[Del 8 al 14 de julio de 2005]
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No hay lágrimas
bastantes
(Jueves
14 de julio de 2005)
Ha cundido el
estupor en los círculos pensantes de
los países occidentales tras saberse que los terroristas suicidas de Londres eran
jóvenes de origen pakistaní pero nacidos ya en Gran Bretaña, pertenecientes a
familias relativamente acomodadas, con estudios y sin problemas de arraigo
social.
Se les
desmorona el retrato-robot que habían atribuido a los terroristas islámicos. Se
suponían que tenían que ser inmigrantes mal instalados, con escasas
expectativas de progreso personal, poco relacionados con la población indígena,
encerrados en su gueto de fanatismo ideológico-religioso. Gente, en suma, sin
apenas nada que perder, impelida a la violencia por un rencor primario, nacido
de la ignorancia y de la pobreza.
Es curioso que
se planteen ese fallo de su esquema mental ahora, cuando las pruebas de su
simplismo son muy anteriores. Osama Ben Laden y algunos de sus colaboradores
más cercanos son hijos de familias no ya adineradas, sino multimillonarias, que
han realizado estudios superiores en Occidente y han vivido durante muchos años
en la opulencia. Por lo que se dijo en su momento, los secuestradores de los
aviones del 11-S tampoco eran precisamente desarrapados analfabetos que no
tuvieran dónde caerse muertos.
No es cosa de
ahora. Los máximos dirigentes del FLN argelino que declararon la guerra a
Francia para lograr la independencia de su país y que recurrieron a atentados
terroristas de tremenda brutalidad –alguno de ellos en el Metro de París, dicho
sea de paso– eran hombres que habían cursado estudios universitarios en la
metrópoli y que se codeaban sin problemas con lo más florido de la
intelectualidad europea. En Gran Bretaña deberían acordarse de los muchos hijos
de las elites africanas que se graduaron en sus universidades y que regresaron
a sus países para encabezar revueltas anticoloniales en las que los ataques
terribles a gente civil llenaron de horror las páginas de los periódicos de la
época.
Lo que habría
que considerar también y en paralelo, para que la evaluación de los hechos no
resulte totalmente unilateral –e inútil, en consecuencia–, es la violencia, la
brutalidad y el horror que los gobiernos y los ejércitos de Occidente han
venido protagonizando desde hace demasiado tiempo en lejanos países que ellos
han convertido, por razones casi nunca trasparentes, en teatros de operaciones,
y en las que los ataques a las poblaciones civiles se han sucedido día tras
día. Que la prensa occidental no considere noticia una represalia
anglo-norteamericana contra una zona rebelde de Afganistán o de Irak en la que
causan la muerte de cien civiles no quiere decir que esos cien civiles no sean
noticia para nadie. Lo pongo como ejemplo: ¿cuántos no habrá habido que hayan
inscrito esas víctimas o tantas como ellas en la lista de sus odios y de su
afán de venganza?
Leo hoy que en
Níger casi cuatro millones de personas viven en situación de hambruna crítica.
Entre ellas, 800.000 niños y niñas. Se mueren de hambre.
De verdad que
quisiera llorar todas las víctimas. Todas. Pero me faltan las lágrimas.
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No son cobardes
(Miércoles
13 de julio de 2005)
Esa mente
preclara, ese orador restallante, ese brillante analista de los arcanos de la
vida que es nuestro providencial jefe de Estado, Juan Carlos de Borbón, abrió ayer
la boca ante los micrófonos para hacer partícipe al género humano de su opinión
sobre los atentados de Londres. Los definió como «cobardes».
Esto de la
cobardía se ha convertido ya en un tópico al que recurre todo preboste que debe
manifestar su reacción ante un atentado. Del mismo modo que antes la sequía era
obligatoriamente «pertinaz» y las fiestas navideñas «entrañables», ahora los
atentados terroristas son, por definición, «cobardes».
La policía
británica cree que los autores de los atentados de Londres eran terroristas
suicidas. Como los autores de los atentados del 11-S en Estados Unidos. Como el
joven palestino que ayer hizo explotar una bomba en Netanya, al norte de Tel
Aviv. ¿Un kamikaze es un cobarde? Brutal, sí; fanático también. ¿Pero cobarde?
La simple idea de calificar a un kamikaze de pusilánime resulta grotesca. Sin
embargo, lo hacen sin parar.
Esa reflexión
sirve de antesala a otra, no menos necesaria: ¿y por qué hemos de considerar
forzosamente positivo el valor? La valentía está bien cuando se trata de
atreverse a realizar obras positivas. Pero el arrojo y la osadía suelen estar
con mucha frecuencia –con muchísima frecuencia– al servicio de causas injustas.
Y egoistas también, por chocante que pueda resultar en apariencia. Hay quien se
arriesga, e incluso se inmola, para rendir culto a su propia imagen. Para
creerse superior.
Por resumir:
hay muchos terroristas que no tienen nada de cobardes, pero eso no los mejora.
Es algo que les
pasa también a bastantes militares de los de uniforme.
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El dedo y la luna
(Martes
12 de julio de 2005)
La cuestión
esencial no es –como muchos pretenden– determinar qué oscuras intenciones han
empujado a El Mundo a perseguir
sañudamente al presidente de Telefónica, César Alierta, hasta conseguir que lo
sienten en el banquillo como posible autor de un delito de lucro ilícito por
uso de información privilegiada cuando era gran patrón de Tabacalera. La
cuestión esencial es determinar si el hoy presidente del emporio de Telefónica
de España hizo eso y, de ser así, cómo pagará por ello.
Hacer lo
contrario responde exactamente al viejo dicho oriental: «Cuando el dedo señala
la luna, los estúpidos miran el dedo». ¿Los estúpidos? O los interesados.
Es muy
frecuente que las investigaciones periodísticas sobre hipotéticos hechos
censurables cometidos por personalidades de la vida política o económica
respondan a propósitos que no tienen demasiado que ver con el bien común:
venganzas personales, disputas empresariales, ambiciones políticas...
Acordémonos de cuando la cadena Ser se lanzó cual fiera corrupia para desmontar
las mentiras y las trampas en las que incurrió el Gobierno de Aznar tras el
11-M. Tuvo un par de patinazos menores, de los que hubo de disculparse, pero en
lo esencial acertó de pleno y contribuyó a que la ciudadanía supiera que Aznar,
Acebes, Zaplana, Palacio y compañía estaban tratando de colar una trola
monumental, a saber, que muy posiblemente los atentados de Madrid eran obra de
ETA. ¿Obró así la cadena Ser por puro amor a la verdad, ajena a las
repercusiones que su trabajo podía tener en el ánimo de los votantes del 14-M?
Claro que no. Pero eso es secundario.
No es que no
tengan importancia los tejemanejes empresariales y políticos de los medios de
comunicación. ¿Cómo podría pretender semejante cosa yo, con la de tiempo que
empleo en estudiarlos? Lo que sostengo es que la mala fe o el ánimo perverso
del mensajero no anulan el valor del mensaje, si el mensaje es cierto.
Los amigos del
PP pusieron muchísimo empeño en que el público centrara su atención en los
propósitos políticos –y, en el fondo, empresariales– que perseguía la cadena
Ser con las denuncias periodísticas que realizó tras el 11-M. Querían que la
opinión pública mirara el dedo; no la luna. Los amigos del emporio empresarial
que tan buenos negocios ha hecho en los últimos meses con la compañía Telefónica –recordemos la
disparatada venta y liquidación de Vía Digital, por ejemplo– pretenden que,
cuando El Mundo desvela los presuntos
delitos cometidos por su gran beneficiario, César Alierta, lo que realmente merece
atención son los presumibles rencores y frustraciones que mueven al director de
ese periódico. Es decir, el dedo y no la luna.
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Aznar y Blair
(Lunes
11 de julio de 2005)
Muchos
interesados de las dos partes –la del PSOE, la del PP– se están empeñando desde
el pasado jueves en subrayar cuán diferente ha sido el comportamiento del
Gobierno y de la oposición de Gran Bretaña del que tuvieron el Gobierno y la
oposición españoles tras el 11-M. «La oposición británica no se ha lanzado a
hablar de imprevisión, ni a criticar la gestión gubernamental de la crisis»,
dicen los de Rajoy. «Blair no se ha dedicado a mentir como un bellaco para
quitarse de encima el muerto», responden los de Zapatero.
No veo que haya
grandes diferencias, más allá de las impuestas por las diferentes
circunstancias de lugar y tiempo. Blair ha mentido todo lo que le ha hecho
falta, igual que hizo Aznar, sólo que a Blair le ha hecho falta mentir menos,
porque no estaba a pocas horas de unas elecciones parlamentarias. Se ha
limitado a asegurar, con todo el morro, que la matanza del día de San Fermín no
tiene nada que ver con la participación británica en la Guerra de Irak. Sabe
que eso es tan mentira como lo de la posible implicación de ETA en los
atentados del 11-M en Madrid, pero lo sostiene con el mismo descaro que
exhibieron Aznar, Acebes, Zaplana y los
otros para tratar de colar su mercancía averiada.
En lo que ha
habido más diferencia es en el tratamiento informativo de los dos atentados. En
el caso de España, el Gobierno concentró todo su esfuerzo en intoxicar a la
opinión pública en relación con la autoría de la masacre y se desentendió de su
reflejo físico. En Gran Bretaña, el filtrado de las imágenes ha sido total
–o así me lo ha parecido a mí–, como lo fue tras el 11-S neoyorquino. De juzgar
por lo visto en la televisión, cabría incluso dudar de que esas explosiones
hayan producido víctimas.
Mentir, mienten
todos. Con idéntica falta de escrúpulos.
Quienes han
sido más sinceros, probablemente sin conciencia de serlo, son los gobernantes
italianos. Tras la tragedia de Londres, toda la gente de Berlusconi ha dicho,
con unas u otras palabras, lo mismo: «La siguiente nos toca a nosotros».
Aciertan muy probablemente en el lugar: Italia. Se equivocan en la
identificación de las probables víctimas: no serán ellos. Morirá pobre gente
que estará desplazándose en tren, en metro o en autobús. Ellos se mueven
rodeados por un cinturón de escoltas y en coches perfectamente blindados. Igual
que Aznar. Igual que Blair.
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Declaración de Guerra
(y 2)
(Domingo
10 de julio de 2005)
Ayer, empeñado
en señalar las circunstancias que dan sentido a las declaraciones hechas por
Alfonso Guerra en los Cursos de Verano de El Escorial, acabé por dejar sin
comentario su contenido.
Recuerdo a los
olvidadizos que el ex vicepresidente del Gobierno afirmó anteayer que «no hay
Estado que pueda resistir [una] residenciación fragmentada de la soberanía»
como la que se amaga, según él, tras los proyectos puestos en marcha para
reformar algunos estatutos de autonomía.
Guerra tiene
razón cuando sostiene que, en el fondo, y bajo la engañosa apariencia de meras
reformas de detalle, se está planteando de hecho, en ciertos casos, un cambio
de principios constitucionales. Así, por ejemplo, cuando determinadas
comunidades autónomas se oponen a que el Gobierno central pueda administrar a
su guisa la transferencia de competencias, eligiendo en cada caso entre
verificarlas plenamente, dosificarlas con cuentagotas o paralizarlas sine die, según le parezca, y reclaman
que haya un órgano independiente de ambas partes que dirima los conflictos que
se planteen al respecto, lo que en el fondo están planteando es que la
autonomía deje de entenderse como una concesión graciosa del poder central para
reconocerse como un derecho del pueblo que la ejerce.
Es verdad.
Estoy de acuerdo con que, en último término, se está planteando ese cambio, y
que es profundo. Lo que pasa es que a él le parece mal, y a mí bien.
Guerra habla de
una «residenciación fragmentada de la soberanía». El término es deudor de sus
propios prejuicios. Parte de que la soberanía es atributo de «el pueblo
español», considerado como un todo (obviamente: sólo puede fragmentarse lo que
constituye una unidad previa).
Pero no conduce
a nada poner como premisa lo que constituye el meollo del debate. Se trata de
acordar (porque un asunto de ese tipo sólo puede resultar de un acuerdo) si en
este territorio que compartimos y que figura en los mapas como España –no tengo
ninguna gana de discutir sobre nombres– hay un único pueblo y, por ende, un
único sujeto de soberanía, o si hay varios.
Guerra hace
nuevamente trampa cuando, dígalo como lo diga, viene a sostener que no es
viable un Estado que se base en un conjunto de soberanías compartidas, es
decir, parcialmente delegadas. Afirmar
tal cosa es negar la posibilidad de que existan estados no ya confederales,
sino incluso federales, nacidos –al menos teóricamente– de acuerdos alcanzados
entre pueblos que se reconocen entre sí como libres e iguales en derechos. Es,
de hecho, cerrar los ojos a la realidad de la Historia.
No faltará
quien repare en la aparente paradoja de que un planteamiento así sea defendido
por alguien que milita en un partido que se proclama él mismo federal y
partidario del federalismo como forma de organización territorial del Estado.
Pero no hay ninguna contradicción. El federalismo del núcleo central del PSOE
ha sido siempre un mero adorno formal. Nunca se ha atenido a él, ni en su
funcionamiento interno ni en su concepción de las relaciones entre el poder
central y las comunidades autónomas.
Guerra se teme
que estemos abocados a una confrontación importante por culpa de «la definición
de España». Yo no deseo la confrontación, por supuesto, pero tampoco la paz
ficticia, nacida de la imposición de los unos y de la eterna renuncia resignada
de los otros.
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Declaración de Guerra
(Sábado
9 de julio de 2005)
Sonadas
declaraciones del presidente de la Comisión Constitucional del Congreso de los
Diputados, Alfonso Guerra, en los Cursos de Verano de El Escorial. El ex número 2 del PSOE la emprendió contra
las reformas estatutarias en marcha –contra la catalana, muy en especial– y
dictaminó que «no hay Estado que pueda resistir [una] residenciación
fragmentada de la soberanía» como la que, según él, están pretendiendo algunas
comunidades autónomas.
La tajante toma
de posición de Guerra no va a pasar desapercibida. Primero, por ser quien es (o
quien fue) y por el interés mediático que
siempre despiertan sus intervenciones. Segundo, porque ha abierto otro frente
interno contra Zapatero, con independencia de que ya no encabece ninguna
tendencia organizada dentro del PSOE. Añadamos a ello su papel al frente de la
Comisión Constitucional del Parlamento, puesto desde el que puede ejercer no
poca influencia en estos asuntos.
Cuando se
refiere a la Constitución y a sus límites, Alfonso Guerra sabe de qué habla.
Suele concederse el solemne y cursi título de «padres de la Constitución» a los
políticos que aparecieron ante el gran público como sus redactores: Peces
Barba, Fraga, Solé Tura, Herrero... Pero quienes siguieron de cerca el proceso
de elaboración del texto constitucional saben bien que aquel pastel tuvo dos cocineros
principales: Fernando Abril Martorell, por parte de la UCD, y Alfonso Guerra,
por el PSOE. Ninguno de los dos era constitucionalista, pero ambos tenían claro
lo que sus respectivos bandos podían y querían conceder y lo que no. Cuando los
asuntos más delicados llegaban al órgano parlamentario correspondiente, o
venían con el visto bueno de Guerra y Abril o no pasaban.
Ayer Guerra se
refirió con amargura al artículo 150.2 de la Constitución, que abre la
posibilidad de transferir a las comunidades autónomas algunas facultades
propias del Estado. Es un buen ejemplo del papel que jugó en aquel proceso, con
independencia de que en ese punto concreto no lograra imponerse. «Siempre me
opuse a ese artículo, pero me convencieron de que lo aceptara asegurándome que
nunca se utilizaría», dijo. Lo primero es totalmente cierto: se opuso. Lo
segundo, no. No se hace justicia: no era tan ingenuo. La verdad es que hubo de
pasar por ese aro para evitar una ruptura total con las corrientes
nacionalistas, lo que habría representado un grave revés para su propio
partido.
Habrá quien
piense que Guerra aparece ahora con esos rollos porque no se resigna a su
apartamiento del proscenio político. Para hacerse notar, como quien dice. No sé
qué ocultos deseos puedan motivarle –siempre me ha parecido de una fatuidad y
una soberbia absurdas, desmesuradas–, pero me consta que lo que dijo ayer es lo
mismo que ha dicho siempre.
En el
socialismo español siempre han convivido dos tendencias que, en último término,
son antagónicas. Hay un socialismo de raíz federalista, con sede principal
–aunque no única– en Cataluña, y hay un socialismo que hermana jacobinismo y
celtiberismo en defensa de «la patria única e indivisible». Guerra nunca ha
ocultado su desprecio por los postulados «periféricos» y su desconfianza hacia
quienes tratan de asentar «lo español» sobre una u otra forma de
multiculturalismo. Lo demostró durante las negociaciones del texto
constitucional –en eso se entendería perfectamente con Abril Martorell, que era
de su mismo género– y lo sigue demostrando ahora.
La intervención
de Guerra no es ningún eco del pasado. Sus palabras encajan muy bien con los
sentimientos no ya sólo de la derecha centralista, sino también con los de la
izquierda centralista, que existe y tiene mucha fuerza.
Me temo que
habré de volver sobre ello más de una vez. Amenaza con ser un asunto
recurrente.
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No es lo mismo
(Viernes
8 de julio de 2005)
Sorprende la
enorme cantidad de editorialistas y comentaristas del Primer Mundo que afirman
hoy con perfecto aplomo que la terrible serie de atentados que se produjo ayer
en Londres «no tiene ninguna relación con la guerra de Irak». ¿Cómo lo saben?
Aducen que
antes del ataque angloamericano contra Bagdad ya se habían registrado atentados
de este tipo en sitios muy diversos del mundo.
El argumento no
se tiene en pie. Todo depende de qué se entienda por atentados «de este tipo»,
de en qué fecha se fije el inicio de las hostilidades, del número de gobiernos
que cada cual sume al campo tenido por agresor... Nadie –salvo los propios
autores de los atentados– conoce sus motivaciones exactas, pero no veo cómo
cabría descartar que lo sucedido ayer en Londres esté íntimamente relacionado
con el papel que está jugando Blair como primer aliado de la cruzada mundial
que George W. Bush está desarrollando desde su elección como presidente de los
EEUU.
Algo semejante
se debe objetar a quienes afirman que la masacre de ayer no puede vincularse
«de ninguna manera» con la designación de Londres como sede olímpica del 2012. De acuerdo en que una serie de atentados como
ésa no se planifica y ejecuta en menos de 24 horas. Pero nadie en su sano
juicio puede desdeñar la posibilidad de que la acción hubiera sido preparada
hace tiempo y que sus autores estuvieran a la espera del momento en que su
ejecución les pudiera proporcionar un mayor rendimiento propagandístico. De
atenernos a las normas de funcionamiento de lo que se conoce como «propaganda
armada» –porque de eso se trata–, lo extraño sería más bien lo contrario.
Las simplificaciones
son muy cómodas. Nada más confortable que describir lo sucedido ayer en Londres
como el fruto del desvarío sangriento de un puñado de fanáticos enloquecidos
que no soportan lo muy sensato, lo muy demócrata, lo muy libre y lo muy
confortable que es el mundo occidental, tan bien representado por el G-8 +
Putin.
Más complicado
es buscar un punto de equilibrio político y mental que permita a la gente de
bien rechazar –más en concreto: sentir repugnancia– por métodos tan inicuos
como los empleados por los terroristas de Londres (y de Madrid, y de Nueva
York, y de Bali) y, a la vez, no dejarse engañar por las bellas melifluas
palabras de gente como Blair, como Bush, como Sharon, como Giscard, como
Putin... Es decir, de la gente que defiende a capa y espada un orden universal
despiadado y corrupto.
Ya sé que no es
lo mismo cortar fríamente el cuello a una niña en un vagón del metro –o hacer
que salten en pedazos cuatro docenas de viandantes anónimos, o que revienten
seis embarazadas sin pecado original– que firmar una orden de bombardeo en un
despacho lujoso, o ratificar una ley solemne que autoriza la tortura, o
respaldar un préstamo usurero a gran escala que generará más y más pobreza en
más y más pobres.
Ya sé –digo–
que no es lo mismo. Pero me pregunto si no será lo mismo sólo porque cada
monstruo está especializado en sus propios horrores.
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