[Del 14 al 20 de octubre de 2005]
n
Sadam Husein,
por la brava
(Jueves 20 de
octubre de 2005 )
Sentar en el banquillo a un sátrapa culpable
de crímenes contra la Humanidad no plantea mayores problemas. Salvo que quien formule
la acusación haya cometido también crímenes contra la Humanidad. Porque es muy
fácil que, en tal caso, se vea en la incómoda circunstancia de que el acusado
le responda al celtibérico modo, espetándole: «¡Pues
mira que tú!»
Es lo que les pasó a los organizadores del
juicio montado en La Haya contra Slobodan Milosevic. Lo iniciaron con ingente despliegue de medios,
como gran espectáculo, pero no tardaron en ponerle sordina, tras comprobar que,
si ellos tenían una larga lista de acusaciones que formular contra el ex
presidente yugoslavo, a él tampoco le faltaban motivos de vituperio, y no
quedaba nada estético verlos expuestos a la luz del día.
Washington ha aprendido de la experiencia.
El más que irregular Tribunal Especial que ha montado para juzgar a Sadam
Husein no permitirá un debate sobre la actuación global del ex presidente
iraquí. Eso daría pie a una defensa basada en el vilipendio no menos global del
comportamiento de sus enemigos, lo que resultaría muy poco conveniente. En
consecuencia, ha decidido someterlo a juicio por un crimen comparativamente
menor, pero suficiente para justificar la pena de muerte. Ceñida la acusación a
ese caso específico, cualquier referencia a asuntos más amplios y
controvertidos será considerada improcedente y, por lo tanto, silenciada.
Una vez condenado a muerte Sadam Husein y
ejecutado por ese crimen concreto, del resto ya no habrá ni por qué hablar.
Asunto concluido. A por otra cosa.
Mi grado de confianza en la sensibilidad de
la opinión pública occidental es más bien limitado, pero me pregunto si se
avendrá a hacer la vista gorda ante el cúmulo de tropelías que se ha puesto en
marcha con este juicio.
La primera y principal —por lo menos para
mí— es que se esté planeando dictar y ejecutar una sentencia de muerte. Ya sé
que es una especialidad muy del agrado de George W. Bush, pero a mí por lo
menos me revuelve las tripas.
La segunda, que pueda funcionar un tribunal
que no se sabe en nombre de qué autoridad actúa, puesto que su formación ni
siquiera ha sido refrendada por la ya de por sí dudosa Asamblea Nacional
transitoria iraquí.
La tercera, que la defensa de Sadam Husein
haya sido encomendada a un abogado que carece de experiencia, al que le han
endilgado, además, un tocho de 10.000 documentos,
que, por mucho que el juicio se aplace, nunca podrá estudiarse realmente.
La verdad es que a mí Sadam Husein me
importa un bledo. No se trata de defenderlo a él, sino de defendernos todos de
una gente que hace y deshace en el mundo entero lo que le viene en gana, sin la
menor preocupación por las normas, las leyes y los derechos.
Hoy deciden acabar con Sadam Husein por la
brava. Mañana puede ser el turno de cualquier otro.
[Ver
los Apuntes anteriores
— Ir a la página de inicio ]
n
¿Regular el
periodismo?
(Miércoles 19 de octubre de 2005)
Leo
el titular: «El Congreso de los Diputados quiere regular la profesión
periodística». Y me sale del alma la humorada: «¡Pues van
buenos! ¡De regular, nada! ¡Está fatal!»
Ayer
debatimos sobre ello en el curso de un programa de la televisión pública vasca.
Algunos planteamos qué sentido puede tener que la Prensa trate, como asunto estrella, un asesinato —el de la joven Aitzane Garai, sucedido en Bakio— del que no sólo no se sabe aún gran cosa, sino que,
además, lo poco que se sabe no presenta ningún aspecto que sugiera reflexiones
de mayor trascendencia colectiva. Mi punto de vista es que una muerte así, por
trágica que sea, debería ser abordada en principio como una noticia menor. Pero
el diario de más tirada de Euskadi —digo, por poner un ejemplo— le reservó ayer
los mayores honores de su portada, con titular a cinco columnas y fotografía a
cuatro.
No
fue casualidad, ni mucho menos. Enumero los elementos que integraban la portada
de El Correo Español. Aparte del
asesinato de Bakio (60% del espacio disponible),
figuraban seis noticias apenas apuntadas, de las que tres eran: una sobre una
carrera de coches que se celebró en Bilbao, que precisaría financiación para
poder repetirse, otra sobre las contracciones pélvicas de Letizia Ortiz y otra
sobre el mal momento del Athletic. El resto del
espacio (ya apenas nada, como es lógico) quedaba para la gripe del pollo, la
huelga del transporte y las reticencias que muestra Ibarretxe con respecto al
acuerdo hispano-francés sobre infraestructuras.
Sensacionalismo
barato a espuertas. «Amarillismo», se le llamaba antes. Apenas hace 15 años,
una portada así habría resultado inconcebible en un periódico de pretensiones serias.
No
he puesto el ejemplo de la portada de El
Correo porque tenga particular manía a ese diario, que para estas alturas
me cae casi tan mal como todos los demás, sino, todo lo contrario, porque
resulta representativa de la tendencia que sigue el conjunto de la Prensa, y no
sólo —ni siquiera principalmente— de la escrita. Entre la sangre de los
asesinatos, el retrato descarnado de las víctimas de terremotos, maremotos y
huracanes, los sístoles y diástoles de
las noticias del corazón y las
diversas pandemias que amenazan con venirnos un día sí y otro también —aunque
luego nunca vengan, porque las paran en África— el periodismo actual se ha
convertido en pura casquería.
No
es sólo resultado de un deseo irrefrenable de vender periódicos o de ganar como
sea audiencia para los noticiarios. Responde también a una profunda querencia
ideológica y política. Lo que el periodismo actual busca, por encima de todas
las cosas, es aturdir a las masas. Y el método ideal para alcanzar ese objetivo
es bombardearlas con una sucesión inagotable de noticias, todas de apariencia
terrible, de muy diverso género pero presentadas en el mismo plano, sin
jerarquizar, para infundir en la ciudadanía el sentimiento de que está a diario
prácticamente al borde del apocalipsis... y menos mal
que están los que mandan, que la protegen, que si no qué sería de ella.
Nadie
crea que los responsables de los medios de comunicación lo ven así y lo llevan
a la práctica cínica, fría y calculadamente. Qué va. Ellos se dejan aconsejar
por su «instinto», por su «intuición», que les dice que es eso lo que conviene
a la buena marcha del negocio. De todo el negocio, en general. Del sistema.
«No
lo saben, pero lo hacen», escribió Karl Marx en El Capital.
Así es como funciona.
Pueden
discutir los señores diputados todo lo que les dé la gana. Elaboren, si les
peta, media docena de estatutos de la profesión periodística. La realidad se
encargará de pasar por encima de ellos, o de ponerlos a su servicio. No tengo
ni idea de qué carajo es lo que tratan de regular.
Pero puedo asegurarles que, si nuestro gremio está así de mal, no es por
indisciplina. Todo lo contrario. Funciona como un verdadero ejército.
Eficacísimo: no para de causar bajas.
[Ver
los Apuntes anteriores
— Ir a la página de inicio ]
n
El orden del
día
(Martes 18 de octubre de 2005)
Los
sondeos indican que la tasa de respaldo popular al Gobierno de Zapatero está
descendiendo de forma muy llamativa, mientras que la del PP —no tanto la de
Rajoy, personalmente, como la de su partido— asciende. Eso es lo que se desprende no sólo de las
encuestas encargadas por los medios hostiles al PSOE, sino también de las que
están difundiendo los que más lo apoyan.
Son
muy poco de fiar los trabajos sociológicos sobre expectativas de voto que se
realizan cuando no hay elecciones en el horizonte inmediato, pero sí suelen
resultar significativas las tendencias que marcan. Y ésta es neta. A lo que
parece, hace legión la gente que se declara especialmente inquieta por dos
asuntos que ocupan buena parte de los informativos: la política autonómica, con
el Estatut, el tripartito y Maragall
muy en primer plano, y la inmigración, con los sucesos de Melilla y Ceuta en
tanto que principal referente.
Todo
indica que en ambos capítulos las posiciones del PP conectan con un sentir
bastante generalizado en las clases medias españolas, particularmente fuera de
Cataluña y Euskadi.
Es
cierto, como sostienen algunos —yo mismo, sin ir más lejos—, que ambas
preocupaciones están siendo exacerbadas de manera artificial. Pero precisamente
eso es lo más preocupante, porque revela que la oposición en sintonía con el PP
tiene capacidad para conectar con los sentimientos de una parte muy importante
de la población y para orientarlos en el sentido que más le conviene.
He
señalado en más de una ocasión el interés que tiene fijarse en quién marca el orden del día de la actualidad
política, o sea, el temario al que finalmente se sujetan las secciones de
opinión de la prensa, la radio y la televisión. Quien decide de qué se habla
determina en muy buena medida el resultado de lo hablado. En ese sentido, cuanto más traído por los
pelos sea el asunto sobre el que todo el mundo debate, tanto más importante
resulta que concentre la atención general, porque demuestra que quien lo ha
puesto en el centro controla la situación mejor que nadie.
Lo
que en este momento me preocupa más es la comprobación de que los mítines sobre
los peligros de la invasión inmigrante, de
un lado, y los rollos sobre los peligros
del separatismo, del otro, tienen cada vez más y mejor acogida en el
electorado español. Me preocupa, sobre todo, porque me consta que ni se nos viene
encima ninguna invasión inmigrante ni hay ningún peligro separatista en ciernes
(en el supuesto de que el separatismo fuera un peligro).
El
orden del día de la actualidad política española están empezando a decidirlo el
PP y sus amigos. Lo cual es mucho más importante de lo que superficialmente
podría parecer.
Es
cierto que el peligro, grande, viene atemperado por el hecho de que las huestes
del PP se han caracterizado siempre por su capacidad para mostrarse mucho más
feroces en sus querellas internas que a la hora de enfrentarse al enemigo.
En
eso hay que reconocerles una cosa: que no se diferencian gran cosa de las de
izquierda.
[Ver
los Apuntes anteriores
— Ir a la página de inicio ]
n
Abominación de
la estupidez
(Lunes 17 de octubre de 2005)
El
episodio de ópera bufa protagonizado por Maragall con la amagada y nonata
reorganización de su Govern, que ha logrado la unanimidad de los
tres partidos que lo condujeron a la Presidencia de la Generalitat —¡los tres le han vuelto la espalda!—, ilustra muy bien
acerca de una realidad sobre la que vengo insistiendo desde hace años, porque
me parece crucial: el bajísimo nivel de nuestra clase política.
No
me refiero en esta ocasión a su incultura general y a su espantosa verborrea
—de eso ya he escrito en muchas otras ocasiones, y me tocará seguir haciéndolo,
supongo—, sino a su carencia de la virtud que más conviene al oficio que
practican: la inteligencia.
Por
decirlo sin demasiados ambages: parecen tontos.
Por
cada uno que sale con algunas luces, hay cincuenta tarugos.
Lo
de Maragall podría tenerse por antológico. En vista de que pasa por un momento
dificilísimo, con los medios de comunicación más influyentes oscilando entre la
crítica inmisericorde y la descalificación a perpetuidad, habida cuenta de que,
por no tener a favor, no cuenta ni con su propio partido —o lo que sea—, va y
aprovecha para postular una remodelación de
su Gobierno; una remodelación que
nadie pedía y cuyo rasgo distintivo más original era la pretensión de convertir
en conseller a su propio hermano.
He
dicho que lo de Maragall podría considerarse antológico. Podría, pero mejor
será no hacerlo, porque la torpeza del president
resulta cualquier cosa menos excepcional. Al contrario. Se ha atenido a una
norma que parece de obligado cumplimiento en la política española: liarlo todo
al máximo, no vaya a ser que tenga solución.
Ayer
oí en la radio unas declaraciones de Rodríguez Zapatero —otro fénix de los
ingenios— que me sugirieron la misma melancólica pregunta: ¿por qué no se
estará callado este hombre? ¿Tan imposible le resulta la discreción? ¿Tan
difícil le es hacer algo más y parlotear algo menos? Volvió a dar la murga
diciendo que está dispuesto a dialogar con ETA si la organización armada
anuncia su voluntad de desarmarse. Con lo cual ya ha conseguido que el ejército
mediático de la España eterna se movilice de nuevo contra la posibilidad de un
diálogo con ETA. ¡Jamás algo tan inexistente había logrado suscitar tanta
hostilidad!
Son
torpes para todo. Para lo grande y para lo pequeño. Todavía se mantiene en los
medios vitivinícolas el cabreo contra el ministro de
Exteriores, Moratinos, que tuvo el detallazo de
declarar públicamente y sin venir a cuento que a él, donde esté un buen vino de
Burdeos, que le dejen de riojas o riberas del Duero.
¡Menos mal que lo suyo es la diplomacia!
Manca finezza
(*), dijo Giulio Andreotti —corrupto pero
no tonto— hablando de la vida política española. Y por aquí alguien le
respondió: «¡Menos finura y más honestidad!». A lo que
cabría replicar dos cosas. La primera, que no es buena cosa dejarse arrastrar
por la molicie de la Academia y confundir
la honradez con la honestidad. Y la segunda, que la política española ha
demostrado de sobra que es muy sencillo carecer simultáneamente de finura y de
honradez, todo en las mismas piezas.
(*)
«Falta finura», o quizá mejor: «Falta sutileza».
[Ver
los Apuntes anteriores
— Ir a la página de inicio ]
n
Elogio de la
audacia
(Domingo 16 de octubre de 2005)
Lo
cantaba Jacques Brel sobre la tumba de su difunto amigo Jojo
en una de sus últimas canciones, casi
póstuma (ya sólo le quedaba un pulmón, y apenas): «Los dos sabemos que el mundo
sestea por falta de imprudencia.» (*)
No
reivindicaba el atolondramiento ni la irreflexión. No iba de eso. Defendía la
valentía, el atrevimiento. Volvía al viejo lema de su semitocayo
Danton: «¡Audacia, más
audacia, siempre audacia!».
Claro
que Danton no era versallesco. Más bien todo lo
contrario.
En
nuestro actual confortable mundo occidental, la audacia es tenida por defecto.
No se estila. Hasta sus mayores
extremos: está feo incluso atreverse a pensar. Cuanto más pusilánime sea el
pensamiento, tanto mejor.
Este pasado fin de semana ha resultado buena
muestra de ello. La simple sospecha de que los jefes de Estado y Gobierno
reunidos en Salamanca pudieran acordar un par de resoluciones un poquitín
atrevidas, algo incordiantes para la superpotencia
con sede en Washington, hizo que saltaran todas las alarmas. ¡Pero, bueno,
adónde quiere ir a parar este Zapatero!
La
política internacional apesta a prudencia babosa por los cuatro costados.
No me asquearía si quienes se echaron las
manos a la cabeza ante los rumores salmantinos lo hicieran porque consideran
que es falso que el Gobierno estadounidense tenga sometida a Cuba a ningún
bloqueo. O porque sostengan que no hay que extraditar a los terroristas,
siempre que sean culpables de matanzas políticamente correctas. Si defendieran
eso, serían muchas cosas, pero no hipócritas. Lo que me subleva es que la
mayoría de ellos, interpelados sobre los asuntos en cuestión, admiten sin
problemas que el bloqueo contra el pueblo de Cuba –porque es el pueblo quien lo
sufre– es injusto, y que tampoco cabe aprobar que Bush dé cobijo a asesinos.
Pero lo opinan «a título particular». A cambio, les parece «irresponsable» que
lo haga un Ejecutivo hecho y derecho.
«Tanto más tratándose de un Gobierno que ya
ha tenido anteriores problemas con Washington», añaden. «¿Por
culpa de quién?», les preguntas. Y tuercen el gesto. No, no es tampoco que
aprueben la intervención anglo norteamericana en Irak. Lo que desaprueban es la
acumulación de «imprudencias».
Son los mismos realpolitiqueros que han aplaudido
la política de Zapatero sobre (contra) los inmigrantes de Ceuta y Melilla, pese
a admitir, así sea con la boca pequeña, que está suponiendo una flagrante
violación de los derechos humanos de los afectados y de la propia legislación
española. ¡Injusto, pero prudente!
Se alarman sin motivo. Ya se trate del Estatut, de las invasiones de Washington
o de la barbarie de Mohamed VI, Zapatero siempre acaba manteniéndose en el
redil y portándose como un chico de orden. Porque puede que a veces resulte un
poco atolondrado, pero audaz, realmente audaz, nunca.
(*) «Nous savons tous
les deux / Que le monde sommeille
/ Par manque d'imprudence.» He dudado a la hora
de traducir el verbo «sommeiller», que significa
dormir con sueño ligero, dormitar. Pero se trata de un poema, y al final me he
inclinado más por la idea que por la literalidad.
[Ver
los Apuntes anteriores
— Ir a la página de inicio ]
n
El libro de
Arzalluz
(Sábado 15 de octubre de 2005)
Lo
pongo en plan de preguntas y respuestas, como modo de responder colectivamente
al numeroso correo que he recibido tras anunciar la aparición del libro
titulado «Xabier Arzalluz. Así fue».
Pregunta.— ¿Puede ir cualquiera al acto de
presentación del libro en Barcelona?
Respuesta.—
Se realiza en un espacio que pertenece a la Universidad, que
imagino que tendrá algunas limitaciones, así sean de aforo. Supongo igualmente
que, dada la presencia de Arzalluz y de Carod-Rovira —dos personas que no
suscitan un entusiasmo unánime en algunos sectores, por así decirlo—, se
tomarán algunas medidas de seguridad. Fuera de esto, sí, puede acudir
cualquiera que esté interesado en oírnos.
A
mí me gustaría ver y saludar a los más veteranos visitantes catalanes de esta
página web, aunque, por desgracia, si van no podré
hacerles el caso que se merecen, porque estaré apenas unas horas en Barcelona y
el programa que me han preparado no deja apenas huecos.
Pregunta.— ¿Cuándo y dónde
será la presentación del libro en Madrid?
Respuesta.—
Será el 10 de noviembre a última hora de la tarde, sobre las
19:30 o las 20:00. Informaré aquí con tiempo de la hora exacta y el lugar.
Pregunta.— ¿Cómo has
conseguido juntar para el acto de presentación del libro en Madrid a dos
personajes tan distintos como Julio Anguita y Arzalluz?
Respuesta.—
No ha sido difícil. Miento: ha sido difícil convencer a
Arzalluz de que viajara a Madrid, cosa que no le apetecía nada. Pero, una vez vencida
esa natural resistencia, el resto no ha planteado ningún problema. Arzalluz
tiene un sincero aprecio por Julio Anguita. De hecho, afirma en el libro que,
si él hubiera vivido en Madrid, habría votado sin ninguna duda a la Izquierda
Unida de Julio Anguita. Supongo que es uno de los muchos aspectos del libro que
sorprenderán a bastante gente.
El
ex presidente del PNV habla también con respeto
de Madrazo y Ezker Batua. Las personas no siempre son unidimensionales. Por
fortuna.
Pregunta.— ¿Va a haber una
“prepublicación” del libro en la Prensa escrita?
Respuesta.—
No es mi negociado, pero creo que sí. Parece que el grupo
Zeta, a través de El Periódico, en
sus diversas ediciones —no sólo la de Cataluña—, va a hacerse amplio eco este
fin de semana de la aparición del libro. Me dicen que también la revista Tiempo, que pertenece igualmente al
grupo Zeta, publicará algo. Veremos. Sé que no ha sido posible hacer nada con
la prensa diaria con sede en Madrid porque Arzalluz no quería tratos con El Mundo, de modo que ni se iniciaron, y porque El País, tras haber mostrado al principio un vivísimo interés por
el libro, por obvias razones periodísticas, se echó en el último momento para
atrás «por órdenes de arriba», según se nos comunicó. (Una decisión que me
causó cualquier cosa menos extrañeza, conociéndome el paño, dicho sea de paso.)
Con ABC y La Razón ni lo intentamos, por razones no menos obvias.
Supongo
que EITB hará algo, pero de momento no sé qué.
Pregunta.— ¿Habrá presentación
del libro en Euskadi?
Respuesta.—
Doy por hecho que sí, pero eso lo hemos dejado en manos del
equipo de trabajo del propio Arzalluz, que tiene muchas más claves que
Ediciones Foca para decidir cómo, cuándo, dónde, cuántas veces y con quién
hacerlo. Digo lo mismo de antes: en cuanto sepa algo, lo contaré aquí.
Pregunta.— Tú hablas de «el
libro de Arzalluz». Alguna gente próxima a Arzalluz habla de «el libro de
Ortiz». ¿Por qué?
Respuesta.—
Aunque parezca de coña, estamos ante el choque —amigable,
eso sí— no sé si entre dos modestias o entre dos soberbias. Digamos que entre
dos pruritos.
Arzalluz
ha revisado el texto del libro; ha corregido, quitado y puesto todo lo que ha
querido y, en consecuencia, lo reconoce como propio. Pero dice —y tiene razón—
que todo eso ha salido de su boca, no de su pluma, salvo algunos párrafos. Que
quien en último término ha escrito casi todo el libro he sido yo. Por eso
sostiene que, en realidad, el libro es mío. De hecho, no quiso que lo
tituláramos Memorias, y razonó su oposición:
«Las memorias de uno se las trabaja y las escribe uno mismo. Esto no ha sido
así.»
En
cuanto a mí, me niego a atribuirme la autoría de un libro que no da cuenta de
mis propias ideas, sino de las de otra persona. He hecho de transcriptor de lo
que me contó él. De amanuense, que se
decía antes. Lo habré hecho con más o menos acierto, pero es él quien relata y
opina; no yo (salvando, claro está, el prólogo y las notas a pie de página, que
sí son de mi exclusiva responsabilidad).
No
se trata de ninguna pijotería. De haber concebido
este trabajo como una obra mía, habría actuado como lo hice en mi libro Ibarretxe: entrevistando a las personas
aludidas por él, reconstruyendo los hechos que menciona, aportando mis propias
valoraciones... En Así fue no hay
nada de eso: lo que aparece es lo que cuenta Arzalluz, y aparece tal como lo ve
Arzalluz.
Concebí
de ese modo la obra porque me pareció que era así como tenía un mayor interés
social. Mis opiniones sobre lo que cuenta y sobre cómo lo ve quedan al margen.
Arzalluz
no es ágrafo, ni mucho menos. Escribe bastante, y lo hace bien. De haber
querido escribir sus memorias, lo habría hecho.
Yo,
por mi parte, no carezco de opinión sobre los muchos sucesos mencionados en el
libro. No pocos los he vivido en primera persona, incluso. De haber querido
contarlos a mi modo y valorarlos conforme a mi criterio, lo habría hecho.
De
manera que ambos tenemos razón cuando atribuimos la autoría del libro al otro.
Habrá
quien se sorprenda de que haya dos personas aparentemente empeñadas en quitarse
importancia. Pero no se trata de eso. De hecho, estoy seguro de que quienes nos
conocen —sea al uno, sea al otro, sea a los dos— lo entenderán perfectamente.
En
cualquier caso, nosotros nos entendemos. Y, a estos efectos, es lo más
importante.
[Ver
los Apuntes anteriores
— Ir a la página de inicio ]
n
El artículo 2º
(Viernes 14 de octubre de 2005)
«No
discutiré sobre palabras, siempre que se aclare qué significan», escribió René
Descartes.
Tal
como se está desarrollando el debate sobre el proyecto de nuevo Estatuto
catalán, se diría que para muchos lo más importante es que en su prólogo se
emplee o no se emplee el término «nación» para referirse a Cataluña, y no los
derechos que el texto estatutario atribuye o niega al pueblo catalán y a sus
instituciones representativas. De hecho, hubo un momento en el que llegué a
pensar que la discusión sobre el uso de la palabra de marras no era más que una
añagaza destinada a desviar la atención de la opinión pública y evitar que el
debate se centrara en lo material y sustantivo, que es lo que concreta en el
articulado. Pero no. Según los nacionalistas españoles han ido insistiendo más
y más en sus posiciones, me he rendido a la evidencia de que lo que defienden
es realmente una cuestión de principio: entienden que, si se avinieran a que
Cataluña fuera definida como nación, estarían aceptando que se privara al Estado
de su patria potestad sobre el pueblo catalán. Dicho sea en los dos sentidos de
la palabra patria: permitirían que el hijo díscolo se emancipara legalmente.
Lo
que me llama más la atención es la tenacidad con la que se aferran al artículo
2º de la Constitución. Recuerdo su redacción: «La Constitución se fundamenta en
la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de
todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las
nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas».
Es
una chapuza de aquí te espero, sólo comprensible por el juego de equilibrios
político-semánticos que sus redactores se creyeron obligados a hacer (*).
En
primer lugar, la Nación española podrá ser muchas cosas, pero no indivisible. A
no ser que naciera en 1978. Es un hecho que escasos años antes de aprobarse la
Constitución hubo diversos territorios considerados hasta entonces parte
indivisible de la indisoluble unidad, etc., que se separaron de la Nación
española para constituir un Estado independiente (Guinea Ecuatorial) o una zona
en indivisible e indisoluble conflicto (el Sahara Occidental). Ahora cada cual
podrá opinar de aquello lo que le venga en gana, pero hace medio siglo a
nosotros se nos enseñó que Fernando Poo y Río Muni eran «tan españolas como Burgos», y que se anduviera
con ojo quien dijera lo contrario. Igualito que ahora con Ceuta y Melilla.
A
lo largo de los siglos, España no ha parado de perder territorios sujetos a su
soberanía. No sólo en África, América y Asia, sino incluso dentro de la propia
península. ¿De cuándo data la Nación española? ¿Es mejor dejar la cosa para
después de la batalla de Ourique, que suele tenerse
en Portugal por origen de su independencia? ¿O la Nación española ya existía antes,
sólo que divisible?
Todavía
más chapucera es la referencia que el artículo 2º de la Constitución hace a
«las nacionalidades y regiones» que, según ella, integran la Nación española.
¿Cómo se puede hacer semejante afirmación y no precisar en ningún lado qué y
quién es una «nacionalidad», qué y quién es una «región», en virtud de qué se
distinguen las unas de las otras y qué efectos tiene recibir una u otra
categorización constitucional?
Esas
precisiones, en rigor imprescindibles, quedaron sin hacerse. No sólo porque los
constituyentes no quisieron meterse en el lío de excluir a determinadas zonas
de la categoría de nacionalidad, sino, sobre todo, porque se hubieran visto en
la necesidad de ingeniárselas para establecer una definición de «nacionalidad» que
no remitiera directamente a la de nación. Se las hubieran visto y deseado.
Seamos
sinceros: el artículo 2º de la Constitución fue tan sólo un apaño que los
diputados de las primeras Cortes hicieron en su momento para no enfadar
demasiado a nadie, aunque fuera a costa de no afirmar nada medianamente serio.
Apoyarse ahora en él, cual quintaesencia de la realidad española de 2005, para
negar a la ciudadanía catalana el derecho a definirse como se siente no pasa de
ser una forma de disimular de manera hipócrita lo que realmente se trata de
decir: «No lo vais a hacer porque a mí no me da la real gana, y porque el que
tiene las armas tiene el poder». Porque es eso.
(*) La
Constitución Española contiene incongruencias a porrillo. Una que no he oído
citar, y que podría cobrar actualidad tal como están las cosas, es la que
establece el art. 139.1, que figura precisamente en
el Título VIII («De la organización territorial del Estado») y que dice: «Todos
los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del
territorio del Estado». Apoyándose en tan rotundo artículo de la Constitución,
los funcionarios afincados en Cataluña o Euskadi que desconocen la lengua
propia de la comunidad autónoma correspondiente podrían negarse a usarla,
puesto que eso les impone una obligación de la que carecen los funcionarios
asentados en otras partes del territorio del Estado. Pero, también en virtud
del mismo campanudo artículo, si se admite que un vasco o un catalán tienen
derecho a expresarse en euskara o catalán en sus relaciones con la
Administración vasca o catalana, ¿quién les podrá negar el derecho a hacerlo
también con la Administración de Extremadura, de Andalucía o de Melilla? ¡Sus
derechos son los mismos en cualquier parte del territorio del Estado! Bien,
pues probad a entrar en un cuartelillo de la Guardia Civil de Almería a hacer
una denuncia en euskara. Mejor será que no llevéis un ejemplar de la
Constitución en la mano. Más que nada para que no os peguen con él.
[Ver
los Apuntes anteriores
— Ir a la página de inicio ]