[Del 23 al 29 de septiembre de 2005]
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El armario de
Rajoy
(Jueves 29 de septiembre de 2005)
El martes 20 me tocó
asistir en directo a un espectáculo bastante insólito que se produjo durante la
emisión el programa de ETB Pásalo, en
el que suelo participar como contertulio. Estábamos criticando la decisión del
PP de recurrir al Tribunal Constitucional la ley que permite el matrimonio
entre homosexuales, decisión que Mariano Rajoy había asumido como propia, y
conectamos con Carlos Biendicho, que es dirigente de una plataforma de
militantes gays del PP. Biendicho, que se hallaba en un estado de excitación y
cabreo tan comprensibles como obvios, afirmó que el PP está encabezado por una
banda de fascistas perfectamente hipócritas en materia de sexo y sostuvo que el
primero de los hipócritas es el propio Rajoy, que —dijo— se ha casado con una
mujer obligado por su partido, para mantener las formas, pero que en realidad
es homosexual. Alguien se apresuró a apuntar que Biendicho y sólo Biendicho era
responsable de semejante afirmación, a lo que respondí que lo mismo puede
aplicarse a todo lo que decimos quienes participamos en el programa. Me
solidaricé con la indignación de Biendicho pero, acto seguido —aunque no estoy
muy seguro de que se me oyera en medio del barullo que se montó—, dije que
repruebo el llamado outing, esto
es, que haya quien proclame a los cuatro vientos la homosexualidad de
personajes públicos que la ocultan.
Ayer me telefoneó mi buen
amigo Gervasio Guzmán y, aunque el hilo de la conversación iba por otros
derroteros, salió a relucir lo del incidente del Pásalo. Me dijo que a él le
parece bien lo del outing,
que Rajoy es un hipócrita por no proclamar su identidad sexual y por haber
aceptado que Fraga le obligara a contraer matrimonio con una mujer (por cierto
que a mí me parecía recordar que Biendicho no habló de Fraga, sino de Aznar,
pero eso es lo de menos) y que se tiene bien merecida la denuncia pública.
Lo primero que le pregunté
a Gervasio es cómo sabe que Rajoy es gay.
—¡Lo sabe todo el mundo!
¡Se lo he oído a un montón de gente! —me respondió.
La explicación me pareció
cualquier cosa menos convincente. En los mentideros gays de la capital de
España —y supongo que en los de otras ciudades— todo el mundo pretende saber un
montón sobre la vida privada de políticos, artistas, toreros, cantantes,
tonadilleras, periodistas y futbolistas (entre otros ramos de la vida pública),
pero mi experiencia es que buena parte de lo que dice que sabe no lo sabe en
absoluto: la gente se hace eco de rumores que muchas veces crecen y se expanden
sin fundamento real. Pero ésa es otra.
—Supongamos que Rajoy sea
gay. ¿Y qué? Tiene perfecto derecho a no decirlo en público —le digo a
Gervasio.
—¡Pero el problema es que
defiende lo contrario! —salta.
—No es exacto. Él no dice
que esté mal ser gay, sino que se opone al matrimonio gay. Pero aunque hiciera
lo que tú dices. Podría hacerlo por diversos motivos. Entre ellos, la
hipocresía. Te guste más o menos, las personas tienen derecho a ser hipócritas,
y no creo que haya mucha gente que no sea circunstancialmente hipócrita, en la
medida que sea y para lo que sea. El nivel de honradez exigible en la vida
social es el fijado por el Código Penal. No cabe imponer por ley la
obligatoriedad de proclamar la verdad sobre las propias inclinaciones. Y si a
quien no lo hace lo denuncias públicamente, le estás imponiendo una ley no
escrita, pero que comporta penas. Eso sin contar que habría bastante que hablar
sobre la diferencia real que hay entre la hipocresía y la vergüenza.
Para no liar más la cosa,
no le dije a Gervasio que le veo otro aspecto problemático al outing. Quien practica la
proclamación pública de la homosexualidad ajena como merecido castigo por su
hipocresía se aprovecha en la práctica de la mala consideración que la
homosexualidad sigue teniendo en amplios sectores sociales. Veo en ello una
turbia complicidad, un aprovechamiento innoble de la ideología todavía
dominante con respecto a las relaciones sexuales.
En fin, y por resumir: no
me gusta. Y aprovecho para decirlo cuando se trata de Rajoy, porque defender
los derechos de los amigos no tiene ningún mérito. La gracia está en salir en
defensa de aquellos a los que no tragas ni harto de grifa.
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El lío de la
Constitución
(Miércoles 28 de septiembre de 2005)
Hay algunos puntos de acuerdo entre los partidos catalanes,
excepción hecha del PP, que son difíciles o imposibles de recoger en el
proyecto de nuevo Estatut
porque —así lo dicen los técnicos en la materia— no tienen encaje posible en la
Constitución Española.
Es un argumento que vuelve
una y otra vez cada tanto a nuestra actualidad política: «Eso no cabe ni
plantearlo —se objeta a tal o cual propuesta o iniciativa—
porque es anticonstitucional».
Desde criterios de pura
lógica, el argumento tiene una respuesta que no cabe obviar sin previo examen:
«Respóndame ustedes que lo que propongo es pernicioso y contrario al interés
general, y arguméntenmelo. Porque, en caso contrario, si admiten que lo que
estoy reclamando es justo y bueno, el problema no estará en mi propuesta, sino
en la Constitución».
Nos
hemos acostumbrado a considerar el texto de la Constitución de 1978 como un
dato fijo, sólo retocable en aspectos laterales, si es que no anecdóticos. Sin
embargo, el hecho es que aquel documento fue acordado en unas condiciones de
excepcionalidad histórica que lo lastraron, y mucho, en materias de la mayor
importancia. Me refiero muy especialmente al peligro de golpe de Estado
militar, al que por entonces se aludía con temor reverencial y toda suerte de
eufemismos («el riesgo involucionista», «el ruido de sables», «los
poderes fácticos», etc.). En razón de ese peligro —que no es ésta la
ocasión de discutir en qué medida era real y en qué medida no—, los principales
partidos de entonces llegaron a admitir que algún artículo clave de la
Constitución, como el que alude a las Fuerzas Armadas en tanto que garantes de
la unidad de España, llegara a las Cortes ya redactado y sin posibilidad de
discusión. Esa misma razón justificó que se optara por un sistema de
organización territorial del Estado que, a fuerza de pretender contentar tanto
a centralistas como a federalistas, superpuso criterios de los unos y los otros
y dio pie a demasiadas duplicidades políticas y administrativas, lo que ha
resultado a la postre tan confuso como caro.
Quizá
ya no valga la pena discutir si las cosas hubieran podido hacerse de otro modo
—mejor, quiero decir—, pero considero perfectamente planteable que, disipadas
del horizonte las amenazas golpistas y carentes de base otros fantasmas del
pasado, hayamos llegado al momento de revisar tranquilamente aquellos aspectos
de la Constitución que más problemas han causado y siguen causando. Que más
chirrían. El del sistema de organización territorial del Estado muy en
especial.
Planteo
la posibilidad y, acto seguido, me la objeto yo mismo: la propia Constitución
estableció unas condiciones tan duras para su reforma que bien podría decirse
que blindó sus errores. Para adaptarla a nuestra realidad —a todas las
realidades: a la histórica y a la presente— haría falta que prácticamente todo
el mundo estuviera de acuerdo. Y eso, en un lugar de la Tierra donde basta que
algunos digan algo para que otros sostengan de inmediato lo contrario, parece
algo más que improbable.
«¿Y
entonces? ¿Qué solución tiene esto?», me preguntan algunos. No sé si será que
los años me han hecho más sabio o más pesimista —ni siquiera sé si no serán dos
formas de decir lo mismo—, pero para mí que, sencillamente, esto no tiene
solución.
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Otra garzonada
(Martes 27 de septiembre de 2005)
La Audiencia Nacional ha
dictado sentencias en el caso de la llamada «célula de Al Qaeda en España» muy
inferiores a los que solicitaba el fiscal basándose en las imputaciones
formuladas por el juez instructor, Baltasar Garzón. Por lo que he visto y oído
esta mañana, hay reacciones para todos los gustos, pero la gran mayoría se dice
estupefacta por el fallo de la Audiencia. «Estamos luchando contra el
terrorismo del siglo XXI con instrumentos del siglo XIX», acabo de oír a un
comentarista al que no he conseguido identificar. Se supone que «el terrorismo
del siglo XXI» es la célula en
cuestión y que los instrumentos decimonónicos son los que proporciona el
vigente Código Penal. Un Código Penal que, como se sabe, es de muy reciente
cuño.
No he leído la sentencia
—me da que quienes la están comentando tampoco, porque es muy voluminosa— pero,
por lo que afirman quienes sí la han leído, e incluso participado en su
redacción, se limita a constatar que en el sumario no hay ni una sola prueba
que permita implicar a los procesados en la comisión de los atentados del 11-S,
que era el punto clave de las acusaciones de Garzón y el que motivaba la
petición de penas de cárcel tan elevadas. La sentencia viene a decir que todas
las hipótesis manejadas por Garzón a ese respecto son pura fantasía. Es más:
hay quien sostiene —el editorial de El Mundo de hoy, sin ir más lejos— que algunos de los indicios
que la sentencia sí ha tenido por datos determinantes carecen de consistencia
real. De ser así, nos encontraríamos con que el tribunal habría realizado
incluso un esfuerzo por dejar menos en ridículo la labor del juez instructor de
lo que podría —y tal vez debería— haber hecho.
Yo no soy hombre de leyes,
aunque tantos años en el periodismo de opinión en un país como éste me hayan
dado algunos conocimientos en la materia, pero son demasiadas ya las veces que
he oído comentar en petit comité a
personas de sólida formación jurídica y de larga práctica acreditada que
Baltasar Garzón es un desastre como juez instructor. Su empeño obsesivo por
figurar y por obtener titulares le han conducido demasiadas veces a iniciar
sumarios aparatosísimos que ha llevado retrasados y mal, porque su intensa
actividad social no le permitía ni estudiar ni trabajar lo necesario. Por culpa
de ello, unas veces ha llevado a juicios sumarios tan llenos de acusaciones
terribles como vacíos de pruebas reales y otras ha presentado instrucciones que
sí se referían a hechos reales muy graves, pero que él mismo malogró con su
torpeza (el caso de la operación Nécora fue
antológico).
En tales condiciones, no
tiene nada de extraño que la Audiencia Nacional se vea obligada a desautorizarlo
como lo ha hecho en esta ocasión. Lo preocupante es que no haya puesto también
en evidencia sus patéticos macrosumarios sobre Euskadi, algunos de los cuales llevan años y más
años dormitando el sueño de los injustos, sin despertar jamás a la vida. Es ahí
donde se hace obligado contar con la influencia de factores políticos. Porque
no hay un Garzón que instruye sobre Euskadi y otro Garzón que lo hace sobre las
mafias de la droga y los atentados de Al Qaeda. Es siempre el mismo, con los
mismos delirios de grandeza y las mismas chapuzas. Sólo que unas cabe
echárselas en cara y otras conviene utilizarlas.
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Irlanda mejora,
España no
(Lunes 26 de septiembre de 2005)
El IRA ha inutilizado sus
arsenales. Así lo atestiguan los miembros de la Comisión Internacional encargada
de supervisar el cumplimiento de ese compromiso republicano, clave del proceso
de paz irlandés.
Se trata de una medida
material pero, sobre todo, de un gesto simbólico. Como lo sería la disolución
formal de la propia organización. De hecho, el abandono de las armas es una
forma de disolución: si no hay armas, no hay organización armada.
Pero insisto: es sobre todo
un gesto simbólico. Lo que tiene de material podría neutralizarse. Cabe dejar
hoy las armas y volver a tomarlas mañana. ¿Que se han destruido unas? Se
empuñan otras. El IRA conoce de sobra cómo funciona el mercado negro
internacional y sabe a qué puertas podría llamar, si quisiera.
Para comprar armas, basta
con tener dinero. Y al IRA no le falta.
Y para robarlas se necesita
todavía menos.
La mayor prueba de que el
IRA ha abandonado la lucha armada la proporciona un elemento que es inmaterial,
pero evidente: su clara determinación de hacerlo. Y la mejor garantía de que no
se va a echar atrás a la primera de cambio la aporta la población irlandesa
republicana —«católica», que dicen otros—, que ha apostado por la lucha
exclusivamente política.
Claro que no lo ha hecho
porque sí, ni a cambio de nada. El Gobierno de su Risible Majestad ha tenido
que tragar lo suyo. No se ha rendido, ni mucho menos, pero ha admitido
finalmente que ahí hay un conflicto histórico de naturaleza política y que los
irlandeses deberán decidir por sí mismos lo que van a hacer. Todo con muchos
matices, todo con muchas condiciones, todo con muchos plazos, pero todo eso,
que no es poco. Y más: también ha tenido que resignarse a la idea de que los
combatientes del IRA abandonarán las cárceles.
Muchísimas veces se ha
hablado entre nosotros de las abismales diferencias que hay entre el conflicto
de Irlanda del Norte y el de Euskadi. Se ha hablado tanto, y con tan poca razón
aparente, puesto que nadie ha defendido jamás la tesis opuesta, que ya aburre
insistir en ello. Pero lo que no veo que nadie haya negado jamás —y me alegro,
porque sería demasiado estúpido hacerlo— es que todos los procesos de
pacificación tienen determinados aspectos en común.
Leo en la prensa de hoy (en
El
País, en
concreto) un sondeo según el cual una muy amplia mayoría de los españoles
acepta que el Gobierno «abra un diálogo» con ETA pero, a la vez, rechaza que el
logro de la paz pueda implicar ninguna concesión de cierto peso, incluyendo
medidas de gracia para los reclusos de la organización. El mero contraste entre
esas dos ideas (la mayoría respalda que haya «un diálogo», pero a una de las partes
sólo le concede la oportunidad de rendirse) ilustra sobre lo lejos que estamos
aún de las condiciones que se requieren que se produzca un diálogo digno de ese
nombre.
No creo que los puntos de
vista predominantes en la opinión pública sean inmutables. Y menos éstos,
inducidos en muy buena medida por la labor machacona que han realizado los
principales medios de comunicación en los últimos años. Pero, si esas ideas han
de ser reconducidas, más vale que quienes lo pretendan se pongan seriamente
manos a la obra ya mismo. Porque no les va a faltar faena.
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A por la traca
final
(Domingo 25 de septiembre de 2005)
Una de las especialidades
de mi buen amigo Gervasio Guzmán —tiene un buen puñado— consiste en reprocharme
lo mucho que escribo sobre el llamado «conflicto vasco» y, a la vez, no parar
de pedirme que le hable precisamente de eso.
Anoche me telefoneó, justo
en el momento en que estaba reflexionando en profundidad sobre una faceta
distinta de la problemática vasca, a saber, por qué la Real Sociedad necesita
que le metan dos goles para empezar a jugar al fútbol con algo de criterio.
Estaba a punto de llegar a la conclusión de que el problema no es de la Real
Sociedad, sino de los equipos contrarios, que no le dejan jugar hasta que le
ganan por 2-0 y se relajan, cuando sonó el teléfono. Era Gervasio, que sigue
sin enterarse de que la gente decente no telefonea a las casas decentes después
de las 10 de la noche, como no sea para asuntos que no admiten demora.
—¿Te has enterado de lo de
la bomba de Ávila? —me espetó sin más preámbulo.
—Sí —le respondí.
—¿Y cómo lo interpretas?
—¡Caramba, Gervasio, como
si fuera la primera vez que hablamos de estas cosas! Ya lo sabes. ETA intenta
que el personal no se olvide de que existe.
—Pero ¿para qué?
Estuve a punto de decirle
que ya se lo he explicado «cienes y cienes de veces», como decía la canción de
ese cantante de protesta que tanto promocionan ahora todas las multinacionales.
Pero me dejé vencer una vez más por mi vena didáctica.
—Gervasio: ETA quiere
negociar, y quiere sacar algo de la negociación. Se da cuenta de que, si no
demuestra de vez en cuando que tiene capacidad de seguir dañando, y mucho, el
Gobierno puede concluir que no vale la pena concederle nada. Y, en
consecuencia, no concederle nada. O, lo que en la práctica vendría a ser lo
mismo: demorar sus posibles concesiones todo lo que le venga en gana.
El bueno de Gervasio
decidió que era el momento de ponerse sarcástico:
—¿Estás tratando de decirme
que ETA pone bombas para demostrar que quiere dejar de poner bombas?
Con lo cual no me quedó más
remedio que responder a sus fuegos de artificio con tracas del mismo género.
—Lo que trato de decirte es
que nadie se plantea si tiene que negociar con los secuestradores de un avión
hasta que se produce el secuestro de un avión.
Mi amigo cambió de tercio.
—Así que está habiendo negociación,
¿verdad?
Consiguió aburrirme del
todo.
Hay toneladas de gente
discutiendo sobre esa bobada. ¿Hay negociación, no hay negociación? Lo avanzo
de antemano: saber, lo que se dice saber, no sé nada. Me han contado muchas
cosas, pero yo no las he visto, de modo que no puedo asegurar si responden a la
realidad, ni cuánto, ni cómo. Lo que si sé, porque es un dato fijo de nuestra
historia, es que los gobiernos españoles, todos sin excepción, han mantenido
líneas de contacto con ETA. Así fuera, como decía en sus tiempos el ahora
recluso —no muy recluso— Vera, «para tomarle la temperatura». ¿En qué punto los
contactos dejan de ser simples contactos para convertirse en negociaciones?
¿Cuándo los encuentros dejan de ser encuentros en la tercera fase para pasar a
la segunda fase, o a la primera? Ni lo sé ni me importa. No creo que tengan
mayor valor las categorizaciones. Cuando me expongan los resultados, si es que
llega a haberlos, entonces opinaré. Y si sirven para que no haya más muertos,
avanzo ya que lo más probable es que aplauda.
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La paz de los
cementerios
(Sábado 24 de septiembre de 2005)
Los amigos de la sección de
Opinión de El Mundo me
piden que les escriba una cosilla para su espacio dominical En la Red.
La pregunta a la que debo
responder es: «¿Le parece bien que la AVT lleve sus protestas a los
cementerios?». Mi respuesta ha sido ésta que sigue:
Los integrantes de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, que es una
organización particular que lleva en sus siglas a las víctimas del terrorismo
con la misma libertad que el PSOE a los obreros –faltaría más–, pueden
manifestarse en donde les parezca oportuno, siempre que la ley no encuentre
razones suficientes para disuadirles de hacerlo. Ahora bien: si lo que
pretenden es erigirse en voz resurrecta de los muchos de nuestros conciudadanos
que han perdido la vida por culpa de ideas asesinas, abusan. No tienen ese
derecho.
La iniciativa
sería siempre muy poco afortunada, pero lo resulta mucho más precisamente en
estos días, cuando estamos en vísperas de trigésimo aniversario del aciago día
en el que los gobernantes del franquismo –entre cuyos herederos la AVT tiene
tantos valedores, dicho sea nada de paso– decidieron quitar alevosamente la
vida a cinco jóvenes tras haberlos sometido a varias parodias de juicio.
¿Convocará
también la AVT manifestaciones ante sus tumbas? ¿Lo hará también ante las de
aquellos a quienes mataron los GAL? Disculpen mi escepticismo.
En nuestra más
o menos reciente historia hay víctimas mortales para todos los disgustos. De
todos los bandos (muchos) y de ninguno (bastantes). Nunca he sabido de ninguna
víctima mortal que dejara escrito quién tendría derecho a hacer política en su
nombre después de que ella no pudiera representarse en persona. Llorar, cabe
llorar a todos los muertos. Pero no usarlos como argumento, o como arma arrojadiza,
para defender tal o cual línea política concreta. O tal o cual modus vivendi.
Somos muchos
los que tenemos a nuestros propios muertos clavados en la memoria. Están ahí,
como heridas que no cesan de sangrar. Que nunca cesarán de sangrar. A un chaval
de mi barrio le dieron cuatro tiros por protestar contra las penas de muerte.
Otro murió en mis brazos porque un tipejo protegido de Fraga decidió dispararle
a quemarropa sin saber ni quién era. Yo mismo llevo en mi cuerpo cicatrices que
dan cuenta de un cierto terrorismo. Porque el
terrorismo, como un todo unificado, no existe. Hay muchos. Los ha habido, los
hay y los habrá, me temo.
Pero no sé de
ningún armisticio que no haya obligado a los pacificadores a tragar litros de
bilis negra. Bilis negra: melancolía, en
lengua griega.
Que no les haya
exigido recluir –resignar– sus rencores en el ámbito de lo más íntimo. En la
lista de sus generosidades.
Los dirigentes
de la AVT insisten en que no hay que olvidar. Pero no he visto que fijen con claridad
la fecha a partir de la cual no hay que olvidar. ¿Hay que recordarlo todo?
¿Desde cuándo? ¿Desde Indíbil y Mandonio? ¿Desde las Navas de Tolosa? ¿Desde el
bombardeo de Gernika? ¿Desde la matanza de Vitoria?
¿Debemos dejar
a beneficio de inventario lo ocurrido entre 1936 y 1975? ¿O más bien lo que
debemos olvidar es lo hecho por unos para mejor recordar fielmente lo
perpetrado por los otros?
Para mí que la
cuestión de fondo no es qué debemos olvidar, sino a quién.
Debemos olvidar
a quienes viven de los conflictos. A los que no sabrían a qué dedicarse si no
hubiera sangre de por medio. A los carroñeros.
Y llevar todos
los años por estas fechas un ramillete de flores a las tumbas de nuestros
muertos. Cada cual a las de los suyos.
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Las
tribulaciones de un doctrinario
(Viernes 23 de septiembre de 2005)
No sé qué diablos se traen
entre manos los jefes de los principales partidos políticos catalanes.
Me resulta increíble, para
empezar, el súbito atracón de nacionalismo que se han pegado los de
Convergència i Unió. (Los de Convergència y los de Unió, juntos y por
separado). He vivido el suficiente tiempo en los aledaños de la política
profesional como para creerme que la gente de CiU haya podido convertirse en
intransigente. Nunca ha dudado en aceptar lo que fuera, y sin pestañear, a
condición de que los gobernantes de turno en Madrid se mostraran dispuestos a
retribuir adecuadamente su comprensión. Los he visto chalanear con todo y con
más, y referirse con perfecta indiferencia y hasta con desprecio a los mismos
asuntos que ahora pretenden innegociables. Me hago cargo de que amenazan con
rechazar el proyecto de nuevo Estatut para hacerse valer y porque no quieren
regalar nada ni a Maragall ni a Carod, pero se me hace dificilísimo creer que
materialicen esa amenaza y asuman el coste electoral que puede acarrearles.
Pero no lo descarto. Porque no descarto nada.
Contemplo a Maragall hacer
propuestas de consenso catalán que, o mucho me equivoco —cosa que, insisto, no
descarto— o, de aprobarse, serían airadamente rechazadas no ya por el PP, que
desde luego, sino también por sus compañeros socialistas del Congreso de los
Diputados. ¿Qué haría en tal caso? ¿Inclinar mansamente la cerviz para que lo
descabellen y sus restos políticos sean conducidos sin pena ni gloria al
matadero? ¿Encabezar una revuelta para independizar al PSC y volverlo contra el
PSOE? (Recordemos que estamos hablando del mismo PSC que ha destilado a lo
largo de los años a gente como Narcís Serra, o como los directivos de Filesa, o
como Joan Raventós —aquel que acompañó a Múgica a hablar con el general Armada
en vísperas del 23-F—, o como el propio Maragall.)
Tampoco veo nada, pero que
nada claro el juego de Esquerra Republicana y del propio Carod, que los días
pares hace declaraciones de muy dudosa oportunidad —o de franca inoportunidad—
sobre lo mucho que le molaría formar un Estado catalán y que los días impares
elabora propuestas transaccionales para cuadrar el círculo y hacer del Estado
español lo que no es sin dejar de ser lo que es.
Que me aspen si entiendo
algo.
Para mí que la cosa, en el
fondo, es bien sencilla. Pero seguro que la veo así porque soy un doctrinario
(y además vasco, con todo lo que eso connota). En mi modesto criterio, están
discutiendo sobre cómo hacer compatibles dos proyectos globales —nacionales, de
Estado o como cada cual quiera llamar a lo suyo— que son incompatibles por
definición. Los unos quieren algo
parecido a un Estado confederal, más o menos, integrado por diversos pueblos
teóricamente soberanos que pactan libremente ciertas formas de convivencia, y
los otros pretenden un Estado de soberanía única —también más o menos— que
acepta fórmulas de descentralización relativamente intensas, pero en cualquier
caso otorgadas por el poder central, fuente última —y en ese sentido única— de
Derecho.
En mi criterio, no hay modo
de casar ambos proyectos. O es lo uno o es lo otro.
Pero como más sabe el
diablo por viejo que por diablo y, como quiera que no sería la primera vez que
veo a los políticos alcanzar acuerdos esencialmente incoherentes, en los que se
determina esto y lo contrario —tras de lo cual se quedan todos tan felices, y a
verlas venir—, no descarto que de todo lo que está sucediendo en Cataluña acabe
saliendo la celebérrima cuadratura del círculo. Capaces.
A mí me dará igual, porque
estoy en trámites para cambiar de nacionalidad. Por todo: por razones
doctrinales y porque prefiero convertirme en ciudadano de algún Estado que
pague mejor las pensiones de vejez.
Porque seré doctrinario,
pero también realista: el tiempo se me está echando encima.
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