[Del 9 al 15 de septiembre de 2005]
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Defensores del
Estatuto
(Jueves 15 de septiembre de 2005)
Replicaba ayer la
vicepresidenta primera del Gobierno al portavoz del PP, que había acusado al
Ejecutivo de disponerse a dejar la política penitenciaria «en manos de
Ibarretxe», y le dijo que de eso nada; que su Gobierno no se ha movido ni una
pulgada de donde se encontraba en esa materia.
Tanto doña María Teresa
Fernández de la Vega como don Ángel Acebes se han hartado en los últimos años
de proclamar a los cuatro vientos que su política en relación a Euskadi —la de
ambos— tiene como alma, corazón y vida el Estatuto de Autonomía, que fue
promulgado en diciembre de 1979.
Pues bien: el mencionado
Estatuto proclama (art. 10.14) que la Comunidad Autónoma Vasca tiene
«competencia exclusiva», entre otros asuntos, en los relativos a «organización,
régimen y funcionamiento de las instituciones y establecimientos de protección
y tutela de menores, penitenciarios y de reinserción social». Y añade (art. 12)
que «corresponde a la Comunidad Autónoma del País Vasco la ejecución de la
legislación del Estado en las materias siguientes: 1.– Legislación
penitenciaria (...)».
No
es, como puede verse, un punto perdido dentro de una maraña: figura en el
puesto más destacado. En primer lugar.
Han
pasado más de 25 años de la promulgación del Estatuto en tanto que Ley Orgánica
del Estado —¡25 años!— y la vicepresidenta del Gobierno español se permite
alardear de su nula intención de aplicar esa Ley, que ella misma elogia con
entusiasmo no sé si inconsciente o directamente hipócrita.
¿Y
qué no decir con relación al señor Acebes, esto es, al partido en cuyo nombre
habla? Reparemos, sin más, en el desdén con el que da por hecho que transferir
a la Administración autónoma del País Vasco una determinada competencia es
«dársela a Ibarretxe».
Con
autonomistas como éstos, los centralistas no tienen nada que hacer.
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Ustedes
disimulen, pero hay un par de pijadas de la actualidad que no me resisto a
comentar.
Una
es la de la Cumbre de la ONU.
Algunos
dicen que está fracasando, entre otras cosas, porque los dirigentes de los
estados más poderosos del Universo no consiguen ponerse de acuerdo en cómo acabar
con la pobreza de los demás. Según he oído la noticia por la radio, puesta en
relación con las víctimas que causa el hambre en la infancia del Tercer Mundo,
se me ha ocurrido el título para un artículo ad hoc: «Qué fracaso, ni qué niño
muerto».
Llamemos
a las cosas por su nombre: los dirigentes del Primer Mundo están de acuerdo en
lo esencial, a saber, en no hacer nada que pueda dificultar que el Primer Mundo
siga en la relativa opulencia a costa de la absoluta miseria de los demás.
Y, hablando de llamar a las
cosas por su nombre: ¿puede explicarme alguien a cuento de qué viene la
invasión de «iconos» que padecen últimamente los medios informativos españoles?
En cuanto alguien se vuelve famoso y admirado, se convierte en «un icono».
Como soy muy antiguo, y
como quiera que la Academia Española se moderniza magnis itineribus en cuanto me descuido, he
acudido al DRAE a ver qué significa ahora «icono». Y, para mi sorpresa, me he
encontrado... con lo de siempre. Dice: «Icono o ícono. (Del
fr. icône,
este del ruso ikona y este del gr. bizant. εἰκών, -όνος). 1. m. Representación religiosa de pincel o
relieve, usada en las iglesias cristianas orientales. 2. m. Tabla pintada con
técnica bizantina. 3. m. Signo que mantiene una relación de semejanza con el objeto
representado; p.ej., las señales de cruce, badén o curva en las carreteras. 4.
m. Inform. Representación gráfica esquemática utilizada para identificar funciones
o programas.»
Y punto final.
Leo hoy en El Mundo que han premiado a una
periodista afgana porque se ha convertido en «un icono de la lucha por la
libertad y los derechos de la mujer». Me pregunto: ¿En qué se habrá convertido
realmente la buena señora? ¿En una representación religiosa? ¿En una tabla
pintada? ¿En una señal de tránsito vial? ¿En un monigote informático? En todo
caso, ¿cómo se relaciona cualquiera de esas hipotéticas metamorfosis con la
lucha por la libertad y los derechos de la mujer?
No lo sé. Misterios de la
modernidad, supongo.
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Justicia y
política
(Miércoles 14 de septiembre de 2005)
Un maestro que tuve en las
artes periodísticas —en las buenas y en las malas— me reprochaba mis muchos
escrúpulos éticos. «¿Te preocupa no tener contrastados todos los puntos de la
información que vas a publicar?», me decía con sonrisa condescendiente. Y me
impartía la lección adecuada al caso: «¡No seas tan remilgado! Una información
es como un disparo de cañón: lo que importa es que hayas apuntado en la
dirección correcta. Si cae algo de metralla donde no debería, ¡qué se le va a
hacer!».
No consiguió acabar con mis
remilgos. Sigo enfadándome conmigo mismo cuando constato que no soy tan
riguroso como reclamo a los demás que lo sean. Por ejemplo: ayer di por hecho
que, si el juez Grande Marlasca llamaba a declarar a Rafa Díez Usabiaga como
imputado, es que se dispone a procesarlo. Pero no tiene por qué ser así. Un
juez puede convocar a alguien para que declare como testigo o como imputado. En
principio, convocarlo en tanto que posible imputado le acarrea problemas (de
imagen pública, sin ir más lejos), pero también le proporciona ciertas garantías
(puede hacerse asistir de un letrado de su elección, por ejemplo).
En todo caso, no es lo
mismo, y mi apunte de
ayer pudo inducir a error. Me disculpo por ello. (*)
Del resto de lo que escribí
no me desdigo en nada. Insisto: la actuación de ese magistrado —y del conjunto
de la Audiencia Nacional— es un perfecto escándalo. Me reitero muy
particularmente en un argumento al que, por más que reconsidero, no veo vuelta
de hoja: si el juez entiende que hablar de constituir una candidatura puede ser delito, ¿por
qué no hace nada contra quienes figuraron de hecho en esa candidatura?
Los integrantes de las más
altas instancias de la Justicia española son fuente inagotable de sorpresas. Se
equivocan incluso cuando aciertan. Ayer, el fiscal general, Cándido
Conde-Pumpido, afirmó en su discurso de inauguración del año judicial que ve
próximo el fin de ETA. Si hiciera esa apreciación tomándose un blanco y
charlando con sus amiguetes en la barra de un bar, no le objetaría nada. De
hecho, me parece un pronóstico razonable. Pero ¿a cuento de qué se mete en esos
dibujos cuando ejerce de fiscal general? ¿Quién le manda? Que se deje de
prospecciones políticas más o menos aventuradas y se dedique a fiscalizar, que
es lo suyo.
Dicho sea en general: ¿por
qué toda esta tropa no deja la política para los políticos, que ya son más que
numerosos, y se dedica a ejercer de lo suyo, que es para lo que cobra?
(*) A cambio, de lo que no
me arrepiento es de haber escrito que la Audiencia Nacional está en la calle
Génova de Madrid, cosa que algunos lectores me han reprochado. El edificio de
la Audiencia está en la calle Génova. Vaya que sí. Otra cosa es que se entre en
sus dependencias por otras calles, según se ingrese a pie o en furgón.
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Cuatro
escándalos
(Martes 13 de septiembre de 2005)
El instructor del Juzgado
número 5 de la Audiencia Nacional, Fernando Grande Marlasca, decidió ayer
imputar al secretario general de LAB, Rafa Díez Usabiaga, un delito de
integración en lo que él define como «el entramado ETA-Batasuna».
Después de haberlo llamado
a declarar y de interrogarlo al respecto, el magistrado redactó un auto en el
que sostiene que las conversaciones telefónicas en las que basa su acusación
«no son suficientemente explícitas» y que «en el momento actual no se puede
concretar la participación» de Díez Usabiaga en los hechos que le imputa.
Primer escándalo: ¿cómo un
juez puede formular una acusación para la que él mismo reconoce que no existe
suficiente base?
Punto 2. El magistrado se
refiere a la hipotética participación del líder sindical vasco en el «entramado
ETA-Batasuna». Pero no hay ningún artículo del Código Penal que persiga la
integración en «entramados». Lo que el Código castiga es la pertenencia a banda
armada, lisa y llanamente. Dicho de otro modo: con independencia de que
prefiera no formularlo con demasiada claridad, tal vez por pudor, lo que el
juez está imputando al dirigente de LAB es un delito de integración en banda
armada. Lo cual encierra el segundo escándalo de este asunto: ¿cómo puede un
juez dejar en libertad, sin tomar ninguna medida cautelar, a alguien que, según
él, es un terrorista?
Punto 3. La acusación de
Grande Marlasca se apoya en unas conversaciones telefónicas, intervenidas por
orden judicial, en las que Díez Usabiaga se habría referido a la posibilidad de
que la izquierda abertzale presentara a las pasadas elecciones autonómicas unas
«listas blancas» (esto es, integradas por personas sin vinculación con
Batasuna). Según el juez Grande, tal propósito, que más tarde se materializaría
en la presentación de las listas de Aukera Guztiak, respondería a un deseo de ETA, lo
cual —siempre según él— convertiría en agente de la organización terrorista a
cualquier impulsor de la iniciativa. Pero si hablar a favor de esa
posibilidad, según él, constituiría un delito, se supone que mucho más habría
de serlo materializarla. Lo
que nos conduce directamente al tercer escándalo: ¿por qué llama a declarar y
procesa a alguien que habló de
ello, pero no a los que finalmente formaron parte de esas «listas
blancas»? ¿Desde cuándo es más grave
hablar que hacer?
Punto 4. En el momento en
el que Díez Usabiaga —y cientos de miles de personas más en Euskadi,
incluyéndome a mí mismo— habló de la posible presentación a las elecciones de
una plataforma de electores de la izquierda abertzale que no estuviera
prohibida, eso ni tenía ni podía tener nada de delictivo. Tanto da que a ETA le
pareciera oportuno: también le complace que LAB sea un sindicato con mucho
respaldo, y hasta ahora a ningún juez se le ha ocurrido promover la
ilegalización de LAB (aunque todo puede andarse). Para que pudiera hablarse de
delito, Grande Marlasca tendría que probar que Rafa Díez actuó siguiendo
instrucciones explícitas de ETA, dirigidas específicamente a él y recibidas
personalmente por él. No siendo el caso, lo que el magistrado de la Audiencia
Nacional está planteando, de hecho, es la penalización de toda idea que pueda
sintonizar con los propósitos de ETA. Asunto que, aunque jurídicamente grotesco,
está en la esencia misma de la Ley de Partidos y del llamado pacto
antiterrorista: hay
ideas sospechosas. Ser independentista, en concreto, es ya sospechoso, per se.
Ése es el cuarto escándalo.
Pero todos los escándalos
que tienen su origen en los despachos de ese triste e impersonal edificio de la
calle Génova, en Madrid —un poquito más abajo de la sede central del PP; un
poquito más arriba de la casa natal de José Antonio Primo de Rivera—, no son,
en el fondo, sino manifestaciones parciales del mismo escándalo general, que es
la propia existencia de la Audiencia Nacional, jurisdicción especial donde las
haya y espacio donde unos jueces y unos fiscales de opereta, infinitamente
politizados, se dedican a tratar de remodelar a su guisa la política vasca. Que
no se deja, y así le va.
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Esas radios
(Lunes 12 de septiembre de 2005)
Usuario impenitente de la
radio, cuando me hallo en alguna zona geográfica familiar no tengo problemas
para localizar las emisoras que me interesan. Sé en qué longitud de onda emiten
sus estaciones locales, así que voy de la una a la otra sin mayor dificultad.
En cambio, cuando estoy de viaje y recalo en algún sitio cuyo espacio
radioeléctrico no controlo, me veo obligado a barrer el dial para localizar las
emisoras que busco.
Por un accidente de
recorrido de esa naturaleza, me tocó recalar la pasada semana en emisoras de
radio insólitas, algunas de las cuales sabía que existían, pero poco más, y
otras ni eso.
Cielo santo. Comprobé que
las ondas están habitadas por montones de personajes increíbles, que mencionan
las noticias como les da la gana, sin que la verdad de los hechos suponga para
ellos el más mínimo condicionante. Deambulan entre la derecha radical, la
extrema derecha y la extremíííísima derecha, recurren por sistema y con total
desenvoltura a los insultos más zafios y muestran una incapacidad pasmosa para
informar de nada, ni siquiera de la hora, sin añadir lo que opinan de ello. Sus
ideas motrices son la unidad indisoluble de la Nación Española, en la que
vascos y catalanes deben estar sin falta para tener a quien poner de vuelta y
media cada quince segundos, y la Sagrada Religión Católica, inspirada doctrina
que nos libra de todos los depravados, en general, y de los maricones empeñados
en casarse, en particular.
De pellizcarse.
Oí a un tipo,
seudohistoriador reconvertido en seudoperiodista, que se refería sin parar al
gobierno de la Generalitat catalana llamándolo «el gobierno
nacional-socialista». Como si nada. Y a otro que consideraba «aberrante» que un
notario no pueda ejercer en Cataluña «por el simple hecho de no saber catalán».
Me quedé perplejo: ¿cómo supondrá ese menda que los notarios pueden dar fe —que
es lo suyo— de lo que afirma gente que habla un idioma que ellos desconocen?
Bobadas.
No me parece mal que haya emisoras
de radio en las que se dicen cosas de ese género. La libertad de expresión pasa
por ahí: ha de haber libertad para decir de todo, absurdos incluidos. Lo que
considero digno de estudio es que en un Estado que se supone está gobernado por
socialistas, bajo administraciones autónomas que se dicen laicas y
progresistas, haya tantas emisoras de radio que parecen rescatadas del
franquismo más puro y más duro. Si existen es porque tienen dinero. ¿Quién lo
pone? Y hay que considerar también a su audiencia. ¿De qué se disfraza esa
gente cuando sale a la calle?
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Las simpatías
fílmicas
(Domingo 11 de septiembre de 2005)
El cineasta de origen
formosano Ang Lee se ha llevado el León de Oro de la Mostra de Venecia con una película
que describe la relación homosexual entre dos vaqueros.
Dicen los críticos más solventes
que la película es muy buena. Y lo será, seguro.
Añaden que es también muy
valiente. Lo cual tampoco pongo en duda, pero con más reservas. Porque tengo en
cuenta que no es lo mismo inducir al público de una sala de cine a que dirija
una mirada tierna hacia la historia filmada de los amores mutuos de dos cowboys que lograr que ese mismo
sentimiento de ternura adquiera carta de naturaleza en la vida cotidiana de la
sociedad real.
La historia del séptimo
arte está llena de películas en las que los espectadores se ven hábilmente
arrastrados no ya sólo a tolerar, sino a simpatizar y a sentirse cómplices de
comportamientos que rechazarían iracundos fuera del cine. Los más firmes
defensores de la ley y el orden son capaces de aplaudir robos y de celebrar
asesinatos… siempre que se trate de una película y que los ladrones y los
asesinos aparezcan envueltos en el halo de desenfadada simpatía que conviene al
caso. Desde Bonnie & Clyde y Patt Garrett & Billy the Kid hasta el remake de The Italian Job y el disparate de Ocean’s Eleven, el juego de la mentira
cinematográfica nunca ha dejado de funcionar. Sólo censores tan cenutrios como
los franquistas se creyeron en la obligación de rectificar los guiones de las
películas para que los delincuentes de ficción no se salieran nunca con la
suya. (*)
Lo que vale para las
transgresiones a las normas oficiales sobre la propiedad privada o el derecho a
la vida se extiende, llegado el caso, a las reglas concernientes a la moral y
las buenas costumbres. Todo el mundo se sintió conmovido con las actividades de
chapero de John Voigt en Midnight Cobwoy, o
con las de puta de lujo de Jane Fonda en Klute, o con los desamores homosexuales de Robert Webber en 10. Den por hecho que la
mayoría de quienes participaron de tales empatías cinematográficas sentirían el
más vivo rechazo si tuvieran instalado algo semejante en la casa de enfrente.
He aludido más arriba a uno
de los más rentables trabajos que ha realizado George Clooney como actor en los
últimos años. En la Mostra de
Venecia también se ha aplaudido su maestría como guionista y director en Good Night, and
Good Luck, película
que alaba la negativa de un periodista de televisión a plegarse a la ferocidad
represiva del maccarthismo y al diktat de los patronos de su empresa. Formulo una apuesta.
Hágase el recuento de cuantos vean esa película en el curso de los próximos 12
meses y no se sientan identificados con la rebeldía de su protagonista. Apuesto
a que serán muy pocos. Hágase a continuación el recuento de los que, de entre
ellos, han movido alguna vez un dedo para protestar cuando un periodista de
verdad, de los de carne y hueso, ha visto cercenada su libertad de crítica.
Apuesto a que serán muchísimos menos.
No me rebelo contra el
hecho de que el cine sea esencialmente tramposo. La trampa es su misma esencia.
Lo que me pregunto es en qué medida el cine trasgresor, irrespetuoso y crítico
no sirve para proporcionar las necesarias dosis de buena conciencia a los espectadores
que luego, en cuanto salen del cine, se sitúan con uñas y dientes en el bando
de enfrente.
(*) A modo de anécdota.
Cuando se estrenó en España The Gateway («La
huída»), de Sam Peckinpah, con Steve McQueen y Ali MacGraw en los papeles
estelares, allá por la mitad de los 70, la censura franquista no pudo soportar
la idea de que la pareja de los McCoy, protagonistas de la historia, ladrones,
asesinos y no sé cuantas cosas más, pudieran acabar triunfando y refugiándose
en México con un buen capital en la bolsa. De modo que añadieron por su cuenta
y riesgo un letrero final que decía algo así como: «Años después, Carter y
Carol McCoy fueron detenidos, repatriados a EEUU y encarcelados». Otra anécdota
suplementaria, ésta típicamente cinematográfica: durante el rodaje de aquella
película, McQueen y MacGraw se enamoraron y convirtieron en pareja (tras
deshacerse de sus matrimonios anteriores, se entiende).
Nota.– Curiosidades de la vida. Ayer,
unos amigos cántabros me hablaron muy favorablemente de una obra póstuma de
Alberto Méndez Borra, que está teniendo por lo visto bastante éxito. Les dije
que yo conocí de crío a los Méndez: a José Méndez Herrera, el padre,
excelentísimo traductor, y a sus cuatro hijos, todos ellos educados en Italia,
dos de los cuales, Alberto y Juan Antonio, acabaron dedicándose al mundo
editorial (y Juan Antonio finalmente al de la gastronomía). De Javier y de la Chata, la única fémina del grupo, no he
sabido más. Pues, lo que son las cosas: esta mañana, preparando esta columna, me
he puesto a bucear en Internet sobre el asunto de lo verosímil fílmico, que yo asociaba a un libro del
marxista italiano Galvano della Volpe, y me he encontrado con la referencia
bibliográfica que sigue: «Lo verosímil fílmico y otros ensayos. Galvano della Volpe. Traducción al castellano de
Alberto y Juan Antonio Méndez Borra. Prólogo de Alberto Méndez».
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Los autoengaños
(Sábado 10 de septiembre de 2005)
Allá por los primeros 70
del siglo pasado, París era uno de los principales lugares de asilo —tal vez el
más importante— de los exiliados políticos del mundo entero. Por aquel
entonces, la Oficina Francesa para la Protección de los Refugiados y Apátridas
(OFPRA) no ponía mayores inconvenientes a la hora de proporcionar documentación
y permiso de residencia a cuantos documentábamos que habíamos huido de nuestros
lugares de origen por razones políticas.
En aquella especie de Babel
política, tuve ocasión de conocer y de trabar conversación con gente venida de
tierras de cuya situación concreta sólo sabía lo que aparecía en la prensa
local, particularmente en Le Monde, que era el diario de referencia más común.
Me llamaba mucho la
atención con qué frecuencia, cuando hacía algún comentario basado en lo que
había leído en Le Monde,
el interlocutor de turno me salía al paso rápidamente.
—Le Monde es un gran periódico, que
tiene muy buena información internacional —decía—, pero, por desgracia, lo que
cuenta sobre mi país es muy superficial y defiende a gente que no lo merece.
Daba igual que charlaras
con alguien de Polonia, de Bolivia, de Rodhesia, de Laos o de donde fuera.
Todos estaban de acuerdo en que la información internacional de Le Monde era de gran nivel... salvo
cuando trataba de su país.
Hube de concluir que lo que
nos parecía a todos más riguroso era justamente lo que conocíamos peor. Es
decir, lo que no podíamos saber en qué medida era riguroso.
Con el tiempo me di cuenta
de que ése no era un fenómeno que empezara y acabara con la información de Le Monde, ni mucho menos. Que se
extendía a muchas realidades.
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Conocí en la España de los
años 60 —y también en el exilio— a bastantes personas que estaban totalmente
persuadidas de que la URSS era «la patria del socialismo». O no habían estado en la URSS jamás, o si
habían aparecido por allí había sido en el curso de un viaje organizado en el
que les habían enseñado sólo lo que las autoridades soviéticas querían que
vieran (cosa nada problemática, porque coincidía punto por punto con lo que
ellas querían ver). Pero necesitaban creer en
la URSS, porque era la bicha para quienes tenían que soportar y, además,
materializaba —eso creían— una alternativa a lo existente.
A mí me sucedió un tanto de lo mismo —más
breve que lo de muchísimos prosoviéticos, por fortuna, y posiblemente también
menos conservador— con la China de Mao. ¡Resultaba
tan atractivo aquello de la Revolución Cultural, de la rebelión juvenil contra
el poder supuestamente revolucionario que tiende a burocratizarse por su propia
inercia! Para mí, y para muchos como yo, la URSS no tenía el menor atractivo,
con todos aquellos dirigentes con aspecto de funcionarios avinagrados y todos
sus mariscales con el pecho cargado de medallas, empeñados en la coexistencia
pacífica con unos EEUU crecientemente agresivos. China, en cambio, apoyaba las
guerrillas, se enfrentaba a EEUU, plantaba cara. «El mundo se adormece por
falta de imprudencia», cantaba Jacques Brel, y nosotros nos poníamos del lado
de una China que creíamos imprudente, radical, valiente.
Valiente... tontería. La realidad nos reventó
en los morros en cosa de nada. La China de nuestros sueños sólo había existido
en nuestros sueños.
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Tendemos
a creer en lo que necesitamos creer. Se requiere un ejercicio muy enérgico y
muy doloroso para atenerse cueste lo que cueste a lo que el bueno de Eugène
Potier escribió para la letra de La
Internacional, en plena represión de los
reaccionarios versalleses: «Il n’est pas de
sauveurs suprêmes / Ni Dieu, ni César, ni Tribun...» (*).
Hemos
visto a muchos argentinos y chilenos cantar arrobados las virtudes de Baltasar
Garzón, e incluso proponerlo para el Nobel de la Paz.
No
es que no puedan saber la verdad sobre Garzón. Es que no han querido saberla.
Se hicieron una construcción mental sobre el juez riguroso, defensor de los
Derechos Humanos, y a continuación decidieron que ese juez tenía que ser
Garzón. Aunque tuvieran que reescribir su biografía entera.
Cuando
Lula llegó al poder en Brasil, mucha gente de mi entorno se entusiasmó. Hablé
con algunos de por aquí que se habían entrevistado con él. Me hicieron mil
elogios. Le pregunté entonces a un amigo brasileño que lleva muchos años en la
amarga brega. «Es un corrupto que jamás se enfrentará realmente a las
multinacionales y al FMI», me respondió.
Le
di un margen de confianza. Como otros foráneos me lo dieron a mi —y yo se lo
agradezco— cuando en 1982 me preguntaron por Felipe González y les dije: «Es un
corrupto y un lacayo de los EEUU».
Cuando comenté con algunos
lo que me había dicho mi amigo brasileño, se me mosquearon un tanto: «¡Tú y tus
amigos! ¡Nunca os parecerá bien nada!». «Salvo que esté bien», les repliqué.
n
Ayer oí que en el Festival
de Cine de Venecia ha causado auténtico furor una película que pone de vuelta y
media los mangoneos mediáticos de Berlusconi, en contraste con las que presenta
como grandes iniciativas democratizadoras del Gobierno español en materia de
medios de comunicación.
Extraigo de todo ello una
regla de aplicación general: si sostienes que lo que hacen los que están en el
poder es nefasto, tienes altísimas probabilidades de acertar. Pero, como te
arriesgues a dar la cara por lo que hace alguno de ellos, aunque esté en el
quinto pino, lo más fácil es que la cagues.
Para lo cual, un
instrumento clave es el explicado al comienzo de estas líneas: nunca des por
cierto lo que cuentan los medios de comunicación «más rigurosos».
(*) «No hay salvadores
supremos / ni Dios, ni César, ni tribuno...»
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n
De blindajes,
jueces y partes
(Viernes 9 de septiembre de 2005)
Mucho se habla en la
actualidad sobre el «blindaje» de las competencias autonómicas al que aspiran
los partidos catalanes, con excepción del PP, y no es poca la gente que se
pregunta de qué narices se está hablando.
Trataré
de explicar cuál es, en mi criterio, el fondo de lo debatido.
Estamos
ante una demanda —hoy catalana, pero ya antes formulada por el Ejecutivo de
Vitoria— que afecta a dos atribuciones fundamentales que se reserva el poder
central en detrimento de las comunidades autónomas.
Una,
muy extrema pero no por ello menos real, es la posibilidad que tiene de
suspender la propia autonomía, en todo o en parte, en el caso de que considere
que el Gobierno autónomo que sea se ha excedido gravemente en sus atribuciones.
Otra,
mucho menos radical pero mucho más practicada, es la de administrar a su gusto
las transferencias de poder que fijan los estatutos de autonomía
correspondientes, abriendo el grifo o cerrándolo según lo tenga a bien, sin que
el Gobierno de la comunidad autónoma afectada pueda hacer nada para impedirlo.
Un ejemplo verdaderamente llamativo de esto lo ofrece el Estatuto de Autonomía
de la Comunidad Autónoma Vasca: un cuarto de siglo después de su promulgación
legal con rango de Ley Orgánica, los sucesivos gobiernos de Madrid siguen sin
materializar algunas de las transferencias previstas en él. Y lo que es más
escandaloso en términos jurídicos: proclaman que lo harán cuando el Gobierno
vasco cumpla tales o cuales condiciones que no figuran en absoluto en el texto
del propio Estatuto.
Lo
que plantean ahora los representantes políticos de la mayoría de los catalanes y
los vascos es que sus estatutos de autonomía deben ser considerados como
contratos de convivencia que sus pueblos suscriben con los mandatarios del
poder central. En consecuencia —dicen—, deben funcionar como todos los
contratos que, por definición, no pueden ser administrados y menos aún
alterados de manera unilateral por uno de sus signatarios. Reclaman los unos y
los otros que las diferencias que pueda producirse en la interpretación o la
ejecución de tal o cual aspecto del contrato deba sea dirimida por una tercera
instancia, realmente imparcial y reconocida como tal por ambas partes, y que no
quede en manos del poder central, sea por vía directa o por intermedio de
alguno de los tribunales cuya composición dimana, en lo esencial, de la
relación de fuerzas PSOE-PP.
Por
su parte, el Gobierno de Rodríguez Zapatero, respaldado en ello por el PP sin
sombra de vacilación, viene a replicar, aunque no lo diga así, que admitir ese
planteamiento supondría, en el fondo, tratarse de tú a tú con Euskadi y
Cataluña. En su criterio, los estatutos de autonomía son concesiones del poder
central que, en tanto que tales, éste puede administrar a su guisa,
ampliándolas, congelándolas o reduciéndolas según lo tenga a bien. Otra cosa es
en qué medida quiera ejercer ese derecho; pero tenerlo, lo tiene.
Suele
decirse que todos los caminos conducen a Roma. Eso dejó de ser cierto desde el
fin del Imperio. Lo que puede afirmarse aquí y ahora sin sombra de duda es que
toda discusión importante entre los representantes del Estado español y los
electos de la mayoría de los vascos y catalanes acaba conduciendo al problema
de fondo: el del sujeto de la soberanía. ¿Vascos y catalanes no son sino
componentes del único e indivisible pueblo español, y a los deseos del conjunto
de éste han de someterse en todo caso, quieran que no, o ha de reconocérseles
voz propia y derecho a actuar en función
de sus designios?
Denle
al asunto todas las vueltas que quieran. El dilema es ése. Hablen de blindajes
o, lisa y llanamente, de autodeterminación.
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