[Del 22 al 28 de abril de 2005]
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Objeción de
conciencia
(Jueves,
28 de abril de 2005)
El PP ve bien que los alcaldes
pertenecientes a su partido se nieguen a certificar matrimonios gays.
Vamos a ver. Cuando alguien asume el cargo de
alcalde, se compromete a atenerse a las leyes vigentes, y a aplicarlas. Y si la
ley dicta que los alcaldes deben cursar las peticiones casamenteras de las
personas que lo soliciten en forma debida, sea su sexo el que sea, a ellos no
les queda más narices que hacerlo. Les guste más o menos.
Si el PP fuera un partido propenso a la
insumisión contra el Estado, no diría nada. Respeto mucho a los insumisos. Pero
la gente del PP, Acebes mediante, suele transitar por las antípodas. Resulta
tirando a chocante que el mismo partido que ha coreado el procesamiento de tres
miembros de la Mesa del Parlamento Vasco porque se negaron a aplicar una
sentencia del Tribunal Supremo que invadía competencias que no le correspondían
–según su criterio, respaldado por el de un buen número de reputados juristas y
avalado en último término por la Fiscalía General del Estado– predique ahora
que se incumpla una ley que podrá gustarle más o menos, pero que es inequívoca
y que, a efectos procesales, no tiene vuelta de hoja.
Insisto: no me cuesta nada aceptar que haya
personas a las que la aplicación de una determinada ley les dé por rasca. Lo
acepto: si hay alcaldes del PP que no quieren sancionar matrimonios
homosexuales, están en su derecho.
Pero no como alcaldes. Si sus convicciones
más íntimas les impiden colaborar en una ceremonia así, si consideran que
hacerlo los colocaría en una senda de degradación moral comparable a la que
llevó a algunos a cerrar los ojos ante el horror de Auschwitz,
como ha dicho el cardenal emérito de Barcelona, Ricard
Maria Carles –supongo que sin pretender con ello
enlodar la memoria de Pío XII–, entonces nada les impide mostrar su perfecta
coherencia y dimitir del cargo.
Sin más. Asunto concluido.
Sólo a ellos les corresponde evaluar qué
pesa más en la balanza de sus devociones: si el bastón municipal o el hisopo
episcopal.
Si optaran por la dimisión, me tomaría en
serio su objeción de conciencia. Porque los gestos de desobediencia que
acarrean un perjuicio para los propios intereses materiales son los
inequívocos.
Ellos los conocen bien. Seguro que
recuerdan el ejemplo que dieron los muchos jóvenes que hace no tanto se
avinieron incluso ir a la cárcel para mostrar su rechazo a las armas.
No les pido que se dejen llevar a la arena
del circo para que los leones los destrocen. Sólo que demuestren que se toman
su fe más en serio que su sueldo.
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Olvidarse de todo
(Miércoles,
27 de abril de 2005)
(Quintana Roo, México)
–Ese viaje al Caribe mexicano te va a venir
de cine, ya lo verás. A ti lo que te hace falta es descansar a fondo durante
unos días y olvidarte de todo.
Mi buen amigo Gervasio Guzmán lo tenía
clarísimo.
Es increíble que, después de tantos años,
siga sin conocerme.
No quiero olvidarme de todo. O, para ser
exacto: no sé olvidarme de todo. Si me olvidara de eso que él llama «todo», no
sería yo.
Mi primera preocupación, llegado a este
extremo del mundo, fue comprobar qué emisoras de radio se captaban con el
pequeño pero potente transistor que me he traído. ¡Dos mierdas de radio fórmula
tipo 40 Principales! «Estamos en una zona muy mala para la captación de ondas»,
me explicaron en la recepción del hotel. «¿También en
onda corta?», me extrañé. «En todas las bandas», me respondió un amable
conserje de permanente sonrisa beatífica.
Vale. Genial.
Tras conseguir una conexión a internet –obsesión mía que aquí todo el mundo ha
considerado una excentricidad, y que ya me han anunciado que me será cobrada a
precio de tal–, lo primero que he hecho es mirar la prensa española, para ver
de qué iba. Luego he visitado las webs de Radio
Nacional y Radio Euskadi, aunque, como la conexión a internet
que me han proporcionado es malísima, las he oído sincopadas, intermitentes.
Lo que he visto y oído me ha reconfortado
mucho, de cualquier manera, porque he comprobado que todo sigue más o menos
como lo dejé hace dos días, aunque un poco peor, para variar. Está bien
constatar que España no me necesita en absoluto para empeorar.
Mañana me espera un día apasionante de
visita a ruinas mayas. Día completo, de 7 de la mañana a 6 de la tarde. ¿Para
qué haré yo estas cosas? Como si no me bastara con la contemplación diaria de
mi propia persona para saber cómo es una ruina antiquísima.
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La manía de viajar
(Martes,
26 de abril de 2005)
(Desde Ciudad del Carmen, México)
En tiempos tenía una coartada para
justificar mi escasísima afición por los viajes intercontinentales: «Lo siento,
pero se me haría muy duro pasar diez o doce horas sin fumar».
Lo cual, además, era cierto. Para alguien
que, como yo, se liquidaba tres cajetillas diarias de tabaco negro, la
perspectiva de estar encerrado en un lugar en el que estuviera prohibido fumar
era cualquier cosa menos deseable. De hecho, aproveché los últimos tiempos en
los que aún se permitía fumar en los vuelos transoceánicos para dejarme caer
por los Estados Unidos. No tuve demasiado éxito, porque aunque autorizaran a
fumar en el avión, la prohibición ya estaba haciendo estragos en tierra.
Sigo sin tener alma viajera, pero ahora ya
no puedo utilizar la excusa del tabaco para disimular mi falta de interés por
comprobar en vivo y en directo cómo
son, qué hacen, qué tienen y qué no tienen los habitantes del quinto coño. Ex
fumador militante, incluso pueden cachondearse de mí
ensalzando las ventajas que debería encontrarle a no oler el humo del tabaco
durante el montón de horas que dura el viaje.
Yo respondo invariablemente que, para saber
de un país lejano, dos o tres libros bien elegidos y media docena de
documentales contemplados desde el sofá del salón del propio hogar valen
bastante más que cualquier viaje de tipo turístico. La experiencia directa
–cuatro recorridos, unas cuantas conversaciones, un percepción necesariamente
parcial y mediatizada– tiene muchas probabilidades de resultar engañosa.
Recuerdo cuando pasé una semana en
Indonesia. Constaté luego que los datos más rigurosos sobre aquella realidad no
los había obtenido observando los pedazos de país que pasaron por delante de
mis narices. Menos aún oyendo a las pocas personas con las que logré hilar la
hebra. Mis conocimientos mejores y más solventes me los dio la lectura de un
par de trabajos de notable rigor... que había estudiado antes de salir para
allí.
¡Viajar, ver, conocer, disfrutar de otros
paisajes, de otros mares, de otras culturas! Sí, ya. Y acarrear maletas
pesadísimas (que las compañías aéreas extravían con singular devoción), y
pasarte horas de espera en aeropuertos varios, y luego no encontrar un puñetero
taxi que te conduzca al destino y a un taxista que no te time, y que te
atiborren de comidas picantes y llenas de especias, y que te asaeten toda
suerte de mosquitos o insectos de ignotas subespecies...
Decía Carlos Herrera: «Desengáñate, como
fuera de casa no se está en ningún lado». Es gracioso, pero no lo comparto en
absoluto. A mí, mi casa me gusta. Sé cómo funciona. Dónde está cada cosa. Y
tengo miles de modos de viajar desde ella hasta los extremos más remotos del mundo
–y de la propia mente humana, incluso– sin necesidad de mover el culo. Y sin
que me pique ningún bicho.
Hoy, sin ir más lejos, me he pasado varias
horas aquí, en el Caribe mexicano, tratando de ver como conecto mi ordenador
personal (perdón, computadora) a internet, más que nada para actualizar la web con un texto
que en lo esencial ya estaba escrito a las 7:00, hora española. Y ya veis a qué
hora me he plantado.
–Pero tú, ¿has venido a México a escribir,
o a qué? –me pregunto yo solo.
–¡A escribir, por supuesto! ¿A qué, si no?
–me respondo.
Me pasa como a aquel torero, imbécil pero
guapo, que ligó una noche con Ava Gardner
y al que la bella actriz sorprendió cuando a las primeras luces del alba se
vestía precipitadamente. «Pero ¿adónde vas, hombre?», le dijo extrañada. «¡Pues adónde voy a ir! ¡A contarlo!», respondió el
botarate.
Yo también debo de ser un botarate, porque
me pasa lo mismo. Lo que más me gusta de lo que vivo es contarlo.
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Cosas desagradables
(Lunes
25 de abril de 2005)
Lo que se ve aquí arriba es la
reproducción de un dibujo, de dimensiones bastante considerables para tratarse
de un trabajo a lápiz (65 x 40 cm.), obra de mi hermano Josemari.
Tengo este dibujo expuesto en un lugar
preferente del salón de mi casa. (La fotografía que le he sacado no le hace justicia,
entre otras cosas porque no he logrado evitar que el cristal que lo recubre
haga un feo reflejo en el lateral izquierdo. Pero da una idea.)
Estuve reflexionando delante de él
anteayer, probablemente influido por las muchas noticias que hablaban de los
incontables actos que, aprovechando la celebración del Día del Libro, se
estaban realizando en recuerdo de la publicación de la primera parte de El Quijote, en 1605. La idea de
presentar a Alonso Quijano como picador, alanceando en el hoyo de las agujas a
un Sancho cualquiera –mordido, para más inri, por un perro goyesco–, con un nazareno encapirotado presto a hacer el quite, tiene tela,
aunque en este caso la obra sea sobre cartulina. Cada cual puede interpretarla
como le dé la gana –por supuesto, que así funciona el arte–, pero algo me dice
que es mejor no apuntarse a ninguna visión amable.
Mirando el cuadro, recordé que han visitado
mi casa en las últimas semanas varias personas que han tenido un comportamiento
similar ante el dibujo. Lo ven, se acercan, lo miran durante largo rato y
acaban diciendo: «Muy bueno. Impresionante. Pero muy duro, ¿no? A mí me
amargaría tenerlo constantemente delante...»
Vi de inmediato la similitud entre esa
reacción y la que produjo la semana pasada la lectura dramatizada de mi obra
teatral José K, torturado en Madrid. Muchos de los asistentes a la
representación dijeron a su término que el texto les había parecido bueno, pero –subrayo el pero– muy desagradable.
«Te deja mal cuerpo.»
No reprocho nada a nadie. No tengo derecho
a hacerlo, puesto que yo mismo también huyo a veces de la visión –no del
conocimiento, pero sí de la visión, y también de la representación– de los
aspectos de la realidad que más me hieren o me deprimen. En el cine, por
ejemplo. Me he salido muchas veces de la proyección de películas que me
parecían excelentes y bien planteadas, pero cuya visión me estaba haciendo
polvo. ¿Ejemplos? Días de vino y rosas, Midnight cowboy, Johnny cogió su fusil, Apocalypse
Now... Muchas. Se ve que, para sufrir, ya tengo
bastante con la realidad. Y con mi modo de verla.
Sin embargo, y contradictoriamente, un
cuadro duro no me estorba nada. Me
disgustan mucho más las pinturas bonitas.
Lo mismo me pasa cuando escribo: nunca eludo el lado menos amable de la
vida.
Otra cosa es cuando lo hacen otros.
«Cada cual es de su padre y de su madre»,
me dicen. Acepto de mil amores la explicación. Deduzco que es por eso por lo
que conecto tan bien con la obra pictórica de mi hermano: según todas las
trazas, somos del mismo padre y de la misma madre.
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La dictadura del
relativismo
(Domingo
24 de abril de 2005)
En el discurso cumbre de su campaña
electoral al Papado, Joseph Ratzinger, ahora
Benedictus XVI –le hago la gracia del latín, porque me cae bien (el latín)–, lanzó una diatriba muy curiosa, en la que arremetió
contra lo que llamó «la dictadura del relativismo».
En realidad la emprendió contra muchas más
doctrinas que él pintó como altamente peligrosas para el orbe presente. Citó,
entre otras, el marxismo y el colectivismo. (Me pregunto de dónde se habrá
sacado el nuevo Papa que el marxismo y el colectivismo tienen mucho peso en el
mundo de hoy. Para mí que a este hombre le pasa lo que algunos nos reprochan a
otros: que se quedó anclado en los sesenta.)
En todo caso, la más curiosa de sus
condenas es la que dirigió contra «la dictadura del relativismo».
Se trata de un enunciado conceptualmente
imposible. Es –volvamos a los latines– una pura contradictio in terminis. Por las mismas podía
haberse metido con el dogma del antidogmatismo. O con
la dictadura de la libertad. O con la oligarquía democrática.
Quienes nos sentimos espontáneamente
inclinados hacia el relativismo tendemos a considerar que no conviene
considerar las ideas y los comportamientos de los humanos conforme a un patrón
universal único. Muchos fenómenos que a algunos nos resultan extravagantes, o
incluso aberrantes, se explican –aunque no se justifiquen– a partir de su
vinculación con tradiciones culturales que nos son ajenas.
De ahí, por ejemplo, que muchos muestren un
cierto grado de tolerancia con respecto a las prácticas imperantes en la
estructura de poder del Vaticano, que, dada su neta oposición a la igualdad
entre los sexos, a las libertades de expresión, de asociación y de culto, al
sufragio universal, et cætera, no pueden por menos que ser tenidas por
radicalmente opuestas a los principios teóricos que asientan las sociedades
civilizadas modernas.
Benedictus XVI debería sentirse muy
agradecido al relativismo imperante, gracias al cual el Estado que él encabeza
se viene librando del repudio general de los demócratas.
Es cierto, de cualquier forma, que, como
todo en este mundo, el relativismo también puede ser excesivo. He visto que hay
opinantes supuestamente progresistas que relativizan
las inclinaciones ultras del nuevo Romano
Pontífice y dicen que no hay que descartar que cambie de orientación. Se apoyan
en argumentos tan vaporosos como que es un hombre de temperamento modesto,
tirando a cordial y poco dado al oropel. ¡Pues no habrá habido dictadores así!
Son perfectamente capaces de saludarte con una mano mientras con la otra firman
tu sentencia al Averno.
Lo cual me trae al recuerdo otra curiosidad
digna de mención: el Vaticano sigue sin declarase incompatible con la pena de
muerte.
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Estancados
(Sábado
23 de abril de 2005)
La Confederación Española de Hoteles y Alojamientos
Turísticos (Cehat) ha exigido al Gobierno
«actuaciones concretas» para afrontar la situación de «estancamiento» por la
que, según ella, atraviesa el sector hotelero. Reclama, en concreto, una rebaja
de la presión fiscal, lo que le ayudaría –dice– a mejorar su «competitividad».
Los directivos de la Cehat
tienen un morro que se lo pisan.
Hacen como si no supieran, para empezar,
que un sector como el de la hostelería no puede estar en expansión indefinida.
Y no sólo porque la cifra de turistas no
puede crecer sin parar, de modo espontáneo y al margen de los avatares de la
economía.
Los responsables políticos y empresariales
de este sector decidieron, en la época de su despegue, allá por los años 60,
que España debía apostar decididamente por el turismo de presupuesto bajo o
medio. Eso atrajo a millones de turistas procedentes de países con rentas per capita más altas. De entonces a aquí
se han ido produciendo cambios de notable importancia: los precios españoles
han ido pareciéndose cada vez más a los de la Europa próspera, la masificación
de las costas y su deterioro ambiental han quitado atractivo a la oferta y,
para rematar la faena, han surgido en el área del Mediterráneo otros destinos
con entornos aún no definitivamente degradados y mucho más baratos. Sin
embargo, las pautas del modelo turístico español han variado muy poco.
En el descenso del atractivo económico de
España como destino turístico ha influido, y no poco, la voracidad de los
empresarios del gremio, que se distingue año tras año por ser uno de los
principales responsables de la presión inflacionista.
Y, con ese panorama, se quejan no ya de que
sus beneficios hayan descendido... ¡sino de que se han estancado! ¡Y se enfadan
con el Gobierno!
Me saca de quicio la tendencia de algunos sectores
económicos españoles –y no españoles– a pasarse el día llorando por lo mal que
les va en cuanto las cosas no les van sobre ruedas. La Cehat
pide (no, perdón: ¡exige!) rebajas fiscales porque su sector está estancado. No
recuerdo que se ofreciera a pagar más impuestos cuando sus negocios pasaban por
momentos de decidida expansión.
Pasa lo mismo con algunos grandes
propietarios agrícolas. ¿Que llueve más de la cuenta? ¿Que no llueve lo
suficiente? ¿Que graniza? De inmediato reclaman declaraciones de zona
catastrófica y ayudas del Estado. ¿Alguien les ha oído decir alguna vez: «La
cosecha de este año ha sido estupenda, así que vamos a aportar más, para ayudar
a la gente de otros sectores a los que les ha ido peor»?
Muchos pequeños empresarios o trabajadores
autónomos españoles viven al albur de las circunstancias. Si tienen encargos,
salen adelante. Si no tienen demanda, o si se les ocurre cometer el error de
enfermar, van de cráneo. Nadie les concede rebajas de nada. Nadie declara su
localito o su tienda «zona catastrófica».
Por hablar de un sector que me conozco
algo: les enseñaría yo a los señores de la Cehat el
porrón de periodistas de por estas tierras que viven «a tanto la pieza», sin
nada fijo, cobrando según tarifas que en muchos casos quedaron fijadas hace
ocho o diez años, y eso cuando no se las han rebajado, y eso cuando cobran.
¿Qué hace el Gobierno por ellos? Desearles suerte, como mucho.
Ah, se me olvidaba. Al Congreso de la Cehat, celebrado en Málaga anteayer, no faltó José María
Cuevas, que denunció en términos muy enérgicos la «falta de implicación» de la
Administración en los problemas del sector turístico. Aparte, anunció que la
CEOE va a celebrar una gran cumbre empresarial en la que se dejará bien clara
la preocupación del empresariado... por las reformas estatutarias que se
avecinan.
Joder, qué tropa.
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El peso de la
demagogia
(Viernes
22 de abril de 2005)
El PP acusa a Rodríguez Zapatero de haber
hecho posible que la izquierda abertzale esté en el Parlamento vasco. No tiene
razón. A quien hay que achacar que el Partido Comunista de las Tierras Vascas
(EHAK, en euskara) lograra nueve escaños el pasado domingo es, en primer y
destacado lugar, al 12,5% del electorado vasco, que dio su voto a esa
candidatura.
Ésa es la verdadera cuestión.
El PP sigue empeñado en ilegalizar la realidad.
Lo hace apelando a argumentos de escasa consistencia jurídica (sus defensores a
ultranza harían bien en repasar la sentencia 68/2005 del Tribunal
Constitucional, en la que se afirma, entre otras cosas, que a ningún partido
político se le puede exigir como condición para su existencia legal que condene
de manera expresa el terrorismo de ETA). Pero eso es secundario, a estos
efectos. Lo que me parece más digno de mención es que, además, esa política no
sirve para los fines que pretende. A las pruebas me remito: tras cuatro años de
esfuerzos sistemáticos para silenciar la expresión política de la izquierda
abertzale, ésta ha pasado de tener siete escaños a contar con nueve.
No puede haber demostración más clara de
los efectos contraproducentes que se derivan de la obsesión prohibicionista.
Zapatero parece haber entendido que por esa
vía no se avanza en la transformación de la realidad social vasca, necesaria
para asentar sobre bases firmes la pacificación y la normalización política de
Euskadi. Quisiera dar un giro, y en parte lo está dando, pero tropieza con
muchas dificultades. Él y su partido han pasado demasiado tiempo coreando las
consignas del PP, y ahora se encuentran con que buena parte de su base social y
de su electorado no entienden que explore otras vías.
Durante años ha contribuido a que algunos
tópicos hueros pasen por principios incontrovertibles y ahora no sabe cómo
orillarlos. ¿Por qué, cada vez que los del PP proclamaban que con Batasuna no
se podía ni hablar, no les contestó que ellos bien que lo habían hecho, y al
más alto nivel, aunque fuera en Burgos y a escondidas? ¿Por qué llegó a
rivalizar con los del PP, presumiendo de que él, por
no hablar, no hablaba ni siquiera con el presidente del PNV? ¿Por qué no
recordó que Aznar envió a sus emisarios a negociar con la dirección de ETA? Y,
sobre todo, ¿por qué no explicó a la ciudadanía que nada de eso tenía nada de
infamante, porque un Gobierno debe moverse en todos los terrenos cuando están
en juego intereses superiores?
Maleducó a sus seguidores y ahora es rehén
de lo que dio por bueno, sabiendo que no lo era. Va a costarle contrarrestar
tantos años de demagogia.
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