[Del 18 al 24 de marzo de 2005]
«El pueblo lo ha
asimilado»
(Jueves
24 de marzo de 2005)
El techo de la actividad
de ETA ha ido elevándose a lo largo del tiempo. Al principio, se ceñía a matar
policías y militares de alta graduación, pero con el paso de los años fue
ampliando progresivamente la variedad de sus objetivos, hasta incluir
trapicheros, concejales, ertzainas, morosos del
«impuesto revolucionario» e incluso, dependiendo de la mejor o peor fortuna,
viandantes ocasionales por ciudades de España y turistas en general.
Cada vez que ha dado un nuevo «salto cualitativo» en la gama de
sus víctimas, ETA ha esperado a ver qué reacción provocaba, muy especialmente
en la izquierda abertzale. Y cuando ha visto que la vuelta de tuerca
correspondiente no suscitaba una espantada
de mayor importancia en su base social, ha considerado que esa práctica ya
se podía dar por admitida. «El pueblo lo ha asimilado», se decía. Y empezaba a
pensar en la siguiente.
Su enemigo ha ido haciendo lo propio, a su modo. Ha ido ampliando
su panoplia represiva, tanteando la eficacia de cada medida y la amplitud del
rechazo social que le granjea (en Euskadi, se sobreentiende). Ha examinado
también con gran cuidado qué rentabilidad podía obtener de sus diversas
iniciativas de cara al objetivo político esencial que persigue en este campo,
que no es otro que la neutralización del nacionalismo vasco. Ilegalizaciones,
detenciones basadas en sospechas ideológicas, encarcelamientos que no se
sustentan en ninguna imputación concreta, sumarios tan dúctiles como eternos,
leyes a la medida de sus necesidades políticas, privación de derechos constitucionales (el derecho a ser elegido,
por ejemplo) a personas a las que ninguna sentencia les ha limitado ninguno,
invasión en las competencias del Parlamento vasco, utilización bochornosa de
los más altos tribunales para decir amén a cuanto les peta... Hacen, evalúan
las reacciones que sus decisiones provocan y, cuando ven que la respuesta
social es limitada y no pone en peligro su posición dominante, se dicen: «El
pueblo lo ha asimilado».
Sólo falta que encima les vaya bien en las próximas elecciones
vascas. Cosa que –lo voy avanzando– no es ni mucho menos imposible.
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No había nada que
hacer
(Miércoles
23 de marzo de 2005)
Mi amigo Pablo, que es bibliotecario y fino escudriñador, ha
encontrado en un viejo número de Cuadernos
para el Diálogo, semanario de pro durante la Transición, esta foto de una
tumultuosa presentación de la Ejecutiva de la ilegal Coordinación Democrática,
el organismo coordinador de la oposición al franquismo, más conocido a la sazón
por «la Platajunta», por ser fruto de la fusión de
los dos grupos unitarios que habían existido hasta entonces: la Plataforma de
Convergencia Democrática la Junta
Democrática de España.
Pero el mérito mayor de
Pablo no es haber localizado la foto, sino haberse dado cuenta de que el joven
moreno y con barba vestido de negro que está en el centro de la mesa
consultando con aire absorto su reloj... es este servidor de ustedes. Porque el
parecido físico, después de casi tres décadas, no es –para que nos vamos a
engañar– demasiado llamativo.
La foto, que ha tenido la gentileza de hacerme llegar, me ha hecho
recordar el día en que fue tomada. Sucedió en septiembre de 1976 y la comida se
celebró en el restaurante Jai Alai de Madrid, muy cerca del Paseo de la Castellana,
junto al despacho de Antonio García-Trevijano (a
quien se le ve a la derecha, delante de un fotógrafo, bebiendo un vaso de
agua).
¿Qué hacíamos allí? Unos pensábamos que se trataba de desafiar al
Gobierno de Adolfo Suárez; otros, me imagino, que había que hacer méritos ante
él.
Repaso el panorama y reconozco a bastantes de los reunidos: a
Enrique Múgica al fondo, a Simón Sánchez Montero mostrando su incipiente calva
en muy primer plano, a Joaquín Ruiz Giménez, a
Ignacio Camuñas (al que por entonces llamaban «Nacho de Noche»), a Francisco
Fernández Ordóñez, que no tardaría en irse con Suárez para mejor servir a
González, a Eurico de la Peña (un personaje que me hacía particular gracia
porque no siempre se acordaba del nombre de su propio partido)...
Pocos días después de aquella comida, la Policía de Rodolfo Martín
Villa procedió a detenerme. Me aplicaron la legislación anti-terrorista para
repasarme a gusto. Pero ésa es otra historia.
Regreso a la foto. Contemplo el panorama de los comensales. Vaya
tropa. ¿Cuántos de los que estábamos allí congregados en tanto que teóricos
representantes de las fuerzas democráticas abanderadas de la ruptura total con
el franquismo estábamos realmente dispuestos a enfrentarnos a los herederos del
franquismo? Apenas se tardó en obtener la respuesta: cuatro y el del tamboril.
Evoco por un momento aquellos tiempos y me reafirmo en lo que
vengo pensando desde entonces: no es que fuéramos pocos; es que no éramos nada
en común. Unos –la aplastante mayoría– eran lo que no tardaron en demostrar que
eran. Los otros –un puñado, por decir algo–, lo que hemos conseguido a duras
penas seguir siendo.
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Por puro sentido
común
(Martes
22 de marzo de 2005)
Reclama una y otra vez Mariano Rajoy que se reúna el Pacto
Antiterrorista para que el Gobierno y el PSOE le aclaren si han tenido o no
reuniones con Batasuna. Los portavoces del Gobierno y del partido que lo
sustenta le han respondido ya por activa y por pasiva que no. El sentido común
dice que por mucho que se junten en una solemne reunión, los socialistas no van
a cambiar su respuesta. No podrían hacerlo. Quedarían en una posición política
imposible.
La cosa es tan de cajón que, por mero sentido común, hay que
llegar a la conclusión de que, si el presidente del PP pone tanto empeño en que
se produzca esa reunión del Pacto Antiterrorista, ha de ser por razones
diferentes a las que declara. ¿Qué razones? Eso ya queda al olfato de cada
cual. Para mí que se está moviendo para colocar mejor sus peones en el tablero
de las próximas elecciones vascas, porque ve que se resquebraja el viejo frente
común PP-PSE, que tan bien le funcionó cuando Mayor Oreja y Nicolás Redondo
Terreros actuaban en la modalidad de parejas. Y se da cuenta de que eso deja a
su partido no como la vanguardia de un bloque, sino como un reducto del
inmovilismo.
Pero ésta es una suposición más o menos lógica mía, no una
conclusión indiscutible.
Lo que sí cae por su propio peso –retorno al sentido común– es que
el PSOE puede negar con toda tranquilidad que esté teniendo contactos con
Batasuna. Primero porque Batasuna carece desde hace tiempo de entidad legal, lo
que excluye la posibilidad de tener una relación formal con ella. Segundo,
porque para intercambiar planteamientos, ideas y posibilidades –o simplemente
«para tomar la temperatura», que decía el convicto Rafael Vera– no es necesario
que se reúnan una delegación del PSOE y otra de la ilegalizada Batasuna. Ni
siquiera es imprescindible que quien acuda sea militante del PSOE. Basta con
que la persona o personas que lo hagan sean merecedoras de confianza y se
muestren competentes en la función de correveidiles. Lo mismo cabe decir del
otro bando. Hay muchas personas que tienen relación con la izquierda abertzale,
pero que ni han militado ni militan en ninguna organización concreta.
Ahora bien, y puesto que de sentido común se trata: me parece del
más puro sentido común que el Gobierno quiera saber a qué atenerse con la
izquierda abertzale más allá de lo que sus portavoces declaren en la plaza
pública. Hasta en las guerras más encarnizadas se han producido contactos
destinados a tantear al oponente, a conocer su estado de ánimo y a sondear sus
auténticos propósitos. Tales iniciativas no dan prueba de debilidad, sino de
cordura. Porque es de gente cuerda tratar de poner fin a los conflictos lo
antes que se pueda, siempre que quepa hacerlo en las condiciones a las que dé
derecho la propia fuerza.
Aunque hay otra cosa que también es de sentido común: a quienes no
les interesa en absoluto que terminen los conflictos es a quienes viven de
ellos.
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Contra la dignidad de
la vida humana
(Lunes
21 de marzo de 2005)
Puede parecer paradójico, e incluso directamente contradictorio:
George W. Bush, el que con tanto entusiasmo aplicó en sus tiempos de gobernador
de Texas la pena de muerte y la sigue defendiendo en general, incluso en las
condiciones más extremas, ha realizado todas las maniobras legales posibles
para forzar que se conecte la máquina de nutrición que ha venido manteniendo en
vida meramente vegetativa a una mujer, Terri Schiavo, en una clínica de un estado de Florida, desde hace
15 años y sin posibilidad de recuperación. Ha llegado a fabricar una ley ad hoc, para
ser aplicada a una sola persona, y ha utilizado al Congreso de Representantes
para desactivar una sentencia firme de un tribunal de estado. Según quienes
saben de esas cosas, ambas actuaciones son contrarias a la Constitución de los
EEUU y es muy probable que acaben siendo declaradas inconstitucionales.
Pero no hay contradicción ninguna. En ambos casos, lo que ha hecho
George W. Bush es erigirse en paladín de las posiciones de los sectores más
reaccionarios de la sociedad norteamericana, que es perfectamente capaz de
compatibilizar la oposición más cerrada a la eutanasia, activa o pasiva, y la
aplicación de la Ley del Talión en que se basa la pena de muerte. En ambos
casos, asimismo, ha demostrado su capacidad para violentar el espíritu de las
leyes –lo hacía con la pena de muerte, por ejemplo, cuando ordenaba la
ejecución de personas que en el momento de cometer el crimen eran menores de
edad–, con tal de dar satisfacción a esa fracción ultra del electorado (y, ya de paso, darse también satisfacción a
sí mismo).
Estamos ante un caso nada
contradictorio de tipejo que desprecia la dignidad de la vida humana en todos
los frentes posibles.
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¿Tiene Patxi López un
plan?
(Domingo
20 de marzo de 2005)
Los dirigentes del PP exigen al Partido Socialista de Euskadi, a
veces directamente a veces a través de la Ejecutiva central, que retire el
llamado plan Patxi López, que califican
de «plan Ibarretxe descafeinado».
Lo cierto es que la propuesta del PSE no tiene comparación posible
con el proyecto de reforma del Estatuto de Autonomía presentado por el Gobierno
vasco, refrendado por el Parlamento de Vitoria y rechazado por el Congreso de
los Diputados. Para empezar, el uno es un texto articulado como ley presentado
ante la opinión pública y tramitado en sede parlamentaria, en tanto el otro
viene a ser algo así como un documento de trabajo, de perfiles bastante
difusos, que enuncia algunas ideas para su discusión en un hipotético foro de
diálogo.
La diferencia no sólo es llamativa, sino también relevadora de sus naturalezas totalmente disímiles.
El proyecto de Ibarretxe fue y sigue siendo la pieza central de un
plan de voluntad práctica, que puede llegar a contar con las fuerzas políticas
y sociales vascas necesarias para seguir estando de un modo o de otro sobre la
mesa del poder central. En efecto, los observadores que siguen con más detalle
la política vasca creen –y en esa misma dirección apunta también la mayoría de
los sondeos que se han efectuado– que no sería de extrañar que la anterior
coalición de Gobierno obtenga en las próximas elecciones la mayoría absoluta.
No afirman tajantemente que vaya a suceder tal cosa; sólo que es una hipótesis
digna de consideración.
En cambio, se ve mal cómo el plan
López podría llegar a ocupar el
centro de la escena política vasca. Hay general acuerdo en augurar a su partido
una mejoría sustancial de los resultados electorales que obtuvo hace cuatro
años, y hasta es factible que supere en escaños al PP, que está de capa caída,
pero eso no le basta. Ni de lejos.
Es bien sabido que el voto vasco presenta una muy notable
estabilidad, visto en sus tendencias generales. De votación en votación, se
producen variaciones en los resultados logrados por cada uno de los partidos,
pero como fruto de trasvases dentro de cada uno de los dos bloques. Si el PSOE
sube, el PP baja, y al revés. La suma de ambos siempre viene a ser la misma, en
torno al 40%. Si, en general, el secretario general de los socialistas vascos
tiene muy escasas posibilidades de hacer realidad su lema electoral («Patxi López lehendakari»), lo que ni
siquiera puede imaginar es en lograrlo sin contar con el respaldo del PP. Que
nunca le apoyaría para sacar adelante su plan.
Quiero decir con ello que Patxi López ha puesto en circulación
algunas ideas para dar cierto contenido a su campaña electoral, lo que es sin
duda razonable. Pero un plan, lo que se dice un plan, no tiene.
Nota de régimen interno. De no haber tenido que sustituir hoy a una compañera del
periódico, que me lo pidió hace días, no creo que hubiera escrito nada. Ayer
sufrí un cólico muy aparatoso, he pasado una noche espantosa y ahora mismo me
encuentro para el arrastre. Si persisto en esa situación, a lo peor mañana me
veo obligado a renunciar a escribir.
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José K, torturado
(Sábado
19 de marzo de 2005)
Decidido: el 11 de abril se leerá en público, en la sede de la
Sociedad de Autores, en Madrid, el texto de mi José
K, torturado. La representación, que formará parte de un ciclo de teatro
leído, pero con cierto aparataje –habrá proyecciones
de fondo, música y no sé qué más–, será producida por Robert
Muro, dirigida por Sandra Toral y correrá a cargo de Ramón Langa, a quien los
más despistados no tardarán en identificar si les digo que es dueño de la voz
que sirve para doblar los parlamentos peliculeros de Bruce Willis
y Kevin Costner. Un pedazo de voz y un actor que está
enamorado del papel, durísimo, que le toca hacer asumiendo ese texto mío, que
es un difícil monólogo que dura algo así como una hora.
La gran mayoría de quienes siguen esta página no me han oído
hablar jamás de José K, torturado.
Nunca me he presentado como autor de teatro, porque no lo soy. Es decir, sí lo
soy, porque he escrito el texto de una obra de teatro, pero no me lo creo. No
controlo los artificios del teatro y, lo que es peor, no me interesan
demasiado. Dije hace años, y no por ganas de hacer una frase redonda, que, una
vez vistas las cosas que hizo Shakespeare, me parece
una causa inútil ponerse a competir en ese terreno. Tampoco veo que haya muchos
actores españoles que alcancen los mínimos exigibles en materia de
interpretación. Mis próximos saben que voy poquísimo al teatro –una noche por
década, más o menos– y que las raras veces que voy, me duermo.
José K es resultado de una circunstancia muy especial. Di hace muchos
años una conferencia sobre la tortura que resultó muy escandalosa –a mi pesar,
lo juro– y unos productores de teatro presentes creyeron que el ejemplo en el
que se basaba mi alegato podía servir para una obra. Me la encargaron, me hizo
gracia el reto, la escribí, me la pagaron, me contaron que todos sus esfuerzos
por estrenarla estaban resultado inútiles, porque ningún empresario quería
arriesgarse a aceptar una obra tan dura... y yo dije que muy bien, y que a otra
cosa. Pero ellos –que no yo– han seguido con el empeño, y eso ha desembocado en
esto que os cuento: que el 11 de abril se presentará en público.
No podeís ni imaginaros la vergüenza que
me da.
Pero si algunos podéis ir a verla, mejor. Porque lo más bochornoso
de todo sería que al final se estrenara y encima no tuviera público.
Ya os tendré al tanto.
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El símbolo de la
estatua
(Viernes
18 de marzo de 2005)
Está resultando interesante ver cómo y cuántos se están retratando
con la polémica sobre la retirada de la estatua de Franco de Madrid.
Tiene su punto comprobar, por ejemplo, que algunos que se
mostraron encantados hace unos meses con el derribo de la efigie de Sadam
Husein en Bagdad sueltan ahora muy serios –y ante los mismos micrófonos, para
más inri– que las estatuas son sólo estatuas y que lo mejor es dejarlas en paz.
Me fascina también el
argumento, muy traido y llevado en las últimas horas,
de que, a fin de cuentas, las plazas de toda España están repletas de
monumentos dedicados a la memoria de personajes muy discutibles, cuando no
francamente reprobables, y que nadie ha pedido que se retiren. A decir verdad,
me ha extrañado que, metidos en tales gastos, no hayan recordado que en el
parque del Retiro, en Madrid, hay un monumento a Lucifer.
El mero hecho de que
existan en la vida pública de este país tantos que no se dan o no quieren darse
cuenta de la carga simbólica excepcional que acumula la figura de Franco, máximo
representante de cuarenta años todavía recientes de reiteradas y masivas
afrentas a los derechos y libertades individuales y colectivos, es indicativo
de cómo está el patio. Y de hasta qué punto lo que se discute no es un asunto
meramente histórico, sino vivo y coleante. Que se vayan a Berlín a defender que
sus plazas exhiban estatuas de un Hitler victorioso y les digan a los
demócratas alemanes que a fin de cuentas es sólo un episodio de su Historia. Ya
verán qué bien les va.
Hay quien llama la atención
sobre el hecho de que el PSOE estuvo ya durante 13 años en el Gobierno y no
retiró las estatuas –dicho sea en plural, porque por entonces había varias– de
homenaje a Franco. Eso, además de ser una verdad difícilmente discutible,
apunta a uno de los problemas de fondo, reales, que se encierran en toda esta
polémica. En efecto, Felipe González se lavó las manos en el asunto. ¿Por qué?
Porque él sabía, como lo sabíamos todos y ahora se trata de olvidar, que su
mismo Gobierno, por muy socialista que se dijera, era resultado del pacto de
respeto a los albaceas testamentarios del franquismo en el que se basó la
llamada Transición.
Si la figura de Franco
debe ser zaherida y su memoria denostada, ¿qué hacemos entonces con los que
llegaron a las más altas cumbres del poder y quedaron atados y bien atados a
ellas porque así lo quiso y así lo ordenó él en persona?
Si ahora han descubierto
que el franquismo merece ser descabalgado de manera inapelable, ¿qué hacen
compadreando con quienes iniciaron su carrera subidos al jamelgo de Franco?
Lo que pretenden es
hacernos creer que el franquismo fue Franco, sólo Franco y nadie más que
Franco.
A otro perro con ese
hueso.
Incluso, bien pensado,
casi mejor que dejen las estatuas donde estaban. Su muda presencia reflejará mucho
mejor la verdadera realidad del poder en España.
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