[Del 20 al 26 de mayo de 2005]
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Pisando fuerte
(Jueves
26 de mayo de 2005)
Por la mañana, ETA mete un bombazo en
Madrid. A última hora de la jornada, el juez Grande Marlaska,
de la Audiencia Nacional, ordena –a petición del fiscal, y eso es lo
importante, porque el fiscal actúa oficialmente a las órdenes del Gobierno– el
ingreso en prisión de Arnaldo Otegi, eludible bajo pago de una fianza de
400.000 euros.
Examinados estos comportamientos con
criterios de estricta racionalidad, sólo cabe calificarlos de incoherentes.
Lo es que ETA ponga bombas en lugares
habitados mientras sus simpatizantes insinúan que ha renunciado a los atentados
mortales a modo de tregua parcial. Ayer se supo que los chavales que
encontraron el pasado domingo en Zarautz una de las
mochilas-bomba que había colocado ETA miraron su interior, vieron que había una
pequeña caja de caudales –era el envase de la bomba, puesto para dificultar su
desactivación y para que sirviera de metralla–, supusieron que podía contener
dinero... y se liaron a golpes con ella. Al poco se les encendió una lucecita
en el cerebro, se dieron cuenta de lo que podían tener entre sus manos y
avisaron a la Ertzaintza. No les estalló en la cara de milagro. Con lo cual la
presunta «tregua de atentados mortales» se habría ido al carajo. Dije ayer en
ETB que la única bomba que no corre el peligro de matar a nadie es la que no se
pone. Me reitero en ello.
Es también una prueba de incoherencia
política –de otro tipo, pero no menos grave, a su modo– que el fiscal de la
Audiencia Nacional, dependiente de la Fiscalía General del Estado, es decir,
del Gobierno, pida el encarcelamiento de Arnaldo Otegi ateniéndose a la
aberrante doctrina según la cual cualquiera que tenga algún punto de relación
con ETA, así sea meramente ideológico, así sea indirectísimo,
debe ser tenido por miembro de ETA. En este caso, el fiscal ha argumentado que
Otegi formaba parte de la dirección de Batasuna, las Herriko Tabernak tenían vinculación
con la dirección de Batasuna, fondos de las Herriko Tabernak sirvieron para
costear actividades relacionadas con ETA (de solidaridad con sus presos, por
ejemplo)... ¡ergo Otegi es de ETA!
Siguiendo silogismos de ese tipo, yo podría «demostrar» que Rodríguez Zapatero
fue cómplice los asesinatos de García Goena, de Mikel
Zabalza y de Lasa y Zabala
–de hecho, ni siquiera condenó esos crímenes– y pedir que sea encarcelado como
miembro de los GAL.
La «lógica» que están siguiendo tanto ETA
como el Gobierno de Zapatero es la típica del que desea que quien está
destinado a ser «la otra parte» en una eventual negociación «sepa» que él no va
a prestarse a ella porque no pueda hacer otra cosa, sino porque quiere. Digo
que es la típica, entre otras cosas, porque cada vez que ETA y el Gobierno
español de turno han encarado una posible negociación han empezado por zurrarse mutuamente durante un buen rato.
Lo que me parece más grave es que ninguno
de los dos haya sacado aún las conclusiones que se deducen de sus experiencias
pasadas. Esas bravuconadas previas han constituido siempre, sistemáticamente,
uno de los factores que más han contribuido a envenenar el clima de los
contactos y a preparar su fracaso.
No es el momento de pisar fuerte y sacar
pecho de cara a las respectivas galerías, sino de tender puentes y facilitar
las cosas a la otra parte. Mientras no lo entiendan, mal vamos.
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Hablan demasiado
(Miércoles
25 de mayo de 2005)
Me da que están haciendo bastante poco
pero, a cambio, no paran de hablar en público sobre ello. El Gobierno de Zapatero,
el PP, los partidos vascos y hasta Fernando Savater:
salen todos a titular diario. Aunque sea a costa de hacer el ridículo, como el
filósofo oficial de ¡Basta ya!, que
primero dice y luego se desdice, o como el portavoz parlamentario del PP, Eduardo
Zaplana, que ayer se quedó con el pompis al aire ante
la prensa formulando una y otra vez una pregunta ridícula: «Pero, ¿es que
alguien duda de que el Gobierno ha hablado con ETA?»
Hablar mucho sobre materias altamente
sensibles no es inconveniente tan sólo si se está haciendo poco en la práctica,
sino en general. Cuando en tiempos del franquismo los expertos nos aleccionaban
sobre cómo afrontar los interrogatorios de la Policía política, la primera
norma que nos inculcaban era ésa: «Habla lo menos posible. No trates de liarlos
a base de verborrea porque acabarás liándote tú, olvidarás tus propias mentiras
y, a la primera de cambio, se te escapará algo que tenías que callar».
Los dirigentes de Batasuna
Arnaldo Otegi y Joseba Permach incurrieron ayer en dos
llamativos excesos verbales.
Permach afirmó que «el Gobierno [central]
desconoce el significado de la palabra “tregua”». Eso, dicho a escasas horas de
que ETA haya colocado dos bombas en Zarautz, parece
un sarcasmo. Si lo que trataba de decir es que ETA tiene declarada una tregua
parcial, consistente en eludir los atentados contra personas, que lo diga. O,
mejor: que lo diga ETA. De lo contrario, su afirmación es absurda: no cabe
desconocer el significado de una palabra que nadie ha pronunciado. A no ser
que... ¿Insinúa tal vez que no lo ha dicho en público, pero que sí se lo ha
hecho saber en privado al Gobierno de Zapatero? En tal caso, ¿qué necesidad
tiene de abrir ese frente savaterino?
La incontinencia verbal de Otegi fue más
grave, y puede que tenga a medio plazo efectos legales. Hablando sobre la
elección de los miembros de la Mesa del Parlamento vasco, se refirió
críticamente a la asignación de la primera secretaría de la Mesa. Pero, en vez
de decir que por número de diputados hubiera debido ser «de EHAK», dijo
«nuestra». No me extrañaría nada que esa declaración de parte acabe figurando
en los considerandos de alguna futura sentencia.
Insisto: que hablen menos y, a poder ser,
hagan más. Pero, en todo caso, que hablen menos.
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El Parlamento minado
(Martes
24 de mayo de 2005)
Sólo alguien que tenga muy poco o nada asimilados
los usos y costumbres de las democracias parlamentarias puede echarse las manos
a la cabeza por el poder que en ciertos momentos adquieren en la vida de las
cámaras tales o cuales grupos minoritarios. Puede lamentarse todo lo que quiera
por el hecho de que un partido que tiene nueve escaños –nueve sobre 75 no es
poca cosa, de todos modos: a escala, en el Congreso de los Diputados contaría
con 42 representantes–, pero no tiene derecho a echarse las manos a la cabeza,
por lo menos mientras no reclame la renuncia a un sistema electoral
relativamente proporcional, como es el que rige aquí.
Así pues, no tiene nada de aberrante que,
cuando hay en un parlamento dos bloques relativamente igualados en el número de
escaños, sea un grupo minoritario el que acabe teniendo en su mano la decisión
final. Ha habido casos en los que un solo diputado ha estado en condiciones de
inclinar la balanza de uno u otro lado (lo pudo hacer la pasada semana la
diputada de Aralar) y otros en los que el mero cambio
de voto de dos electos ha forzado la convocatoria de nuevas elecciones
(recuérdese el caso de Tamayo y Sáez
en Madrid). EHAK se ha aprovechado de su situación privilegiada para apretar
los tornillos al PNV a base de bien, obligándole a tragarse un sapo de mucho
cuidado. Podía hacerlo y lo ha hecho. Pero que no se indigne cuando a
continuación el PNV mueve los hilos y deja al grupo de las comunistas vascas
sin representación en la Mesa del Parlamento. Podía hacerlo y lo ha hecho. À la guerre comme
à la guerre, dicen los franceses. Si tú disparas
contra la trinchera de enfrente, no tienes derecho a enfadarte si los que la
ocupan hacen lo propio contra ti.
De producirse esas escaramuzas de manera esporádica,
no tendrían por qué hacer especialmente inestable la situación del Parlamento
de Vitoria. Pero podrían convertirla en imposible si EHAK optara por
provocarlas de manera sistemática. Pongamos, por ejemplo, que decide aplicar a
la designación del nuevo lehendakari el mismo tratamiento de choque que a la
elección del presidente del Parlamento y anuncia que favorecerá el nombramiento
de un lehendakari del PNV... siempre que no sea Ibarretxe. O que, sin llegar a
tanto en ese punto, lo hace sin parar, día sí día también, negándose a transar
los proyectos de ley del Gobierno, llevando una y otra vez su oposición a los
plenos. No es imposible. EHAK, como buena parte de la gente de la izquierda
abertzale, le tiene muchas ganas al PNV. Ya ha dado a entender en un par de
ocasiones que no tendría mayor inconveniente en «coincidir tácticamente» con el
PSE-PSOE, o incluso en llegar a acuerdos concretos con él. «A fin de cuentas
–dicen– tiene línea directa con Madrid». Puede hacerlo; estaría en su derecho.
Pero acabaría por no dejar al tripartito más salida que la pronta convocatoria
de nuevas elecciones.
Lo cual sería un sorteo para todos.
Incluyendo para EHAK, que habría de afrontar ante sus electores la
responsabilidad de haber tirado demasiado de la cuerda en un momento muy
especial, en el que lo importante era concentrar las energías en el terreno de
la pacificación y la normalización democrática.
¿Qué vía elegirá? Lo vamos a saber pronto.
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La utopía de Europa
(y 2)
(Lunes
23 de mayo de 2005)
No muy animado a escribir de nuevo sobre
las votaciones para la elección de presidente del Parlamento vasco, en las que
casi todo el mundo está sacando a relucir sus
vergüenzas –todavía estoy bajo los efectos del anuncio de EHAK, que ha
dicho que podría llegar a votar a favor de un candidato del PSE que supiera
euskara–, y sin demasiadas ganas tampoco de analizar el deambular patético de
Fernando Savater, ahora convertido en confidente de
Rodríguez Zapatero y en relator/delator de sus confidencias, vuelvo a chotearme
un rato analizando el resultado de la votación del último Festival de la
Canción de Eurovisión.
Porque ayer me dejé en el tintero aspectos
esenciales de ese magno proceso músico-electoral.
Comenté la victoria de la canción
representante de Grecia. Pero no mencioné qué estados quedaron en la cola: 21º,
España; 22º, Reino Unido; 23º, Francia; 24º, Alemania. Si se cuenta con que
Italia y los tres estados del Benelux ni siquiera
estuvieron presentes, constatamos que fue todo el bloque más poderoso de la UE
el que quedó o fuera del tren o relegado al furgón de cola. El retrato cobró
trazos aún más gruesos al haber resultado también eliminados varios bastiones
de la música autóctona europea, como son Irlanda, Portugal y Austria.
La situación que se creó en el Palacio de
los Deportes de Kiev mueve a preguntarse en qué medida no se trata de una alegoría
de los problemas que está creando –y que va a acentuar, sin duda– la ampliación
de la UE por el este. Cada vez están teniendo una mayor y más determinante
presencia los estados procedentes de la desintegración de la vieja Yugoslavia y
del no menos desintegrado Pacto de Varsovia, que son, en su gran mayoría,
estados fascinados por el modelo
estadounidense en todas sus vertientes, desde la cultural hasta la militar.
Esta derrota simbólica de la vieja Europa en el campo de Marte de
la música habría tenido su punto de honor si se hubiera producido en la defensa
de algún valor cultural de los muchos que quedaron ausentes en ese horror de
Festival. Pero quiá. Ignoro qué canciones intentaron
presentar los estados eurooccidentales que no
llegaron a la final, pero los que sí llegaron plantearon el combate en el mismo
terreno yermo que todos los demás, incluido ese estado tan europeo que se llama
Israel y que se hizo representar por una cantante que, quizá para dar ejemplo
de sobriedad presupuestaria, se hizo el vestido con una cortina del salón de su
casa, estampada con grandes floripondios.
El caso más
sintomático fue el de la Televisión Francesa que, en su empeño por aparecer políticamente correcta, sacó un coro tan
multirracial que más parecía un anuncio de United Colors of Benetton,
y presentó una canción cuyos dudosos aires navegaban entre los continentes cual
chalupa a la deriva, sin saber en qué puerto recalar.
Menos mal que no se encontró con el de Ítaca. Seguro que ahora hay allí una base naval norteamericana.
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La utopía de Europa
(1)
(Domingo
22 de mayo de 2005)
En un reciente mitin celebrado en Alemania
en apoyo de la candidatura del SPD de Gerhard
Schröder, que afronta hoy en Renania del Norte-Westfalia un obstáculo electoral de primera importancia, el
presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, afirmó, con ese
aire de profunda solemnidad que se da cuando cree que va a decir algo
importante, que «la última utopía que queda en el mundo se llama Europa».
Si nos tomamos el término utopía en el sentido que ha ido
adquiriendo en la lengua castellana, que es el que supongo que habrá querido
darle él –el que alude a una idea o proyecto que en el momento de su
formulación parece irrealizable–, no entiendo por que dice que Europa es una
utopía. Se trata de una realidad que ya existe, y además, por lo que él mismo
dice, bastante de su gusto.
No es una utopía, y menos aún «única». El
mundo está lleno de ideas y de planes muy bien intencionados pero que, al menos
de momento, resultan irrealizables. (Más de una vez he expresado la poca gracia
que me hace, en ese sentido, la consigna «Otro mundo es posible». Que otro
mundo es deseable y que hay que luchar enérgicamente contra el modo en que
funciona éste me parece de cajón, pero no veo que sea posible desarticular a
corto o medio plazo la organización social, económica, política y militar del
mundo actual.)
En el sentido en el que sí me temo que
quepa considerar la idea de Europa como una «utopía» es en el que se deriva de
la etimología griega de la palabra: de ou («no») y topos («lugar»). Si concebimos Europa
como un crisol de culturas milenarias, como la avanzadilla social del mundo
entero, como un baluarte de defensa de las libertades y como una fuerza de
oposición efectiva a la hegemonía de la gran superpotencia que queda, entonces
no tendremos más remedio que admitir que esa Europa es cada vez más un no-lugar, un lugar inexistente.
Me sumergí anoche en estas reflexiones
viendo –agarraos– el Festival de la Canción de Eurovisión. Vaya crisol de
culturas, con la mayoría de los estados renunciando a su(s) lengua(s) propia(s)
y cantando en inglés, recurriendo a ritmos de importación transoceánica,
echando mano de estéticas horteras que parecían recién llegadas de Las Vegas
(o, alternativamente, de Nashville) y aportando
composiciones tan facilonas que, como decía mi padre,
no es que pudieras salir cantándolas, sino que ya habías entrado cantándolas.
Máxima expresión de todo ello: la canción
ganadora, procedente de Grecia –que no griega–, con letra bobalicona en inglés
y chun-chún de discoteca
supranacional.
No me preocupa demasiado que exista ese
tipo de música. Me inquieta que las industrias discográficas de los diversos
estados europeos recurran a eso cuando buscan adaptarse lo mejor posible y
cautivar con la mayor rapidez al público más imbuido por el gusto dominante.
Tampoco fue como para levantar la moral ver
el desarrollo de las votaciones (la parte que vi, porque me rendí pronto).
Todos votaban las canciones de los estados vecinos, como si el objetivo fuera
eludir problemas políticos, o incluso militares. Grecia se benefició de ello:
tiene un porrón de vecinos. A España le perjudicó su peninsularidad:
sólo mereció los favores de Portugal... y Andorra. (Por cierto que el bodrio de
canción española era, además de mala, de un machismo insufrible: «Tú me dominas con sólo mirarme /y no hacen falta cuerdas
para atarme». ¡Toma ya!)
Ya sé que en
Europa hay muchas otras músicas, etcétera, etcétera, etcétera. Pero ese
Festival, mal que pese a muchos –mal que me pese a mí–, es representativo del
gusto, original o inducido, de amplísimos sectores de la población.
Cabe imaginar
otra Europa, pero no está en ésta.
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Que el PP se
reconduzca
(Sábado
21 de mayo de 2005)
La sección de Opinión de El Mundo me pide que participe en el espacio
dominical llamado En la Red, en la
que se contraponen dos puntos de vista diametralmente opuestos. La pregunta de esta
semana es: ¿Le parecería bien que el Gobierno negociara con ETA sin el
acuerdo del PP? Los argumentos a favor
del «No» los va a proporcionar –creo–
Cayetano González, quien fuera jefe de Prensa y estrecho colaborador de Jaime
Mayor Oreja. A mí me toca defender el «Sí». Éstas son las notas que he escrito
en borrador para ese texto.
Las ideas clave sobre las que se asienta la
posición del PP de Rajoy en relación al
problema vasco –al mal llamado «problema vasco», porque ni es
exclusivamente vasco ni es el único que tiene Euskadi– son, según pudimos leer
ayer bajo su propia firma, dos. La primera: no hay nada que hablar con ETA. A
la organización terrorista no debe dársele otra salida que su rendición
incondicional. La segunda: debe impedirse a toda costa que las posiciones
políticas que abandera ETA obtengan representación institucional, cuenten con
el respaldo social que sea.
Según el presidente del PP, estas dos ideas
clave enmarcan «el único escenario» coherente con «los principios que fundaron
la España democrática».
Deberemos suponer entonces que, según él,
quienes suscribieron el 12 de enero de 1988 el Pacto de Ajuria Enea –entre
ellos AP, antecesora del PP– y quienes trabajaron durante los años siguientes
sobre la base de lo definido en ese Pacto –entre ellos Jaime Mayor Oreja– no
actuaron en consonancia con «los principios que fundaron la España
democrática», toda vez que establecieron en aquel acuerdo dos ideas básicas
radicalmente diferentes.
La primera venía definida en su punto 10:
«Si se producen las condiciones para un final dialogado de la violencia,
fundamentadas en una clara voluntad de poner fin a la misma y en actitudes
inequívocas que puedan conducir a esa convicción, apoyamos procesos de diálogo
entre los poderes competentes del Estado y quienes decidan abandonar la
violencia, respetando en todo momento el principio democrático irrenunciable de
que las cuestiones políticas deben resolverse únicamente a través de los
representantes legítimos de la voluntad popular».
Obsérvese que este punto venía a prefigurar
lo que ahora se llama «dos mesas de diálogo»: una, con el Estado y ETA, para
resolver los asuntos relativos al fin de la violencia terrorista; la otra,
integrada por los representantes legítimos de la voluntad popular, encargada de
«resolver las cuestiones políticas».
El segundo punto clave del Pacto de Ajuria
Enea (el 8) era aquel en el que invitaba a los dirigentes de la izquierda
abertzale radical a que «asuman las responsabilidades institucionales y
defiendan desde ellas sus propios planteamientos políticos».
Recuérdese cuándo se firmó aquel acuerdo:
muy poco después de la masacre de Hipercor (21
muertos) y a un mes del tremendo atentado contra la Casa Cuartel de Zaragoza
(12 muertos). Era aquel un tiempo en el que los secuestros, las bombas y los
asesinatos a tiros se producían cada dos por tres. Pese a lo cual, las fuerzas
democráticas, sin temor a que se las tachara de débiles o de traidoras,
ofrecieron a ETA «procesos de diálogo», siempre que se aviniera a abandonar la
violencia y diera muestra inequívoca de esa voluntad.
El PP rompió de hecho con las bases de
aquel Pacto, aunque nunca lo haya reconocido, y trató de seguir otra vía que
–dijo– conduciría a la derrota total de ETA. No lo ha logrado, pero sigue en
sus trece, afirmando que quien pretenda otra cosa «ofende la memoria» de las
víctimas, dándole igual que haya víctimas que coincidan con el contenido de lo
acordado el pasado martes en el Congreso
de los Diputados a propuesta del Gobierno.
Va de suyo que me parecía excelente que el
PP –como ha hecho el PSOE– se apeara de sus dogmas, admitiera que la vía
definida en su día por el Pacto de Ajuria Enea no tuvo ocasión de ser probada
en forma debida y que se sumara al actual consenso general. Pero, si bien es
lamentable que haya una minoría que rehúse seguir el camino trazado por la
mayoría, la solución no puede estar en que la mayoría haga lo que quiere la
minoría.
El PP ya ha demostrado que, pese a sus
promesas a plazo fijo, su planteamiento no conduce a la paz. Plantéese por qué
y déjese de protegerse descalificando a los demás.
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El papel de su vida
Según tengo por
costumbre, y para facilitar el archivo unificado
de mis artículos, copio a continuación la columna que hoy me publica El Mundo,
que no ha aparecido dentro de estos Apuntes del
Natural.
¿Qué José Luis Rodríguez Zapatero es el de verdad? ¿El que
defiende ahora el entendimiento entre los partidos democráticos sin exclusiones
y el diálogo como fórmula necesaria –aunque no única– para la resolución de
todos los conflictos, incluidos los más lacerantes, o el que se atribuía apenas
hace dos años el gran mérito de no haber hablado jamás –a diferencia de Aznar,
daba a entender– ni con Fidel Castro ni con Xabier Arzalluz? ¿Es más auténtico
éste de ahora, que se muestra abierto a reformar in extenso los estatutos de autonomía de Cataluña y Euskadi, en
sintonía con el PSC de Pasqual Maragall y el reconvertido PSE de Patxi López, o
lo era aquel que tenía a Juan Carlos Rodríguez Ibarra como consejero áulico?
No soy tan novato en estas lides como
para ignorar que muchos políticos de los que deambulan por las cumbres del
poder son muy capaces de decir hoy una cosa y mañana la opuesta (y de hacer en
ambos casos una tercera o una cuarta). Pero lo de Zapatero no creo que sea un
puro ejercicio de cinismo. Para mí que ni hace un par de años estaba realmente
convencido de lo que decía ni ahora está persuadido de lo contrario.
Por decirlo educadamente: no parece que su especialidad sea la
firmeza de criterios.
A veces da la sensación de que juega con dos barajas. Pero no es
eso. Es que no sabe a qué carta quedarse.
Su propio Gobierno es reflejo de sus perplejidades. Los ministros
rivalizan a la hora de pontificar sobre lo que finalmente hará o no hará en
relación a ETA, como si la mente del presidente careciera de secretos para
ellos, e incluso hay uno –el de Defensa– que se permite plantearse los
problemas políticos desde una perspectiva netamente diferente de la del jefe
del Ejecutivo. Hace meses que José Bono deja claro cada vez que tiene ocasión
–y cuando no la tiene se la inventa– que sus inclinaciones ideológicas están
muchísimo más cercanas a las del PP que a las de los socios parlamentarios de
Zapatero. Y lo peor no es que lo deje entrever, sino que obra en consecuencia,
tomando iniciativas a su aire, como la de dejar patas arriba el proyecto de Ley
Orgánica de Defensa Nacional tras negociar él directamente con Rajoy. Este
género de actuaciones, que llevan a que el propio PP haga distingos dentro del
Gabinete –y con razón–, no dice mucho en favor de la coherencia del equipo
gubernamental.
Los políticos de natural dubitativo suelen dar ir dando vueltas y
más vueltas, asumiendo políticas y tonos diversos, hasta que, si tienen suerte,
un buen día encuentran un papel que por lo que sea les granjea un plus de
valoración popular. Los menos atolondrados suelen entender la lección y se
asientan ya para siempre en la representación de ese papel. Con el tiempo, los
hay que hasta son recordados como ejemplo de firmeza.
En cosa de meses sabremos si Zapatero ha encontrado ya de una vez
el papel de su vida.
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A buen entendedor...
(Viernes
20 de mayo de 2005)
Mi comentario de ayer sobre la conveniencia
de que Rodríguez Zapatero haga algo para,
en la medida de lo posible, neutralizar la beligerancia de los medios en contra
de las iniciativas en pro de una solución dialogada a la violencia de ETA me ha
traído no poca correspondencia. Algunos lectores que me conocen se dicen
sorprendidos de que plantee la posibilidad de una intervención gubernamental
destinada a influir en la línea editorial de tales o cuales empresas privadas
del mundo de la comunicación.
No es nada tan brutal lo que planteo.
Puse el ejemplo de la Cope.
No creo que quepa considerar la cadena de emisoras de la Conferencia Episcopal
como una empresa privada del mundo de la comunicación, sin más. La Iglesia
católica se subvenciona, y vive en parte, de lo que obtiene de las arcas
públicas por un concepto tan definitivamente caduco como es la compensación por
los bienes que le fueron expropiados hace dos siglos. Es un escándalo que con
el dinero de los contribuyentes se esté pagando al menos una parte del sueldo
de una recua de agitadores ultraderechistas que se pasan el día soliviantando a
sus oyentes. Considero que no tendría nada de aberrante que el Gobierno hiciera
saber a monseñor Blázquez que el Estado confía en que la Iglesia hará un uso
menos político y menos sectario de las ayudas que recibe de las arcas públicas,
a falta de lo cual se acelerará la conveniencia de discutir sobre lo adecuado o
inadecuado de esa partida presupuestaria.
Un Gobierno democrático no puede violentar
legítimamente la línea editorial de un medio privado mediante decisiones
arbitrarias. Ejemplo típico: le está vedado utilizar la publicidad
institucional como sistema de premio o castigo. Pero eso no le impide recordar
a las televisiones privadas, por ejemplo, que la concesión pública que les
permite emitir exige que se atengan a los fundamentos constitucionales, uno de
los cuales otorga a la ciudadanía el derecho a recibir información veraz,
mandato que, en ocasiones y en asuntos de primera importancia –caso del acuerdo
parlamentario del pasado martes– no están cumpliendo. En cuanto a los medios de
titularidad pública, estatal o autonómica, puede y debe señalarles que están
obligados por ley a respetar el pluralismo de la sociedad: hay radios y
televisiones públicas en las que, sencillamente, no hay nadie que defienda la
necesidad de una salida dialogada al terrorismo de ETA, pese a ser ésa una
opinión muy extendida.
No hablo de ejercer ninguna censura: sólo
de poner a los medios de comunicación ante sus obligaciones, no ya éticas, sino
estrictamente legales, haciéndoles ver, a cada cual según sus circunstancias y
con toda la delicadeza que haga al caso, que la defensa militante de posiciones
sectarias y de bandería no se corresponde con las necesidades de una sociedad
plural.
Me consta que a buen entendedor, con pocas
palabras basta.
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