[Del 4 al 10 de noviembre de 2005]
n
Blair y Rosita,
la del corrido
(Jueves 10 de
noviembre de 2005)
Blair
ha sufrido su primera derrota parlamentaria desde que vive en Downing Street. Una cuarentena de
diputados laboristas le dio ayer la espalda y votó en contra del proyecto de
ley que pretendía elevar a 90 días el tiempo en el que la Policía británica
puede tener detenida a una persona sin formular contra ella ninguna acusación.
Al final, quedaron en que el máximo será de 28 días.
Dice
el sarcástico corrido mexicano: «El día en que la mataron / Rosita estaba de
suerte. / De seis tiros que le dieron / no más uno era de muerte». Pues esto es
lo mismo. ¡«Sólo» 28 días! ¡Cuatro semanas a disposición de unos servicios
antiterroristas de cuya falta de escrúpulos hay sobradas pruebas,
especializados en obtener contundentes confesiones de culpabilidad incluso de
quienes luego se ha demostrado que eran inocentes!
Afirma
Blair, desolado, que el voto de la Cámara de los Comunes supone una prueba de
desconfianza hacia los servicios de inteligencia de su país. Hace como que no
se diera cuenta de que su proyecto de ley encerraba una evidente prueba de
desconfianza hacia el poder judicial.
Debería
explicar por qué cree que para luchar eficazmente contra el terrorismo es
necesario escapar del control judicial. Resultaría sumamente esclarecedor.
De
hecho, la norma aprobada —la de los 28 días— es también una prueba,
cuantitativamente menor pero cualitativamente idéntica, de la quiebra del
Estado de Derecho en Gran Bretaña. Si la Policía escapa del control del poder
judicial para convertirse en la práctica en un instrumento exclusivo del poder
ejecutivo, lo que se va al garete es el equilibrio de poderes, y con él el habeas corpus, elemento esencial de la
tutela judicial efectiva.
No
ignoro la importancia política que tiene la derrota parlamentaria de Blair y el
hecho de que un buen puñado de los parlamentarios de su grupo se le hayan rebelado. Admito que bien puede ser un signo de su
ocaso político, demostrativo de las ganas que no pocos laboristas tienen de que se vaya con viento fresco, él y sus esfuerzos por
demostrar que un laborista puede ser incluso más reaccionario que un
conservador. Pero me anonada que se esté tomando como un signo de progresismo
la aprobación de una ley que permite a la Policía disponer a su aire de los
detenidos durante cuatro semanas. Que se aplauda con alborozo al saber que de
los seis tiros que les van a dar no más uno será de muerte.
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El alma
acatarrada
(Miércoles 9 de
noviembre de 2005)
Me
tocó en el tramo final del bachillerato un profesor de filosofía que tenía su
aquel.
No
se puede decir que fuera un tipo encantador. Más bien todo lo contrario; era
bastante cabroncete. Daba confianzas a los alumnos
para que le hicieran confidencias que luego usaba contra ellos. Y digo «ellos»,
y no «nosotros», porque yo no le entraba al trapo. Cuando otros se le
confiaban, yo callaba. Una vez me dijo: «Ortiz: tú tienes más conchas que un
galápago». Contaba yo por entonces 16 años y no sabía de qué iba eso de las
conchas y los galápagos, así que no respondí nada. Cuando llegué a casa se lo
pregunté a mi padre, sin mencionar dónde y aplicada a quién había oído la
expresión —tampoco me fiaba ni un pelo de mi padre—, y así me enteré de su
significado.
El
profesor aquel era un descreído de tomo y lomo pero, estando como estábamos en
plena dictadura nacional-católica, se creía obligado a disimular. Aplicaba
tácticas retorcidas para razonar su agnosticismo sin meterse en líos mayores.
Recuerdo
el día en que se ensañó con las cinco vías tomistas de demostración de la
existencia de Dios. Las ridiculizó todo lo que le dio la gana y, cuando
terminó, dijo: «Ahora bien, hay que reconocer que, si ninguna de esas vías
considerada aisladamente demuestra nada, en cambio, tomadas las cinco en su
conjunto, tienen mucho peso». La falacia me hizo gracia y me eché a reír. Y él,
al ver mi reacción, no pudo contenerse y soltó una carcajada.
Mi
memoria conserva fiel constancia de otra de sus patas de banco. La soltó el día
en que le tocó explicarnos qué debíamos entender por «alma». Se enrolló con la
doctrina oficial católico-franquista sobre el espíritu imperecedero y su pobre
envoltorio de carne mortal, etc., etc. Finalizado lo cual, añadió: «De todos
modos, no deja de resultar curioso que, si introducimos en nuestro cuerpo un
cuarto de litro de coñac, nuestra alma se ponga inmediatamente a decir
tonterías».
Ya
digo que el individuo en cuestión no era santo de mi devoción —nunca he sido
demasiado propenso a las devociones, de todos modos—, pero aquella observación
suya me ha acompañado hasta hoy, ayudándome a considerar que los estados de
ánimo de las personas, empezando por mí mismo, dependen en muy buena medida de
sus avatares físicos y, más en general, de las condiciones materiales que
enmarcan su existencia.
Un
ejemplo muy concreto (que es de hecho el que me ha llevado a derivar por estos
recuerdos): arrastro desde hace un par de días un trancazo de mil pares, con
todo su correspondiente aparato de toses, estornudos, ojos llorosos y mocos
incesantes, lo cual tiene como resultado que todas las noticias que leo u oigo
me generan sentimientos especialmente torvos y desagradables. Hasta que
introduzco en mi organismo una mezcla de extractos fluidos de tomillo y de
drosera rotundifolia, también llamada atrapamoscas,
mezcla que reduce de manera llamativa la espectacularidad de mis síntomas
catarrales y, por ende, de mi sentimiento trágico de la vida.
En
este preciso instante me hallo en uno de esos momentos de relativa beatitud.
En
cuanto desaparezcan los efectos balsámicos de la mezcla, volveré a rabiar.
Aprovecharé
entonces para escribir mi columna de los jueves en El Mundo. Tengo previsto referirme a Bush, a sus cárceles secretas
y a su empleo en Irak de armas prohibidas, bombas de fósforo incluidas. No me
vendrá mal el cabreo.
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Tres pinceladas
(Martes 8 de
noviembre de 2005)
1. Será que
está de Dios
Según
relatan hoy todos los medios, las empresas concernidas en la construcción en
Granada del viaducto que ayer fue escenario de un grave accidente de trabajo,
con seis muertes como resultado, tienen fama de serias. Al parecer, no les
resta seriedad el hecho de que la adjudicataria de la obra subcontratara a otra
empresa, y ésta, a su vez, a otra.
Lo
que se vino abajo fue un aparatoso artilugio —una autocimbra—
que sirve para trabajar a gran altura sin apoyatura en tierra. Se supone que
ese tipo de plataformas disponen de anclajes de seguridad que se activan en
cuanto el tinglado pierde alguno de sus puntos de apoyo.
La
que empleaban ayer en la construcción de ese viaducto de la autovía del
Mediterráneo no lo hizo. La empresa propietaria dice que hace muy poco que la autocimbra pasó sin problemas una inspección técnica.
Tal
como lo cuentan todo, sólo dejan una explicación al accidente: se ve que estaba
de Dios. Es como en el tango Adiós,
muchachos: «Contra el
destino nadie la talla».
Yo me pregunto, sin embargo, qué sentido
tiene que haya empresas que licitan para que se les adjudique una obra de cuya
realización plena o no pueden o no quieren encargarse, por lo cual subcontratan
a otra a la que le sucede otro tanto, razón por la que ésta hace lo propio con
una tercera. Me digo yo que si las tres empresas tienen que obtener beneficio
por la misma obra, o se encarece la factura final o se rebajan los costes de la
producción. Como lo primero no es posible, porque se trabaja conforme a un
presupuesto previamente pactado, lo inevitable es lo segundo. Y lo segundo sólo
puede lograrse contratando mano de obra menos cualificada —y peor pagada— y
utilizando maquinaria y materiales más baratos. De cajón, ¿no?
Segundo punto, no menos elemental: si un
artilugio tan serio y tan delicado como una autocimbra,
del que dependen a diario decenas de vidas, pasa con éxito una inspección
técnica y a los pocos meses se viene abajo, es que ese género de inspecciones
son una mierda. De lo cual no culpo —no en exclusiva, por lo menos— a los
inspectores, que probablemente son muy pocos y están desbordados de trabajo.
Aquí
nada está de Dios, entre otras cosas porque Dios no existe. Aquí lo que falla
es el rigor de las adjudicaciones y la seriedad de las inspecciones. Si el
Estado se dedicara a legislar menos y a aplicar más las leyes ya existentes,
poniendo los medios materiales y humanos para imponer su cumplimiento y
penalizar su trasgresión, otro gallo cantaría.
2. Cuatro
Me
quedé de piedra viendo ayer los primeros pasos de Cuatro, el nuevo canal en abierto de Polanco. Me pareció todo
bastante torpe y, sobre todo, inesperadamente chabacano.
La
imagen de marca del nuevo canal es,
en efecto, de una pasmosa falta de elegancia. «¿Cómo
puede ser que hayan hecho algo tan malo quienes partían de la base de Canal +,
que cuenta con una estética realmente moderna, ágil y solvente?», me pregunté.
Y me respondí en cosa de nada: «Porque la estética de Canal + se limitaron a
copiarla de la empresa matriz francesa». Me acordé de inmediato de lo que me
contó un amigo mío, que sabe de ésas cosas, porque trabaja en ellas. Mi amigo,
que habla un excelente francés, me dijo que se había dado de baja en el Canal +
español y se había dado de alta en el galo. «No hay color», me dijo. «En
comparación, el de aquí es muy flojo. Todo lo que han puesto de propio ha sido
para empeorarlo».
El
canal Cuatro es obra exclusiva de la parte española de Sogecable. Quizá eso
tenga que ver.
Pero
me niego a convertir esa explicación en la madre del cordero. Aquí hay buenos
técnicos, buenos creativos, gente con ideas. Estoy convencido de que podrían
haberlo hecho mucho mejor. Si se han conformado con esa chapuza, sólo puede ser
por una razón: el dinero. Polanco no quería gastar más en esa aventura.
Establecido
lo cual, las posibilidades de especular con las verdaderas intenciones del
patrón de Sogecable son muchas. Muchísimas.
Lo
que queda de concreto, en todo caso, es otro canal más que no apetece ver.
3. La tortilla francesa
Mi
amigo Gervasio Guzmán tenía ayer el día gamberro. Me telefoneó para hacerme un
par de gracias a costa de los sucesos de Francia. «¿No
te parece que lo que está sucediendo con esa revuelta juvenil bien podría tomarse
como una especie de plan renove? Con tanto coche quemado, el parque
automovilístico francés se va a rejuvenecer mucho...» Le respondí que todo
depende de quién acabe pagando los platos rotos, es decir, los coches
incendiados. Si tienen que hacerlo las compañías de seguros, aún. Pero como las
compañías se laven las manos y hayan de ser los propietarios de los coches los
que apechuguen, la cosa no tiene ninguna gracia.
Pero
Gervasio no estaba en plan de desanimarse. Prosiguió:
—Otra
cosa. He oído en la tele a un chaval de los participantes en la bronca que
decía que eran conscientes de que estaban perjudicando a gente que no tiene la
culpa de nada, pero que no tienen más remedio, si quieren que su protesta sea
tenida en cuenta. Me recordó a Carlos Solchaga,
cuando se refería al daño que sus reconversiones estaban causando en las
poblaciones obreras de la margen izquierda, de Sagunto,
de Cádiz, de Vigo, de Asturias. Decía el superministro
de González con total cinismo: «Para hacer una tortilla hay que cascar huevos».
Es más o menos lo que afirman ahora estos chavales desde el bando opuesto.
¡Sólo les falta decir que los coches calcinados son «daños colaterales»!
Ya
digo que Gervasio tenía ayer el día gamberro.
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Jiménez Losantos, non plus ultra
(Lunes 7 de
noviembre de 2005)
Es
comprensible que haya gente indignada por lo que está haciendo Federico Jiménez
Losantos desde la Cadena Cope.
Lo
que me parece comprensible no es que se indigne por lo que está haciendo, sino
porque lo esté haciendo desde la cadena de radio de la Conferencia Episcopal
Española.
Hay
dos posibles razones que justifican ese específico enfado. La primera concierne
a la ciudadanía, en general, que tiene sobrados motivos para quejarse de que el
Estado subvencione una institución que se gasta el dinero a raudales
financiando un servicio de agit-prop sectario y agresivo. La segunda tiene más
que ver con los católicos que no participan ni poco ni mucho de las opciones
políticas ultramontanas defendidas por esa cadena de radio. Están molestos con
la jerarquía católica —y se entiende— por lo mucho que se ha implicado en esa
particular bandería política.
Fuera
de eso, a mí las opiniones y diatribas de Jiménez Losantos
—en las que, a decir verdad, no soy nada experto, porque lo he oído muy poco, y
siempre de rebote—, me parecen tan disparatadas, falsarias y desagradables como
legítimas. Él opina lo que opina, y lo dice. Y por qué no. Le ampara la
libertad de expresión. Que defienda que otros seamos silenciados, a capones si
es preciso, no cambia ni en un ápice mi criterio. A diferencia de él, yo
defiendo la libertad de expresión de todos, incluyendo la de quienes están en
contra de la libertad de expresión.
No
digo que deba dejársele pasar sin crítica. Todo lo contrario. Me parece de
perlas que se le ponga de vuelta y media, que se desmonten sus falacias y se
desenmascare su agitación en pro del enfrentamiento civil. Hay que combatirlo y
hay que vencerlo. Pero con argumentos; no con censuras.
Por
lo demás, vuelvo a una de mis reflexiones más queridas. El verdadero problema
no es que existiera un ugandés llamado Idi Amin Dada, capaz de matar a medio millón de personas y de
comerse a un buen puñado de ellas. Lo que merece estudio es el entramado de
intereses internos e internacionales que se reunieron para conducir a esa mala
bestia hasta la Presidencia de su país y para mantenerlo en ella desde 1971
hasta 1979. Lo primero es anecdótico: hay gente para todo. Lo segundo, en
cambio, es clave. Del mismo modo, y sin mejorar lo presente, la cuestión no es
que una viborilla turolense traumada por una triste
experiencia personal en Cataluña decidiera dedicarse a soliviantador
ultraderechista de las ondas. Lo realmente interesante es determinar por qué la
deriva fanática de tan singular personaje ha ido ganándose tan fuertes y tan amplios
apoyos. Por qué se ha convertido en el predilecto de la extrema derecha, civil,
militar y religiosa.
Las
realidades sociales ni se crean ni se destruyen por decreto. Tapar la boca a
Jiménez Losantos no sólo sería un atentado contra la
libertad de expresión; también una gran torpeza política. No vale la pena
detenerse demasiado en el personaje. Mejor es preocuparse por lo que tiene por
detrás y preguntarse por qué ese magma reaccionario está yendo a más y
envalentonándose.
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C’est la racaille!
(Domingo 6 de
noviembre de 2005)
Me
escriben varios lectores extrañados por mi silencio ante los graves incidentes
que se vienen sucediendo en los barrios periféricos de varias ciudades de
Francia.
No
he escrito hasta ahora nada sobre ello porque lo que sé es muy poco y, además,
todo de leídas (que viene a ser como
de oídas, pero por escrito). Desde que
regresé de Francia hace ya casi tres décadas —que se dice pronto—, sólo he
vuelto por allí en algunos viajes cortos, de trabajo o turísticos. He perdido
el pulso de la realidad política y social francesa.
De
todos modos, y a juzgar por lo que he leído, veo que estamos asistiendo a la
revuelta, en plan kale-borroka, de
numerosos grupos juveniles banlieusards (habitantes
de las aglomeraciones periféricas de las grandes ciudades), procedentes de la
descendencia de las primeras hornadas de inmigrantes, sobre todo norafricanos.
Señalaré
algunos datos que conviene tener en cuenta para mejor situar lo dicho en el
párrafo precedente.
No
se trata de inmigrantes. Sus padres o sus abuelos sí fueron inmigrantes, allá
por los 60, los 70 o los 80 del pasado siglo. Acudieron a Francia porque
Francia los necesitaba en tanto que mano de obra, se instalaron allí, ellos y
sus familias, y tuvieron hijos. Éstos han nacido y estudiado en Francia. Pero,
al llegar a la edad adulta —no pocos con estudios superiores, incluso—, se han
encontrado con una sociedad que tiene mucho menos que ofrecer y que, a la hora
de ofrecerlo, prefiere dárselo a los hijos de los franceses de pura cepa. De modo que se han visto o
bien en el paro o bien —los más— obligados a realizar trabajos muy por debajo
de su nivel de capacitación. Y mal pagados, claro está. La frustración y el
rencor producidos por esa situación convierten su realidad en material
altamente inflamable.
A ello
se añaden las precarias condiciones de vida de los suburbios, la mayoría
compuesto por HLMs (*), degradados, dejados de la
mano de las autoridades, más controlados por las bandas dedicadas a la lumpeneconomía que por la policía, cuyos agentes prefieren
no arriesgarse a entrar en sus calles y, cuando lo hacen, actúan como en
territorio enemigo, estableciendo controles arbitrarios y comportándose con
brutalidad.
La
revuelta de los jóvenes banlieusards está sirviendo también de arma
arrojadiza para la confrontación que existe entre las dos tendencias
principales de la derecha francesa, que se disputan la sucesión de Jacques
Chirac. El ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, busca ganarse el respaldo de las clases medias
preconizando una mano dura de tufo claramente racistoide
contra lo que él califica como «racaille» (gentuza). Frente a él, el primer ministro, Dominique de Villepin, sin negar
la urgencia de «restablecer el orden», prefiere poner el acento en la necesidad
de acometer reformas que mejoren las condiciones de vida en los barrios
periféricos y aporten expectativas laborales a los descendientes de las
primeras hornadas de la inmigración reciente, muchos de los cuales tienen la
ciudadanía francesa.
Cuando
oigo a Sarkozy hablar de la racaille, me acuerdo de una vieja
canción de la época de la Comuna de París (1871), compuesta por Jean Bautiste Clément —el autor de la
bellísima Tiempo de cerezas— llamada La canaille («La
canalla», o «La chusma»). Son palabras prácticamente sinónimas: canaille, racaille, pègre. La
canción describía las duras condiciones de vida del proletariado de la época y
reivindicaba el título que le reservaba la gente de alto copete. El estribillo
decía: «C’est la canaille?
Et bien: j’en suis!» («¿Eso
es la canalla? Pues bien: ¡yo formo parte de ella!»).
Ganas da de responderle lo mismo a Sarkozy: «C’est la racaille?
Et bien, j’en suis!»
A
otros revoltosos de mucho después, en 1968, los biempensantes
de la época los llamaron «casseurs» («rompedores», «destrozadores»). Y a fe que
con razón, porque —aunque los mitómanos a toro pasado hayan decidido envolver
en poético romanticismo los acontecimientos del Mayo francés de 1968— los
jóvenes de aquella revuelta quemaron coches, rompieron escaparates y tiraron
cócteles molotov a porrillo. Igual que estos de la racaille de ahora.
Claro
que aquellos eran francesísimos —salvo algún judío
alemán que se les unió— y tenían nada menos que a Jean Paul
Sartre entre sus mentores.
(*) HLM:
iniciales de habitation à loyer moderé. Edificios
que se agrupan en barriadas por lo general frías e impersonales. Se componen de
pequeños pisos destinados a gente de ingresos modestos. En su momento, allá por
los años 60 y 70, representaron una importante contribución a la resolución del
grave problema de vivienda que tenían las familias obreras, tanto francesas
como inmigrantes. Tres o cuatro décadas después, sin embargo, el abandono y la
desidia de las autoridades han convertido esas barriadas en algo bastante
parecido a guetos.
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El PP sí que es
anticonstitucional
(Sábado 5 de
noviembre de 2005)
Oigo
que el presidente del PP, Mariano Rajoy, comunicará hoy a la plana mayor de su partido qué táctica van a aplicar
durante la tramitación parlamentaria del Estatut
catalán.
Es
un modus operandi típico
del Partido Popular. Cada vez que le toca tomar una decisión de importancia, su
jefe supremo se lo piensa, sondea las opiniones de quienes tiene a bien —de
modo informal, a su aire— y finalmente comunica su decisión a los órganos
colegiados correspondientes, para que la pongan en práctica. En este caso Rajoy
va a aprovechar la celebración de la XI Reunión Interparlamentaria del PP,
congregada estos días en Barcelona, para dar a conocer su voluntad.
Es
el mismo sistema que aplicó Aznar a la hora de nombrar sucesor al propio Rajoy:
rumió la cosa por su cuenta, habló con quien le vino en gana y, llegada la
víspera del día en el que debía reunirse la dirección del PP para ver quién
habría de sustituirlo en el cargo, dio a conocer públicamente que su elegido
era Rajoy. Con lo cual abortó cualquier posibilidad de debate interno.
El
artículo 6 de la Constitución Española, que trata de los partidos políticos,
establece taxativamente: «Su estructura y funcionamiento interno deberán ser
democráticos».
Hay
pruebas públicas y notorias —he mencionado dos, pero podría poner cuantas fuera
preciso— de que el funcionamiento interno del PP no responde ni de lejos a
criterios democráticos. Algunas de sus opciones principales no se adoptan tras
el preceptivo debate en los órganos colegiados electos. Se las reserva el Jefe,
que no deja a sus vasallos otro remedio que aceptarlas, salvo que quieran
colocarse en el disparadero.
No
me van los tribunales y maldita la gana que tengo de alcanzar notoriedad
ejerciendo de leguleyo, pero doy por hecho que, si alguien —otro partido, por
ejemplo— decidiera denunciar al PP por violar en su funcionamiento interno el
artículo 6º de la Constitución y reclamara que sea ilegalizado por ello, para
mí que organizaría un hermoso lío, y que colocaría a los jueces en un buen
brete.
Porque
el asunto es de una claridad meridiana.
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Dos problemas
de Zapatero
(Viernes 4 de
noviembre de 2005)
Rodríguez
Zapatero tiene dos problemas. Bueno, tiene muchos —todos los tenemos, y él más,
por pura lógica—, pero hay dos que se están manifestado ahora mismo con fuerza
muy particular.
El
primero le viene dado por el Poder Judicial que ha heredado de Aznar. El
presidente de los populares tuvo un
problema similar, pero menor, cuando llegó al Gobierno. Los 13 años de mandato
de Felipe González habían calado
hondo en las más altas instancias del gremio: el Tribunal Supremo (TS), el Consejo
General del Poder Judicial (CGPJ) y el Tribunal Constitucional (*). Pero a los
integrantes de esos órganos decisorios siempre es más fácil empujarlos hacia la
derecha que en dirección opuesta, de modo que, al final, el PP llegó a contar
con los instrumentos judiciales que le convenían.
Ahora
Zapatero quisiera hacer la operación contraria, pero no está logrando gran
cosa.
Dos
demostraciones prácticas.
Una:
el Consejo General del Poder Judicial ha decido emitir un dictamen sobre el
Estatut sin que nadie se lo haya pedido (y ya sabe todo el mundo lo que va a
dictaminar). Conflicto al canto.
Dos:
el Supremo condena a Arnaldo Otegi por injurias al rey, revocando una sentencia
del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco. Otegi dijo que el rey es el jefe
de los torturadores, lo cual pudo venir más o menos a cuento, pero no veo yo
que pueda negarse que, si hay torturas y los torturadores son miembros del
aparato del Estado, el rey, en tanto que jefe del Estado, es su jefe. De todos
modos, da igual el contenido de la sentencia. El TS ha demostrado en otras
muchas ocasiones su fino sentido de la oportunidad, proporcionando al Ejecutivo
de turno sentencias a la medida. En esta ocasión ha hecho lo contrario: le ha
tirado una zancadilla, condenando a Otegi justo cuando Zapatero tiene más
necesidad de ir distendiendo el ambiente político vasco para preparar la
consecución de sus fines.
El
otro gran problema que está teniendo Zapatero en estos últimos días le viene
dado por su propio modo de comportarse. En su afán por quitarse problemas de
encima y caer bien a todo el mundo, se empeña en hacer promesas y más promesas
que luego se ve incapaz de cumplir. Prometió a los partidos catalanes que
apoyaría el Estatut que ellos mismos aprobaran en su Parlamento, y ya se ha
visto. Prometió a Rajoy que cualquier iniciativa de ese género la pactaría
previamente con él, y tampoco. Prometió a los trabajadores de la industria
naval vizcaina que buscaría una solución acorde con sus demandas, y nada.
Prometió a los mineros de su tierra —y de paso también a los asturianos— que
pactaría con ellos un plan de viabilidad para la minería, y lo mismo. Zapatero
recuerda a Adolfo Suárez, que a todo el mundo decía que sí y luego hacía lo que
le convenía en el momento, dejándose a cada paso jirones de prestigio y de
credibilidad.
Suárez
salió de La Moncloa como salió. En aquella patética salida tuvieron que ver
tanto las presiones de los sectores más reaccionarios de la sociedad española
como sus propias torpezas. No aseguraría yo que a Zapatero no le vaya a ocurrir
algo semejante, así sea a escala.
___________
(*) De
los órganos mentados, hay dos (el CGPJ y el Tribunal Constitucional) que no son
realmente judiciales, pero sus decisiones acaban teniendo el mismo valor
resolutorio que las sentencias, con lo que tanto da.
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