[Del 24 al 30 de junio de 2005]
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La residencia de la
soberanía
(Jueves
30 de junio de 2005)
Los medios de
comunicación audiovisuales con sede en Madrid –no los llamo «madrileños» porque no lo son: apenas suele haber madrileños
en sus equipos directivos– se han ocupado con bastante detalle de los actos
ligados a la elección del lehendakari del Gobierno vasco. Y yo me he ocupado
con bastante interés del modo en que ellos se han ocupado de esos actos en sus
programas informativos.
He constatado
–sin mayor sorpresa, lo admito– que todos, más allá de sus eventuales
discrepancias en otras materias, han abordado las noticias correspondientes
aplicándoles el mismo tratamiento, dividido en dos fases: 1ª) Mención más o
menos fiel (o sea, más o menos infiel) de lo ocurrido; 2ª) Cita de las
reacciones suscitadas por lo antedicho en las direcciones de los partidos
socialista y popular.
Y a otra cosa.
Sistemáticamente.
Si menciono ese
asunto no es ni para dejar constancia de mi enfado, ni de mi protesta, ni nada
que se le parezca. Si lo hago es porque me parece que vale la pena preguntarse
por qué los profesionales que se encargan de esos servicios informativos
consideran de manera tan unánime, tan desinhibida, que es así como deben tratarse
las noticias procedentes de Euskadi. Cómo puede ser que no se planteen siquiera
que lo lógico sería recoger en primer
lugar las opiniones de las fuerzas mayoritarias en el Parlamento vasco y sólo luego las de los partidos en
minoría. ¿Tal vez porque se atienen a alguna aviesa consigna recibida de sus
perversísimos jefes? No.
No hace ninguna
falta que se les instruya. Ellos actúan así porque, para ellos, los partidos
mayoritarios por antonomasia son el
PSOE y el PP, de modo que lo natural es
ofrecer sus reacciones, y punto.
Ellos juzgan la
política vasca como una mera y mínima
porción de la política española y la tratan a esa escala.
Vale la pena
fijarse en estas cosas –iba a decir «en estas pequeñas cosas», pero no: no son
pequeñas– para comprender que cuando se debate sobre algunos asuntos que
parecen muy abstractos y ajenos a la vida cotidiana (que si la soberanía, que
si los sujetos de soberanía, etc.) no se trata en realidad de ningún arcano
misterioso que sólo pueda interesar a algunos pijoteros obsesionados con fueros
antiguos y derechos históricos de capa y espada. Que lo que se está decidiendo
es si tienes derecho a ser tenido en cuenta o si pueden tomarte por el pito de
un sereno sin ni siquiera inmutarse, convencidos de que están dando a cada cual
la importancia que se merece.
Cuando sucede
algo en Luxemburgo, ¿a quién se le pide opinión? ¿Al Gobierno de Luxemburgo o
al de París? Pues eso.
Aviso.– A partir
del 1 de julio empiezo mi temporada veraniega, que no es de vacaciones en el
sentido tradicional –ya he contado que voy a seguir tanto con mis columnas en El Mundo como con estos Apuntes y mis
colaboraciones en radio y televisión–, pero que me lleva de un lugar para otro,
lo que me deja menos tiempo disponible para estos menesteres. Eso quiere decir,
entre otras, dos cosas: la primera, que es posible que la hora de actualización
de estos Apuntes se demore a veces
más de lo habitual, y segunda, que no voy a tener apenas tiempo para atender el
correo electrónico.
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La mitad más uno
(Miércoles
29 de junio de 2005)
Dice el PP que,
si los votos de la emigración no van a variar el resultado de las elecciones
gallegas, para qué presentar recursos. Que acepta lo decidido por la mitad más
uno de los votantes.
Excelente
regla. Lástima que no siempre la tenga en cuenta.
La aceptó sin
rechistar a la hora del referéndum francés. En ese aún reciente caso, lo votado
por el 55% de quienes ejercieron su derecho al sufragio fue considerado
«apabullante» por el partido predominante de la derecha española.
Hago cuentas:
el 55% del 70% (proporción de los ciudadanos franceses inscritos en el censo
que finalmente votaron) representa menos del 40% del total de la población
francesa con derecho de voto. ¿Es «apabullante» un 38,5%? No mucho, parece.
Es gente
curiosa. Considera incontestable el resultado de esa votación, pero se queda
impasible ante el hecho de que la gran mayoría de quienes votaron en las
últimas elecciones vascas lo hicieron a favor de opciones autodeterministas.
Por lo visto, en ese caso no hay nada que merezca ser considerado «apabullante».
Declaran que los que ganaron por 60/40 fracasaron, porque querían obtener una
diferencia todavía mayor. Y se quedan tan anchos.
Me da que
perdemos el tiempo considerando las paradojas y contradicciones de los
pronunciamientos de toda esa tropa. Es obvio que estamos en lo de siempre: así
vencieran los autodeterministas en las urnas vascas por el margen que fuera,
ellos dirían que eso es lo de menos, porque quien tiene que decidir es
«España», y santas pascuas.
Pero que nadie
se piense que la realidad no les afecta. Cada 60/40, aunque hagan la vista
gorda, les toca en lo más profundo.
Se van quedando
cada vez con menos espacio, y lo saben. Por eso se manifiestan tanto. Acabarán
haciéndolo en Santa Gadea. O en el Alcázar de Toledo, si se tercia.
Como le decía
Sam a Elsa ante el piano del Rick’s
en la película por antonomasia: «It’s
still the same old story...»*
Sólo que nada
de esto tiene pinta de ser el comienzo de una hermosa amistad.
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* Un par
de pijadas idiomáticas. La primera, para quienes no se sepan la letra del As
Times Goes By de Casablanca. La frase citada de la
canción que le canta Sam a Elsa en el bar de Rick dice: «Es otra vez el mismo
viejo cuento...». Segunda: ayer me referí al excusado para aludir al cagadero. Horas después, y como andaba un
tanto mosca con el asunto, miré el DRAE y comprobé que la grafía más correcta
para semejante término es escusado, con
ese. De modo que lo corregí de cara a su presencia en la columna que hoy me
publica El Mundo.
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Relaciones fluidas
(Martes
28 de junio de 2005)
Recuerdo cómo
se me ufanaba el alcalde de un pueblecito minúsculo a orillas del Mediterráneo,
mediados los años ochenta, hablando de la versatilidad de su militancia
política. El hombre llegó a la alcaldía vistiendo la camisa azul de la Falange,
se pasó luego a las filas de la UCD y en ellas estuvo hasta que en 1982 el PSOE
consiguió la mayoría absoluta, no sólo en las Cortes de Madrid sino también en
la Diputación de su provincia, momento en que decidió hacerse «socialista de
toda la vida».
–Lo hago por el
pueblo –me dijo, con gesto solemne–. Al pueblo le viene muy bien estar
representado por alguien que tiene relaciones fluidas con los poderes
superiores.
Me llamó mucho
la atención eso de las «relaciones fluidas». Supongo que lo habría oído por
ahí. Garrulo de pro, no le pegaba nada servirse de artificios tan refinados
para encubrir su trayectoria de chaquetero.
Me acordé de
aquel hombre anoche, en cuanto se confirmó que Fraga no volverá a tener el
bastón de mando en su tierra. Di por seguro que, a no tardar, muchos de quienes
manejan en Galicia los resortes del poder local en sus escalones más bajos
estarán entregados en cuerpo y alma a la tarea de favorecer sus «relaciones fluidas»
con el nuevo Gobierno de la Xunta (y, ya de paso, con el Gobierno central).
Los amigos de
Rajoy dicen que el trabajo electoral del presidente del PP en esta última
campaña ha sido extraordinario; que entró en liza cuando el tinglado de Fraga
amenazaba ruina y que logró enderezarlo, logrando un resultado excelente. No
seré yo quien lo niegue. Pero sé que la política funciona a menudo como ciertos
deportes: no cuentan los resultados dignos; sólo las victorias. Pasando algún
tiempo –a veces sólo días–, nadie recuerda el honrosísimo papel que hizo el
segundo. Sólo cuenta quién se llevó la copa.
«¡Pero es que
el PP ha sido el partido más votado en Galicia!», responden. Sí, pero da igual,
a estos efectos. Cuando uno ha decidido enfrentarse a todos los demás a la vez,
o gana a todos los demás juntos o pierde.
Ése es el gran
problema que tiene el PP en estos momentos, y no sólo en Galicia. La
agresividad de su política suscita grandes alianzas contrarias. Alianzas
débiles, sin duda. Pero ése es parte de su atractivo. Tras ni se sabe ya
cuántos años de poderes fuertes y de líderes carismáticos –inflexibles,
determinadísimos–, es mucho el personal que se siente más a gusto con gobiernos
débiles, cogidos con hilvanes, obligados a pedir permiso hasta para ir al excusado.
(Cosa que, bien es cierto, no paran de hacer.)
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El agua
(Lunes
27 de junio de 2005)
Sí, ya sé que
hoy es el día del recuento de los votos foráneos de Pontevedra, y que eso
debería ocupar los arcanos de mi alma gallega (mi abuelo materno, don Javier,
del que heredé el nombre, nació en aquellas tierras).
Me consta
igualmente que siguen haciéndose las cuentas de los platos rotos por la bomba
del estadio de La Peineta, cuya onda expansiva ha llegado hasta Euskadi (que no
considero mi patria chica, porque todavía no he encontrado el modo de medir el
tamaño de las patrias, ni ganas que tengo).
Tampoco ignoro
que las elecciones de Irán tienen lo suyo, como lo tienen las reacciones que
sus resultados han suscitado en el mundo más rico (no hay gobernante europeo o
estadounidense que no manifieste su preocupación por esto, por lo otro y por lo
de más allá, pero, qué curioso: ninguno cita entre sus motivos de inquietud el
porvenir del pueblo de Irán y, en particular, el de sus mujeres).
Me he fijado
también en la delectación con la que no pocos medios informativos con sede en
Madrid se refieren al número de los que se manifestaron ayer en España contra
la pobreza. Es evidente, aunque no lo digan, que les encanta hablar de 50.000,
comparando implícitamente la cifra con el millón de esto o el millón y medio de
lo otro. Ni se detienen a considerar el hecho de que están comparando cifras
cuya responsabilidad recae sobre ellos mismos, ni mencionan –menos aún– que
muchos no quisieron participar en las manifestaciones de ayer porque están
hasta el gorro de quienes enarbolan consignas ñoñas, que encubren con lemas de
oposición a algo sus nulas ganas de
luchar contra alguien.
Podría haber
escrito hoy sobre cualquiera de esos asuntos. Y sobre más: del Congreso del
PCE, por ejemplo, asunto que proporcionaba la oportunidad de hacer juegos de
palabras tan fáciles como certeros con el apellido de su secretario general
reincidente.
Pero, de
haberme decidido a escribir esta mañana de algo de todo eso, no habría sido
sincero. Porque lo que más me pesó ayer y aún sigue preocupándome de modo
preferente a estas horas del alba de hoy, día lunes, es que no tengo agua en
casa.
Tiene narices:
sin agua en un pueblo que se llama Aigües («aguas», en catalán).
Se produjo una
avería en la conducción, se pusieron a trabajar en ello –con un entusiasmo
limitado, todo sea dicho– y no han logrado ponerle remedio. Primero nos dejaron
con un hilillo de agua y luego ya optaron por cerrar por completo el paso.
A partir de ese
momento, no he parado de reflexionar sobre el mucho uso que hacemos los
ciudadanos del agua corriente (y digo «ciudadanos» en su sentido literal, para
diferenciarnos de los campesinos, aunque seamos ciudadanos que vivimos en el
campo). No paramos de servirnos de ella, la mayor parte de las veces de manera
mecánica, instintiva. Te ensucias un poco los dedos, te notas legañas en los
ojos, haces tus necesidades menos controlables, manchas recipientes, tazas,
vasos, platos, los gatos maúllan para decirte que tienen sed, necesitas hervir
esto o lavar lo otro, te gustaría ducharte para librarte algo del calor, notas que
la barba te ha crecido, te parece que las plantas languidecen... Pues peor para
ti.
Supongo que un
filósofo de verdad, com cal, se
dedicaría a meditar sobre las muchas necesidades artificiales que nos creamos
los habitantes del Primer Mundo. Pero a mi, que soy afín a lo que podría
denominarse «la filosofía de lo realmente existente», lo único que se me ocurre es hacer la suma de la ingente cantidad
de dinero que pago al cabo del año a la distribuidora de aguas de la comarca
para que me permita lavarme los dedos, limpiarme el culo y fregar los platos.
No dudo de que buena parte de mis necesidades
sean artificiales, y estoy seguro de que nuestros abuelos y nuestras
tatarabuelas carecían de ellas (así cascaban de pronto). Pero mi planteamiento es
mucho más de andar por tierra: si lo pago, lo quiero. Y si no es posible, que
no pretendan vendérmelo.
Porque ahora resulta que nos venden a precio
de oro el agua que desperdician al 30% en las conducciones y, encima, los que
tenemos que sentirnos culpables por el despilfarro somos quienes la pagamos.
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La Peineta
(Domingo
26 de junio de 2005)
No tengo el
menor interés en que los Juegos Olímpicos de 2012 se celebren en Madrid.
Dicen que es
esa posibilidad la que ha decidido a las autoridades a hacer un importante
esfuerzo para mejorar las infraestructuras de la capital del Estado, lo que va
a beneficiar a la población. Digo yo que, de no plantearse la perspectiva
olímpica, algo habrían hecho de todos modos para que Madrid resulte menos
imposible. Pero, sea como sea, el caso es que esas obras ya están en marcha y
se concluirán, con JJOO o sin ellos.
Aún menos
convincentes me parecen los otros beneficios de interés colectivo que se
pretende que acarrearía el acontecimiento. Es obvio que acoger, alimentar y
divertir a muchísimas más personas de las que habitualmente visitan Madrid
obligaría a crear un montón de servicios que generarían empleo y darían dinero.
Pero, una vez terminada la cita deportiva, ¿cuántos de esos servicios no se
convertirían en inútiles? Conviene no perder de vista la experiencia de la Expo
de Sevilla.
A cambio, de lo
que no me cabe la menor duda es de que, si se celebraran los Juegos Olímpicos
del 2012 en Madrid, asistiríamos –o asistirían, los que siguieran vivos
entonces– a un inacabable e insufrible festival de patriotería. De esa
patriotería que de modo tan castizo sintetizan las pegatas que lucen algunos
coches capitalinos: «Español, un orgullo; madrileño, un título». La simple
perspectiva me horroriza.
Imagino que con
lo antedicho quedará claro que, lo que es a mí, el proyecto del Madrid olímpico
me conmueve más bien poco, por lo menos a favor. Pero tanto da eso para que me
parezca menos detestable el intento de ETA de boicotear a bombazo limpio y por
su cuenta el acontecimiento.
Si me apuntara a los tópicos al uso,
afirmaría que las bombas de ETA no pintan nada en ningún lado. Ni en el debate
sobre los Juegos Olímpicos madrileños, en el supuesto de que lo hubiera, ni en
el debate sobre el futuro de Euskadi, que sí lo hay.
Pero cometería un error. Porque las bombas
de ETA sí pintan. Para mal.
En el caso de Madrid, porque van a acentuar
los sentimientos anti-vascos en general y, más en concreto, la hostilidad de la
opinión pública española hacia cualquier política que busque una salida
negociada al llamado «conflicto vasco». En el entramado de la política vasca,
porque van a zancadillear los esfuerzos hechos, de un lado y de otro, para
lograr que la izquierda abertzale tenga el peso que le corresponde en la acción
política.
¿Cómo explicar acciones como ésta del
estadio de la Peineta? Cuando reflexiono sobre ello, me asaltan dos
tentaciones. La primera es pensar que sus autores se están equivocando de
táctica. La segunda, concluir que no, que lo que quieren es suscitar las
reacciones que de hecho provocan.
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No lo sé
(Sábado
25 de junio de 2005)
En el actual
momento político –estoy pensando sobre todo en el vasco, pero podría hacer
extensiva la reflexión al conjunto español– hay no pocas situaciones que
suscitan en la misma persona, o en el mismo grupo, respuestas que casan mal
entre sí.
No me hace particularmente feliz
constatarlo, pero compruebo que yo mismo soy un ejemplo de ello.
Releo la columna que hoy me publica El Mundo y pienso que muchos deducirán
que estoy sacando la cara por Zapatero. Y tendrán razón. Pero, ¿qué podría
hacer, en un momento en que se han lanzado a por él, reunidos en santa alianza,
los carcas de todos los colores y todas las siglas? Zapatero es un desastre, un
mar de indecisiones, «un político sin columna vertebral», como decía de él
Xabier Arzalluz. Es verdad: no tiene espinazo. Lo prueba manteniendo como
ministro de Defensa al zascandil de Bono, que no para de tirarle zancadillas, y
dando barra libre a sus ministros de Interior y Justicia, que se empeñan en
hacer doctrina todos los días por su cuenta y riesgo.
Por mi gusto, lo pondría a caldo. ¡Vaya que
sí lo haría! Y las ganas que tengo. Pero con ello no conseguiría otra cosa que
contribuir a la campaña de descrédito que tienen emprendida contra él. Una
campaña que, de triunfar, dejaría la vía expedita a los que están deseando el
regreso a lo que ya tenemos más que visto en el pasado, con el PSOE y el PP en
plan «tanto monta monta tanto». ¿Cómo darle la caña que se merece por
muchísimos conceptos sin convertirse en aliado objetivo de Aznar, Acebes, Rouco, Vázquez, Bono et alii?
No lo sé.
En el caso de Euskadi, la peor de las
contradicciones la plantean también los así llamados «socialistas», incluido el
insustancial de Patxi López, que es capaz de defender cada cosa y su contrario
en el plazo de pocas horas (y de hacerlo mal en ambos casos, lo que es aún
peor). Él y los suyos son una banda de impresentables, con una trayectoria
política en la que los chanchullos y el terrorismo de Estado se funden en
inextricable amalgama. Sus actuales bandazos políticos resultan patéticos: lo
mismo dicen que hay que buscar la paz mediante el diálogo «entre todos» que
afirman oponerse «por principio» a que haya foros de debate que no tengan su
sede en el Parlamento (como si la llamada Mesa de Ajuria Enea no hubiera sido
exactamente eso: un foro situado fuera del Parlamento). ¿Con qué narices puede
pretenderse partidario del diálogo quien se niega a hablar con un partido que
representa a algo así como el 15% del electorado y cuya ilegalización es
rechazada no sólo por la mayoría de la sociedad vasca, según reciente sondeo
del CIS, sino incluso por el propio Estado francés, en cuyo territorio Batasuna
sigue siendo legal? Pero, sobre todo, ¿con quién quiere dialogar, si excluye al
oponente?
Es como para mandarlos a hacer gárgaras.
Pero, a la vez, ¿cómo llevar adelante en Euskadi un proceso de normalización
política en el que no participe algún partido
españolista? Y no parece que el PP esté por la labor, precisamente...
Soy consciente de que lo que más desea el
PSE-PSOE es retornar a los tiempos del diario cambalache con el PNV, en el que
ambos partidos se repartían las prebendas del Gobierno vasco («hoy por ti,
mañana por mí»), y sé que esa perspectiva es cualquier cosa menos halagüeña,
pero ¿cómo atraer a los socialistas vascos a la tarea de la pacificación y la normalización
sin hacer el juego a sus ambiciones y sin hacérselo también a quienes desde
dentro del PNV persiguen más o menos lo mismo?
Tampoco lo sé.
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Las ventajas del
nuevo
(Viernes
24 de junio de 2005)
Insiste Mariano
Rajoy en zaherir la –según él– irrelevancia de José Luis Rodríguez Zapatero en
los asuntos de la Unión Europea. Lo pinta como un bisoño que no sabe bandearse
en esos escenarios y al que nadie hace caso.
La crítica
tendría algo más de consistencia si él mismo –que tampoco puede presumir de
estar muy baqueteado en tales lides, a decir verdad– hubiera acudido a los
centros de poder de la UE, se hubiera entrevistado con quienes cortan el
bacalao (y todo el resto, desde la anchoa y la remolacha hasta los presupuestos
y las ampliaciones) y les hubiera dado a conocer sus puntos de vista
alternativos, caso de que los tenga.
Pero no lo ha
hecho, entre otras cosas porque su antecesor le dejó por herencia un perfecto
aislamiento continental, poco o nada aliviado por su línea directa con Blair,
que cuando se autodefine como proeuropeísta provoca las risas de la audiencia,
y con Berlusconi, especializado en hacer el ridículo cada vez que abre la boca.
Vaya par de avalistas europeos, uno que no ha querido aceptar la moneda única y
otro cuyos ministros proponen abandonarla.
Es verdad que
Zapatero carece de experiencia en el manejo de los intríngulis de la UE –y en
muchas otras lides–, pero a mí, a la vista de cómo se comportan algunos de los
que tienen muchos años de ejercicio a sus espaldas, no me parece que ése sea su
mayor inconveniente. Ni mucho menos.
Con demasiada
frecuencia, quienes tienen un pasado que justificar y se mantienen en el poder
se empecinan en repetir los mismos errores, tratando de demostrar que la culpa
nunca ha sido suya, sino de la realidad, torpe y cerril. Así que no paran de
dar vueltas y más vueltas a la eterna noria. El que llega de novato al cargo,
en cambio, siente la necesidad de dejar su impronta y se anima a explorar
nuevos caminos. No tienen por qué ser buenos, pero tampoco cabe excluir de
antemano que sean mejores.
Ahí está el caso de los titubeos y amagos
que está manifestando Zapatero –cambio de tercio, aunque no tanto– en relación
a Euskadi. No parece que tenga claro lo que quiere, o cómo lograr lo que
quiere, pero por lo menos no se empeña en repetir todas y cada una de las
fórmulas fracasadas del inmediato pasado. Visto lo cual, los políticos,
intelectuales y periodistas que se erigieron en adalides de los anteriores
dogmas al uso, incluidos los del PSOE, ya se han lanzado a su caza.
Entre los que se amarran al pasado habrá
quienes actúen por convicción profunda, no lo dudo, pero a muchos otros –se les
nota demasiado– lo que realmente les
importa es salvar la cara. Quieren impedir como sea que venga un novato que
permita empezar a resolver los problemas que ellos enquistaron y envenenaron
tan a conciencia.
A veces no hay más remedio que preferir al
novato. Aunque sólo sea por exclusión.
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