[Del 7 al 13 de octubre de 2005]
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Juristas sin
escrúpulos
(Jueves 13 de octubre de 2005)
La
experiencia demuestra que no hay derechista más brutal y desinhibido que el ex
izquierdista. Así como la gente de derechas «de toda la vida» suele tener un cierto sentido de la contención —no
necesariamente mucho: algo—, lo más frecuente es que la procedente de las filas
de la izquierda radical carezca por completo de sentido de la medida. No sabe
ser de derechas, sin más; tiene que ser de extrema derecha.
Algunos
sostienen que esto se debe a que son personas que se limitan a cambiar un
autoritarismo por otro. Según esta tesis, los individuos en cuestión pueden
pasar con cierta facilidad de la izquierda más furibunda a la derecha más
furibunda porque lo que les va, en el fondo, es ser furibundos.
Es
ésta una explicación que puede tener cierta validez en determinados casos, pero
que, en mi criterio, no apunta al meollo del asunto. La prueba de ello la
tenemos en que fenómenos casi idénticos son detectables en otros campos
ideológicos, distintos y distantes del binomio izquierda / derecha. Por
ejemplo, en el del nacionalismo vasco. Todos conocemos un buen puñado de
individuos que fueron en su juventud nacionalistas radicales vascos, incluso de
los de pistola en mano, y que han acabado entregados al españolismo más
crispado y más militante.
Según
lo veo yo, lo que se produce en casi todos estos casos de metamorfosis
ideológica aguda es un proceso de pérdida galopante de los escrúpulos, ligada
al afán por desprenderse de la manera más rápida, más definitiva y más visible
de las viejas señas de identidad ideológica, para lograr así una mejor acogida
—y casi siempre también una mejor colocación— en el nuevo bando.
Algo
de esto se trasluce también en aquellas personas que han realizado otra
peregrinación, profesional de apariencia, pero de trasfondo no menos
ideológico. Me refiero a quienes han pasado del mundo de las leyes al de la
política. De la judicatura de campanillas a la política en el poder, quiero
decir. El caso de Garzón fue casi de opereta: pasó de pretender el
encarcelamiento de Felipe González en tanto que jefe de una banda de
delincuentes a acompañarlo en su lista electoral como si tal cosa, feliz y
contento. Juan Alberto Belloch fue otro del género.
Pero
no he empezado a escribir estas líneas pensando en Garzón y Belloch, sino en
los protagonistas gubernamentales de todo el patético asunto de los inmigrantes
sin papeles de Ceuta y Melilla. Estaba considerando el caso del ministro del
Interior, José Antonio Alonso, que es magistrado y que fue portavoz de Jueces
para la Democracia, y también el de los dos altos cargos que han hecho equipo
con él en este patético asunto: María Teresa Fernández de la Vega y Juan
Fernando López Aguilar, dos personas de sólidos conocimientos jurídicos
(especialmente este último, que es catedrático de Derecho Constitucional). No
se trata de tres Corcueras expertos en tirar a patadas por la calle de en
medio, sino de tres juristas que tienen por fuerza que saber de sobra lo que han
hecho. Que no pueden ignorar que han cometido auténticas barbaridades y que han
violado derechos fundamentales de las personas. Y que no han dado ninguna
muestra de que les incomodara hacerlo.
Decía
al inicio que no hay peor derechista que el izquierdista renegado. Añadiré que,
del mismo modo, no hay más peligroso burlador de la ley que el jurista que se
ha desprendido de los escrúpulos para subir más ligero a la cumbre del poder.
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Falsos técnicos
(Miércoles 12 de octubre de 2005)
Un
tipo de personaje que frecuenta cada vez más nuestra actualidad política es el
del supuesto experto en una determinada materia que expresa opiniones políticas
presentándolas como juicios científico-técnicos inapelables.
Ahora
abundan, por ejemplo, los que sostienen con aire muy docto que Cataluña no
puede definirse como nación porque no reúne las características necesarias. Si
dijeran que no puede hacerlo porque la Constitución no lo permite, estaríamos
en otra discusión, que remitiría al encaje posible o imposible de la idea —tan
cara a ciertos federalistas— de la «nación de naciones», o incluso a la
pertinencia o no de la reforma de la Constitución. Pero plantear el asunto como
una cuestión doctoral es absurdo. Cualquiera que eche una ojeada a las
definiciones de nación puestas en circulación por los especialistas en la
materia comprobará al punto que las hay muy diversas, e incluso incompatibles.
La Academia Española registra tres acepciones para el término «nación», y las
tres son aplicables a Cataluña. El término latino natio servía a los romanos para designar realidades sociales muy diversas:
pueblos, clases, castas, sectas... En esa línea hablan en EEUU de «la nación
india», y a nadie se le caen los anillos.
Fingen
discutir la validez de un término para eludir el debate sobre su concepción del
Estado.
Del
mismo género son las críticas que están dirigiendo al proyecto de Estatut algunos que aparecen como
expertos en economía. Dicen que podría «fragmentar el sistema financiero
español». O sea: los mismos que se quedan tan anchos cuando toman posiciones en
España poderosas entidades financieras foráneas, o cuando corporaciones
financieras españolas hacen arriesgadas incursiones por lejanos pagos, los
mismos que aplaudieron cuando España realizó muy sustanciales cesiones de
soberanía en beneficio de poderes supraestatales incontrolables, se echan las
manos a la cabeza ante la posibilidad de que las fuerzas políticas de Cataluña
puedan tener algo más de influencia en las cajas de ahorro y las mutualidades
asentadas en su territorio. Y lo hacen como si la suya fuera una intervención
técnica, sin ninguna motivación política.
Resultan
cómicos estos «técnicos» que se asoman a los medios para poner en circulación
mercancías perfectamente políticas con aire de haberlas obtenido en un
laboratorio, tras analizar la realidad con asépticas e incontaminadas fórmulas
científicas. Son como los jefes del Fondo Monetario Internacional, que todos
los años pretenden haber realizado un detallado y muy específico análisis de la
coyuntura económica mundial pero que siempre, siempre, acaban recomendando lo
mismo: reducir los salarios y recortar aún más el Estado de Bienestar.
Los
dirigentes de los partidos de derechas deberían denunciar a todos estos
«técnicos» por intrusismo profesional.
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Así va a ser
(Martes 11 de octubre de 2005)
Han
sido dos largos años de trabajo bastante intenso, pero el resultado estará ya
en la calle, por fin, el 18 de este mes. Son las memorias de Xabier Arzalluz y,
para mí, el trabajo más importante que he realizado hasta ahora en el campo de
la edición. El libro se presentará el próximo 20 de octubre en Barcelona con la
colaboración de Josep-Lluís Carod-Rovira, de Antoni Segura —segundo de a bordo
del Centro de Estudios Internacionales de la Universidad de Barcelona— y del
propio Arzalluz.
La
presentación en Madrid será el 10 de noviembre. En este caso les tocará a Julio
Anguita y a Iñaki Anasagasti flanquear a Arzalluz.
Califico
el libro, en el prólogo, de memorias
orales, porque eso es lo que son. Arzalluz no quería escribir sus memorias.
No le apasionaba lo más mínimo la idea. Es de los que piensan que los libros de
memorias responden al deseo de quienes los escriben de justificar su propia
biografía. Así que fuimos otros —en particular el lehendakari Ibarretxe e Iñaki
Anasagasti, aparte de mí mismo— quienes le dimos la murga para persuadirle de
que tenía la obligación cívica de contar lo mucho que ha vivido a lo largo de
su vida política y cómo lo ha vivido (hasta la fecha, porque aún le queda
cuerda).
Le
convencimos a medias. Aceptó relatarlo, pero no escribirlo. De modo que hube de
asumir yo la función de transcriptor. Tuvimos muchas y muy largas sesiones de
entrevistas en las que fue desgranando sus recuerdos (sobre todo los referidos
a su actividad política: apenas habló de su vida privada, por voluntad
expresa).
Me
tocó luego a mí poner todo ese material en limpio. Y a él revisarlo y
corregirlo.
No
soy yo quién para juzgar el resultado, por lo que me implica en tanto que
editor (no así en lo relativo a su contenido, que sólo concierne al propio
Arzalluz). Los lectores dirán. Lo que sí he de reconocer es la satisfacción que
me produce haber logrado que se materialice un testimonio histórico que, de no
ser por este libro, es muy dudoso que hubiera visto la luz.
Calculando
por la extensión de las grabaciones digitales de las entrevistas, pasamos
juntos unas cien horas. Quiere esto decir que, para estas alturas, algo me
conozco al personaje. No sólo por lo que aparece relatado en el libro, sino
también por las muchas observaciones, juicios críticos y anécdotas que me fue
contando off the record durante todo
ese tiempo. Pero ni me he aprovechado
durante estos dos años ni me aprovecharé ahora de ello para emitir juicios de experto. Me comprometí con Arzalluz
desde el principio a no utilizar con fines periodísticos coyunturales nada de
lo que saliera en nuestras entrevistas, y he respetado ese compromiso
fielmente, pese a que en más de una ocasión —téngase en cuenta que bastantes de
nuestros encuentros tuvieron lugar durante un período de intensa actividad
política, externa e interna, de quien era por entonces presidente del PNV— me
habría venido muy bien, en tanto que periodista, saltármelo a la torera. Lo
cual no quita, por supuesto, para que me haya beneficiado indirectamente de sus
conocimientos para ampliar y enriquecer los míos.
Este
punto de los compromisos y la palabra dada me viene al pelo para subrayar un
aspecto para mí notable que ha tenido cuanto se ha relacionado con este libro.
Me refiero al hecho de que Arzalluz y yo hemos funcionado todo el tiempo sin
firmar ni un solo papel. Ningún contrato. Cuando le ofrecí la posibilidad, me
preguntó: «¿A ti te hace falta mi firma?». «Para nada», le contesté. «Pues a mí
tampoco la tuya», dijo, y quedó zanjada la cuestión. Consideramos que nuestros
compromisos orales eran más que suficientes. «Palabra de vasco», dicen en
Sudamérica para referirse a lo que los británicos llaman gentleman’s agreement. Sé que cierto tiempo después se le presentó
la enviada de una editorial de alto copete ofreciéndole no sé cuánto —bueno, sí
lo sé, pero me lo callo— por dejarme en la estacada y hacer el libro para
ellos. Se negó en redondo, pese a saber que yo iba a contribuir con él a
cualquier cosa menos a hacerlo rico. Pero nuestro acuerdo no era económico:
abarcaba el compromiso de que lo que saliera finalmente de la imprenta sería en
todo caso lo que él quisiera y como él lo quisiera. Y era eso lo que más le
importaba.
Ahora
nos toca hacer algunas presentaciones públicas —imagino que tras las de
Barcelona y Madrid habrá alguna en Euskadi—... Y luego, pues a otra cosa.
Espero
seguir viéndolo de vez en cuando. Será, me imagino, con mesa y mantel de por
medio, porque conserva intactas sus facultades cuando se trata de dar cuenta de
unas pochas, o de una merluza en salsa, o de una pierna de cordero. Seguiremos
discutiendo de política —para mí que él me toma por más izquierdista de lo que
realmente soy— y conviniendo, eso sí, en que el mundo no tiene arreglo.
Ha
sido una experiencia interesante.
—Qué,
¿tienes ya en mente algún otro al que sacarle ahora los recuerdos? —me dijo en
uno de nuestros últimos encuentros, en plan socarrón.
—No,
ya me vale —le respondí, siguiéndole la broma—. Como mucho, me dedicaría a
escribir mis propios recuerdos. Pero no creo que lo haga. No les veo el
interés.
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Se me
atragantan
(Lunes 10 de octubre de 2005)
Muchos
políticos profesionales me producen un repelús instintivo.
Se
trata de un sentimiento que adquiere tintes de aversión patológica en algunos
casos especiales, ligados por lo general al grado de su responsabilidad en las
cumbres del poder.
En
sus tiempos de presidente, Felipe González —no sólo lo que decía, sino también
su forma de expresarse, sus gestos y sus gracietas: él, en suma— conseguía
ponerme físicamente enfermo. Verlo u oírlo y precipitarme a apagar la
televisión o la radio se volvió todo lo mismo.
En
el caso de Aznar no me hizo falta ni siquiera que llegara a la Moncloa: empezó
a causarme sarpullido ya cuando aún ejercía de candidato desde la oposición.
No
sé si será que con los años me he ido haciendo menos sensible, pero el hecho es
que Rodríguez Zapatero me cae fatal y me enfurece, pero no siempre. Hay veces
que me parece simplemente mal. No así algunos miembros de su equipo (Pérez
Rubalcaba, Caldera, Moratinos), a los que no trago ni a tiros.
Lo
mismo que con Zapatero me venía sucediendo con Mariano Rajoy. Me desagradaba, y
mucho, pero no a los extremos que me conducían invariablemente algunos de sus
secuaces, como Acebes, Zaplana y Aguirre.
En
los últimos tiempos, sin embargo, me he sorprendido a mí mismo insultando al
presidente del PP según oigo en la radio o en la televisión —casi siempre en la
radio: sigo muy poco los noticiarios televisados— las barbaridades que dice.
Ayer
consiguió amargarme la comida. Pusieron unas declaraciones suyas en las que
apoyaba la expulsión automática de inmigrantes, faltaría más, pero criticaba al
Gobierno por haber empezado a practicar esa política tarde y en medida
insuficiente. Según él, el Ejecutivo debería ser mucho más severo con la
inmigración ilegal y no permitirla en absoluto.
«¡Tendrá
morro el tío éste!», clamé, atragantándome casi con la ensaladilla que estaba
engullendo. «¡El presidente del partido que más ha hecho para amparar la
explotación ilegal de la mano de obra inmigrante en Almería, en Murcia y en
tantos otros sitios —seguí indignado— tiene la caradura de decir que habría que
expulsar a todos los inmigrantes indocumentados! ¿Y de dónde sacarían entonces
sus flamantes Mercedes todos los sinvergüenzas de El Ejido y demás, seguidores
del PP hasta la médula?»
En
cualquier caso, la indignación no me hizo perder de vista el dato clave, a
saber: que el presidente del PP, capaz de oponerse frontalmente al Gobierno
siempre, en todo y en más, apoya la política de expulsiones de Zapatero.
Qué
bien saben en qué deben estar de acuerdo. Y dejarlo bien sentado.
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La olla podrida
(Domingo 9 de octubre de 2005)
Según
los resultados del sondeo de opinión que hoy ofrece El Mundo, una amplia mayoría de la población española es contraria
al proyecto de Estatuto de Autonomía aprobado por el Parlamento de Cataluña.
Supongo
que no habrá nadie que pretenda que cuantos se oponen al Estatut lo han leído. Probablemente daría igual que lo hubieran
hecho, porque la mayoría carece de los conocimientos necesarios para juzgar con
criterio las materias de que se trata. Pero el caso es que, desde luego, no lo
han hecho, y que opinan a partir de lo que han oído decir en las radios y en
las televisiones con sede en Madrid, cuyo discurso ha sido machaconamente
hostil al texto del nuevo Estatuto catalán.
Es
un juego perverso, típico de las sociedades mediáticas
y mil veces repetido: primero los medios de comunicación trabajan
sistemáticamente a la opinión pública para generalizar tal o cual criterio y,
una vez que lo han logrado, apelan al estado de opinión mayoritario como
demostración de lo bien fundado de su posición inicial.
Me
contaron hace años una anécdota muy ilustrativa a este respecto. Esto era en
los tiempos en que Aznar, recién llegado a la Moncloa, se planteó la
posibilidad de llegar a un acuerdo con ETA para conseguir que abandonara la
lucha armada. Preguntaron a un prominente miembro del PP si no temía que, de
llegar a establecerse una negociación Gobierno-ETA, la opinión pública española
se le echara encima a Aznar tratándolo poco menos que de traidor. El político
en cuestión, hombre bastante resabiado, contestó con una sonrisa maliciosa: «El
problema no sería la opinión pública, sino los medios. Llegado el caso,
tendríamos que trabajarnos a los medios para ponerlos de nuestro lado. Ahí
estaría la verdadera dificultad. Si lográramos sortearla, en cosa de nada el
80% de la población española aceptaría la negociación».
Estoy
lejos de pretender que la ciudadanía pueda ser inducida a pensar cualquier cosa
en todo tiempo y circunstancia. No es así. La conformación mediática de estados
de opinión mayoritarios tiene un margen concreto de posibilidades y precisa de
determinadas circunstancias. Muchas veces se ha invocado el caso de Euskadi,
donde más del 80% de los medios de comunicación sostiene una línea editorial
netamente españolista, sin que ello
se haya traducido hasta ahora, ni mucho menos, en el predominio de ese tipo de
ideas en la mayoría de la población. Pero no hay por qué acudir a Euskadi para
encontrar ejemplos de lo mismo. El 14 de diciembre de 1988 se produjo en España
la huelga general más secundada de los últimos 50 años, y fue un éxito completo
pese a que la práctica totalidad de los medios de comunicación habían hecho lo
posible y lo imposible por llevarla al fracaso.
Pero
son situaciones y circunstancias excepcionales en las que, por lo que sea, el
personal lo tiene muy claro y tanto dan las monsergas con que le vengan.
No
es el caso del Estatut. La mala
prensa de Cataluña y de los catalanes por tierras de España goza de una
tradición aún más larga e intensa que la que nos persigue a los vascos. Cójase
esa predisposición cargada de prejuicios —no por ridículos menos efectivos— y
añádasele una buena sucesión de mítines en prensa, radio y televisión sobre el
crimen que esa gente se dispone a
hacer amparándose en un Estatut egoísta
y traidor, y ya está la olla podrida preparada para ser llevada a la mesa y
servida generosamente a la clientela. Bien caliente, por supuesto.
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Realistas
(Sábado 8 de octubre de 2005)
Hasta
la fecha, apenas hemos sido un puñado los que nos hemos declarado consternados
por la implícita anuencia que ha mostrado la ciudadanía española ante la
decisión del Gobierno de Zapatero de desproveer a los inmigrantes llegados a
Ceuta y Melilla de cualquier garantía jurídica y expulsarlos a Marruecos para
que las autoridades de Rabat hagan con ellos lo que les plazca. (Y ya vamos
enterándonos de qué les ha placido.)
Estamos
consternados; no sorprendidos. Para mi, al menos, no ha supuesto ningún
descubrimiento constatar que la presunta solidaridad de la ciudadanía española
hacia las desgracias ajenas es un mito. Si se dijera que aquí la caridad
funciona bastante bien, lo aceptaría. Es cierto que se lleva dar de vez en
cuando alguna limosna para los pobres, como antes se hacía el Día del Domund.
Pero siempre que se trate de pobres que no alteren la tranquilidad de nuestro
cómodo tipo de vida europeo (*). En cuanto se sospecha que se trata de pobres
que pueden estorbarnos y traernos problemas, lo que predomina es el rechazo. Y
el alivio, si es el Gobierno el que se encarga de materializar ese rechazo.
Cuando
expongo mis puntos de vista en relación a la emigración, me topo una y otra vez
con la descalificación de los presuntos realistas:
«El discurso humanitario queda muy bonito y es muy “políticamente correcto”,
pero, seamos realistas. Europa no puede dejar de proteger sus fronteras. El
hambre que padecen millones de africanos supone un poderosísimo “efecto
llamada” cuyas consecuencias estamos obligados a atajar».
Planteado
así, hasta parece razonable. Pero la realidad no es ésa. El hambre no constituye
—no podría hacerlo— ningún «efecto llamada». La «llamada», por definición, no
puede originarse allí; tiene que proceder de aquí. Y lo que genera esa
«llamada» no es que nosotros vivamos muy bien, en términos comparativos, sino
que en la Europa desarrollada existe una demanda importante de mano de obra
barata, eventualmente ilegal, favorecida por la desregulación de los mercados
laborales y por la falta de control de las realidades y las condiciones de
trabajo.
Los
inmigrantes vienen por eso. Se trata, en suma y una vez más, de un asunto de
pura oferta y demanda. Ellos vienen a ofrecer su capacidad de trabajar por muy
poco porque aquí hay muchos empleadores dispuestos a ofrecerles trabajo por muy
poco. Es así de sencillo. Y así de crudo.
Los
estados europeos llevan muchos años aceptando que sus fronteras no estén bien
protegidas. No sólo porque saben que es imposible protegerlas del todo, sino
también porque —aunque no lo reconozcan abiertamente, por razones obvias— son
conscientes de que al sistema económico imperante le viene bien que una parte
de la población laboral no esté sujeta a la ley. Es un modo eficaz de rebajar
las pretensiones de los trabajadores autóctonos y de aumentar la competitividad
de la producción. El problema de los estados es cómo regular el nivel de permeabilidad de las fronteras para que
no se produzca un flujo excesivo que cree distorsiones peligrosas, sean
económicas, sean políticas, sean de ambos géneros a la vez.
No
es fácil. Y lo es menos cuando el territorio en el que se trata de establecer
esa difícil regulación se sitúa en un lugar y en unas condiciones tan exóticas
como las de Melilla y Ceuta.
Nos
piden que seamos realistas. Séanlo ellos: aquí tienen, meramente esbozados, un
puñado de datos muy reales que su discurso obvia. Que los vayan encajando.
_________
(*) El
apego de los españoles a la labor de las ONG, del que tantas veces se habla, es
filfa. Una reciente encuesta ha demostrado que la gran mayoría de los españoles
no sabe ni qué son las ONG ni cómo funcionan. Muchos de los encuestados se
mostraron incapaces incluso de recordar el nombre de alguna de ellas.
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Cómplices
(Viernes 7 de octubre de 2005)
La
edición digital de El País de hoy
plantea cuatro temas de debate: «¿Cree que España se clasificará para el
Mundial como primera de grupo?», «¿Qué le parece la prohibición de fumar en los
centros de trabajo desde 2006?», «¿Debe entrar Turquía en la Unión Europea?» y
«¿La telefonía por Internet logrará desplazar a la telefonía fija?». El
Defensor del lector aporta otra pregunta más: «Esmoquin, ¿cáterin?».
Llevo
dos días esperando a que el diario de referencia de la izquierda española de
corbata, el BOE de la progresía ma non
troppo, se atreva a llamar la atención —no digamos ya a emitir un juicio—
sobre la decisión del Gobierno de Zapatero de desproveer a los inmigrantes
llegados a Ceuta y Melilla de cualquier garantía jurídica y expulsarlos a
Marruecos sin ningún protocolo. Hablan de ello, pero no lo valoran.
Debe
de darles corte. No así a su colega empresarial, la cadena Ser, en cuyas ondas
el sustituto de Iñaki Gabilondo ya ha dicho que todo es sin duda muy dramático,
y bla bla bla... pero que le parece bien.
Otro
tanto han hecho El Mundo y el resto
de los principales medios que se cuecen en Madrid.
Doy
por descontado que todos son perfectamente conscientes de que se trata de una
política ilegal. Saben que las expulsiones sumarísimas de inmigrantes no están
autorizadas por la Ley, y que el Tratado bilateral que el Gobierno invoca para
llevarlas a cabo no las avala, porque ese Tratado —que en ningún caso podría
prevalecer sobre una ley aprobada en Cortes, como es la de Extranjería— sólo se
refiere a personas que se encuentren físicamente en tierra de nadie, entre los territorios marroquí y español, pero no
a quienes ya han entrado en suelo de soberanía española.
Aquí
todo el mundo sabe que lo que el Gobierno está haciendo es ilegal, pero los
grandes medios de comunicación lo aprueban, porque les horroriza la situación
contraria, frente a la cual no saben qué alternativa proponer.
No
les horroriza, a cambio, enterarse de cómo está cumpliendo el Gobierno marroquí
con su parte en esa política de expulsiones a tortazos. Parecen ya
suficientemente contrastadas las informaciones que denuncian que las
autoridades de Rabat están trasladando a «los clandestinos» —así los llaman—
hasta la vecindad del desierto del Sahara, abandonándolos allí a su suerte sin
medios de subsistencia, abocando a las mayores penalidades, e incluso a la
muerte por hambre y sed, a muchos de ellos.
La
cadena de responsabilidades es terrible: todos los que están apoyando que el
Gobierno español expulse sin ninguna garantía legal a los inmigrantes
indocumentados que han entrado en Ceuta y Melilla se están convirtiendo en
cómplices de lo que el Gobierno de Marruecos hace luego con ellos. Porque no
cabe ignorar las causas de lo causado: el Ejecutivo de Rabat no podría obrar
así si sus colegas de Madrid no actuaran como lo está haciendo, y el Ejecutivo
de Madrid no podría hacer lo que está haciendo si tanto la opinión publicada
como la opinión pública españolas le hubieran puesto de inmediato el grito en
el cielo.
Calculo
el número de cómplices que tiene todo este enorme desastre y me declaro
anonadado.
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