[Serie que va del
22 al 28 de octubre de 2004]
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Trazos
(Jueves
28 de octubre de 2004)
Conferencia de presidentes
Ibarretxe acude. Ya expliqué mi
punto de vista: le convenía hacerlo, a la vista de los muchos y evidentes
esfuerzos que realizó Zapatero para que rechazara la invitación.
Es asunto de mero sentido común: si
constatas que el enemigo te está dirigiendo hacia una senda, toma otra. La
contraria, a poder ser.
Por lo demás, ¿qué pierde el lehendakari? ¿Medio día?
Si se tratara de discutir lo que ahora se
llama «el modelo territorial» (abreviatura de «el modelo de organización
territorial del Estado»), la discusión resultaría problemática para él, único outsider entre tanto «popular» y tanto
«socialista». Pero si de lo que se trata es de hablar de asuntos de gestión,
como la financiación de la Sanidad, puede ir a Madrid más que tranquilo: dudo
que ningún presidente autonómico se atreva a darle lecciones.
Arafat, Ar
Fatal
Que se muere. Tiempo habrá de hacer balance sobre su persona,
que nunca me ha caído ni medio bien.
De
momento, me conformo con mofarme de los discursos de quienes decían que es un
hombre «imprescindible». Si la diña, ya veréis a qué velocidad comprobamos que
era perfectamente prescindible.
Se
solía recurrir en tiempos a un tópico supuestamente ajustado a casos como éste:
«Todos somos necesarios; nadie es imprescindible».
Que
nadie es imprescindible lo tengo claro desde hace tiempo, diga lo que diga el
poema de Bertolt Brecht.
Mi
duda es si hay tanta gente necesaria como se dice.
Durão Barroso
Lo que no sé es qué esperaban de él. Del anfitrión de las
Azores. De ese ex maoísta cursi, experto en traiciones, refractario a los
escrúpulos y, además, corto de entendederas.
¿Qué
porvenir tiene una Unión Europea obligada a elegir sus presidentes entre los
pocos políticos que se dejan?
Europa
se está construyendo con los desechos de tienta de las políticas nacionales.
Con los Buttiglione. Con los Durão.
El
día menos pensado, recuperan a González y Aznar, en la modalidad de parejas.
El hombre de Flores
Han hallado en la isla de Flores, en Indonesia, los restos
de una mujer que vivió por aquellos andurriales hace 18.000 años. Medía algo
así como un metro de altura y tenía un cerebro de tamaño discretito, pero
fabricaba cosas y manejaba herramientas, igual que si de una mulier sapiens se
tratara.
Me
toca las narices que los científicos hayan bautizado los restos encontrados con
la etiqueta de «el Hombre de Flores». Puesto que han dictaminado que era una
mujer, ¿tanto les costaba decir «la Mujer de Flores»?
Tal
vez temían que sus amigos les preguntaran: «¿Y quién
es Flores?»
Digo,
acordándome de que hasta hace no tanto el Diccionario de la Academia Española
decía: «Alcaldesa.– Mujer del alcalde».
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González se autodefiende
(Miércoles
27 de octubre de 2004)
El ex presidente Felipe González ha
decidido encabezar con su firma una petición para que el Gobierno de Zapatero
indulte a Rafael Vera y José María Rodríguez Colorado, (a) Colo. Se le han sumado José Barionuevo y José
Luis Corcuera.
Hay quien dice –y es verdad– que González
le ha hecho una faena de mucho cuidado a Rodríguez Zapatero. Pero se la ha
hecho no porque le quiera mal, sino porque se quiere muy bien a sí mismo. Antes
de entrar en la cárcel, Vera ha amenazado con tomar «una última decisión». Todo
el mundo sabe que se refiere a la posibilidad de contar lo que sabe sobre la guerra
sucia y los chanchullos económicos anejos que se vivieron en el Ministerio
del Interior cuando él era secretario de Estado, en la época en que aquello fue
«Villa GAL», según la feliz expresión de Antoni Asunción.
Si Vera largara,
González y compañía no podrían tratarlo como a Ricardo García Damborenea, a quien acusaron de haberse vendido al oro del
PP (cosa que efectivamente hizo). De Vera han dicho siempre las mayores
maravillas, y les sería difícil ahora pasarse al bando opuesto. Podrían
achacarle que obra por rencor, o que está psicológicamente trastornado por su
mala fortuna, pero no creo que nadie se tragara esa explicación, más allá de
los incondicionales. El periodo felipista
quedaría ya cubierto para siempre por el oprobio, sin vuelta de hoja
posible, lo que dejaría en una posición sumamente incómoda al propio Zapatero,
que sigue refiriéndose a aquella época como un periodo ejemplar de la Historia
de España y que ha integrado en su equipo a varios felipistas de primera fila, empezando por Pérez Rubalcaba, cocinero
mayor del Reino.
Ahora bien: que tampoco suenen las alarmas
con demasiada insistencia. Porque, si bien está claro lo que gana Vera
amenazando, no veo yo por ningún lado lo que ganaría cumpliendo su amenaza.
No creo que la cumpla. Él ha amenazado,
González y su troupe han cumplido con su parte... y
Zapatero, probablemente, se las ingeniará para que alguna instancia técnica diga que no puede ser. Y a otra
cosa.
Post Data.– La columna que hoy me publica El Mundo se inspira en un apunte anterior, pero es, en lo esencial, inédita.
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Dos fotos y un párrafo
(Martes
26 de octubre de 2004)
Nota.– La descarga
de las dos fotos incluidas en este apunte puede llevar
del orden de minuto y medio para quien conecte
por módem de 56 K.
Una amiga me dice:
–He visto el especial que El Mundo ha dedicado a su 15º
aniversario. Me ha hecho gracia la foto en la que apareces.
–No aparezco en ninguna foto, que yo sepa.
–Que sí, hombre, que sí. Míralo. En la
página 34.
Y lo miro. Y descubro que, en efecto, allí
aparece aquel que era yo hace 15 años, mirando para otro lado mientras Ramírez
arenga a una docena de empleados. Soy ese individuo más bien esmirriado, con
chaqueta negra, que asoma por encima de la mano de Pedro J.
La foto es de Fernando Múgica.
A mi izquierda estaba Jorge Fernández y a
mi derecha, Gustavo Catalán. A los demás no los conocía ni de nombre por
entonces, pero los conocí muy bien –a fe que sí– en cosa de nada. Porque fui
nombrado jefe de Redacción a los pocos días.
Otro buen amigo, que tampoco pretende ser
cruel, me pasa otra foto, ésta todavía anterior y también desconocida para mí,
en la que aparezco allá por 1984 fotografiando a quien llamábamos «El Peque»,
que era responsable de Combate, el
periódico de la Liga Comunista Revolucionaria. El aguerrido trotsko acababa de poner una
pancarta en la fuente de la Cibeles convocando a una mani anti-OTAN y todos
reíamos viendo cómo había salido de la empresa.
En este caso, la fotografía –excelente– la
hizo Guillermo Armengol, que trabajaba, como yo, en Liberación. Mi persona aparece a la izquierda, tratando de
inmortalizar la escena. Mal colocado, porque nunca he sido un buen fotógrafo,
pese a mis esfuerzos.
En fin, sic
transit gloria mundi.
Con esto de las efemérides del año, los
amigos no paran de ponerme zancadillas de nostalgia. Y tropiezo. Un tercero me
ha mandado la reseña de un texto escrito hace cinco años por el bueno de Juan
Carlos Laviana, que en 1989 era el factótum en la
confección material de El Mundo (en
«la carpintería», que se dice en la jerga del ramo). Con motivo del décimo
aniversario del periódico, Laviana publicó un largo artículo en el que contó cómo
iniciamos aquella aventura. Incluía un párrafo sobre mi persona que no puedo
sino agradecer, aunque haga una descripción un tanto hiperbólica de mi pasado
político. Copio la reseña: «Una de las mayores sorpresas del verano [de
1989] se produce cuando Pedro J. convoca
al equipo para leer un magnífico y excelentemente escrito currículum de un
personaje singular donde los haya. Ha militado en ETA y múltiples (sic)
organizaciones de la extrema
izquierda, supera ya la cuarentena, pero su espíritu es más joven que el de
muchos de los becarios y su sabiduría parece no conocer límites. Es el
redactor-jefe que un headhunter jamás habría sabido buscar. Se trata de
Javier Ortiz, sobre quien la redacción giraría en milagrosa armonía hasta
funcionar como un reloj».
Ya veis: no hay nada como que te quieran.
Aunque en este caso el aprecio es de ida y
vuelta. Siempre he considerado a Laviana persona de
un nivel de competencia, de un rigor y de un compañerismo dificilísimos de encontrar
en esta fea y más bien desagradable profesión nuestra.
Conmigo se portó de cine. Pero eso no tiene
nada de extraordinario: le encanta el cine. Y, además, él es así.
Qué
tiempos tan singulares. Me metí de cabeza en aquella vorágine, implicándome hasta
el cuello, convencido de que iba a participar en algo importante de verdad.
Histórico, casi.
Quizá
os resulte chocante, pero hoy es el día en que sigo pensando que hice bien. Y
me alegro de haberlo hecho. Lo que aprendí durante aquellos años, en todos los
órdenes, me ayudó a madurar profesional y personalmente. En el fondo, sigo
viviendo de aquellas rentas.
Pero
no me engaño: éstos son ya muy otros tiempos.
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Dos apuntes
(Lunes
25 de octubre de 2004)
I
Vuelve a la carga Ángel Acebes con el apoyo
de su nutrida cohorte de agitadores mediáticos plastas: «No queda ya ni un solo
español que no crea en las vinculaciones entre el terrorismo islámico y la
organización terrorista ETA».
Deduzco que se niega a reconocer la
nacionalidad española de los cientos de miles de ciudadanos –millones, incluso–
que no se tragan esa trola. ¿Que un preso islamista tenía la dirección de Unai Parrot? ¿Y qué? ¿Qué clase
de terribles contactos epistolares pueden tener entre sí dos reclusos? Y lo que
es previo: ¿cuántas veces se han escrito? ¡Venga ya!
Yo, que no estoy preso ni pienso estarlo, guardo en una caja ad hoc varios
cientos de tarjetas de visita. A la mayoría de quienes me dieron la suya no les
he llamado ni escrito jamás. Todo el mundo está en las mismas, de un modo o de
otro. Realmente, hace falta estar carente de argumentos para pretender que dos
personas son cómplices porque una tiene la dirección de la otra.
Se queja Acebes de que no se investiguen
las posibles relaciones entre ETA y el terrorismo fundamentalista árabe.
Dejemos de lado que las llame «posibles» y limitémonos a recordarle a este
falsario compulsivo que sí se ha investigado esa hipótesis. Los responsables
policiales han informado de ello no sé cuántas veces ya. Lo que sucede es que
no han encontrado nada digno de mención. ¿Qué quiere, que no paren de trabajar
sobre esa idea delirante hasta que se mueran?
Lo que no existe no se puede probar. Es así
de sencillo.
II
Dice el candidato a lehendakari por el
PSE-PSOE, Patxi López, que su partido nunca admitirá nada que divida a los
vascos y que jamás permitirá que una parte de los vascos decida lo que debe
hacer la totalidad de la ciudadanía de Euskadi.
O sea, que no es demócrata.
Los
demócratas no sólo admitimos con total naturalidad, sino que incluso nos gusta
que haya opiniones diversas. Y líneas políticas divergentes. Y opciones
contradictorias. Y somos partidarios de que la ciudadanía vote, y de que se
obre conforme a lo que decida la mayoría. Básicamente porque, si tuviéramos que
esperar a ponernos todos (y todas) de acuerdo en cada cosa importante, nunca
haríamos nada.
Repare
el señor López en que mucha gente en Euskadi preferiría que el PSE tuviera un
jefe menos obcecado que él. ¿Por qué no se aplica su propio cuento, decide que
está «dividiendo a los vascos» y se retira?
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Objetos imposibles
(Domingo
24 de octubre de 2004)
Hubo en tiempos unos anuncios que el
Ayuntamiento de Madrid exhibía en los paneles de las paradas de los autobuses,
a modo de bienhumorada exposición artística
callejera, que respondía al epígrafe general de Objetos imposibles. Creo que eran obra de un grafista francés.
Había un martillo con el que no cabía clavar nada, una tetera que sólo podía
servir para echarte el té sobre la mano y más cosas de ese estilo. Los objetos
tenían su gracia, pero no resultaban nada inquietantes, porque su ideación –que se diría ahora– apuntaba
tan sólo a la broma.
Ha pasado el tiempo y, según avanza, me doy
cuenta de que cada vez son más los objetos
imposibles que me rodean. Pero éstos no pretenden hacerme sonreír. Se supone
que aspiran a ser muy útiles y muy prácticos.
Acabo de hacerme con una máquina de fotos
digital modernísima. Estupenda.
Estupendo.
Su libro de instrucciones tiene 200 páginas
impresas en cuerpo 7, que incluyen numerosas notas adicionales en cuerpos de
letra aún menores.
Mi vista a corta distancia es buena.
Bastante mejor que la de la mayoría de las personas de mi edad. Pese a ello, me
resulta imposible leer el libro de las narices si no es a plena luz del día o
debajo de una lámpara de potencia aceptable.
Las instrucciones, por supuesto, están en
inglés y nada más que en inglés.
Soy persona más avezada que la media en el
manejo –y hasta en la reparación– de artefactos de toda suerte: televisores,
vídeos, DVDs, equipos de sonido, ordenadores, etcétera.
Quiero decir con ello que los paratos no me
causan ningún vértigo inicial. Pero puedo jurar y juro que aprender el manejo
de la cámara de fotos que me he mercado requiere un cursillo intensivo de
varias jornadas. Tengo testigos de que he dedicado al bicho no menos de diez
horas en este week end. Pues
bien: estoy todavía en la página 88 del libro –del tomo– de instrucciones.
A semejante velocidad de crucero, es
posible que para final de mes sepa más o menos qué posibilidades ofrece la
cámara de los diablos.
En ese momento, podré apostar lo que sea a
que jamás me serviré del 90% de esas posibilidades.
No pretendo que sea imposible aprender a
manejar bien una máquina como ésa. Lo que afirmo es que se requiere ser un fenómeno
de la naturaleza para controlar las posibilidades y el manejo específico de
todos y cada uno de los aparatos de los que nos cabe acabar rodeados:
televisores, radios analógicas, radios digitales, relojes con funciones
adicionales, agendas electrónicas, teléfonos móviles –con todos sus accesorios,
por supuesto–, GPS, grabadores y reproductores de vídeos, cámaras, DVDs –también grabadores y reproductores, faltaría más–,
MP3 –fijos y portátiles–, ordenadores –no menos fijos y no menos portátiles,
los unos y los otros–, aparatos de aire acondicionado, lavadoras, lavavajillas,
secadoras, microondas, frigoríficos de control digital, coches con ordenador de
a bordo, humidificadores...
Dicho sea sin ningún afán exhaustivo.
Hace
años, yo presumía de tener una de las mejores bibliotecas especializadas en la
Unión Soviética que hubiera en España. Con libros en castellano, francés,
inglés... y también en italiano, en portugués y hasta en ruso, por mal que se
me diera el idioma. Hoy puedo aspirar a tener una de las bibliotecas de
manuales de funcionamiento más nutridas del continente. Y en muchos más idiomas
que la otra.
Estoy a punto de cerrarme en banda ante
tanto disparate y hacer un llamamiento urbi
et orbi proponiendo que la Humanidad entera vuelva a empezar a partir de la
edad de Piedra. A ver si al segundo intento nos sale mejor.
No hay que perder la esperanza.
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Coexistiendo
(Sábado
23 de octubre de 2004)
Ayer por la tarde di una conferencia en el
Ateneo de Cáceres. El tema sobre el que me tocó disertar fue el de los
nacionalismos de diverso signo existentes en los territorios de España. Se me
pidió que abordara la cuestión repasando las posiciones de tres presidentes autonómicos
bien conocidos: Maragall, Ibarretxe y Rodríguez Ibarra. Opté por hacer una
introducción general sobre los problemas históricos derivados de la deficiente
construcción de España como Estado-Nación, las razones que han llevado a la
existencia de fuertes sentimientos nacionales diferenciados en diversas áreas,
y más especialmente en Cataluña y Euskadi, y las dificultades de entendimiento
que plantea la pervivencia del nacionalismo español bajo ropajes varios, que
van desde el facherío ultramontano «con vocación de
Imperio» a los planteamientos de un nuevo
españolismo supuestamente moderno y europeísta.
Sabía perfectamente que un planteamiento como
el mío podía encontrar reticencias en el público –más numeroso de lo que yo
esperaba– y me esforcé, como es lógico, en explicar lo mejor que pude tanto los
fundamentos racionales de mi visión como el ánimo internacionalista que la
alienta. El público siguió con mucha atención y respeto mis explicaciones y
hasta tuvo la clemencia de reír alguna de mis gracias, lo cual es doblemente de
agradecer porque, como saben bien mis amigos, tengo una notable tendencia a
hacer juegos de palabras y humoradas de calidad harto discutible (y discutida).
El coloquio fue muy relajado y agradable,
lo mismo que la charla posterior con bastantes de los asistentes, facilitada
por un lunch que sirvieron para celebrar la
aparición de la revista del Ateneo, que han vestido de largo sacándola
decididamente del gremio de las hojas parroquiales.
Por decirlo en pocas palabras: me lo pasé
muy bien. Pero lo que más me satisfizo fue comprobar cómo un grupo amplio y
políticamente heterogéneo de gentes de Extremadura –una zona que los periféricos tendemos a considerar como
poco propicia al entendimiento de algunas de nuestras inquietudes anticentralistas–, puede abordarlas y debatir sobre ellas
sin crisparse lo más mínimo.
Ya
supongo que quienes se me acercaron para charlar con una copa de vino en la
mano no serían aquellos a los que mis opiniones gustaron menos. Pero, incluso
contando con eso, la falta de crispación del ambiente saltaba a la vista.
Al
final, cómo son las cosas: acudí a Cáceres para ver si conseguía que un grupo
de extremeños dejara de lado los tópicos al uso y nos entendiera algo mejor a los periféricos y lo que sucedió es que
un grupo de extremeños logró que yo empezara a tomarme con distancia los
tópicos sobre Extremadura que manejamos los
periféricos.
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Kerry contra Bush
(Viernes
22 de octubre de 2004)
Vino a verme anoche mi buen amigo Gervasio
Guzmán.
–Y tú, si pudieras votar en las elecciones
presidenciales de los Estados Unidos, ¿qué harías?
Gervasio tiene la costumbre un tanto
irritante de hacer como que te formula preguntas cuando lo que en realidad
quiere es disertar sobre lo que opina él. Para Gervasio Guzmán, el tema de
conversación más apasionante que puede existir en el mundo es Gervasio Guzmán.
Fue muy celebrado hace años en nuestra pandilla por la pregunta que le hizo a
una bella moza, a la que le soltó con una sonrisa que pretendía ser
cautivadora: «Pero hablemos de ti: ¿qué opinas de mi?»
–Yo,
desde luego –se respondió sin darme siquiera tiempo de abrir la boca–, votaría
a Kerry. Con los ojos cerrados.
Prosiguió
sin concederse ni siquiera tiempo para respirar:
–Ya,
ya sé que Kerry no es gran cosa, y que nada asegura que no vaya a hacer una
política muy parecida a la de Bush, sobre todo en los principales conflictos
del mundo, incluido el de Israel... Pero siempre existe la posibilidad de que
se muestre menos belicoso. En cualquier caso, lo que no podría es hacerlo peor
que Bush.
Dicho
lo cual, realizó una pequeña pausa, del estilo de ésas que se permiten a veces
los profesionales de la radio y que suelen llamar «valorativas».
Aproveché
la ocasión.
–No
lo afirmes tan rotundo, Gervasio. Ya sabes lo que decía Antonio Machado, que no
hay en este mundo nada que resulte absolutamente imposible de empeorar.
Se
lo dejé caer más que nada para tocarle las narices.
De
hecho, la principal duda que me asalta en las elecciones presidenciales
estadounidenses –en éstas vecinas como en todas las
anteriores– es siempre la misma: ¿con qué margen de libertad real cuentan los
candidatos? ¿En qué medida las enormes maquinarias de selección y preparación
que se ponen en marcha para convertirlos en aspirantes a la Presidencia no los
transforman en individuos sin personalidad, sin derecho a tener criterios
propios, sometidos en todo –hasta en el último elemento de la vestimenta, hasta
en el gesto con el que toman del brazo a su mujer o pasan la mano amorosamente
por la mejilla de sus hijas– a los dictados de la mercadotecnia política? ¿Son
–pueden permitirse ser– algo más que meros robots en manos de quienes financian
sus campañas, mantienen en pie sus aparatos
y orientan cada uno de sus pasos?
–Gervasio
–dije al final–. Creo que tu pregunta tiene trampa.
–¿Por qué? –se extrañó.
–Porque
haces como que tratas de averiguar qué haríamos tú y yo si pudiéramos votar en
las elecciones presidenciales de los Estados Unidos. Pero, para que nosotros
pudiéramos votar, tendríamos que ser ciudadanos de los EEUU. Y si lo fuéramos,
todo el resto de nuestras opciones estarían condicionadas por ese hecho. Lo que
en el fondo estás preguntando es qué haríamos los hijos de la vieja Europa si retomáramos el control de los territorios del
Nuevo Mundo.
–¿Y qué haríamos, según tú?
–me replicó Gervasio, sonriente.
No
se me ocurrió ninguna respuesta que no fuera típica de un hijo de la vieja Europa.
–Pues
el ridículo, supongo. Como siempre.
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