[Del 16 al 22 de septiembre de 2005]
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22 de
septiembre
(Jueves 22 de septiembre de 2005)
Hay fechas que me provocan
especialmente. Ésta que acabo de escribir es una. Ni sé la cantidad de artículos
que habré publicado a lo largo de los años en el día de hoy hablando de este
rincón del calendario.
En alguna ocasión lo he
hecho para evocar la canción de Brassens que lleva por título, precisamente, Le 22 Septembre, y que le sirvió al gran Georges para reírse bien a
gusto de las tonterías que los humanos solemos pensar (y escribir y hacer y
padecer) cada vez que nos deja plantados alguno de esos amores que nos da por
llamar «el amor de mi vida».
Aprovecho en ese caso el
día para felicitarme yo también por haber superado alguno de esos ataques de
honda melancolía —aunque no recuerdo que nadie me abandonara precisamente un 22
de septiembre— y, ya de paso, y como el de Sète, para pensar que, bien mirado,
es verdad que resulta un tanto triste no estar ya triste por ningún amor
perdido.
Menos poético, aunque
todavía más triste, es el otro motivo que me viene cada año a la cabeza tal día
como hoy, y que no me es posible olvidar, mayormente porque las radios dan la
vara con él hora tras hora: la cosa esa del Día Internacional Sin Coche.
Pensaba yo hoy, según oía
las noticias de las 7, que ya había agotado la totalidad de mis argumentos al
respecto, incluyendo los muchos que cada tanto me sugería la insólita gestión
de Sigfrido Herráez, que se presentaba como responsable madrileño de Movilidad
Urbana (nombre que, habida cuenta del permanente atasco en el que vive la
capital del Reino, tenía su aquel). Ahora ni siquiera sé si el imaginativo
personaje, por el que llegué a sentir una enorme gratitud —pocos me han hecho
reír tanto y tan a gusto—, sigue al frente de ese área municipal de
inutilidades varias o si se ha largado ya con el silbato a otra parte.
Decidido estaba ya casi a
dejar pasar sin comentario el Día Internacional de las narices cuando el
noticiario me ha aportado un dato nuevo, o al menos desconocido para mí, que es
el apoyo que una organización ecologista capitalina aporta a la pavada de la
alcaldía. Me ha dejado de asfalto, más que de piedra. Creo que fue el año
pasado cuando comenté que los ecologistas de Vitoria habían invitado a la
población a celebrar el Día Internacional Con Coche, sacando todos sus
vehículos y metiéndose con ellos en el centro de la ciudad para dejar claro
hasta qué punto es absurdo y nocivo para la salud física y mental de la
ciudadanía el modo de transporte que
rige en nuestra sociedad. Pues nada, en Madrid, todo lo contrario: aplauden las
chorradas que patrocina Ruiz Gallardón, fiel sucesor de Álvarez del Manzano,
para disimular la barbaridad que supone su línea de gestión, que pasa por la
construcción constante de aparcamientos en el centro, para que todos los locos
que se empeñan en meterse con su cochecito hasta la cocina continúen
haciéndolo.
Si el alcalde piensa que es
posible que Madrid funcione sin mayores problemas durante un día laborable pese
a las medidas municipales que dificultan durante ese día la circulación de
vehículos privados, ¿por qué no hace extensivas tales medidas a los 364 días
restantes del año?
Los ecologistas madrileños
critican que el Ayuntamiento de Barcelona se haya descolgado de la convocatoria
esta del Día Sin Coches, en vez de concentrarse en la crítica de la decisión
del Ayuntamiento de Madrid de apoyar la celebración sistemática y delirante del
Año Con Coches. Si quieren criticar al Ayuntamiento de Barcelona, háganlo por
su política general de Movilidad (o de Inmovilidad) Urbana, no por la bobada
del Día Sin Coches.
En tiempos muy muy lejanos,
había en TVE un programa que se llamaba «Reina por un día». Consistía en que
cogían a una pobre mujer y la agasajaban hasta el hastío. Un amigo de mi padre,
republicano él —el amigo—, solía comentar: «Sí, reina por un día... y súbdita
por el resto de su vida».
Es lo mismo que cabe decir
del Día este Sin Coches.
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Ojos que no ven
(Miércoles 21 de septiembre de 2005)
«Ojos que no ven, corazón
que no siente», dice el refrán.
Hay refranes para todo.
Para cada cosa y para su contrario.
Siempre recuerdo a la gente
refranera que «al que madruga Dios le ayuda», pero que «no por mucho madrugar
amanece más temprano», y que «sobre gustos no hay nada escrito», pero que «hay
gustos que merecen palos», etcétera, etcétera.
En lo de los «ojos que no
ven» también cabe un viaje de ida y vuelta.
Ojos que no ven. Cierto.
Ahí están los ojos que no ven que en el mundo mueren de hambre no sé cuántos
niños (y niñas, y adultos, y adultas) por minuto. Y los ojos que no quieren ver
que la culpa es nuestra, porque no exigimos que haya un reparto racional de los
alimentos, porque haberlos haylos, y son suficientes para todos.
Y los ojos que no ven quién
fabricó y quién colocó por medio planeta las minas antipersonas que siguen
matando a diario por decenas, incluso cuando ya se han perdido en el olvido las
guerras que pretendieron justificarlas.
Y...
Bah, para qué seguir
recordándolo, si lo sabemos de sobra. Todo. Todos.
Es cierto: ojos que no ven,
corazones de piedra.
Pero también es verdad lo
contrario. Porque ¡qué fácil es solidarizarse con el pobre periodista chino al
que no dejan hablar y se resiste, pero qué difícil resulta respaldar al de Segovia
—digo, es un decir— que no logra que le publiquen lo del escándalo del íntimo
de su jefe, y que se juega los garbanzos insistiendo en que esa vergüenza hay
que sacarla a la luz, por razones de principio! ¡Y que estético queda echarse
las manos a la cabeza porque vejan terriblemente a los detenidos en la
Cochimbamba —y vaya que sí lo hacen—, pero qué feo, que inoportuno y qué
desagradable resulta constatar con pesadumbre que la tortura sigue siendo una
realidad en España, y que está probado, y que tanto los verdugos como las
víctimas tienen nombre y apellidos! Recordemos al superhéroe y superjuez
Garzón, capaz de escarbar en todos los crímenes de las dictaduras
sudamericanas, por remota que fuera su comisión —a ese respecto él nunca se
olvidó de que los crímenes contra la humanidad jamás prescriben—, pero incapaz
de recordar ni un solo crimen de la dictadura franquista, por activos que
siguieran sus culpables y sus cómplices.
Y es que están los ojos que
no ven porque lo que hay que ver les pilla muy lejos, pero también los ojos que
no ven porque no miran. Porque desvían la vista.
Hay quien ignora porque no
conoce y quien se las da de ignorante porque prefiere hacer como que no sabe.
Post data.— Todo tiene su explicación.
También este apunte: ayer leí una columna de Rosa Montero.
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La Cataluña
«asfixiante»
(Martes 20 de septiembre de 2005)
En el discurso que
pronunció ayer en la sede de La Caixa en Barcelona, el presidente del PP,
Mariano Rajoy, insistió en una tesis que cuenta con muchos adeptos en los
círculos políticos y periodísticos capitalinos: en Cataluña existe una «presión
política asfixiante» que cercena las libertades y los derechos de quienes no
acatan el ideario de la clase política local. «Debajo del envoltorio que
representa la defensa de unos principios identitarios y soberanistas, se oculta
—explicó— el afán de los grupos políticos que lo impulsan por controlarlo todo,
por intervenir y mandar en todos los aspectos de la vida económica, social y
cultural de Cataluña».
Sin pretender erigirme en
experto cataluñólogo, doy por cierto que Cataluña cuenta con una «clase
política» integrada en medida significativa por personas que tienen entre sí
fuertes vinculaciones sociales, culturales —en el sentido más amplio del
término— y, a veces, hasta familiares, lo cual propicia que la vida política
local se desenvuelva en un clima poco dado al enfrentamiento, más inclinado
hacia la benevolencia mutua, e incluso al compadreo.
Si cuando se habla de la
existencia de una «clase política catalana» se pretende aludir a eso, estoy de
acuerdo. Pero no. Lo que provoca las iras de Rajoy no es la homogeneidad de la
tal «clase» (o casta), sino que eso que él llama «principios identitarios y
soberanistas» impregne tan profundamente el tejido social catalán que se haya
convertido para la gran mayoría de los integrantes de aquella sociedad en una
especie de sobreentendido, en algo con lo que debe convenir cualquiera que no
desee desentonar. Lo cual resulta muy confortable para quien participa de ese
ideario difundido y difuso, pero muy incómodo para quien discrepa.
Estoy seguro de que, en
efecto, en bastantes ambientes de Cataluña —y muy especialmente en los
culturales y políticos— representará un incordio asumir abiertamente ideas
españolistas, tanto más en estos tiempos en los que hasta el Español, equipo de
fútbol que nació para lo que su nombre indicaba, se ha convertido en el
Espanyol. Y lo lamento de verdad, porque el liberal que reside en mis más
profundas entrañas quisiera que todo el mundo pudiera expresarse y vivir en
plena libertad, sin que nadie coartara sus ideas, salvo que pretenda dar a los
demás en la cabeza con ellas.
Pero lo que me parece
hilarante es que Rajoy sufra hasta tal punto de subjetivismo que no se dé
cuenta de que eso que él deplora en Cataluña se produce también, sólo que
multiplicado por bastante, en la vida cultural y política del corazón del
Reino. Es obvio que no se ha tomado el trabajo de constatar cuántos
contertulios de ideología periférica se expresan a diario en las radios y televisiones no ya
madrileñas, sino de supuesto ámbito estatal, públicas y privadas.
Y no es sólo cuestión de
nacionalismos encontrados: véase el espacio de opinión que esos mismos medios
conceden a quienes defienden posiciones situadas netamente a la izquierda del
PSOE. Netamente, digo: que nadie tenga el mal gusto de citarme a Rosa Aguilar.
Habrá quien diga que sangro
por mis heridas. ¡Vaya que sí! El peso de la ideología dominante en Madrid es
tan fuerte que las pocas veces que alguna cadena de televisión ha tenido la
perversa idea de invitarme para que hable sobre Euskadi he rehusado amablemente
la oferta. Admito que lo he hecho por cobardía: me da miedo que haya gente en
mi barrio que me reconozca al día siguiente y me suelte un bofetón sin mediar
palabra.
Es así de sencillo: cada
cual tiene por más asfixiante el ambiente en el que respira con menos
facilidad.
Pero a Rajoy le invitan a
disertar en la sede central de La Caixa, y todos los medios de Cataluña
reproducen respetuosamente lo que dice.
Comentario
añadido.— Dice
Rodríguez Zapatero que más del 50% del gasto del Estado en el próximo ejercicio
irá destinado a partidas sociales. Deduzco de ello que cerca del 50% del
presupuesto se destinará a partidas no sociales. (¿O serán anti-sociales,
directamente?)
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Entre el
«nunca» y el «por ahora»
(Lunes 19 de septiembre de 2005)
Zapatero trata de blindar su mayoría parlamentaria
para el caso de que le fallen Izquierda Verde y ERC a la hora de votar los
Presupuestos del Estado. Baraja esa posibilidad a la vista de lo complicadas
que se han puesto las negociaciones para sacar adelante el proyecto de nuevo Estatut catalán. ERC ya le ha
enseñado un par de veces los dientes, amenazando con hacer depender su apoyo
parlamentario en Madrid de la ductilidad del propio Zapatero con respecto a los
asuntos de Cataluña.
Hace unos meses, el
respaldo de ERC y de la amalgama parlamentaria de Llamazares era condición
imprescindible para que el Gobierno de Zapatero pudiera sacar adelante
cualquier proyecto legislativo importante. Ahora cuenta con una posibilidad
alternativa. Lo único que necesita para materializarla es ganarse los votos del
PNV. Sumados éstos a los del Bloque —su socio de gobierno en Galicia— y a los
de Coalición Canaria —siempre dispuesta a alquilar sus escaños—, obtendría los
12 votos suplementarios que precisa para la aprobación de los Presupuestos.
No faltan los que
establecen un paralelismo entre esa exploración alternativa que está
propiciando ahora Zapatero con Josu Jon Imaz y el pacto al que Aznar llegó en
su día con Arzalluz.
Es cierto que la
comparación falla en un punto: Aznar tenía ya mayoría parlamentaria suficiente
cuando negoció el apoyo del PNV a su investidura. A muchos nos pareció un
misterio por qué el candidato del PP aceptó avenirse entonces a las condiciones
que le impusieron los nacionalistas vascos, cuando podía prescindir de ellos
sin mayor problema. Alguien me dijo que Aznar daba gran importancia a no salir
elegido presidente con menos votos de los que había logrado en su día Felipe
González. Es una explicación extraña, pero no descartable, dadas las
peculiaridades psicológicas del personaje. El hecho es que tragó carros y
carretas, incluyendo un punto al que casi nadie concedió entonces mayor
importancia —salvo los negociadores del PNV, claro está— pero que la cobraría,
y mucha, con el tiempo: accedió a la creación de Euskaltel, la red vasca de
telefonía. También desbloqueó la negociación sobre el Concierto Económico y
sobre varios puntos estatutarios.
A cambio, lo único que
logró es que el PNV le respaldara en la votación de la investidura misma, pero
en ninguna otra posterior.
En lo sí cabe establecer un
claro paralelismo entre las negociaciones que están llevando ahora Pérez
Rubalcaba y Blanco, en nombre de Zapatero, e Imaz y Urkullu, en representación
del PNV, y las que llevaron hace años los de Aznar con Arzalluz y con un tal
Ibarretxe, al que casi nadie conocía por entonces en Madrid (*), es en la
súbita disposición que muestra el Gobierno central a aceptar reclamaciones a
las que durante meses y más meses ha estado volviendo la espalda, cual si se
tratara de imposibles. Hablo de la fijación del cupo, de la ampliación de la
plantilla de la Ertzaintza y de la devolución al Gobierno Vasco de lo que tuvo
que gastar por culpa de la contaminación del Prestige y de la incompetencia del
Ejecutivo de Madrid, entre otros puntos.
No sé si las negociaciones
Ferraz-PNV llegarán a algún puerto concreto o no. Me imagino con qué
disposición las encaran los del PNV, educados en la escuela del «más vale
pájaro en mano que ciento volando». Si por darle su puñado de votos
parlamentarios a Zapatero en Madrid en una votación concreta logran no sólo lo
anteriormente mencionado, sino también que el PSE-PSOE respalde los
Presupuestos del Gobierno Vasco —lo que partiría uno de los ejes de la línea
política que los socialistas vascos han seguido en los últimos años—, no me
cabe la menor duda que se lo darán, y se quedarán tan anchos.
De momento, lo que ha
quedado claro una vez más es que los Gobiernos de Madrid —en lo que no tienen
nada de excepción— se cierran en banda o conceden con plena generosidad según
lo que precisan en cada situación para salir adelante. Su espíritu de
principios lo resumió muy bien aquel perpetuo conspirador tramposo que fue
durante toda su vida Francisco Fernández Ordóñez cuando dijo: «En política,
“nunca” quiere decir “por ahora”».
(*) El propio Arzalluz
tampoco conocía demasiado al discreto vicepresidente para asuntos económicos
del Gobierno de Ardanza. Recabó su colaboración para aquel duro tira y afloja
porque le habían dicho que se manejaba en los asuntos económicos como pez en el
agua y que se conocía los vericuetos presupuestarios, incluidos los del Estado,
como muy pocos. Tenía fama también de ser un negociador tenaz, por no decir
implacable. Lo demostró sobradamente en aquella ocasión. Los propios
negociadores del PP admitieron que en varios puntos de aquel pulso les había
vencido por puro agotamiento.
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Maragall no es
Cisneros
(Domingo 18 de septiembre de 2005)
Ha levantado mucho revuelo
que Pasqual Maragall
haya dicho que quien se oponga al nuevo Estatut «tendrá que vérselas» con el pueblo de Cataluña.
Algunos se lo han tomado como
una amenaza velada a los partidos políticos mayoritarios en las Cortes de
Madrid. Han errado. Basta con atender al contexto de la afirmación para
comprobar que el presidente de la Generalitat se estaba refiriendo a quienes
podrían romper el consenso necesario para sacar adelante el proyecto en el Parlament. A CiU, sobre todo.
Al hilo de esa confusión,
cabe preguntarse qué habría pasado si la frase de Maragall se hubiera referido
realmente a los jefes de los dos grandes partidos con sede en Madrid.
No es ocioso plantearse esa
hipótesis porque, si bien una advertencia así no vendría a cuento ahora mismo
—no se está en esa fase del procedimiento—, puede cobrar sentido en un futuro
no muy lejano, si el proyecto de nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña acabara
empantanándose en el Congreso de los Diputados.
¿Resultaría descabellado
que, en tal caso, Maragall advirtiera a los políticos con mando en la capital
del Reino de la posibilidad de «tener que vérselas» con la gran mayoría de los
catalanes? No lo creo. Sobre todo considerando que eso de «tener que vérselas»
puede ser un modo de aludir a respuestas de muy diverso género. La legislación
española no reconoce el derecho de autodeterminación, pero, aparte de los
referendos ad hoc, los
pueblos tienen a su disposición métodos muy pacíficos y muy legales, pero
también muy elocuentes, de dejar claro lo que quieren. Desde las
manifestaciones masivas y reiteradas hasta las votaciones convocadas en
principio con otros objetivos.
Muestran algunos su
desagrado con la frase de Maragall porque ven en ella «un tono de amenaza» que
les parece «preocupante» de cara al futuro. Nos vuelven a mostrar su aprecio
por la ley del embudo. Un «tono de amenaza» realmente «preocupante» es el que
adopta la Constitución Española cuando pone en manos de las Fuerzas Armadas la
preservación de la unidad de España. Quedaron advertidos con ello los
nacionalistas catalanes y vascos desde 1979 de que más les valía andarse con
mucho ojo porque, como quisieran materializar sus propósitos, así fuera por la
vía de las urnas, se podían encontrar con una —con otra— guerra civil.
Frente a esa concretísima
amenaza, que ahí sigue figurando por si alguien tuviera la tentación de
olvidarla, cualquier elevación de tono que pueda permitirse Maragall hay que
inscribirla obligatoriamente en el rango de lo candoroso.
Nadie se asuste con
Maragall. No es ningún cardenal Cisneros.
Pero tampoco crean que
bastan cuatro artificios legales para contrariar la voluntad de un pueblo.
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De la ONU como
coartada
(Sábado 17 de septiembre de 2005)
Coincidiendo con los fastos
y los fallidos trabajos vinculados a la celebración del sexagésimo aniversario
de la creación de la ONU, se han publicado no pocos comentarios y editoriales
de prensa en defensa de la tesis de que, si bien la Organización de las
Naciones Unidas realmente existente tiene defectos gravísimos que justifican las críticas más
acerbas, peor sería que no existiera, porque, aunque lo suela hacer tarde y
mal, unas veces por exceso y otras por defecto, aporta algunos encomiables
procedimientos de moderación de las tendencias más agresivas presentes en la
arena mundial.
Es un argumento defendible
—la resignación siempre confiere aires de sensatez—, pero también perfectamente
objetable. Cabe argumentar, en efecto, que si la ONU se mantiene aunque sea en
precario, no es por los aspectos mal que bien positivos de su labor, sino
porque confiere al actual desequilibrio internacional de fuerzas una pátina de
consenso asambleario muy conveniente para quienes acaban haciendo lo que les
place e imponiendo su ley.
El espectáculo al que se
asistió ayer en la Asamblea General fue la representación más bochornosa de esa
cruda realidad. Un puñado de oligarcas se conchabaron para guisarse un
documento a su medida y, cuando ya lo tuvieron cocinado, se subieron a la
tribuna y lo presentaron como «documento de consenso», sin importarles ni poco
ni mucho que la mayoría de los estados miembros ni siquiera hubiera tenido la
oportunidad de discutirlo. Ahí se vieron los «procedimientos de moderación
internacional» que atribuyen a la ONU nuestros opinantes más conspicuos.
La verdad pura y dura es
que Washington hace con la ONU lo que le peta, y cuando avanza en la dirección
que le viene mejor —aunque sólo sea a efectos cosméticos—, le deja hacer, o
incluso la jalea, y en cuanto se mete en camisas de once varas, o más, la
bloquea y se queda tan ancho.
No estoy seguro de que el
hundimiento de la Organización de las Naciones Unidas (que ni es organización,
porque es un cachondeo, ni agrupa naciones, porque son estados, ni están
unidos, salvo por los Estados Unidos) resultara positivo. De lo que no me cabe
duda es de que dejaría todo mucho más claro.
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El secreto de
las comunicaciones
(Viernes 16 de septiembre de 2005)
Los responsables de una
revista de funcionarios euskaldunes, Administrazioa euskaraz, me pidieron hace unos días
que les dijera qué opino sobre las iniciativas legislativas que se están
poniendo en marcha aquí y allá para controlar las comunicaciones personales
establecidas a través del correo electrónico y los teléfonos móviles. Van a
publicar en octubre un dossier sobre
ese asunto y quieren incluir un puñado de opiniones, entre ellas la mía.
Agradeciendo su interés y
presto a atender su requerimiento, dediqué un rato a reflexionar sobre la
cuestión, más que nada por el aquel de no quitármela de encima de cualquier
manera. Por culpa de lo cual, me fui sumiendo más y más en esa mezcla de
perplejidad e indignación que amenaza con convertirse en mi estado de ánimo
permanente.
Estuve repasando las
justificaciones que dan los dirigentes de los estados que más insisten en la
necesidad de controlar «de algún modo» las comunicaciones electrónicas. En
resumen, todos vienen a decir que las técnicas de la comunicación interpersonal
han evolucionado muchísimo y que, lógicamente, las legislaciones deben
acomodarse a esa tan tremenda evolución.
Me paré a reflexionar sobre
el argumento. ¿«Lógicamente»? ¿En función de qué lógica?
Si uno repasa las viejas
normas sobre Derechos Humanos recogidas en los textos constitucionales de los
países con mayor tradición democrática, se encuentra con que un derecho que
todos ellos reconocen como fundamental es el que ampara el secreto de las
comunicaciones. En consonancia con ese principio rector, los representantes
estatales deberían inquietarse, en todo caso, por la posibilidad de que los
vertiginosos avances de la técnica pongan en peligro la privacidad de las
comunicaciones. Pero no. Lo que les preocupa es justamente lo contrario: que
tales avances puedan hacer más rápidas y más privadas las comunicaciones
personales, superando las dificultades de tiempo, de espacio... y de
fiscalización policial.
Y uno —aficionado a la
retórica que es— se pregunta: ¿qué es lo que ha empeorado tanto desde hace un
cuarto de siglo, que entonces los estados manifestaban su firme voluntad de no
permitir que nadie metiera las narices en la correspondencia postal o en las
conversaciones telefónicas privadas, y ahora creen necesario buscar el modo de
hacerlo posible?
A mí se me ocurre una
respuesta, pero no pretendo que sea la única ni —aún menos— la mejor. Creo que antes
podían condenar formalmente la violación de las comunicaciones privadas porque
quedaba elegante hacerlo, pero que podían practicarla a bajo coste material y
político cada vez que les resultaba conveniente, en tanto que ahora los avances
técnicos les han complicado ese juego hipócrita. Cotillear lo que escribimos o
decimos en privado a nuestros allegados es más complejo, y además corren más
riesgos de ser cogidos con las manos en la masa.
Porque ellos han aprendido
mucho, pero los ciudadanos privados también.
Pongo un ejemplo. Si allá
por 1970 un subversivo antifranquista quería fijar una cita secreta por correo,
tenía que mandar su mensaje cifrándolo por trabajosos métodos y escribiéndolo
entre líneas con tinta simpática, por lo común agua de limón o leche, dentro de
una carta anodina.
Si la policía española
hubiera respetado la ley que protegía la privacidad de la correspondencia, nada
de eso habría sido necesario, por supuesto. Pero no la respetaba, así que había
que burlar su censura. Ahora sus descendientes —porque los estados cambian,
pero las policías en el fondo son siempre las mismas: está en su ser— se dan
cuenta de que, con las mejoras de la técnica, sus trampas tienen cada vez peor
avío.
De ahí que reclamen
reformas legales. Para poder hacer sus trampas y reírse de los derechos y
libertades de los ciudadanos con mayor facilidad.
Eso es lo que me malicio
que pretenden. Pero no tengo pruebas. Lo digo sólo porque me conozco el
género.
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