a
los socorristas de la playa? Que quien no quiera correr riesgos no se meta en
el agua. O que no tome el sol, no vaya a coger una insolación». Decía Lenin que no hay modo más eficaz de desprestigiar una causa
que llevarla a sus últimas consecuencias. De admitir la objeción de los
playeros y los socorristas, acabaríamos considerando que todo, salvo lo
imprescindible para la supervivencia de la especie —y, ya de paso, del capitalismo—,
acarrea riesgos innecesarios y, por lo tanto, excesivos.
Pero
el hecho es que en algún lugar hay que situar la línea divisoria. Más allá o
más acá, pero en alguno. A no ser que consideremos que hay que abolir no ya el
delito, sino incluso la noción de imprudencia temeraria.
¿Tratan
de decirme que ésa es una noción cultural, no científica? ¡Por supuesto! Ése es
mi punto de partida.
En
los parámetros de esta o aquella cultura concreta, tal actuación entraña un
riesgo que no se considera «socialmente excesivo» y tal otra, sí.
En
el fondo, el debate remite a la cultura que deseamos que predomine en la
sociedad de la que formamos parte. No pretendo que la mía sea la única
concepción del mundo que vale la pena. Digo que en mi concepción de la vida tienen
mal encaje los forofos del «al filo de lo imposible», los que se pirrian por la adrenalina que descargan cuando corren a mil
por hora, los nobles y viriles toreros, los corredores de los encierros y los
amantes del puenting y otros ings del estilo. Lo digo y trato de explicar por qué. Quien prefiera
otro tipo de sociedad, en el que quepan algunas de esas conductas y no otras contra las que yo no tengo nada, o incluso me gustan,
que lo argumente.
¿La
solución? Pues a votos, digo yo.
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El que rompe paga
(Martes 29 de
noviembre de 2005)
«Que
se den ellos la galleta, pero que no involucren a los demás», solía decir yo en
tiempos refiriéndome a los automovilistas que conducen jugándose el tipo. Es
una afirmación muy común. Un amigo me la desmontó: «Se den como se den la
galleta, siempre involucrarán a los demás. Habrá que llevar una ambulancia al
lugar del accidente. Si muere, habrá que retirar el cadáver. Si queda herido,
la Seguridad Social deberá hacerse cargo de su recuperación, si es posible. Y
si no, de su invalidez, en el grado que sea. Todo accidente de tránsito provoca
un gasto social que, en tanto que tal, nos afecta a todos.»
Me
convenció. Y tanto me convenció que, desde entonces, me hago esa misma
reflexión cada vez que veo a alguien que se juega el tipo porque le gusta el
riesgo, porque está desquiciado o porque le sale de las narices.
El
pasado fin de semana hubo en Euskadi varios grupos de montañeros que,
conociendo los avisos de temporal de nieve, decidieron echarse al monte para
poner a prueba su pericia en situaciones de riesgo extremo. El dato me ha
llegado de Euskadi, pero supongo que otras áreas del norte peninsular habrán
conocido sucesos semejantes.
Querían
jugársela, y se la jugaron. Tanto que, de no haber sido por las operaciones de
rastreo y rescate montadas por los servicios públicos especializados en este
género de emergencias, no habría tenido nada de especial que algunos de ellos
hubieran perecido congelados.
Lo
que yo propongo es que se cambie la ley, de modo que, una vez concluido el
rescate, las autoridades tiren de impreso y hagan la factura correspondiente:
«Por la utilización de tantos helicópteros durante tantas horas, tanto. Por
tantas horas de trabajo de tantos especialistas y de tanto personal auxiliar,
cuanto.» Y así todo. Con perfecta minuciosidad.
Algo
me dice que, cuando los aguerridos montañeros comprueben que su gusto por el
riesgo les ha salido a ruina por barba, perderán por completo las ganas de
repetir su proeza. Y que los demás montañeros que sepan de lo sucedido tomarán
también buena nota. Porque cuando el kilo de romanticismo sale por un riñón,
los románticos desaparecen como por ensalmo.
Hay
gente que se ve metida en líos sin comerlo ni beberlo. Estoy pensando por
ejemplo —hoy precisamente— en tantos y tantos cientos de canarios que han sido
sorprendidos por la furia devastadora de la tormenta tropical Delta. Los
servicios de emergencia y de rescate deben estar a disposición de quienes se
hallan en situaciones así. No de quienes las buscan, o incluso provocan.
Oí
ayer a un montañero vasco que echaba balones fuera: «Si cobraran a los
montañeros por esto, tendrían que cobrar también a muchos otros en situaciones
semejantes», vino a decir. ¡Pues claro que sí! ¡A todos! También a los que se
ponen delante de los toros en los encierros. Y a los que se tiran de un puente
sujetos —eso esperan— por una cuerda. Y a los que toman las curvas de montaña a
150 kilómetros por hora.
¿Que
les gusta el riesgo? A mí no. Pero, ya que les da por ahí, que, si provocan
desperfectos, los costeen de su bolsillo.
Era
un letrero que figuraba en tiempos en todos los billares: «El que rompe paga.
Procurad no romper».
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Los árbitros, sin red
(Lunes 28 de
noviembre de 2005)
De
viaje por las frías tierras del norte y centro peninsular —del norte al centro,
en concreto—, ayer sólo pude poner la vista encima a un partido de fútbol, y no
completo. Parece que tuve a los dioses de mi lado y que el partido en cuestión
fue el mejor de la jornada, con diferencia.
Lo
del Barça es, sin duda, un espectáculo de otro
género.
Pero
no voy a eso, sino al asunto de los malditos penaltis y demás materia de
polémica. En el Barça-Racing
hubo dos faltas máximas. La primera no la vi, aunque oí comentar que había
resultado muy dudosa. La segunda me pareció discutible. En realidad, casi todos
los penaltis acaban resultando discutibles, porque a los árbitros se les exige
que aprecien si ha habido o no «intencionalidad» en la presunta infracción.
Terreno resbaloso donde los haya, porque obliga a indagar en cabeza ajena.
¿Cómo puede tener la certeza de que el jugador ha hecho tal movimiento a
propósito, con desprecio voluntario del reglamento, y no para protegerse de un
balonazo o con el ánimo de jugar legalmente la pelota? La mayor parte de las
veces es imposible saberlo. O la norma es objetiva, y se juzga el hecho con
independencia de la intención que pudiera tener quien lo ha realizado, o las
posibilidades de errar son altísimas.
Oí
por la radio que en otros campos también se habían sancionado penaltis
«discutibles». Lo cual no tiene nada de particular, por las razones arriba
expuestas.
Hace
tiempo que he dejado de asombrarme por el altísimo riesgo de error que presenta
el sistema de arbitraje aplicado al fútbol. Antes me pasmaba que un supuesto
deporte en el que están en juego cantidades de dinero tan astronómicas se
hallara al albur de tantas y tan arrastradas contingencias humanas. Se reclama
de los árbitros que vean demasiadas cosas a la vez. En algunos casos, a ellos o
a sus auxiliares se les exige que vean lo que es físicamente imposible ver,
porque no se puede dirigir la vista simultáneamente a dos puntos distantes
entre sí (ciertas jugadas de hipotético fuera de juego, muy especialmente).
Considerando todo lo cual, uno —si es tan ingenuo como yo suelo serlo— se
pregunta por qué no se utilizan técnicas arbitrales mucho más fiables. Por
ejemplo, por qué no hay más árbitros principales sobre el césped. Y por qué no
hay un equipo de árbitros de mesa que contabilicen el tiempo efectivo de juego,
como se hace en el balonmano y en el baloncesto. Un equipo de jueces que,
convenientemente pertrechados con aparatos de grabación, puedan también repasar
lo ocurrido en determinadas jugadas, asesorando de este modo a los árbitros de
campo y ayudándoles a tomar una decisión más justa.
Ya
digo que antes cometía la ingenuidad de preguntarme por qué no se cambia el
reglamento arbitral para sacarlo del siglo XIX y plantarlo en el XXI. Ahora ya
lo sé. Me consta que prefieren que haya un sistema arbitral aparatosamente
falible. Para que falle. Porque de ese modo la polémica, la pasión y la bronca
están aseguradas, y eso conviene al espectáculo. O sea, da dinero. Hágase la
cuenta de los infinitos espacios deportivos (o sea, de fútbol, casi
exclusivamente) de la radio y la televisión y súmense los ríos de tinta de la
prensa especializada. ¿Con qué iban a llenar todo eso si se les priva de las
polémicas sobre los árbitros, sobre sus tonterías, sobre sus filias y sus
fobias, sobre sus ataques de garzonitis (de vedetismo, quiero decir) y sobre sus constantes patinazos?
El
circo tiene sus leyes. Y una de ellas es la carnaza. Desde que se generalizó el
uso de redes de protección, los números de trapecio dejaron de emocionar. No
quieren que les suceda lo mismo con el fútbol.
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Cuando la resistencia es un matiz
(Domingo 27 de
noviembre de 2005)
Ya
hace años —no sé: cuatro o cinco—, el entonces presidente Aznar intentó que las
Naciones Unidas suscribieran una declaración en contra del terrorismo, en
general. La iniciativa topó desde el comienzo con un obstáculo infranqueable:
la representación británica se negó a aprobar una definición del terrorismo que
pudiera acarrearle problemas innecesarios con el IRA, con el que Blair ya había
entablado conversaciones más o menos indirectas para alcanzar la paz en Irlanda
del Norte. Como quiera que Blair tampoco tenía el
menor interés en que la definición acordada dejara fuera al IRA, optó por
negarse a definir el terrorismo, sin más.
La
posición del premier británico no
escandalizó a casi nadie. Otros estados estaban en las mismas. Y es que, si
bien nadie tiene especiales dificultades para emitir condenas genéricas contra
el terrorismo, son bastantes los que prefieren no verse obligados a concretar
cuántos tipos de terrorismo abarca su condena. ¿Se incluye el terrorismo de
Estado? ¿La política israelí en tierra palestina debe ser catalogada como
terrorista? ¿Y el activismo palestino contra la ocupación israelí? Los mujaidines afganos que se levantaron contra el Gobierno prosoviético de Kabul ¿eran terroristas? Y si lo eran, ¿qué
consideración merece el apoyo que les proporcionó EEUU? Y si no lo eran,
¿cuándo empezaron a serlo, y a raíz de qué?
La
Cumbre Euromediterránea que inicia hoy sus trabajos
en Barcelona ha ido a tropezar con esa misma piedra. Varios estados árabes
quieren que el Código de Conducta Antiterrorista que se pretende aprobar deje
claro que la resistencia armada contra la ocupación extranjera, siempre que se
desarrolle conforme a las leyes de la guerra, no puede merecer condena; que es
la ocupación manu militari de
territorios ajenos la que debe ser reprobada. La UE, fuertemente presionada por
Israel, se niega a aceptar ninguna salvedad. Sostiene que «los últimos
acontecimientos» desaconsejan introducir «matices» (sic) en la condena del terrorismo y que el reconocimiento del
derecho de autodeterminación de los pueblos, ya previsto en el proyecto de
acuerdo —interesante reconocimiento, dicho sea de paso—, cubre las justas
aspiraciones planteables en ese terreno. Sus
oponentes responden que, si la intención de los miembros de la UE fuera
respaldar la posición palestina, lo harían, sin más, y no pastelearían con las
pretensiones anexionistas de Israel.
De
modo que tampoco parece que la Cumbre Euromediterránea
de Barcelona vaya a producir una definición del terrorismo que concite un
mínimo consenso internacional.
Al
margen del lógico escepticismo que producen sus previstos llamamientos a la
unidad en la lucha contra el terrorismo —¿cómo se van a unir contra algo que no
tienen claro qué es?—, resulta más que preocupante el hecho de que estados de
la Unión Europea como Francia, Italia y Grecia, y otros próximos y aliados,
como los balcánicos y la propia Rusia, todos los cuales rinden culto a aquellos
de sus compatriotas que se levantaron en armas contra la invasión nazi, digan
ahora que preconizar la exclusión de la resistencia contra la ocupación extranjera
de la lista de prácticas terroristas supone meter en danza «matices»
inconvenientes.
Es
una muestra de su profunda degradación moral. Otra. Por si hicieran falta más.
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Heras, otro peón comido
(Sábado 26 de
noviembre de 2005)
Con
todo lo que yo desconozco sobre el ciclismo profesional podría hacer El Mundo una colección de fascículos la
mar de completa. (De hecho, no descarto que acabe haciéndola: lo mío sería
perfecto para tener una idea cabal de todo lo que cabe ignorar al
respecto.) De modo que este comentario
debe tomarse como resultado de una reflexión hecha desde fuera de ese mundillo.
Lo
primero que tiendo a pensar es que, si tanto el análisis como el contraanálisis
de las muestras de la orina de Roberto Heras han
detectado la presencia de EPO, será que la había. No creo que los dirigentes
del ciclismo se hayan arriesgado a adoptar un método de análisis poco fiable,
más que nada porque no veo qué pueden ganar mandando a los infiernos a algunos
de sus deportistas más rentables. Comprendo que los abogados de los corredores
acusados de dopaje pongan el acento en los puntos menos rotundos y contundentes
del trabajo de laboratorio —a algo deben agarrarse—, pero mi experiencia en el
comportamiento general de los abogados, sea en el ámbito que sea, me hace saber
que cuando carecen de argumentos mejores son capaces de echar mano de los que
sea, por peregrinos que resulten.
Sé
que los ciclistas de elite tienen médicos particulares que supervisan su
preparación —llamémosle así— fuera del control oficial del equipo en el que
militan, aunque con su complicidad, según dicen. Lo sé porque se lo he oído
decir a ellos. Oí preguntar hace un par de semanas a Heras,
en concreto, quién era el médico con el que él contaba para esas funciones, y
él se negó a dar el nombre del galeno en cuestión alegando que no quería «crear
más problemas». Me pareció una respuesta mosqueante.
Más que un lapsus; casi toda una confesión. Por lo
que dijo a continuación el periodista de deportes que había formulado la
pregunta, se trata de un médico que ya ha estado otras veces en el centro de
fuertes polémicas sobre posibles dopajes, y no sólo de ciclistas.
Roberto
Heras jura que él nunca se ha servido de ninguna
sustancia dopante. Si lo que quiere decir es que
nunca lo ha hecho conscientemente, estoy dispuesto a creerle. Pero ¿cómo puede pretender
que tiene un conocimiento cabal y preciso de la composición de todos los
medicamentos, compuestos vitamínicos y demás brebajes que le van proporcionando
en cada momento? ¿Tiene su propio laboratorio personal, en el que analiza cada
sustancia antes de ingerirla o de permitir que se la inyecten? Es la suya una
afirmación que carece de valor.
Tampoco
le veo mucho fuste al otro argumento que esgrime, cuando señala que la prueba
de orina se la hicieron cuando ya tenía la Vuelta a España en el bolsillo,
prácticamente ganada. Por lo que tengo oído de otros deportes, el rastro de EPO
se mantiene en la orina durante bastantes días. Y bastantes días antes del día
en que le tomaron la prueba Heras no tenía ganado
nada.
Dicho
todo lo anterior —y dicho a expensas de que gente con más conocimiento que yo
en estas materias no me lo refute, insisto—, sigo pensando que Roberto Heras y todos los Roberto Heras
del ciclismo son peones en el juego de gentes mucho más responsables, que sacan
incluso mucho más beneficio que ellos sin arriesgar nada, que los fuerzan a
estirar la cuerda de la preparación física mucho más allá de las puras fuerzas
naturales y que cuentan con médicos que no paran de investigar para lograr
nuevas sustancias dopantes (aún no prohibidas porque
aún nadie las conoce) que consigan elevar todavía más el listón del
espectáculo.
Luego,
cuando un ciclista es pillado en falta, se dicen escandalizados, se lavan las
manos y se preparan para la siguiente.
Ahora
que tanto se vuelve a hablar de Bob Dylan, os aconsejo que, si no la conocéis, leáis la letra
de una canción suya llamada Who Killed Davey Moore?
No tenéis más que pinchar en el hipervínculo. Si estuviera en Madrid, os
incluiría la traducción. Supongo que andará también por la Red. Contiene todo
lo que hay que decir en relación a los juguetes rotos de los sedicentes
deportes de alta competición.
______________
P.S.
Lamento lo tarde que actualizo hoy esta página. No lamento nada que el retraso
se deba a que he dormido a pierna suelta hasta las 11:00. Más de 10 horas de
sueño ininterrumpido. (Qué delicia, de verdad. Si
dormir es morir un poco, creo que voy a pasármelo como Dios cuando me muera.)
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Calatrava y la arquitectura
(Viernes 25 de
noviembre de 2005)
Radio
Nacional de España ha concedido su premio Especial «El Ojo Crítico» al arquitecto Santiago Calatrava. Creo que fue
Fermín Bocos quien, al anunciarlo, afirmó que
Calatrava es «sin duda el mejor arquitecto español actual».
Me
fastidian los que emiten un juicio de valor —el que sea, sobre lo que sea— y
añaden que su apreciación es correcta «sin duda». ¿Han preguntado a todo el
mundo para confirmar que nadie opina otra cosa o que, caso de ver el asunto de
modo distinto, desbarra como un lelo?
En
este caso, en concreto, no estoy nada de acuerdo. A mí la arquitectura de
Calatrava no me gusta. Y no porque las formas estéticas que elige me desagraden
(que también, pero ya se sabe que sobre gustos no han nada escrito, salvo que
hay gustos que merecen palos), sino porque creo que incumple el primer
mandamiento de toda construcción arquitectónica: ser útil a quien debe servirse
de ella.
Me
toca convivir con cierta frecuencia con dos obras de Calatrava, ambas en
Bilbao. Una es el puente de Zubi-Zuri,
sobre la ría, a la altura del Paseo de Volantín. Su peculiaridad más interesante es que, en cuanto caen dos
gotas de lluvia —cosa no del todo infrecuente en Bilbao— se convierte en una
estupenda pista de patinaje, gracias a su suelo de vidrio. El listo de
Calatrava creyó que él resolvía ese inconveniente dando al vidrio una pintura
antideslizante transparente. Pero la pintura en cuestión, que ignoro si recién
dada es antideslizante, deja de serlo echando mixtos. Admito que el arquitecto
tuvo la prudencia, digna de loa, de poner barandilla a su puente, de modo que
puedes recorrerlo bien agarrado, con lo cual no te caes muchas veces y, caso de
caerte, no te precipitas a la ría. Pero ese detalle, con ser importante, no
justifica un premio de tanto ringorrango.
El
otro engendro de Calatrava con el que convivo casi todas las semanas es el
aeropuerto de Loiu. No me entretendré quejándome de
minucias tales como que el techo presenta goteras —¿qué culpa tiene él de la
fijación de Bilbao por la lluvia?— y me concentraré en lo esencial: a don
Santiago no se le ocurrió la posibilidad de que los aviones con salida y
llegada en Bilbao sufrieran atrasos, por lo que diseñó unos asientos para las
salas de espera que es imposible utilizar durante más de diez minutos sin que el
culo del usuario/a empiece a cobrar una coloración amoratada característica de
los potros de tortura. Por supuesto carecen de nada en lo que apoyar los brazos
y el respaldo es de una rigidez que compite ventajosamente con las opiniones de
Ángel Acebes.
Tal
vez mis criterios sobre arquitectura sean injustos. Es posible que conceda
demasiada importancia a la utilidad social de las obras. Pero no creo que mi
punto de vista sea rotundamente descartable. Me permito reclamar que un puente
sirva para pasar de una orilla a otra sin jugarse el tipo. Y que el mobiliario
de una sala de espera ayude a esperar sin desesperar del todo.
Lo
que más me llama la atención es que el premio que le han concedido a este señor
se llame “El Ojo Crítico”. No me imagino qué habría podido ocurrir si en vez de
crítico el ojo en cuestión hubiera sido papanatas.
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