[Del 11 al 17 de noviembre de 2005]
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Hasta el cuello
(Jueves 17 de noviembre de 2005)
Lo
que más me gustó de lo que dijo ayer José Zaragoza, secretario de Organización
del PSC, para negar que su partido haya recibido un muy especial y muy sospechoso
trato de favor de La Caixa a la hora de encarar los
créditos que le tiene concedidos, es que ellos renegocian sus créditos, «como
todo el mundo».
No
me digáis que no es gracioso. Yo no debo ser de este mundo, porque nunca he
renegociado ningún crédito. Y, de haberlo intentado, algo me dice que no habría
conseguido que mis prestamistas aceptaran que pagara tarde y sin intereses.
Añaden
los del PSC que el PP también ha conseguido que algunas entidades bancarias le
condonen deudas. Dijeron que el Tribunal de Cuentas tiene documentos que
revelan que sólo en 1992 los de Aznar consiguieron que les perdonaran 1,4
millones de euros de intereses impagados. Se refirieron también a las
misteriosas donaciones anónimas que recibe el PP y que suman muchos cientos de
miles de euros.
También eso me gustó, y hasta me hizo gracia,
porque responde a la muy entrañable tradición celtibérica según la cual no hay
nada mejor para librarse de una acusación que responder al acusador: «¡Pues mira que tú!». Es una falacia infantil, porque,
obviamente, nada impide que ambos
reproches den en el clavo, y que tanto el PSC como el PP hayan recibido
sustanciosas dádivas de unas u otras entidades financieras, a la espera de que
se las devuelvan en forma de favores políticos. Es de hecho lo más probable,
porque los bancos no suelen dar euros a 80 céntimos y, si se muestran tan
generosos con quienes tienen poder —o expectativas de poder—, seguro que es por
algo. Ayer ERC aportó un dato ilustrativo: contó que La Caixa
le amenazó en 1997 con embargar sus cuentas si no paralizaba una campaña contra
los peajes de las autopistas. Y es que La Caixa es la
principal accionista de Abertis, que controla dos
tercios de las autopistas españolas de pago. El episodio puede valer como botón
de muestra.
Lo que no me hizo ninguna gracia, en cambio, es lo
que el señor Zaragoza afirmó a continuación. Dijo saber que Manuel Pizarro,
presidente de Endesa, es uno de los «donantes anónimos» que alimentan las cajas
del PP y de la fundación FAES, que preside Aznar.
Lanzó esa acusación y añadió acto seguido: «Que
demuestren que no es verdad».
Eso está feo. Muy feo. Por mucho que uno quiera
quitarse muertos de encima, no es ni lícito ni decente incurrir en algo tan
burdo y tan contrario a las normas del Derecho como pedir al acusado que
demuestre su inocencia. Los juristas llaman a eso «invertir la carga de la
prueba». Resulta inaceptable en todo caso y circunstancia, y descalifica a
quien lo hace. Es quien formula la acusación quien debe probarla, y si no es
capaz, lo mejor que puede hacer es callarse.
Pero, quitando esos deslices menores, el asunto
está resultando la mar de interesante. Con un poco de suerte, si se ponen a
echarse la caca los unos a los otros, nos demuestran con fechas, cifras y nombres
que, efectivamente, todos ellos están de caca hasta el cuello.
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Sin tregua, pero con ley
(Miércoles 16 de noviembre de 2005)
Se
enrarece por momentos el clima político local. El navajeo se adueña de la
escena. Los jefes de los partidos fingen comedimiento, pero su disimulo —mínimo,
en realidad— apenas oculta su sistemático recurso a las maniobras más arteras,
en las que todo vale. Junto a ellos, los hipócritas se fingen escandalizados y
reclaman «tolerancia».
Siempre
me ha molestado que se hable de «las reglas del juego democrático». Cuando se
emprende con rigor y con principios, la lucha política no tiene nada de juego.
Del mismo modo que, según la clásica definición de Clausewitz,
la guerra es la continuación de la política por otros medios, la política es
una guerra que se libra sin armas. Su finalidad es, en último término, la misma
que la de las guerras cruentas: convertir al enemigo en inofensivo.
Así
las cosas, no veo por qué deba nadie ser «tolerante» con el enemigo. Yo, al
menos, nunca he preconizado tal cosa. Más bien todo lo contrario: al enemigo
hay que hostigarlo sin tregua. Y si se le ve angustiosamente apurado, razón de
más para ir a por él con todas las energías de las que seamos capaces. ¿Que ya
lo tenemos contra las cuerdas? Pues a seguir pegando. Hasta el k.o.
Establecido
lo cual, no debe olvidarse jamás que incluso las guerras están sometidas a
leyes y reglas que es obligado respetar. No es lícito someter a los prisioneros
a vejaciones ni darles un trato degradante. No se puede atacar a la población
civil de la zona enemiga. Debe renunciarse por entero al uso de armas
prohibidas.
Ese
género de leyes, recogidas en la Convención de Ginebra, tienen también sus
correspondientes equivalencias en la lucha política. Por ejemplo: no es lícito
inmiscuirse en la vida privada de nuestros oponentes. Tampoco cabe convertirlos
en víctimas de rumores objetivamente difamantes. Es asimismo inaceptable el uso
de la mentira.
Dicho
de otro modo: armas, todas, y cuantas más mejor, pero siempre que sean legales.
Aquí
todo funciona al revés. La pelea política tiene, de hecho, una trascendencia
más bien escasa, dados los muchos criterios comunes que mantienen los dos
principales partidos. Pero, a cambio, ambos se sirven de las peores artes,
incluyendo algunas que producen auténtica vergüenza ajena (véanse los «argumentos» utilizados por el PP y la jerarquía
católica para ir en contra de la Ley Orgánica de Educación, basados en puros
inventos).
En donde debería regir la intransigencia con
ley, ellos han instaurado el
pasteleo envenenado.
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Son como Fox
(Martes 15 de noviembre de 2005)
Me
indigné —ya que no sorprendí— anoche, oyendo a los integrantes de varias
tertulias radiofónicas emprenderla contra el presidente venezolano, Hugo
Chávez. No me llamó tanto la atención la belicosidad de algunos como la
coincidencia de todos. Ni siquiera se molestaban en discutir: la condena era
unánime. Y no se ceñía a lo propio de la crítica política, sino que se
adentraba audazmente en el territorio de la descalificación personal: «payaso»,
«personaje atrabiliario», «bufón»,
«individuo de actitudes intolerables»... Comprobando que quienes así se
expresaban eran los mismos que se mueven con pies de plomo y echan mano de toda
suerte de amables eufemismos cuando osan criticar a Bush, me dije: «Claro,
reconvienen al Gobierno de Washington, aunque con la debida prudencia, porque
se empieza teniendo cárceles clandestinas y lanzando bombas de fósforo sobre
poblaciones civiles y lo mismo se acaba llamando “lacayo” al presidente de
México».
En este caso como en tantos otros, Chávez tiene
razón en el fondo, aunque cada cual sea libre de considerar más o menos
apropiadas sus formas. En la reciente Cumbre de las Américas,
Bush hizo una defensa, tan encendida como inopinada e improcedente, del Área de
Libre Comercio para las Américas (ALCA), que
patrocina él mismo. El asunto ni siquiera estaba en el orden del día, y así lo
señalaron de inmediato los presidentes de Argentina y Brasil, lo cual no
impidió al mexicano Vicente Fox salir en defensa del
inquilino de la Casa Blanca.
Para nadie es un secreto que Washington inyecta
cada año una buena partida de millones de dólares en la economía mexicana.
Trata de evitar que su vecino del sur sufra desequilibrios que pongan en
peligro la seguridad de los propios EEUU. Fox es
consciente de lo que debe a Bush, y actúa en consecuencia. Pero lo cierto es
que la iniciativa del ALCA, en la que tanto interés pone Washington, parte de
un principio de patente desigualdad: reclama de los países de América Latina
que no pongan ninguna traba al libre comercio, pero permite que los EEUU mantengan
una política claramente proteccionista sobre su producción agrícola.
Fox se refirió en términos muy críticos a las
posiciones defendidas por Chávez en la Cumbre de las Américas
y Chávez le respondió haciendo público un discurso que pronunció Fox en la propia Cumbre, que no se había dado a conocer, en
el que quedaba patente su actitud más que obsequiosa hacia Bush. Lo cual ha
enfurecido a Fox, porque ha quedado retratado como lo
que es.
Y aquí, entretanto, nuestros conspicuos
comentaristas radiofónicos no tienen nada mejor de lo que hablar que de los
«malos modos» de Chávez. A su manera, son como Fox.
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No Direction Home
(Lunes 14 de
noviembre de 2005)
Pasaron
anoche en Canal + No Direction
Home (*), la
larga película para televisión que ha hecho Martin Scorsese sobre Bob Dylan.
Es
un buen documental. Scorsese contaba para realizarlo
con varias ventajas: sabe mucho de hacer cine, conoce muy bien la vida y la
obra de Dylan, es un adicto al rock, al folk y al country... y tenía el respaldo del propio Dylan, que acompaña el hilo del relato con sus recuerdos y
comentarios, aceptablemente poco endiosados y bastante distantes.
Interesado
desde hace 40 años por la obra de Bob Dylan, casi nada de lo que relata el documental me pilló
demasiado por sorpresa, como ya me esperaba. Pero una cosa es haber leído esto o lo de más allá y otra cosa
es verlo. Buena parte de los archivos
filmados que utiliza Scorsese, con el apoyo de los
cuales consigue reconstruir los diferentes ambientes en los que se forjó Dylan —muy especialmente el del Village
neoyorquino de los 60—, me eran desconocidos. También me parecieron muy
interesantes y bastante sinceras las entrevistas con cantautores, artistas y
gente de la farándula progre del
Nueva York de entonces. Dan la sensación de haber envejecido bastante
bien casi todos. Se les ve lúcidos.
De
todos modos, lo que más me impresionó, y con diferencia, fue el relato duro y
sin concesiones que hace Scorsese de los malísimos
tragos por los que pasó Dylan cuando decidió que no
iba a encasillarse de por vida en el papel de cantante protesta-folk-izquierdista que le habían asignado y se puso a probar
qué posibilidades le ofrecían la música rock y la poesía surrealista.
Fue
terrible. Durante varios años, concierto tras concierto, su público lo abucheó y le insultó hasta hartarse. El comentario lo
recogieron varias veces las cámaras de la época, y se ve en No Direction Home: «¡Hemos venido a ver un
cantante folk y nos encontramos con un grupo pop!»,
«¡Y esa horrible armónica!», «¡Pero si es que, además, desafina!», etc.
Le
habría bastado con renunciar al cambio de imagen —incluyendo en ella su estilo
musical— para seguir triunfando. Habría podido seguir así, con sus Blowin’ in the Wind, sus Masters of War, sus The Times They are-a Changin’, sus Only A Pawn in their Game,
etc., de por vida, añadiendo de tanto en tanto sus Hurricane, sus George Jackson y otras protestas circunstanciales. Es lo que
han hecho más o menos —algunos con considerable dignidad— artistas como Pete Seeger, Joan Baez, Peter, Paul & Mary, Tom Paxton
o Maria Muldaur. Pero él no podía. Porque Dylan no era ni mucho menos tan izquierdista como se le
pintaba —de hecho no fue nunca realmente izquierdista— pero, a cambio, era un
perfecto inconformista, alérgico a los encasillamientos, muy capaz de hacer
justo lo contrario de lo que se esperaba de él, caso de parecerle buena idea.
Incluso
su despectiva altanería de entonces me parece ahora más fresca y sana que los
rollos políticos que se echaban otros. «¿Cuántos
cantantes de protesta cree que hay hoy en día?», le pregunta un periodista en
una conferencia de prensa. «Unos 136», responde. El periodista, picado en su
amor propio, repregunta: «¿Unos 136? ¿136, más o menos, o 136
exactamente?» Y él, sin inmutarse, insiste en la irrisión: «Bueno, entre 136 y
142». (**)
Inconformista
no quiere decir frívolo. Un frívolo jamás habría afrontado con tanta decisión
—con tanto arrojo, incluso— la que se le vino encima por haber traicionado el folk.
Fue de un valor —o de una terquedad, tanto me da— realmente admirable.
Nos
equivocamos en masa los progres de la
época. Yo también torcí el gesto cuando me llegó Highway 61 Revisited (1965). Me dejó de una
pieza. ¿Qué diablos era aquello tan ruidoso, tan eléctrico? ¿Dónde estaba mi Dylan?
Tardé
años en descubrir que mi Dylan no estaba en ningún lado, porque Dylan era exclusivamente de Dylan.
Y sigue siéndolo.
Y
también me costó mucho admitirlo, pero me rendí finalmente a la evidencia: Dylan es un genio. ¿Antipático? ¿Desagradable? ¿Engreído?
¿Con una voz que recuerda el maullido de un gato acatarrado? Todo eso y mucho
más. Pero un genio.
(*) El título del documental hace mención al
estribillo de una de las más celebradas canciones de Dylan:
Like A Rolling Stone («Como un canto rodado»). Dice: «How does it feel / How does it feel / To be
on your own / In no direction home / Like a complete unknown / Like a rolling stone». Quien quiera
conocer mi punto de vista sobre esta canción y sobre Dylan
en general puede consultar el texto de la conferencia que di en Las Palmas de
Gran Canaria en junio de 2001 bajo el título «Dylan, poeta».
(**) Diálogo citado de memoria. Si no fue así, fue muy parecido.
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La relación de
fuerzas
(Domingo 13 de
noviembre de 2005)
En
Francia, la Iglesia vaticana no pinta nada en las escuelas. Está autorizada a
tener sus propios centros educativos, pero la enseñanza que imparte en ellos ha
de amoldarse a las normas dictadas por el Estado y debe costearlos por su
cuenta, al margen de las arcas públicas. Recibe las mismas ayudas —modestas,
por lo demás— que los representantes de las otras iglesias que cuentan con un
mando unificado. Y ya está.
Excuso
decir que esa situación no hace las delicias de la jerarquía católica, pero se aviene a ella con
cristiana resignación, porque sabe que la República Francesa funciona así y que,
de enfrentarse a las autoridades por ese motivo, es muy poco lo que podría
ganar y bastante lo que tal vez perdiera.
Los
obispos católicos franceses son tan propensos a la restauración de lo superado
por la Historia —tan reaccionarios, en sentido estricto— como los españoles, y
puede ser que en algunos casos incluso más. Pero saben a qué atenerse. Saben
cuál es la relación de fuerzas. Y trabajan a partir de ella.
Entre
los muchos problemas que se crea el Gobierno de Rodríguez Zapatero él solo, por
su culpa, por su grandísima culpa, uno —y no el menor— es que no sabe ni
movilizar las fuerzas que le respaldan ni utilizar los recursos del poder que
el electorado ha puesto en sus manos. Es algo que afecta a muy diversos planos
de la vida política. Resulta increíble, por ejemplo, que el teórico pluralismo
de los medios de titularidad pública siga expresándose, aún a estas alturas,
juntando a unos cuantos opinantes más o menos pro gubernamentales —no mucho, si
de lo que se habla es del Estatut—
con bastantes más situados en la órbita del PP. Como si ésa fuera toda la
variedad política reflejada en el Parlamento. (De serlo, ¡bueno iría el
Gobierno!)
Le
llevan a uno el alma los diablos, y digo bien, cuando ve las respuestas
apocadas y pusilánimes que da el Gobierno a la ofensiva coordinada que las
derechas han lanzado contra él. Le bastaría con comunicar lacónicamente a la
envalentonada Conferencia Episcopal que considera que el Estado español ya le
ha indemnizado más que de sobra por las desamortizaciones de hace dos siglos y
que va a replantearse adecuar la ayuda económica que le proporciona a las
labores de estricto interés social que desarrolla. Y que, puesto que las
derechas han elegido la calle como teatro para su pulso político, propiciar que
las fuerzas sociales laicas hagan lo propio, irrumpiendo en la escena como se
debe.
Bajan
las expectativas de voto del PSOE, según las encuestas, y suben las del PP.
Pero no es porque ahora haya menos gente opuesta a la derecha que en marzo de
2004, sino porque buena parte del electorado que se movilizó entonces ha vuelto
a sus cuarteles de invierno, desalentada por la blandenguería del Gobierno de
Zapatero, siempre dispuesto a arrugarse, siempre temeroso de responder con
hechos —con hechos, Montilla, no con desahogos verbales— a la insólita
belicosidad de los aznaristas de civil, de uniforme o
de sotana.
Zapatero
tiene el poder del Ejecutivo y puede contar para no pocos de sus litigios —para
éste que le ha planteado la Conferencia episcopal, sin ir más lejos— con el apoyo
activo y masivo de muchos millones de ciudadanos. ¿A qué espera para ponerse en
marcha? No olvide que para imponer una relación de fuerzas favorable, lo
primero que se requiere es que quede claro el peso real de las propias fuerzas.
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Crímenes, no
errores
(Sábado 12 de
noviembre de 2005)
Según
acababa de peinar el pasado miércoles
la columna Gernika en Faluya
antes de enviarla a El Mundo para
que la incluyeran en el periódico del jueves, me vino a la cabeza una idea que
me resultó interesante, pero que sólo apunté de pasada, para no dispersar la
atención de los eventuales lectores.
La
idea en cuestión me asaltó cuando recordé la coartada a la que recurrieron
tantos alemanes tras la II Guerra Mundial. Dijeron que no se habían enterado de
lo que estaba haciendo el régimen hitleriano; que, de haberlo sabido, lo
habrían rechazado.
A
mí, al menos, la excusa me vale de muy poco. La ignorancia no justifica nada
cuando actúa como refugio; cuando es deliberada, buscada. En la Alemania de
1934 —por no hablar de la de 1939— había ya sobrados elementos de juicio para
saber que los nazis eran criminales sin escrúpulos y para dar por descontadas
sus barbaridades, con independencia de que se supiera más o menos sobre cada
una de ellas en concreto.
Esto es así, sin duda, pero tampoco conviene
llevar las cosas hasta la caricatura, porque entonces se pierde la perspectiva
histórica. Hoy en día identificamos al III Reich con
la monstruosidad en estado puro, pero en su momento fueron muchos, en Alemania
y fuera de Alemania, los que lo tuvieron por un régimen honorable, con sus
cosas criticables, desde luego, pero también con sus aspectos positivos. No
pocos de los magnates de Hollywood que tanto han
hecho para que el mundo entero identifique a Hitler con la esencia del Mal
fueron en su día simpatizantes de la causa nazi.
Hoy
en día apenas nadie admite que se catalogue como «errores» el expansionismo
militar de Hitler y su recurso sistemático a las peores técnicas de exterminio.
Se entiende que, en el comportamiento del criminal, el crimen no es un error,
sino un acto propio de su condición y, en ese sentido, lógico y coherente.
Recojo
las piezas componentes de las reflexiones anteriores y me trasladado con ellas
al mundo de nuestros días. Me pregunto: cuando la clase dirigente
estadounidense viola sistemática y descaradamente el Derecho internacional;
cuando se comporta como si el resto del planeta fuera el patio trasero de su
casa, del que puede disponer a su antojo; cuando recurre a la violencia
arbitraria para imponer sus designios allí donde ve peligrar sus intereses; cuando
emplea armas prohibidas, encarcela sin contar con los jueces y establece
presidios secretos... ¿frente a qué estamos? ¿Frente a las lamentables
disfunciones de un régimen honorable que incurre en ciertos errores o más bien
ante el comportamiento lógico y coherente de una banda criminal?
He
escrito antes que en 1934 ya se sabía lo suficiente de lo que estaba pasando
como para no llamarse a engaño con Hitler y los suyos. Digo lo mismo con
respecto al comportamiento de Bush y los de su cuerda en el mundo de hoy.
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La promoción de
los cabos
(Viernes 11 de
noviembre de 2005)
Ayer
presentamos en Madrid Así fue, el
libro de memorias de Xabier Arzalluz. Los parlamentos corrieron por cuenta de
Iñaki Anasagasti, Julio Anguita y el propio Xabier Arzalluz, a los que me tocó
dar la palabra, en tanto que editor, tras hacer un breve relato de las
condiciones en las que se gestó y materializó la obra.
Me
llamó la atención el interés que despertó un razonamiento que expuso Arzalluz
cuando a la hora del coloquio se le preguntó por la famosa «salida dialogada
del conflicto», que todo el mundo parece dar por poco menos que inevitable. El
ex presidente del PNV señaló que, en efecto, se habla mucho del «inminente»
adiós a las armas de ETA, pero que no ve que se esté realizando el trabajo «de
cocina» que sería de rigor para facilitar la marcha del proceso. (Quienes
siguen la andadura diaria de estos Apuntes
saben de sobra que yo también tengo la sospecha de que se está creando un
clima de euforia artificial, no avalado por avances prácticos en el movimiento
real.)
Pero
no fue ese escepticismo lo que más llamó la atención de los presentes sino
—según ya he avanzado antes— un razonamiento que añadió a continuación,
refiriéndose a los deseos de paz que tantos atribuyen a los propios dirigentes
de ETA. Arzalluz se refirió al fuerte
acoso al que ETA está sometida y a los constantes golpes policiales que está
sufriendo. «Es bien sabido —dijo— que todos los “generales” de ETA tienen
nombrados a sus sucesores, que están preparados para sustituirlos en caso de
detención. Pero si los generales son detenidos, y si a las pocas semanas caen
también quienes los sustituyeron, y si éstos también son detenidos al poco, y
si en cosa de nada la Policía también arresta a los sustitutos de los
sustitutos de los sustitutos, entonces nos encontramos con que, al cabo de nada,
el alto estado mayor está integrado por generales que pocos meses antes eran
simples cabos. Pues bien, no parece muy lógico que los cabos recién llegados a
generales estén ansiosos de que la guerra se acabe. Lo normal es que sientan el
deseo de demostrar que valen mucho y que pueden ejercer muy bien de generales.»
La
dirección de ETA está sometida a muchas presiones. La más efectiva,
probablemente, es la que ejerce la propia sociedad vasca, muy mayoritariamente
harta de su tutela armada. En esa presión participa buena parte de la izquierda
abertzale misma, que ve muchas más posibilidades políticas en la acción legal,
incluida la institucional, que en el activismo armado.
Eso
es así, sin duda. Pero hay más factores en juego. Y pueden preponderar.
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