[Del 14 al 20 de octubre de 2005]

 

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Sadam Husein, por la brava

 (Jueves 20 de octubre de 2005 )

Sentar en el banquillo a un sátrapa culpable de crímenes contra la Humanidad no plantea mayores problemas. Salvo que quien formule la acusación haya cometido también crímenes contra la Humanidad. Porque es muy fácil que, en tal caso, se vea en la incómoda circunstancia de que el acusado le responda al celtibérico modo, espetándole: «¡Pues mira que tú!»

Es lo que les pasó a los organizadores del juicio montado en La Haya contra Slobodan Milosevic. Lo iniciaron con ingente despliegue de medios, como gran espectáculo, pero no tardaron en ponerle sordina, tras comprobar que, si ellos tenían una larga lista de acusaciones que formular contra el ex presidente yugoslavo, a él tampoco le faltaban motivos de vituperio, y no quedaba nada estético verlos expuestos a la luz del día.

Washington ha aprendido de la experiencia. El más que irregular Tribunal Especial que ha montado para juzgar a Sadam Husein no permitirá un debate sobre la actuación global del ex presidente iraquí. Eso daría pie a una defensa basada en el vilipendio no menos global del comportamiento de sus enemigos, lo que resultaría muy poco conveniente. En consecuencia, ha decidido someterlo a juicio por un crimen comparativamente menor, pero suficiente para justificar la pena de muerte. Ceñida la acusación a ese caso específico, cualquier referencia a asuntos más amplios y controvertidos será considerada improcedente y, por lo tanto, silenciada.

Una vez condenado a muerte Sadam Husein y ejecutado por ese crimen concreto, del resto ya no habrá ni por qué hablar. Asunto concluido. A por otra cosa.

Mi grado de confianza en la sensibilidad de la opinión pública occidental es más bien limitado, pero me pregunto si se avendrá a hacer la vista gorda ante el cúmulo de tropelías que se ha puesto en marcha con este juicio.

La primera y principal —por lo menos para mí— es que se esté planeando dictar y ejecutar una sentencia de muerte. Ya sé que es una especialidad muy del agrado de George W. Bush, pero a mí por lo menos me revuelve las tripas.

La segunda, que pueda funcionar un tribunal que no se sabe en nombre de qué autoridad actúa, puesto que su formación ni siquiera ha sido refrendada por la ya de por sí dudosa Asamblea Nacional transitoria iraquí.

La tercera, que la defensa de Sadam Husein haya sido encomendada a un abogado que carece de experiencia, al que le han endilgado, además, un tocho de 10.000 documentos, que, por mucho que el juicio se aplace, nunca podrá estudiarse realmente.

La verdad es que a mí Sadam Husein me importa un bledo. No se trata de defenderlo a él, sino de defendernos todos de una gente que hace y deshace en el mundo entero lo que le viene en gana, sin la menor preocupación por las normas, las leyes y los derechos.

Hoy deciden acabar con Sadam Husein por la brava. Mañana puede ser el turno de cualquier otro.

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¿Regular el periodismo?

(Miércoles 19 de octubre de 2005)

Leo el titular: «El Congreso de los Diputados quiere regular la profesión periodística». Y me sale del alma la humorada: «¡Pues van buenos! ¡De regular, nada! ¡Está fatal!»

Ayer debatimos sobre ello en el curso de un programa de la televisión pública vasca. Algunos planteamos qué sentido puede tener que la Prensa trate, como asunto estrella, un asesinato —el de la joven Aitzane Garai, sucedido en Bakio— del que no sólo no se sabe aún gran cosa, sino que, además, lo poco que se sabe no presenta ningún aspecto que sugiera reflexiones de mayor trascendencia colectiva. Mi punto de vista es que una muerte así, por trágica que sea, debería ser abordada en principio como una noticia menor. Pero el diario de más tirada de Euskadi —digo, por poner un ejemplo— le reservó ayer los mayores honores de su portada, con titular a cinco columnas y fotografía a cuatro.

No fue casualidad, ni mucho menos. Enumero los elementos que integraban la portada de El Correo Español. Aparte del asesinato de Bakio (60% del espacio disponible), figuraban seis noticias apenas apuntadas, de las que tres eran: una sobre una carrera de coches que se celebró en Bilbao, que precisaría financiación para poder repetirse, otra sobre las contracciones pélvicas de Letizia Ortiz y otra sobre el mal momento del Athletic. El resto del espacio (ya apenas nada, como es lógico) quedaba para la gripe del pollo, la huelga del transporte y las reticencias que muestra Ibarretxe con respecto al acuerdo hispano-francés sobre infraestructuras.

Sensacionalismo barato a espuertas. «Amarillismo», se le llamaba antes. Apenas hace 15 años, una portada así habría resultado inconcebible en un periódico de pretensiones serias.

No he puesto el ejemplo de la portada de El Correo porque tenga particular manía a ese diario, que para estas alturas me cae casi tan mal como todos los demás, sino, todo lo contrario, porque resulta representativa de la tendencia que sigue el conjunto de la Prensa, y no sólo —ni siquiera principalmente— de la escrita. Entre la sangre de los asesinatos, el retrato descarnado de las víctimas de terremotos, maremotos y huracanes, los sístoles y diástoles de las noticias del corazón y las diversas pandemias que amenazan con venirnos un día sí y otro también —aunque luego nunca vengan, porque las paran en África— el periodismo actual se ha convertido en pura casquería.

No es sólo resultado de un deseo irrefrenable de vender periódicos o de ganar como sea audiencia para los noticiarios. Responde también a una profunda querencia ideológica y política. Lo que el periodismo actual busca, por encima de todas las cosas, es aturdir a las masas. Y el método ideal para alcanzar ese objetivo es bombardearlas con una sucesión inagotable de noticias, todas de apariencia terrible, de muy diverso género pero presentadas en el mismo plano, sin jerarquizar, para infundir en la ciudadanía el sentimiento de que está a diario prácticamente al borde del apocalipsis... y menos mal que están los que mandan, que la protegen, que si no qué sería de ella.

Nadie crea que los responsables de los medios de comunicación lo ven así y lo llevan a la práctica cínica, fría y calculadamente. Qué va. Ellos se dejan aconsejar por su «instinto», por su «intuición», que les dice que es eso lo que conviene a la buena marcha del negocio. De todo el negocio, en general. Del sistema.

«No lo saben, pero lo hacen», escribió Karl Marx en El Capital. Así es como funciona.

Pueden discutir los señores diputados todo lo que les dé la gana. Elaboren, si les peta, media docena de estatutos de la profesión periodística. La realidad se encargará de pasar por encima de ellos, o de ponerlos a su servicio. No tengo ni idea de qué carajo es lo que tratan de regular. Pero puedo asegurarles que, si nuestro gremio está así de mal, no es por indisciplina. Todo lo contrario. Funciona como un verdadero ejército. Eficacísimo: no para de causar bajas.

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El orden del día

(Martes 18 de octubre de 2005)

Los sondeos indican que la tasa de respaldo popular al Gobierno de Zapatero está descendiendo de forma muy llamativa, mientras que la del PP —no tanto la de Rajoy, personalmente, como la de su partido— asciende.  Eso es lo que se desprende no sólo de las encuestas encargadas por los medios hostiles al PSOE, sino también de las que están difundiendo los que más lo apoyan.

Son muy poco de fiar los trabajos sociológicos sobre expectativas de voto que se realizan cuando no hay elecciones en el horizonte inmediato, pero sí suelen resultar significativas las tendencias que marcan. Y ésta es neta. A lo que parece, hace legión la gente que se declara especialmente inquieta por dos asuntos que ocupan buena parte de los informativos: la política autonómica, con el Estatut, el tripartito y Maragall muy en primer plano, y la inmigración, con los sucesos de Melilla y Ceuta en tanto que principal referente.

Todo indica que en ambos capítulos las posiciones del PP conectan con un sentir bastante generalizado en las clases medias españolas, particularmente fuera de Cataluña y Euskadi.

Es cierto, como sostienen algunos —yo mismo, sin ir más lejos—, que ambas preocupaciones están siendo exacerbadas de manera artificial. Pero precisamente eso es lo más preocupante, porque revela que la oposición en sintonía con el PP tiene capacidad para conectar con los sentimientos de una parte muy importante de la población y para orientarlos en el sentido que más le conviene.

He señalado en más de una ocasión el interés que tiene fijarse en quién marca el orden del día de la actualidad política, o sea, el temario al que finalmente se sujetan las secciones de opinión de la prensa, la radio y la televisión. Quien decide de qué se habla determina en muy buena medida el resultado de lo hablado.  En ese sentido, cuanto más traído por los pelos sea el asunto sobre el que todo el mundo debate, tanto más importante resulta que concentre la atención general, porque demuestra que quien lo ha puesto en el centro controla la situación mejor que nadie.

Lo que en este momento me preocupa más es la comprobación de que los mítines sobre los peligros de la invasión inmigrante, de un lado, y los rollos sobre los peligros del separatismo, del otro, tienen cada vez más y mejor acogida en el electorado español. Me preocupa, sobre todo, porque me consta que ni se nos viene encima ninguna invasión inmigrante ni hay ningún peligro separatista en ciernes (en el supuesto de que el separatismo fuera un peligro).

El orden del día de la actualidad política española están empezando a decidirlo el PP y sus amigos. Lo cual es mucho más importante de lo que superficialmente podría parecer.

Es cierto que el peligro, grande, viene atemperado por el hecho de que las huestes del PP se han caracterizado siempre por su capacidad para mostrarse mucho más feroces en sus querellas internas que a la hora de enfrentarse al enemigo.

En eso hay que reconocerles una cosa: que no se diferencian gran cosa de las de izquierda.

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Abominación de la estupidez

(Lunes 17 de octubre de 2005)

El episodio de ópera bufa protagonizado por Maragall con la amagada y nonata reorganización de su Govern, que ha logrado la unanimidad de los tres partidos que lo condujeron a la Presidencia de la Generalitat —¡los tres le han vuelto la espalda!—, ilustra muy bien acerca de una realidad sobre la que vengo insistiendo desde hace años, porque me parece crucial: el bajísimo nivel de nuestra clase política.

No me refiero en esta ocasión a su incultura general y a su espantosa verborrea —de eso ya he escrito en muchas otras ocasiones, y me tocará seguir haciéndolo, supongo—, sino a su carencia de la virtud que más conviene al oficio que practican: la inteligencia.

Por decirlo sin demasiados ambages: parecen tontos.

Por cada uno que sale con algunas luces, hay cincuenta tarugos.

Lo de Maragall podría tenerse por antológico. En vista de que pasa por un momento dificilísimo, con los medios de comunicación más influyentes oscilando entre la crítica inmisericorde y la descalificación a perpetuidad, habida cuenta de que, por no tener a favor, no cuenta ni con su propio partido —o lo que sea—, va y aprovecha para postular una remodelación de su Gobierno; una remodelación que nadie pedía y cuyo rasgo distintivo más original era la pretensión de convertir en conseller a su propio hermano.

He dicho que lo de Maragall podría considerarse antológico. Podría, pero mejor será no hacerlo, porque la torpeza del president resulta cualquier cosa menos excepcional. Al contrario. Se ha atenido a una norma que parece de obligado cumplimiento en la política española: liarlo todo al máximo, no vaya a ser que tenga solución.

Ayer oí en la radio unas declaraciones de Rodríguez Zapatero —otro fénix de los ingenios— que me sugirieron la misma melancólica pregunta: ¿por qué no se estará callado este hombre? ¿Tan imposible le resulta la discreción? ¿Tan difícil le es hacer algo más y parlotear algo menos? Volvió a dar la murga diciendo que está dispuesto a dialogar con ETA si la organización armada anuncia su voluntad de desarmarse. Con lo cual ya ha conseguido que el ejército mediático de la España eterna se movilice de nuevo contra la posibilidad de un diálogo con ETA. ¡Jamás algo tan inexistente había logrado suscitar tanta hostilidad!

Son torpes para todo. Para lo grande y para lo pequeño. Todavía se mantiene en los medios vitivinícolas el cabreo contra el ministro de Exteriores, Moratinos, que tuvo el detallazo de declarar públicamente y sin venir a cuento que a él, donde esté un buen vino de Burdeos, que le dejen de riojas o riberas del Duero. ¡Menos mal que lo suyo es la diplomacia!

Manca finezza (*), dijo Giulio Andreotti —corrupto pero no tonto— hablando de la vida política española. Y por aquí alguien le respondió: «¡Menos finura y más honestidad!». A lo que cabría replicar dos cosas. La primera, que no es buena cosa dejarse arrastrar por la molicie de la Academia y confundir  la honradez con la honestidad. Y la segunda, que la política española ha demostrado de sobra que es muy sencillo carecer simultáneamente de finura y de honradez, todo en las mismas piezas.

 

(*) «Falta finura», o quizá mejor: «Falta sutileza».

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Elogio de la audacia

(Domingo 16 de octubre de 2005)

Lo cantaba Jacques Brel sobre la tumba de su difunto amigo Jojo en una de sus últimas canciones, casi póstuma (ya sólo le quedaba un pulmón, y apenas): «Los dos sabemos que el mundo sestea por falta de imprudencia.» (*)

No reivindicaba el atolondramiento ni la irreflexión. No iba de eso. Defendía la valentía, el atrevimiento. Volvía al viejo lema de su semitocayo Danton: «¡Audacia, más audacia, siempre audacia!».

Claro que Danton no era versallesco. Más bien todo lo contrario.

En nuestro actual confortable mundo occidental, la audacia es tenida por defecto. No se estila. Hasta sus mayores extremos: está feo incluso atreverse a pensar. Cuanto más pusilánime sea el pensamiento, tanto mejor.

Este pasado fin de semana ha resultado buena muestra de ello. La simple sospecha de que los jefes de Estado y Gobierno reunidos en Salamanca pudieran acordar un par de resoluciones un poquitín atrevidas, algo incordiantes para la superpotencia con sede en Washington, hizo que saltaran todas las alarmas. ¡Pero, bueno, adónde quiere ir a parar este Zapatero!

 La política internacional apesta a prudencia babosa por los cuatro costados.

No me asquearía si quienes se echaron las manos a la cabeza ante los rumores salmantinos lo hicieran porque consideran que es falso que el Gobierno estadounidense tenga sometida a Cuba a ningún bloqueo. O porque sostengan que no hay que extraditar a los terroristas, siempre que sean culpables de matanzas políticamente correctas. Si defendieran eso, serían muchas cosas, pero no hipócritas. Lo que me subleva es que la mayoría de ellos, interpelados sobre los asuntos en cuestión, admiten sin problemas que el bloqueo contra el pueblo de Cuba –porque es el pueblo quien lo sufre– es injusto, y que tampoco cabe aprobar que Bush dé cobijo a asesinos. Pero lo opinan «a título particular». A cambio, les parece «irresponsable» que lo haga un Ejecutivo hecho y derecho.

«Tanto más tratándose de un Gobierno que ya ha tenido anteriores problemas con Washington», añaden. «¿Por culpa de quién?», les preguntas. Y tuercen el gesto. No, no es tampoco que aprueben la intervención anglo norteamericana en Irak. Lo que desaprueban es la acumulación de «imprudencias».

Son los mismos realpolitiqueros que han aplaudido la política de Zapatero sobre (contra) los inmigrantes de Ceuta y Melilla, pese a admitir, así sea con la boca pequeña, que está suponiendo una flagrante violación de los derechos humanos de los afectados y de la propia legislación española. ¡Injusto, pero prudente!

Se alarman sin motivo. Ya se trate del Estatut, de las invasiones de Washington o de la barbarie de Mohamed VI, Zapatero siempre acaba manteniéndose en el redil y portándose como un chico de orden. Porque puede que a veces resulte un poco atolondrado, pero audaz, realmente audaz, nunca.

 

(*) «Nous savons tous les deux / Que le monde sommeille / Par manque d'imprudence He dudado a la hora de traducir el verbo «sommeiller», que significa dormir con sueño ligero, dormitar. Pero se trata de un poema, y al final me he inclinado más por la idea que por la literalidad.

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El libro de Arzalluz

(Sábado 15 de octubre de 2005)

Lo pongo en plan de preguntas y respuestas, como modo de responder colectivamente al numeroso correo que he recibido tras anunciar la aparición del libro titulado «Xabier Arzalluz. Así fue».

Pregunta.— ¿Puede ir cualquiera al acto de presentación del libro en Barcelona?

Respuesta.— Se realiza en un espacio que pertenece a la Universidad, que imagino que tendrá algunas limitaciones, así sean de aforo. Supongo igualmente que, dada la presencia de Arzalluz y de Carod-Rovira —dos personas que no suscitan un entusiasmo unánime en algunos sectores, por así decirlo—, se tomarán algunas medidas de seguridad. Fuera de esto, sí, puede acudir cualquiera que esté interesado en oírnos.

A mí me gustaría ver y saludar a los más veteranos visitantes catalanes de esta página web, aunque, por desgracia, si van no podré hacerles el caso que se merecen, porque estaré apenas unas horas en Barcelona y el programa que me han preparado no deja apenas huecos.

Pregunta.— ¿Cuándo y dónde será la presentación del libro en Madrid?

Respuesta.— Será el 10 de noviembre a última hora de la tarde, sobre las 19:30 o las 20:00. Informaré aquí con tiempo de la hora exacta y el lugar.

Pregunta.— ¿Cómo has conseguido juntar para el acto de presentación del libro en Madrid a dos personajes tan distintos como Julio Anguita y Arzalluz?

Respuesta.— No ha sido difícil. Miento: ha sido difícil convencer a Arzalluz de que viajara a Madrid, cosa que no le apetecía nada. Pero, una vez vencida esa natural resistencia, el resto no ha planteado ningún problema. Arzalluz tiene un sincero aprecio por Julio Anguita. De hecho, afirma en el libro que, si él hubiera vivido en Madrid, habría votado sin ninguna duda a la Izquierda Unida de Julio Anguita. Supongo que es uno de los muchos aspectos del libro que sorprenderán a bastante gente.

El ex presidente del PNV habla también con respeto de Madrazo y Ezker Batua. Las personas no siempre son unidimensionales. Por fortuna.

Pregunta.— ¿Va a haber una “prepublicación” del libro en la Prensa escrita?

Respuesta.— No es mi negociado, pero creo que sí. Parece que el grupo Zeta, a través de El Periódico, en sus diversas ediciones —no sólo la de Cataluña—, va a hacerse amplio eco este fin de semana de la aparición del libro. Me dicen que también la revista Tiempo, que pertenece igualmente al grupo Zeta, publicará algo. Veremos. Sé que no ha sido posible hacer nada con la prensa diaria con sede en Madrid porque Arzalluz no quería tratos con El Mundo, de modo que ni se iniciaron, y porque El País, tras haber mostrado al principio un vivísimo interés por el libro, por obvias razones periodísticas, se echó en el último momento para atrás «por órdenes de arriba», según se nos comunicó. (Una decisión que me causó cualquier cosa menos extrañeza, conociéndome el paño, dicho sea de paso.) Con ABC y La Razón ni lo intentamos, por razones no menos obvias.

Supongo que EITB hará algo, pero de momento no sé qué.

Pregunta.— ¿Habrá presentación del libro en Euskadi?

Respuesta.— Doy por hecho que sí, pero eso lo hemos dejado en manos del equipo de trabajo del propio Arzalluz, que tiene muchas más claves que Ediciones Foca para decidir cómo, cuándo, dónde, cuántas veces y con quién hacerlo. Digo lo mismo de antes: en cuanto sepa algo, lo contaré aquí.

Pregunta.— Tú hablas de «el libro de Arzalluz». Alguna gente próxima a Arzalluz habla de «el libro de Ortiz». ¿Por qué?

Respuesta.— Aunque parezca de coña, estamos ante el choque —amigable, eso sí— no sé si entre dos modestias o entre dos soberbias. Digamos que entre dos pruritos.

Arzalluz ha revisado el texto del libro; ha corregido, quitado y puesto todo lo que ha querido y, en consecuencia, lo reconoce como propio. Pero dice —y tiene razón— que todo eso ha salido de su boca, no de su pluma, salvo algunos párrafos. Que quien en último término ha escrito casi todo el libro he sido yo. Por eso sostiene que, en realidad, el libro es mío. De hecho, no quiso que lo tituláramos Memorias, y razonó su oposición: «Las memorias de uno se las trabaja y las escribe uno mismo. Esto no ha sido así.»

En cuanto a mí, me niego a atribuirme la autoría de un libro que no da cuenta de mis propias ideas, sino de las de otra persona. He hecho de transcriptor de lo que me contó él. De amanuense, que se decía antes. Lo habré hecho con más o menos acierto, pero es él quien relata y opina; no yo (salvando, claro está, el prólogo y las notas a pie de página, que sí son de mi exclusiva responsabilidad).

No se trata de ninguna pijotería. De haber concebido este trabajo como una obra mía, habría actuado como lo hice en mi libro Ibarretxe: entrevistando a las personas aludidas por él, reconstruyendo los hechos que menciona, aportando mis propias valoraciones... En Así fue no hay nada de eso: lo que aparece es lo que cuenta Arzalluz, y aparece tal como lo ve Arzalluz.

Concebí de ese modo la obra porque me pareció que era así como tenía un mayor interés social. Mis opiniones sobre lo que cuenta y sobre cómo lo ve quedan al margen.

Arzalluz no es ágrafo, ni mucho menos. Escribe bastante, y lo hace bien. De haber querido escribir sus memorias, lo habría hecho.

Yo, por mi parte, no carezco de opinión sobre los muchos sucesos mencionados en el libro. No pocos los he vivido en primera persona, incluso. De haber querido contarlos a mi modo y valorarlos conforme a mi criterio, lo habría hecho.

De manera que ambos tenemos razón cuando atribuimos la autoría del libro al otro.

Habrá quien se sorprenda de que haya dos personas aparentemente empeñadas en quitarse importancia. Pero no se trata de eso. De hecho, estoy seguro de que quienes nos conocen —sea al uno, sea al otro, sea a los dos— lo entenderán perfectamente.

En cualquier caso, nosotros nos entendemos. Y, a estos efectos, es lo más importante.

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El artículo 2º

(Viernes 14 de octubre de 2005)

«No discutiré sobre palabras, siempre que se aclare qué significan», escribió René Descartes.

Tal como se está desarrollando el debate sobre el proyecto de nuevo Estatuto catalán, se diría que para muchos lo más importante es que en su prólogo se emplee o no se emplee el término «nación» para referirse a Cataluña, y no los derechos que el texto estatutario atribuye o niega al pueblo catalán y a sus instituciones representativas. De hecho, hubo un momento en el que llegué a pensar que la discusión sobre el uso de la palabra de marras no era más que una añagaza destinada a desviar la atención de la opinión pública y evitar que el debate se centrara en lo material y sustantivo, que es lo que concreta en el articulado. Pero no. Según los nacionalistas españoles han ido insistiendo más y más en sus posiciones, me he rendido a la evidencia de que lo que defienden es realmente una cuestión de principio: entienden que, si se avinieran a que Cataluña fuera definida como nación, estarían aceptando que se privara al Estado de su patria potestad sobre el pueblo catalán. Dicho sea en los dos sentidos de la palabra patria: permitirían que el hijo díscolo se emancipara legalmente.

Lo que me llama más la atención es la tenacidad con la que se aferran al artículo 2º de la Constitución. Recuerdo su redacción: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas».

Es una chapuza de aquí te espero, sólo comprensible por el juego de equilibrios político-semánticos que sus redactores se creyeron obligados a hacer (*).

En primer lugar, la Nación española podrá ser muchas cosas, pero no indivisible. A no ser que naciera en 1978. Es un hecho que escasos años antes de aprobarse la Constitución hubo diversos territorios considerados hasta entonces parte indivisible de la indisoluble unidad, etc., que se separaron de la Nación española para constituir un Estado independiente (Guinea Ecuatorial) o una zona en indivisible e indisoluble conflicto (el Sahara Occidental). Ahora cada cual podrá opinar de aquello lo que le venga en gana, pero hace medio siglo a nosotros se nos enseñó que Fernando Poo y Río Muni eran «tan españolas como Burgos», y que se anduviera con ojo quien dijera lo contrario. Igualito que ahora con Ceuta y Melilla.

A lo largo de los siglos, España no ha parado de perder territorios sujetos a su soberanía. No sólo en África, América y Asia, sino incluso dentro de la propia península. ¿De cuándo data la Nación española? ¿Es mejor dejar la cosa para después de la batalla de Ourique, que suele tenerse en Portugal por origen de su independencia? ¿O la Nación española ya existía antes, sólo que divisible?

Todavía más chapucera es la referencia que el artículo 2º de la Constitución hace a «las nacionalidades y regiones» que, según ella, integran la Nación española. ¿Cómo se puede hacer semejante afirmación y no precisar en ningún lado qué y quién es una «nacionalidad», qué y quién es una «región», en virtud de qué se distinguen las unas de las otras y qué efectos tiene recibir una u otra categorización constitucional?

Esas precisiones, en rigor imprescindibles, quedaron sin hacerse. No sólo porque los constituyentes no quisieron meterse en el lío de excluir a determinadas zonas de la categoría de nacionalidad, sino, sobre todo, porque se hubieran visto en la necesidad de ingeniárselas para establecer una definición de «nacionalidad» que no remitiera directamente a la de nación. Se las hubieran visto y deseado.

Seamos sinceros: el artículo 2º de la Constitución fue tan sólo un apaño que los diputados de las primeras Cortes hicieron en su momento para no enfadar demasiado a nadie, aunque fuera a costa de no afirmar nada medianamente serio. Apoyarse ahora en él, cual quintaesencia de la realidad española de 2005, para negar a la ciudadanía catalana el derecho a definirse como se siente no pasa de ser una forma de disimular de manera hipócrita lo que realmente se trata de decir: «No lo vais a hacer porque a mí no me da la real gana, y porque el que tiene las armas tiene el poder». Porque es eso.

 

(*) La Constitución Española contiene incongruencias a porrillo. Una que no he oído citar, y que podría cobrar actualidad tal como están las cosas, es la que establece el art. 139.1, que figura precisamente en el Título VIII («De la organización territorial del Estado») y que dice: «Todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado». Apoyándose en tan rotundo artículo de la Constitución, los funcionarios afincados en Cataluña o Euskadi que desconocen la lengua propia de la comunidad autónoma correspondiente podrían negarse a usarla, puesto que eso les impone una obligación de la que carecen los funcionarios asentados en otras partes del territorio del Estado. Pero, también en virtud del mismo campanudo artículo, si se admite que un vasco o un catalán tienen derecho a expresarse en euskara o catalán en sus relaciones con la Administración vasca o catalana, ¿quién les podrá negar el derecho a hacerlo también con la Administración de Extremadura, de Andalucía o de Melilla? ¡Sus derechos son los mismos en cualquier parte del territorio del Estado! Bien, pues probad a entrar en un cuartelillo de la Guardia Civil de Almería a hacer una denuncia en euskara. Mejor será que no llevéis un ejemplar de la Constitución en la mano. Más que nada para que no os peguen con él.

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