[Del 11 al 17 de febrero de 2005]
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Los muertos
(Jueves
17 de febrero de 2005)
Deberíamos llegar a un gran acuerdo colectivo sobre el uso de los
muertos.
No me refiero a la utilización de las víctimas del terrorismo, que
sobre eso parece que ya hay consenso –consiste en decir que está muy feo apelar
a su desgracia en las contiendas políticas y en no parar de hacerlo–, sino a la
invocación de supuestas opiniones o actitudes ejemplares de quienes, habiendo
fallecido, no están en condiciones de confirmar o desmentir aquello que se les
atribuye.
El humorista satírico francés Pierre Desproges hacía mofa de esa
impotencia de los muertos. En uno de sus desternillantes soliloquios, contaba
que el gran cantautor Georges Brassens le había telefoneado poco antes de morir
para mostrarle su rendida admiración. «Ah, sí claro... Gracias, viejo, a mí
también me gustan tus cosas», relataba que le había contestado él. (Por cierto
que Desproges también me telefoneó a mí poco antes de fallecer de cáncer para
decirme que mis escritos le gustaban tanto que se había apuntado a un máster de
lengua española nada más que para estar en condiciones de apreciar más a fondo
la belleza de mi prosa. Un verdadero gourmet
del periodismo, él.)
De todos modos, la dificultad principal que me plantean algunos
muertos no proviene de la imposibilidad en que se encuentran de confirmar las
afirmaciones felices que les atribuyo, sino en lo mal visto que está ponerlos
de vuelta y media. De mortuis, nisi bene («De
los muertos sólo [se diga] lo bueno»), se cuenta que sentenció Quilón, uno de
los llamados «siete sabios de Grecia», que no sé por qué dijo eso en latín, con
lo farde que le habría quedado en griego.
A mí me importa un bledo hablar mal de los muertos, incluso cuando
todavía están calentitos. Hace años, inicié una columna diciendo: «Ha muerto el
tenista Vitas Gerulaitis. Era un imbécil». Hubo muy poca gente que apreciara mi
sinceridad. Sin embargo, contaba con pruebas concluyentes a mi favor:
Gerulaitis había dedicado ímprobos esfuerzos a tratar de demostrar que las
mujeres son inferiores a los hombres, en la vida en general y en el tenis en
particular. Eso en una época en la que
el tenis masculino de alta competición se había convertido en un aburrimiento
mortal, pura exhibición de fuerza muscular, mientras el tenis femenino daba
gloria verlo.
Algo similar me pasó tras el fallecimiento de Lola Flores, a la
que, de todos modos, no insulté: me limité a decir que, más allá de sus
gracias, algunas tal vez reales, era la representación acabada de la peor de
las Españas.
Os preguntaréis a qué viene todo esto. Pues al hecho de que ayer,
según comía en un restaurante de Bilbao leyendo el periódico, me encontré con
una columna en la que se decían maravillas de Mario Onaindia (del «gran
Onaindia», por citar la cosa literalmente). Yo, que conocí a Onaindia cuando la
autora de la columna probablemente ni siquiera había nacido, y eso que ya está
entradita en años, puedo afirmar y afirmo que no veo por ningún lado razones para
hablar del «gran Onaindia», como no se trate de una descripción física. Lo
conocí en 1967, cuando los dos teníamos 19 años y él ya estaba ávido de gloria:
me dijo que se iba con la ETA ortodoxa porque, aunque aceptaba que los que nos
mostrábamos críticos con ella, más marxistas que nacionalistas, acertábamos,
«no teníamos porvenir». De su paso por ETA, pistola checoslovaca en mano, hasta
llegar a gran jefe y guía espiritual de la rama llamada de «los poli-milis» en
un tiempo en el que esa facción de ETA protagonizó algunos de los atentados más
sangrientos e indiscriminados de los que se haya responsabilizado jamás, no
hablaría si no fuera porque él, tras abandonar la lucha armada, pasó a acusar
de estar «chapoteando en sangre» a gente que en su vida había participado en
ninguna acción sangrienta. Acabó en la dirección del PSE-PSOE y trabajó codo
con codo con socialistas que todos sabíamos que habían estado metidos hasta el
cuello en la turbia historia de los GAL, como luego los tribunales se
encargarían de sentenciar.
Joder con el «gran Onaindia».
Y que no me digan que debería callar estas cosas porque él no está
para defenderse. Algunos las decíamos ya cuando estaba vivo y hubiera podido
defenderse. No lo hizo. Sabía que no expresábamos opiniones: citábamos hechos.
RECTIFICACIÓN (Y PETICIÓN DE MIL PERDONES).– En mi columna de
ayer, escribí que la población de Almería votó en contra del Estatuto de
Autonomía de Andalucía en el referéndum celebrado al efecto el 28 de febrero de
1980. Es falso. Por dos conceptos. Primero, porque lo que se votó en ese
referéndum no fue el Estatuto como tal, sino su vía de tramitación. Y segundo,
porque lo que sucedió es que la participación de la población almeriense en la
votación no alcanzó los mínimos requeridos por la ley, aunque la mayoría de los
sufragios emitidos fuera favorable. De modo que es cierto que Almería, como tal
entidad territorial, no dio su aprobación al Estatuto en los términos previstos
en la ley de referéndum, pero es incierto que la mayoría votara en contra. De
haber hecho las comprobaciones de rigor, no habría incurrido en ese error, que
lamento sinceramente.
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¿Dónde está la
frontera?
(Miércoles
16 de febrero de 2005)
¿Tiene el vecino de Almería o de Ceuta tanto derecho a decidir
sobre el destino de Euskadi como el ciudadano vasco? ¿Ha de poder éste meter
baza en los asuntos que conciernen al porvenir de La Laguna o de Trujillo con
la misma autoridad que los nativos de ambas ciudades?
No respondan de inmediato. Permítanme que siga formulando
preguntas.
Esta otra, por ejemplo: ¿En razón de qué se ha de conceder voz y
voto en las grandes opciones de Galicia al censado en Palma de Mallorca pero no
al habitante de Viana do Castelo, mucho más directamente concernido por ellas?
O bien: ¿por qué deberá pesar más la opinión que tenga sobre los problemas de
la población donostiarra un señor de El Ejido, pongo por caso, que otro de
Hendaya, cuya proximidad, física y cultural, y cuyo conocimiento sobre la
materia tratada son llamativamente superiores?
Créanme: no hay respuestas sencillas para estas cuestiones.
Prosigamos por la vía antipática: ¿por qué hubo de plegarse la
población de Almería, que votó mayoritariamente en contra del Estatuto, y se
vio obligada a aceptar incluso que se rectificara la legalidad para sacar
adelante un proyecto autonómico que había rechazado, y se jalea en cambio a las
autoridades minoritarias de Álava cuando proclaman su disposición a separarse
del País Vasco si éste toma rumbos colectivos que no les gustan?
¿La decisión de qué colectividad ha de ser la que se imponga por
encima de cualquier otra? ¿Ha de pesar más la voluntad de la población de la
UE, considerada en su conjunto, que las de las poblaciones de los estados que
la integran? ¿Han de ser éstas las que primen sobre el conjunto europeo, de un
lado, y sobre los pueblos sin estado que eventualmente las conformen? O, por
decirlo de otro modo: ¿Dónde debe establecerse la frontera de la
autodeterminación? ¿En la ciudad? ¿En la comarca? ¿En la provincia? ¿En la
región? ¿En la nacionalidad? ¿En la nación? (¿En qué nación? ¿Cómo se sabe qué
es una nación?) ¿En la entidad supranacional? ¿En las Naciones Unidas? ¿En el
universo entero, considerado como colegio electoral único?
Ninguna de estas preguntas tiene una respuesta unívoca,
jurídicamente incontestable, científica. Todas ellas dependen de algo que
ningún manual de Derecho internacional podrá fijar más allá de intereses particulares:
las relaciones de fuerza.
¿Por qué los países bálticos, o Ucrania, pudieron separarse de
Rusia? Porque sus poblaciones decidieron que estaban dispuestas a arriesgar más
para separarse que lo que Rusia estaba dispuesta a jugarse para mantenerlas bajo
su control. Así de sencillo. Así de terrible.
En España acabaremos haciendo lo que resulte del equilibrio que se
establezca -que ojalá se establezca- entre lo que unos reclaman que se haga y
lo que otros estén dispuestos a perder para que no. Nada que tenga que ver con
derechos.
Nota.– Este apunte es idéntico
al artículo que publica hoy El Mundo en
su página 2.
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Madrid y Madrid
(Martes
15 de febrero de 2005)
A los que somos de cualquier sitio que no es
Madrid pero que figura dentro de los mapas de España nos suele tocar bastante
las narices que nos consideren «de provincias». Primero, porque la catalogación
«de provincias» tiene un indudable resabio despectivo, como demuestra el
adjetivo «provinciano», con el que algunos aluden a lo que, a su juicio, carece
del necesario nivel cultural, entendida tal cosa como se quiera. Segundo,
porque, en rigor, la ciudad de Madrid forma parte de una comunidad tan
provincial –tan uniprovincial– como Santander, Logroño, Oviedo o Murcia, lo que
equivale a decir que la ciudadanía madrileña es, en principio, tan provinciana
como cualquier otra.
No faltan los procedentes de ciudades y
latitudes de más longeva industrialización y más arraigada relación con las
gentes del continente europeo que añaden a estas quejas una cierta irritación
suplementaria, porque consideran que los usos y costumbres de la capital del Reino son bastante más «provincianos»
–menos elegantes y refinados, quieren decir– que los de su lugar de origen. Se
trata de una discusión que me apasiona más bien poco, tal vez porque soy
natural de San Sebastián, ciudad cuyo arraigado carácter señorial me ha
resultado siempre más molesto que ventajoso. (*)
Pero, si el uso de la expresión «de
provincias» no da ciertamente prueba de ningún refinamiento, tampoco merece
mejor aprecio la manía que tienen bastantes no madrileños de cargar a la
población de Madrid con lacras que no le pertenecen. Quien vive en Madrid –sea
nacido donde sea– puede identificarse con el centralismo español de más vieja
raigambre, desde luego, pero no por el hecho de ser habitante de Madrid. La
capitalidad aporta a la gran urbe mesetaria muchas ventajas, pero también
muchos inconvenientes. No creo que el balance deje más en el haber que en el
debe. Añádase a ello que el llamado «Gobierno de Madrid» apenas incluye
madrileños, y que hasta en el Ayuntamiento de Madrid se oyen a veces más
acentos seseantes que en los de algunas ciudades sureñas, como sabemos cuantos
sobrellevamos con infinita paciencia los nada exultantes espiches diarios de
doña Trinidad Jiménez.
Así he pensado desde que en 1976 posé mis
reales en la ciudad de Francisco Gómez de Quevedo –pionero en el arte de capar
el apellido paterno, tan frecuente en estos tiempos– y así hubiera seguido
hasta el final de mis días de no ser porque empiezo a detectar algunos
intentos, tan enérgicos como molestos, de elevar los aires capitalinos, de
siempre ceñidos modestamente a la inocente chulería castiza y sainetera, a no
sé qué altas cumbres de arrogancia y superioridad.
Algo me parece que tiene que ver en este
asunto la megalomanía de Alberto (Ruiz) Gallardón.
Hoy he oído en la radio que «Madrid» aporta
a «la riqueza nacional» una cantidad superior a la que le correspondería por su
población. Daban la noticia transpirando orgullo capitalino por todos los
poros. Me he quedado de piedra. ¿Será posible? ¿Ignorarán que «Madrid», como
sede que es de la Hacienda del Estado, acoge el domicilio fiscal de un gran número
de grandes empresas que cotizan en Madrid pero desarrollan su actividad en el
conjunto del territorio, y a veces sólo lateralmente en Madrid? Lo que esas
empresas «aportan a la riqueza nacional» no lo aporta «Madrid», sino las
plusvalías de millones de ciudadanos y campesinos de tierra aquí y de mar allá.
Madrid incluido, por supuesto.
Algo me dice que no tienen suficiente con el
nacionalismo español y están tratando de promover un algo así como nacionalismo
madrileño. Como aquella pijada de pegata que llevaban hace décadas algunos
coches en la que se leía «Español, un orgullo; Madrileño, un título», pero con
Juegos Olímpicos en rojo y gualda.
______________
(*) Léese en el Diccionario de la Real Academia Española: «Provinciano. (...) 5. adj. ant. Perteneciente o relativo a cualquiera de las provincias vascongadas, Álava, Vizcaya y Guipúzcoa, y especialmente a esta última. Era u. t. c. s.»
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Vendedores de humo
(Lunes
14 de febrero de 2005)
Los días que estuve la pasada semana en
Euskadi me dieron ocasión para charlar más o menos distendidamente con gente a
la que se supone informada de lo que se está cocinando en la política vasca por detrás del escaparate. Llegué a
algunas conclusiones provisionales. Una es que no parece que nadie tenga
todavía nada medianamente concreto entre manos. Otra, que casi todo el mundo
espera bastante de los movimientos que se dice que va a hacer la actual
dirección del PSE-PSOE con el respaldo de Rodríguez Zapatero.
Demasiado, en mi criterio.
Me cuentan que Patxi López está decidido a
seguir «el modelo catalán».
No sé qué tratan de decir con eso. Es obvio
que se refieren a que López quiere ir distanciándose del PP, con el que su
partido ha venido formando en los últimos años un bloque tan monolítico como
hostil a las fuerzas autodeterministas. Pero está por ver en qué consiste ese
distanciamiento, en qué medida es posible y adónde le lleva.
La referencia al «modelo catalán» tiene no
poco de vaporosa.
Para empezar, y por mucho que quisiera,
Patxi López no podría seguir el ejemplo de Maragall liderando un Gobierno que
integre al nacionalismo radical y a la izquierda heredera del comunismo
ortodoxo. El PSE no tiene ni la personalidad, ni la fuerza política ni la
cohesión interna del PSC, EA no es ERC, Batasuna menos, Ezker Batua no se
parece gran cosa (por suerte para ella) a Iniciativa per Catalunya y el PNV
tampoco está, ni mucho menos, en la crítica situación de Convergència.
O sea que el «modelo catalán» no puede
apuntar por ahí. ¿Querrán decir que lo que va a hacer Patxi López es proponer
para Euskadi una vía como la que siguen en Cataluña para la reforma
estatutaria? No lo sé. Para juzgarlo sería necesario saber que vía están
siguiendo en Cataluña para esa reforma. Porque yo no veo que hayan emprendido
ninguna. Ni modélica ni no. Han anunciado disposiciones, deseos, voluntades...
pero aún no han fijado ni siquiera un plan de trabajo. Sostienen que van a
reformar el Estatut con un gran consenso, pero está por ver quién, cuándo y,
sobre todo, cómo. No creo que en Euskadi se pueda copiar un modelo cuyo
original está por trazarse. Ni se sabe cómo lo van a hacer en Cataluña ni
tampoco qué les van a dejar hacer a Maragall y a Piqué sus socios de Madrid.
Lo mismo me equivoco, pero yo veo de momento
a demasiada gente vendiendo humo. Tomando intenciones y planes por realidades.
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¿Euskadi no necesita
mediadores?
(Domingo
13 de febrero de 2005)
Esto va cada día mejor. Hoy ya es noticia
que el sacerdote irlandés Alec Reid tuvo contactos hace meses con la dirección
de ETA y se ve con Ibarretxe de vez en cuando.
Otro notición: cuando está en el País Vasco
francés, Alec Reid suele alojarse en el monasterio de Belloq, en el que residen
algunos curas conocidos desde tiempo poco menos que inmemorial por su talante
euskaltzale. Y cuando para en el País Vasco español, en un local bilbaino que
depende del obispo Blázquez.
Tómense esos mimbres requetepublicados –y
algunos hasta filmados, porque Reid fue uno de los muchos personajes
entrevistados en La pelota vasca, de
Julio Medem– y ya se tiene un telón de fondo para repetir por enésima vez que
Euskadi no es Irlanda del Norte.
La repetición podría tener algún sentido si
alguien defendiera que las situaciones de Irlanda del Norte y Euskadi son
iguales, o muy parecidas. Pero es que nadie lo hace. Hay gente especializada en
atribuir a otros lo que jamás han dicho, a partir de lo cual les lanzan toda
suerte de requisitorias y admoniciones. Nadie ha pretendido nunca que los
conflictos irlandés y vasco sean homologables. Lo único que algunos hemos dicho
–y decimos– es que son dos conflictos que han generado situaciones de violencia
prolongada. ¿Alguien niega que sea así? ¿Sí? Pues que se explique. ¿No? Pues ya
está. Eso era todo.
A partir de ahí, cada cual podrá seguir
razonando o dejando de razonar como le dé la gana. Los de mi cuerda pensamos
que, cuando hay conflictos como ésos, enconados y con tendencia al
enquistamiento, hay que tratar de resolverlos de la manera menos traumática que
quepa. Y creemos que para conseguir eso está bien que haya personas como Alec
Reid, capaces de mediar y de trasladar eficaz y fielmente los mensajes que
reciben de una parte para la otra. Pero lo mismo hay gente que cree que no, que
el conflicto vasco puede y debe resolverse mediante la aniquilación de la
izquierda abertzale.
Pues allá ella. Pero, si eso es lo que cree,
que lo diga tal cual. Que proclame que, en su criterio, aquí no se necesita
gente que medie, porque el Estado español va a triunfar definitivamente gracias
al uso intensivo del palo y la cárcel. Y que explique por qué está tan segura
de conseguir ahora lo que sus amigos del PP no lograron cuando llegaron en 1996
al Gobierno de España y prometieron resolver en cinco o seis años como máximo.
Que se deje ya de rollos sobre cómo son de
diferentes Irlanda del Norte y Euskadi, por más que el reverendo Ian Pasley y
Jaime Mayor Oreja parezcan primos carnales. Que no mareen más.
Todos sabemos cuál es el problema de esa
gente: que en realidad no quiere que Euskadi se pacifique porque no sabría cómo
encarar en el terreno estrictamente político los muchos conflictos de fondo que
la violencia pervierte.
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Alimenta infundios,
que algo queda
(Sábado
12 de febrero de 2005)
Podría estar dispuesto a reconocer que la
juez francesa Laurence Le Vert, que me merece una confianza limitada, como la
que siento por todos los jueces que asumen jurisdicciones especiales –excepción
hecha de Baltasar Garzón, que no me merece ninguna, porque lo conozco bien–,
tal vez cumplió con su deber cuando hizo llegar una comisión rogatoria a la
Audiencia Nacional para que se tomara declaración a Juan José Agirre, venerable
monje benedictino de Lazkao. Al parecer, las leyes francesas reclaman que, si
el nombre de alguien aparece en el curso de la investigación de las actividades
de un presunto delincuente y no queda claro a cuento de qué, se le pida que
aclare qué relación tiene con el investigado.
Por lo visto, en la casa de Antza apareció
un paquete en el que figuraba que era para el padre Agirre. El paquete contenía
panfletos y la juez Le Vert pidió que se le preguntara al benedictino de Lazkao
qué sabía de eso.
Objeciones que me veo obligado a formular a
partir de lo anterior: si la juez Le Vert estuviera informada –o,
alternativamente, si se hubiera molestado en informarse–, sabría que Juan José
Agirre, archivero de profesión y de vocación, mantiene actualizado desde hace
muchísimos años un impresionante archivo sobre la política vasca, que incluye
todo tipo de publicaciones, folletos, octavillas y hasta pegatinas, legales e
ilegales, que le han ido siendo y le siguen siendo proporcionadas por cientos,
si es que no miles de personas que saben del valor histórico-documental de ese
archivo. Decenas de organizaciones, desde la Asociación de Víctimas del Terrorismo
a ETA, hacen llegar al benedictino de Lazkao todo lo que publican. También
Albizu.
La Vert no lo sabía. No está muy informada.
Pero podía haber pedido a la Audiencia Nacional que lo averiguara, y la
Audiencia –Garzón, en este caso–, en razón de la edad y la dignidad de la
persona concernida, podía haberse tomado el trabajo de hacer las averiguaciones
de manera discreta. Nanay. Envíó a la Guardia Civil y, acto seguido, filtró la
noticia a la Prensa, no fuera a ser que pasara desapercibido este capítulo de
su ejemplar trayectoria justiciera.
¿Y qué hizo la Prensa con sede en la capital
del Reino? Mantener durante horas flotando en el aire titulares ambiguos que
alimentaban la idea de que los curas vascos, en fin, ya se sabe cómo son, vete
a saber, cualquier cosa. Todavía los periódicos de hoy, que cerraron sus
ediciones cuando ya se sabía de sobra la verdad, alientan esa ambigüedad, con
fotos en las que se ve al cura Agirre charlando con gente de la izquierda
abertzale. Fueron a visitarle personas de todo tipo, pero la foto que tenían
que sacar –y han sacado– era la del cura Agirre saludado por Permach.
Hace 15 días me topé en un bar de Bilbao con
Permach y charlamos durante unos minutos. Qué suerte tengo de que no estuviera
cerca ningún fotógrafo. (De Prensa, quiero decir. Del Cesid supongo que habría
incluso dos, inmortalizando el encuentro.)
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Las coincidencias
(Viernes
11 de febrero de 2005)
Me consta que, para que a uno se le entienda
bien, lo primero que debe hacer es explicarse bien. De la misma manera y por la
misma razón, sé que la receta de la buena explicación puede incluir muy
diversos ingredientes, pero hay uno que es imprescindible: debe ser unívoca. Si
quieres decir A, arréglatelas para que no parezca que estás entre A o B, o si
estás en A o estás en B.
De acuerdo.
Pero la columna periodística (o el apunte del natural) no forma parte del
universo científico-académico, sino de un submundo literario un tanto especial,
en el que uno no sólo trata de explicarse, sino también, a veces, de divertirse
y, si es posible y ya de paso, divertir durante un rato a la gente que se toma
el trabajo de leerle. Por ello, y cuando el cuerpo se lo pide, hace incursiones
en el campo del surrealismo, o del sarcasmo, o en el de la pura y simple broma,
aunque con ello corra el riesgo de que la coña a la que ha recurrido sea tomada
al pie de la letra y se encuentre en la siempre inconfortable situación de
tener que explicar un chiste.
Viene esto a cuento de lo que escribí ayer,
que me ha procurado una curiosa correspondencia, a la que paso a responder.
Primer asunto: puedo asegurar y aseguro que el
hecho de que algo que creo que conviene hacer deba realizarse a más de tres
manzanas de mi casa no suele ser obstáculo para que lo haga. Por ejemplo: ahora
mismo estoy a más de 400 kilómetros de mi casa para hacer algunas cosas que no
me reportan ningún beneficio económico, pero que creo que debo hacer.
Segundo asunto: coincidir en tal o cual
opción política con alguien que me da cien patadas no me parece suficiente
razón para no hacerlo. Lo de que ya no puedo abstenerme en el referéndum del 20
porque los obispos recomiendan la abstención era –veo que debo aclararlo– una
broma. Si para evitar coincidir con los obispos me inclinara por votar «No»,
adoptaría una lógica delirante. Descubriría entonces que me es imposible votar
«No» porque eso me llevaría a coincidir con la extrema derecha tipo falangista.
Pero como tampoco puedo votar «Sí», porque entonces haría lo mismo que
Rubalcaba y Aznar... En resumen, que no podría hacer nada, porque cada una de
las opciones viables –hasta la del voto nulo o en blanco– siempre es asumida
por alguien que me da por rasca.
Me explico, pues. El día 20 haré lo que me
dé la gana. Eso es algo que sólo me concierne a mí. Haré lo mismo que cada cual
de vosotros y vosotras, que hareis lo que finalmente tengais a bien. No trato
de influir en la decisión última del voto de nadie porque, como ya he dicho en
otras ocasiones tomando a Marx (Groucho) por maestro, jamás aceptaría votar lo
mismo que alguien que vota algo tomando como argumento que es lo que voto yo.
Durante los últimos tiempos sólo he tratado
de defender un par de ideas: la primera, que este referéndum es un intento de
conferir a toro pasado una legitimidad democrática a unas decisiones que ya
tienen tomadas los grandes prebostes continentales; la segunda, que esas decisiones
configuran una Europa que no me gusta. ¿Que cabe imaginar otras Europas que me
gustarían aún menos? Cabe, pero no las creo posibles en las actuales
condiciones, como tampoco creo posible esa «Otra Europa es posible» que
defienden algunos partidarios del «No».
Y ahora os dejo, que se va haciendo tarde,
en Donosti hace un día precioso y me gustaría dar un paseo antes de salir para
Bilbao.
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