[Del 29 de julio al 4 de agosto de 2005]
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Torturas
(Jueves
4 de agosto de 2005)
Se ha montado un gran escándalo por la muerte de un ciudadano de
Roquetas de Mar (Almería) en el cuartel de la Guardia Civil de la localidad. El
informe forense ha desbaratado el intento de presentar el fallecimiento de Juan
Martínez Galdeano como el resultado de un «paro
cardíaco». Nadie niega que el hombre sufrió un paro cardíaco –no hay muerte que
no apareje tal circunstancia–, pero la cuestión es por qué se le detuvo el
corazón. La autopsia ha revelado que Juan Martínez recibió una monumental
paliza.
Las informaciones y las denuncias más comunes se centran en el
carácter violento del teniente de la Guardia Civil de Roquetas, al que se
identifica como Juan Manuel R. Algunas denuncias amplían el círculo de
responsables, ante la evidencia de que una sola persona no pudo infligir a
Martínez Galdeano todas las sevicias que relata el
informe forense. Sin embargo, hasta el examen más superficial de lo ocurrido
obliga a concluir que las complicidades van bastante más lejos. No fueron el
teniente R. y sus compañeros, sino la Comandancia de la Guardia Civil de
Almería, la que quiso echar tierra sobre el asunto elaborando un informe en el
que se daba una versión desvergonzada de los hechos, según la cual los agentes
de la Guardia Civil se habían limitado a tomar medidas cautelares para evitar
que Martínez Galdeano se autolesionara o les
lesionara a ellos, tras de lo cual el detenido, víctima de un terrible acceso
de furia, había sufrido un ataque al corazón.
Debe prestarse igual atención al hecho, ahora conocido, de que
unos u otros miembros de la dotación de la Guardia Civil de Roquetas, y en
especial el teniente R., habían sido denunciados de manera reiterada por malos
tratos ante la autoridad judicial, sin que en ningún caso esas denuncias
hubieran sido admitidas a trámite. Hay buenas razones para reclamar que también
la autoridad judicial de Roquetas sea investigada.
De todos modos, la singularidad mayor de los sucesos de Roquetas
no estriba en lo que se ha sabido, sino en el hecho de que se haya sabido y el
Ministerio del Interior haya tomado cartas en el asunto. Porque lo más
frecuente en España ante las denuncias de torturas es el silencio oficial y el
archivo judicial de las actuaciones. Hay casos en los que resulta directamente
imposible explicar las lesiones de los detenidos –o el hecho de que hayan
aceptado autoinculparse de crímenes de los que luego se ha demostrado que eran
inocentes– que no se han traducido en ningún sumario, ni en ningún expediente
disciplinario, ni en nada. El español debe de ser de los pocos Estados europeos
que no sólo ha amnistiado a agentes policiales condenados en firme por torturas
–porque alguna condena sí ha llegado a sustanciarse–, sino que a continuación
los ha condecorado. Año tras año, los informes de Amnistía Internacional relatan
denuncias de tortura que sus enviados han investigado y considerado creíbles,
que no han merecido la más mínima atención de las autoridades. De ninguna: ni
de las políticas ni de las judiciales. Tanto AI como los organismos
especializados de la ONU ha hecho llegar a los gobiernos españoles sucesivas
sugerencias sobre medidas que deberían adoptarse para impedir que se produzcan
torturas en comisarías y cuartelillos, y hoy es el día que siguen sin ser
atendidas.
No pretendo que todos los guardias civiles sean torturadores, ni
mucho menos. Lo que digo es que aquellos que lo son no tienen mayores
dificultades para serlo. Y que si siéndolo obtienen resultados, hasta los
premian y los ascienden.
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Soberanía e
independencia
(Miércoles
3 de agosto de 2005)
No he tenido ocasión de leer íntegro el discurso que pronunció el
presidente del Euskadi Buru Batzar
del PNV, Josu Jon Imaz, con motivo del 110º
aniversario de la fundación de su partido, de modo que escribo apoyándome sólo
en las crónicas del acto aparecidas en las ediciones digitales de la prensa
vasca. De todos modos, tampoco voy a referirme al conjunto de su intervención,
sino sólo a dos ideas que, según esas crónicas, recogió.
La primera es la de «soberanía compartida». Imaz defendió que
Euskadi pacte con el Estado español un acuerdo de co-soberanía.
Ese planteamiento es erróneo, porque Euskadi y el Estado español
no son entidades del mismo tipo. Cabe aspirar –yo lo hago– a que el pueblo
vasco pueda pactar libremente con otros
pueblos en condiciones de igualdad. En cambio, no puede haber relaciones de
igualdad entre un pueblo sin Estado y un Estado.
En todo caso, para que el pueblo de Euskadi pueda decidir qué
hace con su soberanía –dentro de las posibilidades que se le ofrezcan, claro
está–, lo primero que necesita es que se le reconozca. Del mismo modo que para
que alguien pueda casarse debe demostrar su capacidad legal para contraer
matrimonio, para que un pueblo pueda fijar sus relaciones con otros ha de tener
acreditado su derecho a hacerlo.
Lo cual nos retrotrae a lo de siempre: para que el pueblo vasco pueda
optar –para que pueda optar por lo que sea–, la condición previa es que se le
reconozca su derecho a decidir libremente. A su autodeterminación, en suma.
El otro pasaje del discurso de Imaz al que quiero referirme es
aquel en el que hizo referencia a la caducidad de los conceptos de soberanía e
independencia.
No vale la pena discutir hechos tan evidentes como que la
realidad del mundo actual desdibuja la capacidad de los estados para decidir
sobre muchas materias, que la economía globalizada neoliberal limita las
posibilidades de intervención de los poderes políticos, etcétera. Tampoco
parece necesario insistir en que la pertenencia a la Unión Europea impone un
buen número de obligaciones a los estados miembros o, dicho de otro modo, que
se ha producido una considerable cesión a las instituciones comunitarias de las
atribuciones soberanas de los estados que participan de ellas.
Pero de nada de eso se puede concluir que ya dé lo mismo
constituir un Estado o no.
La capacidad decisoria de los estados sigue siendo muy
importante. De hecho, la UE controla sólo una parte mínima del PIB comunitario.
Y los organismos de la UE siguen constituidos por estados, que defienden en los
foros comunes sus intereses específicos, como se ha demostrado de manera muy aparatosa
con el fracaso de la última Cumbre.
Gran Bretaña no se ha diluido dentro de la UE. Ni Francia. Ni
Alemania. Ni Italia.
Que las independencias nacionales ya no son como las de antaño
es evidente. Pero transformarse no equivale a desaparecer. Los términos
«independencia» y «soberanía» reflejan hoy en día realidades diferentes a las
de hace medio siglo. Pero reflejan realidades de mucho peso.
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La ley del más fuerte
(Martes
2 de agosto de 2005)
Desde la última Guerra Mundial –y durante–, los sucesivos
gobiernos de Estados Unidos han tenido una actitud muy descarada en relación con
las armas de guerra propiamente dichas. (También con las armas que pudiéramos
llamar «de uso doméstico», pero ese es
otro asunto). Su planteamiento general al respecto es: «EEUU puede fabricar
todo tipo de armas, sean las que sean, y usarlas cuando quiera y dónde quiera,
si conviene a sus intereses. Pero no está dispuesto a permitir que otros hagan
lo mismo». Se trata de un criterio general que aplican a todas las armas, desde
las más pequeñas (se opusieron a la prohibición de las minas antipersonas), pasando por las más perversas (como las
químicas y bacteriológicas, cuyos arsenales siguen sin destruir), hasta las más
grandes: las atómicas.
La historia del armamento nuclear es muy aleccionadora. Mientras
la industria militar norteamericana
necesitó realizar pruebas atmosféricas para perfeccionar sus bombas, Washington no quiso ni oír hablar de la
prohibición de ese tipo de pruebas. Pero, así que pudo reemplazarlas por
pruebas subterráneas, se convirtió en el máximo defensor de un acuerdo
internacional contra las pruebas atmosféricas. La URSS le secundó, porque
estaba en las mismas, pero China y Francia se negaron.
El otro frente que Washington abrió de inmediato fue el de la
lucha contra la proliferación del armamento nuclear. Comprendió que su margen de
imposición política en determinadas áreas del mundo –en el Oriente Medio y
Asia, en particular– podía verse reducido drásticamente si empezaban a menudear
los estados dotados de bombas atómicas. Su experiencia con Pakistán y la Unión
India fue concluyente: tuvo que empezar a tratarlos con sumo cuidado. La
diplomacia de guante blanco que está siguiendo con Corea del Norte –cuyos
habitantes, por lo visto, no tienen tanto derecho a ser liberados de la
tiranía, etcétera, etcétera, como los afganos o los iraquíes– se debe a lo
mismo.
Ahora está preocupadísimo con el programa nuclear iraní, que
quiere laminar como sea. Un Irán con armas nucleares representaría sin duda un
obstáculo formidable para los planes que Washington está siguiendo en toda la
extensa área que va de la frontera china al Mediterráneo oriental. La UE –en
esto como, en realidad, en tantas otras cosas– le secunda.
La excusa que ponen siempre los amigos de la Casa Blanca es que
el objetivo que Washington persigue con esta política es impedir que haya
Estados «gamberros», irresponsables, que se doten de bombas nucleares que
podrían ser capaces de usar. La excusa no deja de resultar un sarcasmo, porque
todos sabemos que la Historia sólo da cuenta de un Estado cuyos dirigentes
hayan mostrado el grado de insensibilidad y enloquecimiento necesarios para dar
la orden de lanzar bombas atómicas sobre objetivos civiles. En Hiroshima y Nagasaki lo recuerdan todos los años.
Parece paradójico que quien dicte a otros cuánto y cómo pueden
armarse sea uno que ha demostrado de sobra que él mismo no es capaz de abordar
con un mínimo de sensatez ni la
fabricación de las peores armas ni su uso.
Parece paradójico, pero no lo es. La ley del más fuerte es tan
vieja como el mundo.
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Los contactos
secretos
(Lunes
1 de agosto de 2005)
El País de hoy cuenta que el 21 de julio una delegación del PNV y otra
del PSE-PSOE se reunieron en Madrid «en secreto» para debatir sobre la
normalización política. Según esta información, por parte del PNV acudieron Josu Jon Imaz e Iñigo Urkullu, y
por la del PSOE, Patxi López, Jesús Egiguren y José
Antonio Rubalcaba.
Un par de apuntes de pasada y de importancia menor. Lo primero
que llama la atención es que alguien pretendiera que el encuentro fuera
secreto. Estando en la reunión Pérez Rubalcaba, eso era imposible. La pasión
que siente don Alfredo por nutrir de confidencias a la Prensa amiga es
irrefrenable. Lo segundo que sorprende es que, siendo cuatro de los
participantes residentes en Euskadi y uno sólo en Madrid, fijaran la cita en la
capital del Reino. Ellos sabrán por qué. Espero que no para que resultara más
discreta.
Me telefonea mi buen amigo Gervasio Guzmán, que acaba de leer la
noticia.
–¿Qué te parece?
–me pregunta.
–No veo que haya en ello nada de malo –le respondo–. Está bien
que los partidos vascos hablen entre sí directamente. Todos ellos. Pero ten en
cuenta lo que te he dicho, literalmente: que no veo que haya en ello nada de malo. Puede haber muchas cosas que
no veo.
–Por ahí iba yo –prosigue Gervasio–. Porque tú sabes lo mucho
que se ha hablado sobre el interés que tiene buena parte de la dirección
vizcaína del PNV de volver a los tiempos del entendimiento PNV-PSE, cuando
gobernaron juntos con Ardanza de lehendakari,
remitiendo todo planteamiento soberanista a un
porvenir indefinido. ¿No crees que pueden estar
preparándose para eso?
–Cada cual es muy libre de preferir lo que quiera –le replico–,
pero no creo que las cosas estén maduras para una alianza de gobierno como ésa.
Por ninguna de las dos partes. Si hiciera eso la dirección nacional del PNV, el
partido se les convertiría en un hervidero, y hasta podría estallarle la olla.
En cuanto al PSOE, si pactara con el PNV con un nivel de compromiso tan alto,
el PP le haría pagar una factura electoral importante en buena parte de España.
Y también sufriría fuertes tensiones internas. Además, me parece bastante
difícil que Ibarretxe se aviniera a un cambio de orientación política tan
radical. Tendrían que prescindir de él, que sigue siendo el político más
valorado por la sociedad vasca.
–Dices que las cosas «no están maduras» para eso –comenta
Gervasio, malicioso–, pero lo que está verde bien puede madurar con el tiempo,
¿no?
–Sí. O malograrse –le digo.
Y ahí lo dejamos.
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Víctimas del
franquismo
(Domingo
31 de julio de 2005)
Amnistía Internacional (AI) se ha dirigido al Gobierno español reclamándole
que investigue la deuda pendiente con las víctimas de la sublevación militar de
1936 y de la posterior dictadura franquista. Se trata de una deuda moral, pero
también, en determinados casos, material. Solicita que el Ejecutivo de Zapatero
cree una Fiscalía especial dedicada a estudiar los casos que se le presenten.
La demanda de
AI apenas ha tenido eco. Los pocos que se han decido a comentarla lo han hecho
para argumentar que se trata de un asunto muy viejo y que, además, de emprenderse esa tarea también habría que
atender los casos de aquellos que padecieron persecución y expolio por parte de
fuerzas favorables a la República.
No tienen
razón.
En primer
lugar, es cierto que Franco murió hace casi 30 años, pero hay efectos de su
régimen que aún perduran. La culpa de
que haya pasado todo ese tiempo sin que se haya entrado a reparar los males del
franquismo –los males reparables; otros jamás podrán serlo– no es de los
perjudicados, sino de los sucesivos gobiernos de la democracia que, salvo en lo
tocante a parte de los bienes de algunos sindicatos, han preferido no poner
sobre la mesa un litigio que podía sacudir un cimiento de la Transición: el
olvido de las responsabilidades de todo tipo en que incurrieron los
beneficiarios de la dictadura.
Hay agravios y
expolios que son viejos, sin duda, pero sólo porque se iniciaron hace mucho; no
porque hayan desaparecido. Ejemplo: los sublevados del 36 se incautaron de
edificios pertenecientes a organizaciones consideradas enemigas y el actual
Estado español no los ha devuelto. Es el caso del bello palacete que ocupa el
Instituto Cervantes en París, sede del Gobierno Vasco en el exilio comprada con
dinero vasco, expropiada por los nazis y entregada a Franco con la connivencia
de las autoridades francesas. Los aplastadores de la República también se
incautaron de otras muchas propiedades de personas que el régimen de Franco
consideró «desafectas» y que no han sido restituidas a sus herederos.
Pero la
objeción más chirriante es la que pretende que, si se resarciera a las víctimas
del franquismo, habría que hacer lo propio con los damnificados por el otro
bando. Decir eso no implica sólo adoptar una inaceptable posición de
equidistancia entre quienes encarnaban la legalidad nacida de las urnas y
quienes se levantaron en armas contra ella, sino que supone, además, falsear la
Historia. Porque quienes sufrieron persecución y daños a manos del bando
republicano ya fueron generosamente resarcidos al término de la guerra. El
Estado Nacional-Sindicalista repartió prebendas, empleos y canonjías –cuando no
propiedades robadas a sus legítimos dueños– entre todos los que se pusieron a
esa cola. Tendría bemoles que ahora se les recompensara por segunda vez.
¿Que no sería
fácil llevar a cabo una empresa así? De acuerdo. Pero la dificultad para hacer
justicia no puede servir para instalarse en la injusticia.
Hágase lo que
se pueda. Siempre será mejor que nada.
Nota.– Hoy este Apunte
llega a la Red inusualmente tarde. No lo siento nada. La razón es que, por
primera vez en las vacaciones, me he dado una panzada de dormir. 11 horas
seguidas. Me ha sentado de maravilla.
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Vergüenzas de verano
(Sábado
30 de julio de 2005)
Han sido varias
las veces que me he referido últimamente en términos críticos a las Universidades
de Verano y un par de lectores me han escrito preguntándome de dónde me viene
esa fijación.
Mi experiencia
al respecto es diversa.
He estado en un
par de cursos de verano de los que debo hablar bien, a fuer
de justo.
Uno, que ya
mencioné hace un par de días, lo organizó en 2003 la Universidad de Barcelona y
tuvo la virtud de reunir a gente de muy variados horizontes
político-ideológicos –aunque no de todos– para hacer un repaso a los problemas
de Euskadi. Lo que más me gustó de aquel curso es que los organizadores
reclamaron a los ponentes que lleváramos nuestras intervenciones por escrito.
Así debería ser siempre. Primero, porque de ese modo los conferenciantes se
trabajan mejor la materia y tienden a divagar menos. Y segundo, porque luego la
Universidad puede reunir las conferencias y publicarlas, obteniendo una mayor
rentabilidad práctica de la inversión realizada.
El otro curso
del que salí satisfecho tuvo lugar en Maspalomas, en
Gran Canaria. De aquel no puedo hablar más que de mi parte, porque no asistí al
curso entero. Fui, di mi charla, departí con los organizadores y regresé.
Mis buenos
recuerdos tienen en ese caso también dos vertientes. En primer lugar, me vino
bien que me encargaran aquella conferencia, porque me vi
obligado a sistematizar en un texto largo bastantes de mis reflexiones sobre la
Transición. (Texto que, por cierto, se convirtió más tarde en un capítulo
fundamental de mi libro Jamaica o muerte.)
Me satisfizo
también el tratamiento que dieron los organizadores a aquellos cursos, que
hasta entonces habían sido una vergüenza: no había apenas alumnos, los que se
habían matriculado muchas veces ni siquiera acudían a oír las conferencias...
Llegó a haber alguna que ni siquiera se impartió, porque el ponente, a la vista
de la situación, optó por quedarse en la piscina del hotel. Aquel año se dio a
la Universidad de Verano un giro fundamental y los cursos adquirieron la
seriedad requerible.
Ahí se acaban
mis experiencias positivas en este género de actividades.
Hubo un curso, en
particular, del que salí echando más sapos y culebras de lo normal. Dejo de
lado que se celebrara en un lugar absurdo, a cientos de kilómetros de la
Universidad organizadora. Lo peor fue que, de acuerdo con lo que se me había
pedido, acudí con mi ponencia por escrito, que me había llevado una semana de
trabajo, para descubrir al llegar: a) que los otros ponentes (políticos de
mucha alcurnia, por cierto) se habían presentado con las manos en los
bolsillos, sin preparar nada, dispuestos a salir del paso con cuatro anécdotas
y cinco chascarrillos; b) que a los muy pocos alumnos asistentes les importaba
un pijo la materia del curso, porque lo único que
querían era tener el certificado de haber acudido; y c) que, en tales
circunstancias, el que menos pintaba allí era yo. Los políticos contaron sus
gracias, los cuatro estudiantes que había se las rieron... y sanseacabó. Eso
sí: el hotel era muy lujoso, podías quedarte en él cinco días si querías (no
quise, por supuesto) y la ponencia estaba bastante bien pagada.
Excuso decir
que no se publicó nada sobre aquel curso. No iban a hacer un libro sólo con mi
ponencia.
Las situaciones
así son típicas en algunas Universidades de Verano. Llevan a gente conocida que
hace declaraciones de todo tipo para que los medios de comunicación tengan algo
que contar en época de sequía informativa, se gastan una pasta tratando a los
ponentes a cuerpo de rey y pagándoles cantidades de aúpa por charlas vacuas, se
reparten entre sí favores a costa de los contribuyentes y todos (ellos) tan
amigos.
Llegó un
momento en el que decidí que, de no contar con todas las garantías de que las
cosas iban en serio, no volvería a pisar una Universidad de Verano ni de broma.
Hubo una vez en
la que el descaro de la propuesta superó mis peores expectativas. Me llamó un menda para ofrecerme participar en una mesa redonda en un
curso de la Menéndez Pelayo. Empezó por contarme todas las ventajas: me
alojarían en el palacio de La Magdalena durante no sé cuántos días, mi
intervención (¡de 10 minutos!) estaría espléndidamente pagada, podía ir
acompañado... Le corté el rollo y le pregunté de qué se suponía que debía
hablar. Me respondió: «Bueno... El curso es sobre perspectivas de la unión
monetaria europea». Monté en cólera. ¡Pero si yo de problemas monetarios sólo
sé los que presenta mi cartera, y a veces ni eso! ¿Cómo podía haber pensado en
mí para un curso como ése? Explicación, y bien sencilla: por entonces yo era
jefe de la sección de Opinión de El
Mundo. El individuo quería agasajarme, para ver si le publicaba algún
artículo de vez en cuando.
Así funcionan
esas cosas.
Una de las
ventajas de las que empecé a disfrutar ipso facto cuando
dejé mi puesto de subdirector en El Mundo
y me convertí en trabajador autónomo es que ya no me hacen ofertas como
ésa. Sólo me piden que dé charlas laboriosas y mal pagadas.
Desaparecida la
tentación, desaparece el riesgo de pecar. Mi honradez veraniega ya no corre
peligro.
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El huevo y el fuero
(Viernes
29 de julio de 2005)
No logro
entender a los partidos centralistas españoles. No sé a cuento de qué se declaran
tan satisfechos tras el anuncio del IRA de que abandona las armas y que
proseguirá su lucha a través de métodos pacíficos y democráticos. Cuando ETA se
proclamó en tregua tras el acuerdo de Estella, el PP,
seguido entonces por el PSOE, se mostró alarmadísimo. Dijo, por boca de Mayor
Oreja: «Los nacionalistas vascos quieren conseguir por la vía pacífica lo que
no han logrado con la lucha armada». Les pareció que la posibilidad de que el campo abertzale pudiera imponerse por la
vía democrática era una perspectiva nefanda; un peligro que había que conjurar
a cualquier precio.
¿Por qué ven
tan bien que el IRA y el Sinn Fein
intenten hacer algo de ese mismo género en Irlanda?
Todos hemos
subrayado una y mil veces que las realidades de Irlanda y Euskadi son muy
diferentes. A decir verdad, no sé por qué hemos insistido tanto en ello, habida
cuenta de que nadie ha pretendido jamás lo contrario. Pero, puestos a resaltar
las diferencias, una que no cabe pasar por alto es que allí se llegó a un
acuerdo entre todas las partes para que sea el pueblo irlandés, y no el
británico en su conjunto, el que decida el futuro del Eire.
Eso se llama
autodeterminación.
El
reconocimiento general del derecho de autodeterminación de la población
irlandesa ha sido un factor clave para el triunfo final –esperemos que final–
de las vías democráticas.
También en
España hay quien afirma que cualquier objetivo es defendible, siempre que se
persiga por vías pacíficas. Aún en el supuesto de que así fuera –cosa que no
parece avalada por los hechos–, tanto daría, porque la cuestión no estriba en
lo que cabe defender, sino en lo que se puede conseguir. A los ciudadanos de
Irlanda del Norte les han asegurado que todo depende de sus propias urnas: si
los partidarios de la reunificación política de las dos Irlandas vencen en su
día en el referéndum que se realice al efecto, verán sus deseos convertidos en
realidad.
¿Alguien ha
asegurado que la voluntad mayoritaria de la población vasca vaya a servir para
determinar el futuro de Euskadi? No, ¿verdad? Pues eso.
La autonomía
que ha tenido de manera intermitente Irlanda del Norte es una ridiculez,
comparada con la que tiene Euskadi. Qué duda cabe. Pero las poblaciones de
España deberían ser las primeras en entender, aprendiendo de su propia Historia,
que hay veces que la gente no discute por el huevo, sino por el fuero.
Ése es un
aspecto esencial: que a los republicanos irlandeses les han reconocido el
fuero.
Aunque les haya
costado un huevo.
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