[Del 6 al 12 de mayo de 2005]
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La batalla de la
opinión pública
(Jueves
12 de mayo de 2005)
Para quienes seguimos día a día la
actualidad política –o, para ser más preciso, los dichos y los hechos de los
políticos profesionales, que la política es mucho más que eso–, los discursos
del llamado «debate del Estado de la Nación» presentan un interés sobre todo
indirecto. Lo principal suele ser constatar qué trato se conceden los unos a
los otros y en relación a qué asuntos, como augurio de las alianzas
–circunstanciales o de fondo– y de los distanciamientos que pueden esperarse en
el futuro inmediato. Pero no podemos desdeñar tampoco, por supuesto, las
consecuencias que tienen como resultado de la impresión que causan en la parte
de la ciudadanía que los observa, con mayor o menor atención, con conocimiento
más amplio o más limitado de las materias de las que se debate en uno u otro
momento (por poner un ejemplo concreto: no me atrevería yo a decir que la gran
masa de la audiencia entendiera ayer gran cosa del debate en el que se
enzarzaron Zapatero y Rajoy para determinar con precisión qué es y qué no es
una licitación).
El grado mayor o menor de aceptación que
consiguen despertar los debatientes en ese magma que
hoy en día se llama «opinión pública» es importante porque apareja –no de
manera automática, pero sí en medida digna de estima– una mayor o menor
confianza en aquello que están haciendo, sea desde el Gobierno, sea desde la
oposición.
Lo cual siempre es importante, pero mucho
más en este momento.
Durante años, tanto el PP como el PSOE han
venido presentando como auténticos dogmas de fe –como «cuestiones de Estado»–
los planteamientos más inmovilistas en relación con la llamada «cuestión vasca»
y, más en general, con la organización territorial del Estado (o, por decirlo
echando mano del lenguaje al uso, con «la sagrada unidad de la Patria»). Tanto,
de manera tan machacona y con tantos recursos propagandísticos lo han hecho,
que la gran mayoría de la población, excepción hecha de las ciudadanías de
Euskadi y Cataluña, ha llegado a asumir esos planteamientos como si,
efectivamente, fueran las mismísimas Tablas de la Ley, imposibles de discutir y
hasta de matizar.
Ahora, Rodríguez Zapatero ha amagado su
disposición –amagado su disposición: nada más– a replantearse algo –algo– de
todo eso. No ha hecho todavía nada concreto, pero la sola mención de tal
posibilidad le sitúa frente al peligro de que buena parte del electorado
español, incluyendo el suyo propio, se le lance a la yugular por blasfemo.
Esa reacción es exactamente la que
pretendió azuzar ayer Mariano Rajoy con su discurso de tintes apocalípticos y,
de modo muy especial –y realmente innoble–, cuando acusó a Zapatero de
«traicionar a los muertos».
Una parte de lo que está en juego en el
actual «Debate del Estado de la Nación», y no la menos importante, se sitúa en
ese problemático terreno. Se trata de ver si Zapatero es capaz de ir rebajando
la rigidez ultraespañolista de la política oficial
española, a la que el PP y su propio partido tanto han contribuido durante
tantos años. O si, a la vista de las dificultades, abandona cualquier ambición
de cambio real y se queda en lo que ha hecho hasta ahora, que no es otra cosa
que marear la perdiz.
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El negocio de ETA
(Miércoles
11 de mayo de 2005)
Recuerdo una viñeta de Siné,
el veterano dibujante y escritor francés asiduo del semanario satírico Charlie Hebdo, que
apareció publicada a comienzos de los sesenta. Se veía a un paraca con aire compungido que le decía
a su novia, sentada sobre sus rodillas: «Ah, María, ¡qué gilipollez!
¡La paz!». Supongo que se referiría al fin de la Guerra de Argelia, aunque al Siné de la época también le gustaba referirse muy
ácidamente a la descolonización del Congo Belga, recién rebautizado como Zaire.
No me llamó la atención la viñeta de Siné porque criticara la guerra. Tampoco me habría
sorprendido que denunciara el carácter neocolonial o
imperialista de las guerras que se
tomaban el relevo por aquel entonces con anonadante frecuencia. Lo que me dejó
más pensativo fue el descubrimiento –descubrimiento para mí, claro está– de que
hay gente, como el paraca del chiste,
que vive de que haya guerras y de pegarse en ellas. Gente a la que la paz
–cualquier tipo de paz– le hace polvo.
El secretario general del PSOE, José
Blanco, se ha declarado convencido de que el PP no quiere que se llegue a una
solución dialogada que permita la pacificación de Euskadi. Otros socialistas
han secundado su afirmación: «El PP vive instalado en la tensión, en la
crispación, en la confrontación». No parece que sea la gente del PSOE la más
libre de pecado para tirar esas piedras, habida cuenta de que ellos acompañaron
a Aznar –a escala central– y a Mayor Oreja –en Euskadi– a pie juntillas cuando
ésa era la política dominante. De hecho, y aunque de manera mucho más templada,
todavía lo hace.
Pero resulta difícilmente indiscutible que
la fuerza con que el PP se ha agarrado a la intransigencia en relación a
Euskadi y, aún más, el enorme peso cuantitativo y cualitativo que ha concedido
a ese punto como seña de identidad política, tiene que causarle hoy en día más
de un quebradero de cabeza. ¿Y si aquí no hubiera terrorismo? ¿A qué se
dedicarían los cientos y cientos de cuadros
de su partido que no saben hablar de otra cosa?
Fenómeno semejante, y probablemente más
grotesco, se produciría en el mundo de la Prensa. Hay en los medios de
comunicación con sede en Madrid toda una legión de supuestos especialistas en Euskadi, que no sólo no
tienen ni idea de Euskadi, sino tampoco de periodismo. Son agitadores de
pacotilla que insultan, difaman y fantasean cuanto les viene en gana, porque
nunca tienen enfrente nadie que les responda. Se sienten aplaudidos por una
parte de la opinión pública, agasajados por quienes rigen los medios para los
que trabajan y, sobre todo, magníficamente pagados, que es lo que más les
importa. ¿Qué harían si se les acabara el monotema y tuvieran que ponerse a
estudiar las infinitas cosas que suceden en el mundo, muchas muy complicadas y
sobre las que el Pacto Antiterrorista no dice nada? Me sé de un puñado de ellos
–y de ellas– cuya conversación alcanzaría, y no sin dificultades, el nivel de
las charlas de barra da café.
Otro motivo más para desear que ETA se
disuelva.
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Más sobre objeciones
(Martes
10 de mayo de 2005)
Sigue la discusión sobre la posible
desobediencia civil de los funcionarios frente a su obligación de casar a los
gays y lesbianas que lo demanden. «¿Y el derecho a la objeción de conciencia?»,
argumentan bastantes.
El asunto no es tan simple. La objeción de
conciencia está consagrada en la Constitución Española y otras leyes
principales europeas e internacionales como extensión de la libertad de
pensamiento y conciencia, pero ninguna de esas leyes deja en manos de los
particulares su libre aplicación a tales o cuales materias. No puede derivarse
de una decisión unilateral del ciudadano. Tú puedes declararte objetor fiscal
por razones de conciencia, pero o pagas tus impuestos o te empuran.
No digamos nada si eres funcionario de la Agencia Tributaria y te niegas a
tramitar el IRPF porque consideras inmoral que el Estado dedique a la compra de
armas parte del dinero recaudado. Te expedientan ipso
facto.
La vía normal que se sigue a ese respecto
es que el legislador detecte un estado de opinión amplio en pro de tal o cual
repudio ético a la aplicación de una determinada ley y que, en caso de
considerar ese repudio de suficiente entidad y repercusión ciudadanas, opte por
regular legalmente esa forma concreta de
objeción de conciencia, procurando siempre que su reconocimiento no ponga
en peligro el derecho de terceros, o de la sociedad en su conjunto, a recibir
el servicio o la asistencia de que se trate.
En España, que yo sepa, se han regulado dos
formas de objeción de conciencia: una, que se ha visto anulada por resultar ya
inútil, fue la objeción de conciencia a la prestación del mal llamado servicio
militar; la otra, la objeción de aquellos profesionales de la medicina a
participar en prácticas que entienden contrarias a su fe religiosa. Si la
Iglesia se hubiera dirigido al Parlamento pidiendo que regule la objeción de
conciencia de los funcionarios al matrimonio gay, habría seguido el
procedimiento adecuado. Lo que no es tolerable es que trate de movilizar a sus
funcionarios fieles para que hagan de la capa de la ley su sayo particular, por
su cuenta y sin su riesgo.
Algún jurista del Opus
Dei ha especulado con la posibilidad de que los
funcionarios se nieguen a facilitar matrimonios gays invocando ante el Tribunal
Constitucional la llamada «excepción de legalidad», a la que puede apelarse
cuando se entiende que la ley o norma que se le pide que aplique es contraria a
la legalidad constitucional. Pero la invocación de la excepción de legalidad no
exime de la aplicación de la ley. Hoy en día, la vigencia de una ley no queda
en suspenso ni siquiera cuando el Tribunal Constitucional acepta a trámite el
correspondiente recurso de inconstitucionalidad. Se tomó esa resolución para
impedir que la oposición parlamentaria se dedicara a boicotear la actividad
legislativa de la mayoría recurriendo ante el TC sus leyes más conflictivas.
Excuso decir la que se armaría si incluso los particulares tuvieran la facultad
de paralizar la aplicación de las leyes a base de apelar a la «excepción de
legalidad».
Parece mentira que hayan sido los clérigos
los que se hayan pasado siglos y siglos pasando el testigo de la máxima latina,
generación tras generación: Dura lex, sed lex. La ley es dura,
pero es la ley.
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¿Viva la Reina?
(Lunes
9 de mayo de 2005)
En los años sesenta se produjo en las
paredes de algunos barrios de Barcelona un tira y afloja más bien cómico entre
diversas pintadas clandestinas. Algunos pintaban con grandes letras: «Volem bisbes catalans!»
(«¡Queremos obispos catalanes!»), a lo cual otros contestaban rectificando la
pintada y dejándola en «No volem bisbes!»
(«¡No queremos obispos!»).
El embarazo de la princesa de Asturias
parece haber puesto en un brete al Gobierno de Rodríguez Zapatero, que había
prometido que promovería la reforma de la Constitución para que ésta dejara de
establecer la relación de prelación del hombre sobre la mujer en la línea de
descendencia de la Corona. El presidente quería introducir ese cambio a la vez
que algunos otros referentes al Estado de las Autonomías y a la Constitución
Europea. Verse obligado a acelerar el primer aspecto presentaría para él dos
graves inconvenientes: primero, que los otros cambios no están todavía maduros,
y presentar este en exclusiva obligaría a encarar otra reforma de la
Constitución a pocos meses vista, asunto verdaderamente engorroso, y segundo,
que precipitaría el fin de la legislatura, con el riesgo de perder las
siguientes elecciones.
A mí, con este asunto de la discriminación
de sexos en la línea de acceso al trono, me viene a pasar lo que les sucedía a
los rectificadores de las pintadas catalanas. No siento ningún deseo de
defender que las mujeres de sangre real tengan los mismos derechos que los
hombres de su misma sangre para acceder a la cabeza de la Monarquía porque no
quiero que haya Monarquía.
Aparte de lo cual, me parece una broma de
mal gusto que se pretenda rectificar ese extremo para atender el principio
constitucional que prohíbe la discriminación por razón de sexo y se haga la
vista gorda ante el hecho de que el artículo de la Constitución que establece
tal prohibición, el art. 14, la hace extensiva a
cualesquiera otras circunstancias personales o sociales, con alusión
prioritaria y directa a la discriminación «por razón de nacimiento». Que a
determinadas personas se les otorgue unos derechos superiores al resto de la
ciudadanía por razones de cuna –base misma de la institución monárquica–
representa una violación igual de flagrante del mandato igualitario de la
Constitución. ¿Será que hay igualdades más desdeñables que otras?
Dicho lo cual, me pondré en plan Fraga y
diré que no tengo nada que añadir sobre el asunto.
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Los principios tienen
precio
(Domingo
8 de mayo de 2005)
La Conferencia Episcopal española ha
llamado a todos los funcionarios públicos, jueces incluidos, a que se nieguen a
sancionar matrimonios entre personas del mismo sexo, y las principales
asociaciones de la magistratura le han respondido que sus miembros no pueden
dejar de cumplir la Ley.
Esto ha suscitado en ciertos ambientes
progresistas una curiosa discusión sobre el derecho a la desobediencia civil.
Dicen algunos: «No podemos reclamar para nosotros ese derecho y negárselo a
otros porque lo ejerzan en defensa de ideas que son opuestas a las nuestras».
Me parece que, en efecto, resultaría
contradictorio reclamar para unos el mismo derecho que se niega a otros. Pero
en este caso no hay ninguna contradicción, porque la desobediencia civil,
sencillamente, no es un derecho. Negarse al cumplimiento –y no digamos nada a
la aplicación– de las leyes que uno juzga en conciencia inicuas no es un derecho,
sino un deber. Un imperativo ético que la ley positiva no podría recoger
en ningún caso como un derecho sin caer
en una contradicción grotesca: elevar a categoría de ley el incumplimiento de
la ley.
El imperativo categórico podrá esgrimirse
como circunstancia atenuante en el caso de que de la no observancia de la ley
se derive un procedimiento judicial o disciplinario en contra de quien haya
incurrido en ella (*), pero nunca como eximente. Y menos en el caso de un juez
o magistrado. La propia ley lo excluye en los casos en que el desobediente
«tenga, por su oficio o cargo, obligación de sacrificarse».
¿Puede un juez o magistrado negarse a
presidir la celebración de un matrimonio gay? Por poder, puede. Pero a
sabiendas de que el Consejo General del Poder Judicial se verá obligado a
abrirle un expediente disciplinario por falta muy grave, lo que desembocará,
antes o después –antes, en el caso de que se muestre reincidente–, en su apartamiento de la función jurisdiccional.
Dicho de otro modo: la Conferencia Episcopal
española ha de ser consciente de que, cuando reclama a los funcionarios
católicos que se nieguen a aplicar la nueva ley, lo que les está pidiendo de
hecho es que se jueguen el empleo y el sueldo.
¿Que algunos funcionarios católicos están
dispuestos a ello por coherencia con sus convicciones morales más profundas?
Ninguna objeción. Pero que los obispos no les disfracen la realidad haciéndoles
creer que están amparados por algún tipo de derecho. Porque no hay tal.
_________
(*) El vigente Código Penal (art. 21, 3ª) menciona como circunstancia atenuante «la de obrar por causas o estímulos tan poderosos que hayan producido arrebato, obcecación u otro estado pasional de entidad semejante». Si quieren incluir sus convicciones católicas en este apartado...
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«Para que no se
repita»
(Sábado
7 de mayo de 2005)
Sesenta años después, siguen sucediéndose
los actos dedicados a evocar el espanto del Holocausto sufrido por el pueblo
judío a manos del poder nazi durante la II Guerra Mundial.
Comprendo bien –cómo no– que las gentes que
vivieron aquel espanto o sufrieron sus secuelas sigan con la sensibilidad a
flor de piel.
Lo que me convence menos es que sea aquel
horror y sólo aquel horror el que
merezca los honores del constante recuerdo universal.
Dicen que insisten en ello «para que algo
así nunca pueda repetirse». No veo yo que haya un peligro inminente de que la
comunidad judía internacional se vea sometida de nuevo a una persecución como
la que sufrió en aquellos tiempos. En la actualidad, el movimiento sionista
mundial y el Estado en el que ha cristalizado, Israel, gozan de un poder
financiero y militar de primerísima línea. Y se
benefician de la protección de Washington, que no sólo se lo tolera todo, sino
que además le ayuda a conseguirlo, así sea despreciando la legalidad
internacional.
Sucede eso mientras otras masacres a gran
escala sucedidas en los mismos tiempos apenas merecen la atención de la opinión
democrática mundial. Pienso, por ejemplo, en los bombardeos de Hiroshima y
Nagasaki, que son evocados –las contadas veces que son evocados– como si hubieran
sido efecto de una especie de desastre natural y nadie tuviera responsabilidad
en ello.
Para horno crematorio, la bomba atómica.
No digo yo que haya un peligro inmediato de
repetición de algo semejante a lo que los EEUU hicieron con la población civil de
Japón los días 6 y 9 de agosto de 1945, pero, puestos a precaverse de
repeticiones, me parece que ésa no tiene nada de desdeñable.
Otro ejemplo. En la actualidad, Vladimir Putin está realizando una intensa campaña revisionista destinada a justificar el pacto
germano-soviético firmado por Molótov y Von Ribentropp en agosto de 1939
y a cantar los supuestos méritos de Stalin durante la II Guerra Mundial.
Quienes hemos estudiado con alguna atención la realidad de la URSS en aquellos
tiempos sabemos que el de Tiblisi cometió errores
fatales en la preparación (en la no preparación, más bien) de la invasión hitleriana, desoyendo advertencias bien precisas. Para
empeorar su papel, en los días que sucedieron a la invasión dio muestras de una
indeterminación realmente patética. Pero lo peor de Stalin no fueron sus
errores, sino sus crímenes. Fue un dictador que procedió a campañas de
represión masiva en el interior de su país, campañas que incluyeron la
deportación y el confinamiento de poblaciones enteras. Cargó sobre sus espaldas
con la culpa del exterminio de cientos de miles de personas.
Que la URSS tuvo un papel esencial en la
derrota del III Reich no es cosa que admita dudas. Su
pueblo pagó un elevadísimo tributo en vidas por ello. Pero atribuir al genio de
Stalin lo que fue resultado, en lo esencial, del heroísmo de la población
soviética y de la pericia de muchos de sus mandos militares, como están
haciendo ahora los servicios de agit-prop de Putin, sólo puede responder a un propósito
avieso. El mismo que condujo al propio Stalin a cantar las glorias de Iván el
Terrible y otros autócratas del pasado ruso. Trata de extender en la población
rusa la idea de que un buen autócrata con ideas claras y mano de hierro para
ejecutarlas es una bendición del cielo. Aunque tenga que llevarse por delante a
pueblos enteros.
Si lo que realmente pretendieran los
fabricantes de ideología dominante cuando evocan los terribles desastres del
pasado fuera, como dicen, evitar que se repitan, deberían ampliar su campo de
visión, privilegiar menos el Holocausto y prestar más atención a otras
barbaridades históricas que cuentan con muchas más probabilidades de repetirse,
de una u otra forma.
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Ni luz ni taquígrafos
[Nada más que para que quede registrada también en el historial
de estos Apuntes del Natural, reproduzco aquí la columna que me publica hoy El Mundo]
Cada cual es muy dueño de pensar lo que
tenga a bien sobre las soluciones que hay que buscar para los problemas
específicos de Euskadi. Incluso puede pensar que no hay ninguna solución que
buscar, sea porque los problemas no tienen solución, sea porque las vías de
solución ya están abiertas y no hay nada nuevo que deba intentarse.
El PP es de este último criterio. Sostiene
que lo mejor que puede hacer el Gobierno central es mantenerse en las
posiciones en las que se atrincheró Aznar tras su intento frustrado de
negociación con ETA. Según el principal partido de la oposición española, en
Euskadi no hay ningún conflicto histórico que resolver. Para el PP, el único
problema que existe es ETA, cuya resolución corresponde a la policía y a los
jueces.
Es un enfoque perfectamente legítimo, por
supuesto, pero mal avenido con la realidad. Aznar puso a prueba esa visión
cuando prometió en 1996 que en el plazo de seis años habría logrado la desaparición
de ETA. Mayor Oreja, fue aún más audaz: dijo que lo conseguiría en un lustro.
Nueve años después, parece bastante obvio que fracasaron. En el plano policial
y, todavía más, en el político.
Lejos de ese criterio demostradamente
erróneo, otros consideran que el llamado problema
vasco encierra al menos dos problemas, relacionados, pero distintos. Saben
que está, en primer lugar, el problema de ETA, que es el que debe resolverse
mejor hoy que mañana. Pero no olvidan que Euskadi ya tenía serias dificultades
de engarce en España mucho antes de que naciera ETA. Y comprenden que no hay
ninguna razón para suponer que esas dificultades vayan a evaporarse
automáticamente con la desaparición de ETA.
Quienes ven así las cosas creen que hacen
falta propuestas nuevas que permitan el desbloqueo de una realidad que sigue
enquistada. Y propugnan que las fuerzas políticas con influencia real en la
sociedad vasca se vayan tanteando a la búsqueda de los consensos posibles
y necesarios. Lo cual requiere contactos
pacientes, discretos y laboriosos, a los que no tiene sentido acudir con la
pretensión de apuntarse éxitos inmediatos de cara a la galería.
Como periodista, trato de enterarme de
todo. Y lo que sé lo cuento. Pero me consta que en ese tipo de contactos la discreción
de los protagonistas es la norma número uno.
Quienes reclaman que haya «luz y
taquígrafos» en todas partes, como ha exigido el PP tras el encuentro entre
Zapatero e Ibarretxe, son siempre –la experiencia enseña mucho– los que quieren
que las iniciativas se queden en nada.
Que nos expliquen los populares qué luz y qué taquígrafos hubo cuando una delegación del
Gobierno de Aznar se reunió con otra de HB en un célebre hotel burgalés, en la
carretera Madrid-Irún, durante la tregua de ETA. Entonces fueron discretísimos.
¿Por qué?
Ya respondo yo: porque no querían boicotear
lo que estaban haciendo.
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¿La hora de la
verdad?
(Viernes
6 de mayo de 2005)
Está publicando José Luis Barbería en El País una serie dedicada a la
financiación del llamado Estado de las
Autonomías que se pretende técnica, pero que rezuma
ideología centralista por los cuatro bordes de cada página.
La entrega de ayer, titulada «La hora de la verdad del proceso
autonómico», comenzaba diciendo: «Después de haber “disparado con pólvora
del rey” durante años, tirando de un talonario que, en realidad, pagaba el
Estado, las autonomías comprueban que no les llega el presupuesto».
El párrafo es químicamente puro. O sea: no
hay por dónde agarrarlo.
Para empezar: «la pólvora del rey» no
existe. Los reyes no fabrican pólvora. Ni nada. Los reyes son intrínsecamente
improductivos. Si hay reyes que tienen pólvora, es porque se la han sacado a
alguien, de grado o de fuerza. La expresión «disparar con pólvora del rey» es
bochornosamente falaz, porque convierte al rey en explotado, cuando los reyes
no pueden ser sino explotadores, por definición.
Lo cual no señalo por ponerme tiquismiquis, sino porque ésa es la esencia del rollo que
se suelta el señor Barbería.
Añade: «...Un talonario que, en realidad,
pagaba el Estado». Es la misma falacia. Si el Estado posee un talonario, y si
ese talonario responde a una cuenta corriente con fondos, es porque otros se la
nutren. Porque al Estado le pasa como al rey de la pólvora: gasta, pero no
produce. Los fondos con los que cuenta el Estado provienen de los impuestos que
paga la ciudadanía, que no es propiedad del Estado y que suele vivir en una u
otra comunidad autónoma, más que nada porque no tiene otra posibilidad.
Y es que –aunque Barbería trate de hacer
como que no lo sabe– las comunidades autónomas son Estado.
Barbería confunde Estado y Administración
central. La Administración central es sólo una parte del Estado. Las
comunidades autónomas, las diputaciones, los cabildos... y hasta las pedanías,
las juntas de distrito y las dependencias del WC municipal del último pueblo
autónomo de la comunidad más autónoma que haya, si la hay, son tan Estado como
el mismísimo Jordi Sevilla.
A Barbería eso no le entra en la cabeza.
Para él, la ecuación fundamental de España es la que dice «Estado = Madrid».
Dejando fuera de la idea de Madrid al 95% de la gente que vive en Madrid, por
supuesto.
Es su problema. Y el de muchos otros que,
militen en el PP o en el PSOE, siguen creyendo que para marchar hacia el futuro
es obligado subirse a las cansadas grupas de Babieca.
Eso sí: con El País en la mano.
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