[Del 21 al 27 de octubre de 2005]

 

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A la deriva mental

 (Jueves 27 de octubre de 2005)

Suelo bromear diciendo que una de las muchas ventajas que tiene el comentarista de prensa sobre el político profesional es que el primero —yo mismo, por ejemplo— elige de qué habla y cómo lo hace, en tanto que el segundo está obligado a abordar todos los problemas que afectan a la sociedad, y además debe proponer soluciones concretas. Si yo no sé cómo narices meter mano a un asunto, con quedarme calladito, asunto concluido.

Pero el objetivo —por lo menos en mi caso— no es quedar bien, sino ayudar en algo, y las evasivas no aportan nada.

Digo esto porque llevo un par de días dándole vueltas al bloqueo de puertos que están llevando a cabo los barcos pesqueros, causando un montón de perjuicios a un montón de gente. Y no acierto a alcanzar conclusiones claras. 

Enumeraré los principales razonamientos que me hago.

Me consta que, para que una acción reivindicativa sea eficaz, tiene que hacerse notar. Si la protesta no causa ningún problema a nadie, nadie se ve forzado a prestarle atención.

Tampoco ignoro que, siendo cierto lo anterior, la acción emprendida debe guardar cierta proporcionalidad. El mal causado por la protesta no puede ser muy superior al mal que la ha provocado.

Es obvio que el constante incremento del precio de los carburantes causa un gran daño a la pesca. Pero no sólo. También a la agricultura. Y al transporte por carretera. Y a la labor de los viajantes y representantes. ¿Hay que apoyar que el Estado conceda ayudas excepcionales a algunos de esos sectores —a los que tienen capacidad para crear problemas serios al resto de los ciudadanos— y dejar a los demás en la estacada? Por decirlo de otro modo: ¿debemos respaldar que algunos paguen  menos —a costa de los demás: no hay otro modo— o hemos de exigir que se rebaje el precio de los carburantes, en general y para todos?

He señalado arriba que los perjuicios causados por la acción reivindicativa deben elegirse con cierto sentido de la medida. Los puertos que están siendo bloqueados son puertos no pesqueros, dedicados al transporte de mercancías y pasajeros, y el bloqueo está suponiendo que no sólo muchas empresas, sino también muchos trabajadores, están resultando gravemente perjudicados. Las pérdidas que están causando los patronos de pesca con su protesta son superiores a las que sufren ellos por culpa del aumento del precio del gasóleo.

Bien. De acuerdo con estos argumentos, debería concluir que no hay que respaldar el bloqueo de puertos.

Pero tampoco me convence esa conclusión. Primero, porque no creo que deba instaurarse el principio de que las luchas sectoriales son insolidarias; que lo único aceptable es el viejo «o todos o ninguno». Eso, en la práctica, y dado que casi nunca se logra movilizar a todos, equivale a conformarse con que no mejore ninguno. Segundo, porque me cuesta mucho oponerme a una protesta que tiene una base justa. Y, en fin, y en el caso no muy probable pero tampoco imposible de que finalmente los pesqueros sean desalojados por la fuerza —no necesariamente a cañonazos: hay otros modos—, tampoco quisiera hacerme cómplice de ello.

Con lo que vuelvo al principio. No sé a qué carta quedarme.

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Ni de broma

 (Miércoles 26 de octubre de 2005)

Recuerdo la envidia que me producía, como vasco, ver, allá por finales de los setenta y comienzos de los ochenta, la capacidad que mostraban los catalanes para hacer chanza de sí mismos y de sus símbolos. Eran los tiempos en que La Trinca era un grupo humorístico-musical catalán y no una máquina de hacer millones afincada en Madrid. Aquellos chavales se reían de todo lo que se les ponía por delante, hasta de lo más sagrado (del Barça, por ejemplo) y el público aplaudía con regocijo sus burlas. Yo me decía: «Sale en Euskadi alguien así y lo corren a boinazos por la pradera».

Ése es uno de los cambios más significativos que ha experimentado Euskadi en el último cuarto de siglo. Ahora es mayoría la gente vasca que ríe las «irreverencias» de los humoristas. Le parece de perlas que no dejen títere con cabeza, demostrando con ello una sana predisposición a no tomarse demasiado en serio y a distanciarse críticamente de lo propio. El enorme éxito de ¡Vaya semanita!, un programa de la televisión autonómica que hace irrisión de todos los personajes públicos, sin excepción, y de todos los arquetipos sociales y políticos de la sociedad vasca, lo demuestra de manera palmaria. Ni la ikurriña, ni el PNV, ni el Cristo que los fundó: allí nadie se libra de la trituradora del humor.

Es en ese contexto en el que debe entenderse un reciente anuncio de la propia televisión autonómica vasca, que juega, como en la canción infantil Vamos a contar mentiras, a invertir los términos de la realidad sobreentendida. De la misma manera que por el mar corren las liebres y por los montes las sardinas, el anuncio presenta a un andaluz soso que llega a un País Vasco convertido en reserva del buen humor. El spot se atiene a todos los tópicos, invirtiéndolos, para sacar jugo de la paradoja.

Pues bien: el PP andaluz ha montado en cólera. Ha decidido que el anuncio es reflejo del «imaginario colectivo nacionalista, etnicista y excluyente» y ha exigido su «urgente retirada» (lo cual demuestra, ya de paso, lo bien que se ha informado antes de hablar: la campaña publicitaria en cuestión ya había concluido).

Es un asunto menor, sin duda, pero significativo. Revela hasta qué punto los hay que se dedican a la crispación por sistema, siempre dispuestos, como dicen los franceses, a «hacer fuego con cualquier madera». Aunque eso les lleve al ridículo de desmentir indignados que las liebres corran por el mar y por el monte las sardinas, y a exigir airadamente al autor de la canción que la retire.

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Bobadas

 (Martes 25 de octubre de 2005)

Vale que los dirigentes del PP y del PSOE cuentan con el favor prácticamente incondicional de sus respectivas hinchadas, lo que les permite emplear cualquier remedo de idea a la hora de defender sus posiciones, pero deberían tener un cierto respeto a los millones de ciudadanos que no son incondicionales ni de los unos ni de los otros, sea porque defienden posiciones diferentes, como en mi caso, sea porque no tienen en principio una opinión hecha sobre los asuntos en discusión y buscan en las declaraciones de los representantes de los dos principales partidos españoles argumentos sólidos que permitan reflexionar sobre lo debatido.

No los dan, y ni siquiera ponen interés en disimularlo. Sueltan afirmaciones que, a nada que uno se detenga en ellas, ve cómo se caen por su propio peso, sin que sea necesario detenerse gran cosa en rebatirlas.

Acebes se declara indignado porque el PSOE se opone a la campaña de su partido en favor de la Constitución y dice que es la primera vez que los socialistas critican una campaña en favor de la Constitución, lo que demuestra que son rehenes de su alianza con Carod-Rovira (a quien él llama «Cárod-Rovira», cualquiera sabe por qué). El reproche es del género tonto: el PSOE critica por primera vez una campaña como ésa porque es la primera vez que el PP hace una campaña como ésa, presentándose como único valedor de la Constitución y afirmando que el PSOE la traiciona. Si pretende hacernos creer que esperaba que el PSOE les respaldara en semejante empeño, es que nos toma por necios totales.

Pero llega a continuación José Blanco y afirma con aire de profundo convencimiento que el Congreso de los Diputados no podría rechazar la admisión a trámite del proyecto de Estatut, como el PP pretende, porque eso sería «dar un bofetón a Cataluña» y porque negarse a entrar a debatirlo sería, además, anticonstitucional. ¿Se pensará este hombre que no recordamos ya lo que hizo el Congreso de los Diputados, a iniciativa del propio PSOE, con el proyecto de nuevo Estatuto vasco? Se opuso a admitirlo a trámite. Y, por supuesto, a discutirlo. Aplicando su propia doctrina, habremos de deducir que se trató entonces de «dar un bofetón a Euskadi»; un bofetón anticonstitucional, por más señas.

Oigo las reacciones provocadas por las declaraciones de Acebes y Blanco. A algunos les parecen mejor las del uno; al otros las del otro. No oigo a nadie que diga que ya está bien de tomar a la ciudadanía por imbécil.

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Països Catalans

 (Lunes 24 de octubre de 2005)

Puede discutirse si los campos de fútbol constituyen un espacio adecuado para la exteriorización de opciones extradeportivas con las que no tienen por qué comulgar todos los espectadores. Supongo que no. Pero lo son constantemente. El hecho de que se exhiban símbolos o se haga publicidad de postulados tenidos por más honorables que otros no cambia en nada la cuestión. Por poner un ejemplo que me parece claro: no veo qué pinta la ostentación masiva de banderas rojigualdas en partidos en los que compiten clubes locales.

Según ese criterio, tampoco sería aceptable lo sucedido el sábado en el Nou Camp, donde un grupo de niños sacó al campo una gran pancarta en la que figuraba un mapa de los Països Catalans, mientras se oía por los altavoces del estadio decir en catalán: «¡Viva la lengua y la cultura catalanas! ¡Viva los Països Catalans!» (*).

Dicho lo cual, las reacciones que ese hecho ha producido en determinados sectores políticos de Valencia y de Madrid, y en menor medida de Baleares, son absurdas. Dicen que se trata de un acto de «imperialismo catalán», «un intento de absorción política» y muchísimas más cosas, todas tremebundas.

Ignoro las intenciones ocultas del hecho, si las hubo, pero, ciñéndose como se ciñó la proclama a «la lengua y la cultura catalanas», no se merece ninguna de esas descalificaciones. Por mucho que ello saque de quicio a la derecha valenciana y le incomode a la balear, el hecho es que la lengua que se habla en Cataluña, en la Comunidad Valenciana y en las Islas Baleares (y en el Rosellón francés, y en algunas zonas de Aragón, y en el Alguer de Cerdeña) es la misma. Un idioma que los lingüistas llaman catalán, sin que ello tenga más connotaciones políticas que las que implica identificar como español la lengua que se habla desde Argentina hasta México, e incluso hasta buena parte de California. En uno y otro caso, la lengua común adquiere particularidades dialectales en los distintos territorios, incluso dentro de cada país, pero no son variedades tan fuertes que justifiquen su consideración como lenguas distintas.

Podrían protestar los unos y los otros si alguien sostuviera que la existencia de una lengua común —y de la cultura común que la lengua conlleva— exige proceder a la unificación política de los territorios que la comparten, al margen de que sus poblaciones la deseen o no. Pero no es el caso.

Sucede algo semejante con la constatación de la existencia de Euskal Herria como ámbito cultural. Ese ámbito, que abarca a la Comunidad Autónoma del País Vasco, a Navarra y al País Vasco francés, es un hecho cultural y lingüístico que no tiene sentido negar. Otra cosa es pretender que ese hecho obliga a constituir una sola entidad política que los abarque a todos. A nadie se le puede criticar por  desear la formación de esa entidad política unificada (sin ir más lejos, a mí me parecería bien). Sí cabría criticarle si tratara de imponerla.

Pero a los propagandistas de la derecha española le da igual qué es y qué no es razonable, y se la trae al pairo lo que digan los lingüistas, incluidos los de la Academia Española. Ellos lo que quieren es hacer agitación. Y a eso se dedican.

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(*) Lo transcribo en castellano —en discutible castellano, con esos errores de concordancia— porque no he visto en ningún lado la literalidad de las consignas, tal como se lanzaron en catalán.

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Contra la deuda externa

 (Domingo 23 de octubre de 2005)

Se reunió ayer en Madrid en acto público un Tribunal Internacional de Opinión para Juzgar la Deuda Externa desde la perspectiva del Estado español. El Tribunal contaba con jueces, acusados, testigos y un jurado popular. No voy a proporcionar aquí la relación de todos sus integrantes, ni a dar cuenta de lo que se dijo, ni tampoco a reproducir la sentencia, porque sería muy largo y porque quien quiera podrá leerlo con detalle en www.quiendebeaquien.org/.

A mí me tocó formar parte del jurado popular. Mi intervención —para la que contaba con 5 minutos, pero hice más breve a la vista de que casi todo el mundo había excedido ampliamente su tiempo de palabra y se nos había hecho muy tarde— fue la siguiente:

«En consonancia con el espíritu de este Tribunal, es mi deseo hacer donación a fondo perdido de una parte del tiempo que me ha sido asignado.

»Como miembro del jurado, apoyo el veredicto de culpabilidad para los acusados. Pero quiero que figure entre ellos otro culpable más que aquí no ha sido citado. Me refiero a los grandes medios de comunicación.

»Estos influyen de muy diversos modos en todo lo que aquí ha sido denunciado a lo largo del día de hoy. Pero hay un uno cuya mecánica no es muy conocida. La describiré brevemente: las grandes multinacionales, los grandes tinglados financieros, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial financian de manera sistemática la realización de estudios supuestamente académicos y técnicos cuyos resultados, una vez elaborados a gusto de quien los ha pagado, se hacen llegar a los grandes medios de comunicación, que los presentan al gran público como si fueran ciencia pura y aséptica, creando en las sociedades de los países comparativamente ricos la idea de que las cosas son más o menos como pueden ser, si es que no como deben ser.

»Los medios de comunicación occidentales no se limitan a manipular los criterios y los sentimientos de la ciudadanía de los países desarrollados. Sus tentáculos (grandes cadenas de televisión, grandes agencias de noticias, grandes firmas de opinión, etc.) condicionan también los medios de comunicación del Tercer Mundo, tratando de sembrar a través de ellos la resignación y el fatalismo entre las propias víctimas.

»Se llega así a la paradoja de que no sólo las poblaciones de los países del Norte consideran que cualquier problema suyo es más importante y más urgente que cualquier otro surgido en cualquier otra parte del mundo, sino que incluso los propios medios de comunicación del Tercer Mundo también se acomodan a esa jerarquía.

»Es una maquinaria muy bien engrasada y muy bien estudiada.

»Existe el riesgo de pensar que lo que afrontamos es un error, una disfunción, y que lo que se impone es convencer al FMI, al Banco Mundial, a los poderes financieros internacionales para que se comporten conforme a los cánones de la justicia. Pero a lo que nos enfrentamos no es a una disfunción del sistema, sino a un sistema que funciona muy bien, sólo que al servicio de sus propios fines. La cuestión esencial no es convencerles, sino vencerles, forzarles, obligarles a soltar la cartera.

»Por todo ello, y como voto particular añadido dentro del veredicto del jurado, solicito al Tribunal que añada una condena explícita del papel de los grandes consorcios de la comunicación en el mantenimiento de la situación de desigualdad económica que padece el mundo.»

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El pesimismo de la razón

 (Sábado 22 de octubre de 2005)

Hay muchos dichos sobre los diversos modos en que cabe encarar el futuro. Uno muy clásico, es el que sostiene que un pesimista es tan sólo un optimista bien informado. Otro, también célebre, es el que defiende que hay que combinar «el optimismo de la voluntad con el pesimismo de la razón».

Ninguno de los dos me convence, pero este último me parece particularmente desafortunado. No veo por qué la voluntad haya de oponerse a la razón.

Estuve el jueves con Xabier Arzalluz, con el que tengo, como es bien sabido, una relación cordial, nacida del largo tiempo que nos ha llevado la elaboración de sus memorias (*). Arzalluz y yo mantenemos actitudes ideológicas diferentes, e incluso contrapuestas, en relación a bastantes cuestiones, pero hay un punto en el que ambos coincidimos plenamente a la hora de analizar la polémica actual sobre la hipotética reforma del modelo de organización territorial del Estado: los dos somos francamente pesimistas. Creemos que las posibilidades de que se llegue a plantear el fondo de los problemas son casi nulas, por no decir nulas del todo.

El Euskadi Buru Batzar del Partido Nacionalista Vasco ha aprobado por unanimidad un documento en el que declara que el derecho del pueblo vasco a decidir sobre su engarce con el Estado español no es negociable, pero que el PNV está dispuesto a discutir con los demás partidos vascos cuándo y cómo se ejercerá ese derecho. Pongámonos en el caso de que el Partido Socialista de Euskadi aceptara el derecho del pueblo vasco a decidir, que ya es ponerse, y que el PP quedara políticamente aislado en Euskadi. Ése sería, sin duda, un punto importante, pero en ningún caso decisivo, porque quien tendría que avenirse a ello es el Parlamento central. Y ahí las cosas están como están. No ya el PP, sino también buena parte del PSOE, se muestran intratables, atrincherados detrás de «la indisoluble unidad de la Nación española». No admiten que se pueda ni siquiera considerar la existencia de diversas soberanías dentro del territorio abarcado por el Estado español. Lo cual viene reforzado por el hecho de que buena parte de la opinión pública española está en las mismas.

El problema puede venir —ya se empieza a amagar en Cataluña, pero podría producirse en Euskadi en similares términos— cuando lo que se plantee sea un enfrentamiento tan tajante como irresoluble entre la representación política y social de Cataluña y Euskadi y la encarnada por la mayoría de las Cortes de Madrid. Hay dos posibilidades que parecen dominar sobre las demás: que cedan Cataluña y Euskadi o que se produzca un choque grave.

Ambas son muy preocupantes. Por eso soy pesimista.

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(*) Recibo numerosos correos que me piden detalles sobre la presentación en Madrid de Así fue, el libro de memorias de Arzalluz que he editado y que ya está a la venta —ayer debió de llegar a las librerías—, y sobre otros posibles actos de presentación. Ya dije hace días, y reitero, que la presentación en Madrid será el 10 de noviembre, pero que aún no está claro ni la hora ni el lugar. Lo pondré aquí en cuanto lo sepa. Digo lo mismo con respecto a la eventual presentación del libro en Euskadi. Lamento no poder responder uno por uno a todos cuantos me escriben, pero es que, sencillamente, no tengo tiempo de hacerlo. Me pasaría medio día en ello.

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Errores intencionados

 (Viernes 21 de octubre de 2005)

Oí ayer a un árbitro, Pérez Burrull —los árbitros siempre son citados con dos apellidos, no sé por qué—, que leía un papel corporativo en el que los de su gremio se quejaban de que se les acuse de cometer «errores intencionados». 

Al margen de lo que pueda parecer la expresión de la que se sirvió (digo yo que si una resolución es intencionadamente injusta ya no es un error, sino algo bastante peor), me llama la atención la defensa que hacen los árbitros de su torpeza. Vienen a decir: «Bien, puede ser que nos equivoquemos mucho y en cosas muy importantes, pero no nos juzguen mal: es sólo que somos incompetentes.»

Para mí que el asunto es más complejo de lo que ellos pretenden. No está en cuestión sólo lo que ven o no ven en los campos de fútbol, sino también lo que su subjetividad inconsciente les deja o no les deja ver. Me creo que ninguno de ellos sea capaz de pensar cínicamente: «Me ha parecido ver que la superestrella Zutanito, superpersonaje superdestacado del superequipo del superclub que más comentarios de Prensa genera, ha pegado una patada por detrás a un contrario, pero si lo expulso del campo a los dos minutos, van a hablar de mí y de mi madre durante días y más días. ¿Y si además no he visto bien la jugada y me equivoco? Puf. Lo dejo y a correr».

Doy por hecho que no lo razona así. Pero estoy seguro de que lo siente así.

En cambio, si el que le ha parecido que ha dado la patada es un jugador medio de un equipo medio, pues lo manda a la caseta y se queda tan ancho, satisfecho incluso de su rigor a la hora de impartir justicia.

La justicia de los árbitros de fútbol no se diferencia en gran cosa de la justicia de los tribunales. ¿Alguien cree que en EEUU se pronuncian tantas penas de muerte contra negros y contra hispanos, y tan pocas contra blancos acomodados, porque los jueces estadounidenses son conscientemente racistas? 

Y que conste que cuando he citado a los blancos acomodados no estaba pensando en ninguna camiseta.

 

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Haro Tecglen

Lo mío no es la hipocresía, y uno de los comportamientos que más me desagradan es el de la gente que se sujeta en público al viejo dicho latino: «De los muertos sólo lo bueno». Aunque luego en privado eche pestes del finado.

He dicho y escrito en varias ocasiones que Eduardo Haro Tecglen, fallecido anteayer, no es que no fuera santo de mi devoción, sino que tampoco me parecía demasiado santo.

En mi criterio, ser «de izquierdas» —si algo significa eso a estas alturas— no es tanto cuestión de opiniones como de actitudes. Resulta incompatible ir de «rojo» y estar del lado del poder. Obviamente, no cabe trabajar para un gran oligopolio de la comunicación —de la manipulación— y ponerlo a parir, más que nada porque si lo haces te echan a la calle, y de algo hay que comer. Pero de ahí a salir públicamente en defensa del patrón cada vez que alguien le tose hay una considerable distancia.  Y Haro la recorrió cada vez que se le planteó el dilema. Si es que consideró que había dilema.

Sólo coincidí con él en una ocasión, en la presentación de un libro sobre medios de comunicación, y aproveché para defender con cierta amplitud la tesis que acabo de exponer en las líneas anteriores. Lo hice sin señalar con el dedo, claro está, pero Haro se dio por aludido y me respondió que las reglas del juego son otras. Que el empleado no tiene más remedio que asumir la causa del empleador. A lo que yo repliqué que no es cierto. Y en ésas quedamos.

En fin, y por resumir: que no estábamos de acuerdo.

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