Apuntes del natural
[Del 27 de agosto
al 2 de septiembre de 2004]
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Por culpa de Iberia
(Jueves
2 de septiembre de 2004)
Los noticiarios
de ayer tenían un aspecto apocalíptico: Rusia, Israel, Irak, Nepal… Secuestros,
actos suicidas, bombas, degollaciones… Y la parte de la Naturaleza: huracanes,
ciclones y no se cuántos desastres más. Incluso, en el colmo del horror,
también unas declaraciones de Acebes.
Según oía todas
esas cosas en alguna de las infinitas horas que pasé entre los aeropuertos de
Barajas y Sondika –es pasmosa la variedad de métodos que tiene Iberia para
cagarla–, la reacción que me salía instintivamente del alma era la elemental:
apuntarme al «cómo está el mundo», «dónde vamos a ir a parar», etcétera.
Tan espontánea y
automática era esa conclusión que al momento me di cuenta de que no podía ser
la correcta. Por aplicación de una regla elemental: los grandes medios nunca te
proporcionan los datos de la realidad de modo que puedas sacar las lecciones críticas
adecuadas.
Me dediqué
entonces a pensar por mi cuenta y riesgo. Y me dije: «¿Dos periodistas
franceses amenazados de muerte? Vaya por Dios. ¿Y dónde está la importancia
específica de ese hecho? Amenazadas, en este momento, hay millones y millones
de personas en el mundo: rehenes de sus explotadores, víctimas del hambre,
fugitivas de guerras ignotas… Cientos de ellas perderán la vida hoy mismo, sin
duda. ¿Por qué se supone que debo prestar atención especial al drama particular
de estos dos hombres? ¿Porque son periodistas? ¿Porque son franceses? ¿Por
ambas cosas?»
Y empecé a sacar
conclusiones: «A éstos dos los han secuestrado porque saben que somos de un
insufrible eurocentrismo elitista. Si valoráramos por igual la vida de todas
las personas, no les habrían puesto la mano encima. Los han secuestrado por la
misma razón que en otros países secuestran a los hijos de los millonarios.»
La reflexión
tenía ya marcados sus pasos. Seguí preguntándome por qué hay en el mundo gente
que se busca modos tan crueles de llamar la atención o de hacerse valer. Y me
dije que la respuesta, una vez más, no está ni en Palestina, ni en Rusia, ni en
Irak. Está en el Primer Mundo. Aquí. O en Washington, que para los efectos es
lo mismo.
Conclusión final:
«Si tienes a alguien cogido por el cuello tiempo y más tiempo, no te sorprenda
si acaba dándote una patada en los huevos. Aunque sea un sistema de ataque
expresamente prohibido por las reglas del boxeo.»
Y todo esto, por
culpa de Iberia.
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Llorar
(Miércoles
1 de septiembre de 2004)
Vengo defendiendo
desde hace años que todos los humanos tenemos igual derecho a manifestar nuestras
emociones según nos lo pida el cuerpo. Tan lícito es reír como llorar, se sea
hombre o mujer, siempre que al hacerlo no importunemos innecesariamente a los
demás.
He hecho mía esa
posición una y otra vez para mostrar el enfado que me produce que nuestras
convenciones sociales acojan con tanto agrado la risa y tan mal el llanto,
sobre todo cuando es un hombre el que lo exhibe.
Una vez, de niño,
un maestro me espetó: «¡Los hombres no lloran!». Como ya era Javier Ortiz pero
aún no era Javier Ortiz (o sea, esto en lo que he acabado degenerando), no le
respondí: 1º) Que lo que en realidad parecía que quería decir es que los
hombres no deberían llorar, porque
llorar, claro que lloran, salvo que tengan mal los lagrimales o arruinada la
sensibilidad; 2º) Que, una vez dilucidada la idea que pretendía expresar,
debería explicar por qué, según él, no está bien que los hombres lloren, pero
en cambio las mujeres sí, o no importa; y 3º) Que convendría que me razonara
por qué a la hora del llanto me exigía un comportamiento propio de un hombre
«hecho y derecho», pero en todo lo demás me trataba como a un crío de mierda.
Dado que por
entonces –ya digo– aún me encontraba en la fase preparatoria para ser Javier
Ortiz y no había alcanzado ni de lejos las cotas de verbosidad a las que estaba
destinado, me conformé con responderle:
–¿Y por qué no?
Me doy cuenta
ahora –irremediablemente tarde– de lo mucho que me habría convenido conservar
para siempre aquel espontáneo laconismo. Porque, según oyó mi contestación, el
imbécil cerró el pico y no volvió a la carga.
Llorón, pues, por
principios –y por querencia, todo sea dicho–, he simpatizado siempre con la
gente que no se corta un pelo a la hora de echarse unas lágrimas, o incluso
toda una llorera, con hipos incluidos.
Pero esa
reiterada reivindicación mía, que yo creía igualitaria y hasta progresista, se
ha visto penosamente dañada por culpa de las retransmisiones radiofónicas de
los recién clausurados Juegos Olímpicos.
He acabado por
odiar el llanto.
Ha habido cadenas
de radio que, así que algún deportista español conseguía una medalla, se le
echaban encima para obligarlo a llorar fuera como fuera.
–¡Fulano!
¡Tenemos aquí a tu madre! ¡Habla con ella, que quiere felicitarte!
–¡Hijo,
pichuquín, que soy mamá!
–¡Mamá! ¡Te quiero!
Y todos a llorar.
A veces el
medallista (o la medallista) mostraba cierta resistencia al llanto. Entonces se
imponía aumentar la dosis.
–¡Menganita!
¡Tenemos aquí a tu padre, a tu madre, a tu hermano y a tu novio!
(Se
sobreentendía: «Como con este despliegue no llores, te forramos a hostias».)
Un amigo me contó
una retransmisión gloriosa.
–¡Zutanín! ¿En
qué pensabas cuando mirabas al cielo?
–Pues en la vela,
supongo. Que estuviera en condiciones.
–Pero tú pensabas
en alguien a quien has perdido hace poco… ¿verdad?
–No.
–Tu padre ha
fallecido hace unas semanas, ¿no es cierto?
–Sí.
–¿Y no pensabas
en dedicarle esta medalla?
–Pues no.
En caso de sequía
por falta de lágrimas ajenas, los propios periodistas optaban por echarse a
llorar, ellos mismos. Juan Manuel Gozalo, el eterno de RNE, declaró al fin de
una competición que no podía terminar el relato porque la emoción le embargaba
hasta el mismísimo llanto. Y de hecho sufrió un acceso de congoja perfectamente
audible.
En la SER asistí
a un diálogo tal que así:
–¡Nosecuantos!
¿Cómo ha sido la prueba?
Silencio
momentáneo del otro lado de la línea. Al poco:
–Snif, snif…
El de Madrid:
–Tranquilo,
Nosecuantos, tranquilo, que todos entendemos tu emoción. ¡Porque tú eres un hombre
de la SER, pero también un hombre de la vela!
El que lloraba
era el encargado de hacer la crónica de la regata.
Y, para remate,
los resúmenes diarios, en los que la ración de lagrimeo llegaba al paroxismo:
lista de medallas, lista de sollozos. Ponías la radio al acostarte y salías
nadando de la cama.
Después de
semejante comercialización de la lágrima, me he replanteando de arriba a abajo
mi posición. Voy a defender que se prohíba el llanto ante los micrófonos. Que
se tipifique como un delito de exhibicionismo perverso. O de sadismo.
Por lo menos
mientras los presentadores de los noticiarios convencionales sigan sin llorar
cuando dan cuenta del horror de cada día.
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La prueba de Fraga
(Martes
31 de agosto de 2004)
Si el destino no
lo remedia, Manuel Fraga será candidato a seguir como presidente de la Xunta de
Galicia, y todo el mundo se pregunta si es sensato que un hombre que tendrá 82 años
en el momento de las elecciones rija los destinos de una comunidad autónoma de
la importancia y la complejidad de la gallega.
Él afirma que se
encuentra en plena forma, pero lo dice con una voz tan tenue y vacilante que
invita a pensar justo lo contrario. Cuando se lo oí, me vino a la memoria un
discurso televisado del Franco postrero, en el que balbució con un hilillo de
voz casi inaudible: «Hay algunos que especulan con mi edad, pero yo me siento
más joven que nunca para empuñar con mano firme el timón de la nave del
Estado».
Escribió Óscar
Wilde, siempre agudo, que las afirmaciones de ese tipo («Me siento mejor que
nunca», «Estoy hecho un chaval», etc.) son un síntoma inequívoco de decrepitud.
Fraga no tiene el menor aspecto de escapar a esa regla.
Pero que estemos
en 2004 discutiendo sobre la conveniencia de que este hombre siga en la
política activa, y que la polémica se centre en su edad, me parece una de las
pruebas más evidentes de la deficiente construcción de la democracia española.
Fraga fue un protagonista muy destacado de la dictadura de Franco, y tuvo un
papel de primera línea en la represión del movimiento democrático, incluyendo
hechos que provocaron la pérdida de vidas humanas, algunos –como los sucedidos
en Montejurra en mayo de 1976– por la vía directa del asesinato. En un proceso
de instauración de la democracia digno de ese nombre, cualquier político con un
historial como el de este preboste de la dictadura habría sido llevado ante la
Justicia para determinar sus responsabilidades concretas, incluidas las
penales, y, en todo caso, habría sido privado de su derecho al sufragio pasivo.
Aquí no sólo se le ahorró el paso por el banquillo, sino que se le permitió
continuar como personaje de gran relevancia y hasta fue nombrado «jefe de la Oposición»
–un cargo oficial que carece de sentido en un régimen parlamentario
pluripartidista– por el primer Gobierno del PSOE.
Uno de los muchos
efectos penosos de aquel pasteleo lo seguimos padeciendo, y no sólo en Galicia:
nuestros enseñantes no saben cómo contar a los chavales qué fue la España de
Franco. No pueden proporcionarles los criterios adecuados para valorarla. ¿Cómo
explicarles que continuemos dando a algunos de aquellos liberticidas el título
de excelentísimos señores? Nuestra juventud tiene amputada la memoria.
En Chile también
discuten sobre la edad de los protagonistas de su dictadura, contemporánea del
último tramo de la franquista. Pero allí lo hacen para decidir si sus ancianos
están en condiciones de ser juzgados por lo que hicieron entonces. Aquí
polemizamos sobre si tendrán las fuerzas necesarias para seguir gobernándonos
ahora.
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La felicidad
(Lunes
30 de agosto de 2004)
Fin oficial de las vacaciones de verano.
Hoy volvemos a Madrid.
Lo hacemos el 30, y no el 31, en parte para aterrizar con más suavidad en el comienzo del curso y en parte para
no toparnos en la carretera con el anunciado follón de la operación retorno. Pero las cosas no funcionan obligatoriamente
así. Un amigo alemán me habló el sábado pasado de un ideólogo nazi que sostenía
que uno de los grandes problemas de los marxistas había sido dar por hecho que
las masas acaban actuando conforme a criterios racionales. Según ese nazi, las grandes masas hacen cosas impredecibles
en función de motivaciones absurdas, y por eso la Historia resulta tan rara.
Si se demuestra acertada esa vitriólica tesis –que, aunque
provenga de un nazi, tampoco hay que rechazar porque sí–, puede suceder que
esta tarde nos encontremos cerca de Madrid dos millones de astutos
automovilistas que hemos adelantado nuestro regreso para no encontrarnos mañana
con dos millones de automovilistas capullos.
De hecho, el año pasado regresamos el 31 y no encontramos nada que
se pareciera a un atasco. Ni siquiera en la M-30. Había menos circulación que
un domingo cualquiera.
Sea como sea, vuelvo a la rutina, aunque no con las ganas de
cortarme las venas que sentía por estas fechas cuando era un trabajador
asalariado.
El escritor por libre se escapa por partida doble de esa angustia:
para él, ni las vacaciones son tan diferentes del trabajo (sigues escribiendo
todos los días), ni el periodo laboral es tan distinto de las vacaciones (eres
tu propio patrón y puedes pactar contigo mismo horarios, bajas y moscosos).
El cambio lo experimentas más por las personas que te circundan
que por ti mismo.
Comentaba ayer con un amigo, aquí, en el jardín de la casa de
Aigües, en medio de un silencio sólo roto por el canto de los pájaros –y por
nuestra propia charla, claro–, mientras el sol iba tiñendo de añiles y rojos el
cielo, cuán aleatorio –y cuan ideológico– es lo que cada cual entiende por
calidad de vida. Para nosotros –convinimos–, la calidad de vida era eso de ese
instante: una charla agradable, la buena amistad, un sitio tranquilo, un
paisaje apacible, un clima benigno, una salud no decididamente decrépita...
Me quedé luego pensando en lo tramposo que es el dicho «El dinero
no da la felicidad».
El dinero no da nada. No tiene voluntad, no toma decisiones. Lo
que seguramente quería decir el inventor de la frase –no sé, supongo– es que no
por vivir en un entorno de lujo eres necesariamente feliz.
Pero es que la felicidad tampoco es un hecho objetivo. Es un estado
de ánimo.
Todo está en nosotros mismos. Todo consiste en ir eligiendo o
identificando con cierta sabiduría las circunstancias que te hacen feliz. A ti,
en concreto.
En mi criterio, el mucho dinero se convierte en un problema, pero
sólo porque el dinero a mansalva atrae irresistiblemente a los gilipollas, y
los gilipollas te amargan la vida.
Pero, claro, ésa es una opción ideológica. La gilipollez tampoco
es un dato fijo.
De todos modos, la pobreza tampoco es una alternativa deseable.
Porque la pobreza no atrae nada. Y tampoco te libra de los gilipollas.
Precisamente porque tengo en cuenta todo eso regreso hoy a Madrid.
A ver si me voy ganando los mínimos que me hacen falta para financiar mi idea
muy meditada de la felicidad, que me ha hecho saber que la felicidad es una
hipoteca que, como todas, hay que pagarla a plazos. Y con dinero, claro.
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Cosas de españoles
(Domingo 29 de agosto de 2004)
«El mundo exclama: "¡Cosas de españoles!"
Y es verdad.»
(César Vallejo, Himno a los voluntarios de la República)
Tanto si estoy en mi casa del Alacantí como si me encuentro en
Madrid, suelo oír los espacios informativos de Radio Euskadi, gracias a su
transmisión vía satélite. Lo hago algunos días de manera aleatoria, para estar
enterado de los asuntos de mi tierra, y siempre cuando en las horas siguientes
me toca participar en la tertulia matinal, para saber qué noticias conoce ya la
audiencia y cómo se las han contado, de cara a dar luego en mis intervenciones
más o menos explicaciones introductorias.
Una noche de esta semana que acaba oí durante un rato una
tertulia. Alguien –no es que prefiera no hacer alusiones ad hominem, es que no me enteré de quién era– se opuso a la posibilidad de que Ibarretxe acuda a las
reuniones de presidentes autonómicos que Zapatero ha dicho que tiene intención
de convocar. El argumento en el que basaba su rechazo era que esas reuniones
van a dedicarse a discutir qué es lo que tiene que hacer el Estado español, y a
un nacionalista vasco no le importa qué haga o deje de hacer el Estado español.
El razonamiento me pareció horroroso. Primero, y con carácter
general, porque creo que todo vasco con convicciones solidarias debe tener
interés en el porvenir del Estado español (y del belga, y del italiano, y del
senegalés, y de cualquier otro), y está obligado a hacer cuanto se halle en su
mano por contribuir a mejorarlo. Y segundo, y de manera más concreta, porque
Euskadi y su población se encuentran dentro del ámbito de actuación del Estado
español, día a día y hora a hora, y todas las decisiones de política general
que se tomen dentro de ese ámbito les afectan, para mal, para bien, para peor o
para mejor. Cada cual es perfectamente libre de desear que la realidad sea otra
y de combatir para ello pero, a la espera del momento en que sus deseos se
realicen, es absurdo que se declare indiferente a cuanto les suceda a los suyos
y a él mismo en la práctica cotidiana.
Me contaron que, allá por los años de la última posguerra mundial,
invitaron a la dirección del PNV en el exilio a estar presente en una reunión
previa a la constitución del movimiento de la democracia cristiana europea. Me
parece que iba de eso. En cualquier caso, el hecho es que se montó una acalorada
discusión sobre si debían acudir o no. Los había que decían que un nacionalista
vasco no pintaba nada en aquel foro, porque los convocantes no tenían una
posición clara sobre el derecho de autodeterminación. Y el lehendakari José
Antonio Aguirre, aún escocido por las consecuencias que había tenido para
Euskadi que el PNV no hubiera participado más activamente en el advenimiento y
la formalización de la II República Española, dijo: «Nosotros tenemos que ir a
todo. Incluso a una reunión de bomberos, si nos invitan. Y si podemos sacar
algo positivo, pues bien. Y si no, pues nada».
Me parece de sentido común. Algunos dicen que, si Ibarretxe acude
a una reunión de ésas, renuncia a «la bilateralidad de las relaciones
España-Euskadi» (a tratar de tú a tú con el Gobierno español, en cierto modo).
Pero ninguna reunión a la que acuda le obliga, ni a él ni a nadie, a renunciar
a ninguna posibilidad futura, a no ser que le reclamen esa renuncia para
dejarle asistir, lo que no es el caso. La complejidad de las relaciones del
Gobierno de la Comunidad Autónoma del País Vasco con las autoridades centrales,
de un lado, con las autoridades de las demás comunidades autónomas, del otro, y
con el conjunto del entramado de la Unión Europea, de un tercero, no puede
afrontarse con una fórmula única. Menos todavía con una fórmula tan simplona.
Jugar a cuatro, cinco o seis bandas no es una muestra de
oportunismo. No cuando hay cuatro, cinco o seis bandas.
Me entusiasman más bien poco las reuniones de presidentes de
comunidades autónomas que dice Zapatero que va a convocar. Barrunto que no
saldrá de ellas nada de demasiado interés. Lo que discuto es el prejuicio: «No
me interesa; es cosa de españoles».
Eso no es una tesis. Eso es una pose.
Entiendo que haya quien –nacionalista, internacionalista, o ambas
cosas a la vez, que todo es posible– se lleve mal con «España», en tanto que
destilado histórico. No es mi caso –considero que ese destilado tiene
demasiados ingredientes como para adoptar un criterio único sobre él–, pero
puedo entenderlo. Lo que ni puedo ni quiero entender es que, en nombre de
Euskadi, se desprecie a los pueblos de España.
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Por un pelín
(Sábado
28 de agosto de 2004)
Hacía tiempo que no me pasaba por el servicio de urgencias de un
hospital, así que anoche, aprovechando la visita de unos amigos, me busqué una
excusa y les dije: «Hala, vámonos a urgencias del Hospital de Sant Joan». El
pretexto fue que descubrí de repente en cierta parte de mi cuerpo (es decir: no
en la totalidad) la presencia de un ganglio del género de los que se forman por
culpa de un pelo introvertido, de ésos que les da por crecer hacia dentro y
montar una infección curiosona. Es chupi guay, porque crece y crece hasta que
te meten un bisturí y te lo sajan, momento en el cual... En fin, dejémoslo (o
mejor quitémoslo, pero sin trasladar a este espacio las circunstancias
concretas).
El caso es que, como digo, ese pelo pelín díscolo me proporcionó
la excusa necesaria para acudir al servicio de urgencias del hospital más
cercano, donde pude disfrutar del privilegio impagable de estar sentado durante
más de dos horas en una sala de espera.
Es una experiencia sociológica de primera, por la que deberíamos
pasar cada tanto –un par de veces al año, como mínimo– quienes nos dedicamos a
opinar sobre «el pueblo». Una sala de espera así aporta una muestra aleatoria
de gente dispuesta –por el nerviosismo de la situación, supongo– a dar cuenta
detallada urbi et orbi de sus
circunstancias más íntimas. Lo cual te acerca a la realidad hasta darte de
bruces con ella.
No puedo revelar aquí los relatos oídos como quien dice bajo
secreto de confesión, pero sí estoy en condiciones de afirmar, a partir de lo
observado, que España tiene un gobierno lógico, fruto de un adecuado
funcionamiento de la ley de la oferta y la demanda.
Y no lo digo por Zapatero. Aznar me habría valido lo mismo, a
estos efectos.
Los falsos demócratas, los demagogos, hablan con frecuencia de «la
sabiduría del pueblo». Para mí que un demócrata de verdad es el que defiende
que su voto vale lo mismo que el de quien dice que tuvo el percance en la calle
«Ansias March», o que Ponferrada es «de la provincia de Castilla y León», o que
a él le da grima que le pongan «eso del pota a pota».
La gente puede ser enternecedora, fascinante, pero también
ignorante, cuadriculada y, con deprimente frecuencia, incapaz de distinguir la
velocidad del tocino.
Bueno: pues eso es lo que hay.
Para mí que el verdadero aprendizaje de la democracia no pasa por
el estudio de la Declaración de los Derechos Humanos, en la que todo el mundo
parece estupendo, sino por la escucha detallada de las conversaciones
hiperrealistas de las salas de urgencias de los hospitales.
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Variedad de registros
(Viernes
27 de agosto de 2004)
Me escribe un lector un tanto escamado por la columna que publiqué
el pasado miércoles en El Mundo. No
le gustó que la dedicara a criticar la defectuosa construcción de una frase
oída en un programa de radio. Una frase que, por lo demás, aunque fuera
incorrecta –añade–, «se entendía».
Le parece que una columna como ésa representa un despilfarro. «De
tener la oportunidad de publicar un artículo en un diario que vende más de
300.000 ejemplares, puedo asegurarle que lo dedicaría a algo de más importancia
social», sentencia, severo.
Estoy de completo acuerdo con él en un punto: también yo, si
tuviera la oportunidad de publicar un artículo,
lo dedicaría a algo más trascendente.
Pero ahí está precisamente el meollo de la
cuestión.
Yo no tengo la oportunidad de publicar un
artículo. Yo publico, porque me dedico a eso, muchos artículos. Dos por semana,
si tomamos como referencia el mismo espacio y el mismo diario al que el lector
se refiere. Lo que equivale a más de un centenar al año. A más de mil el
decenio.
Alguien que debe dirigirse al mismo público
tantas veces, tan insistentemente, está obligado a reflexionar sobre los
problemas que eso plantea.
La experiencia laboral me ha convertido en
experto en Opinión. (En cuanto género periodístico, quiero decir.) Por ello sé
que uno de los peligros más graves que corre el columnista es el de volverse
previsible, es decir, que el público lector no tenga mayores dificultades para
imaginar de qué asunto va a escribir cada día, a favor de quién va a ponerse,
cómo lo va a argumentar, qué estilo va a utilizar y hasta, incluso, qué estado
de ánimo va a mostrar (o a afectar).
Hablo de ese gran monstruo que es la
rutina, que los engreídos confunden con el estilo.
Un deber principal del columnista es
combatir contra ese terrible enemigo, rebelarse contra él, no perder la
esperanza de vencerlo una y otra vez y tratar de encontrar –si no siempre, sí
cada poco– un asunto sorprendente, un enfoque nuevo, un estado de ánimo
distinto, algo que pague el precio del esfuerzo que la gente ha hecho al
interesarse por el fruto de su magín.
Ésa, y no el capricho, ni la frivolidad, es
la razón que me mueve a cambiar a menudo de sintonía, a mudar el ángulo de la
visión, a esforzarme por escribir sobre la vida de tantos modos distintos como
la vivo –como la vivimos todos, supongo–, a desnudarme a diario –sólo en parte,
claro– revelándoos mis secretos, invitándoos a acercaros, a mirar con mis ojos,
a reír conmigo, a cabrearos conmigo –y también contra mí, cuando se tercia–, a
viajar, a ver películas, a escuchar música... o a llorar juntos.
Por eso puede suceder que haya un día en
que me ponga tiquismiquis con una chorradita del lenguaje y me apetezca invitar
a quienes me leen a que se rían conmigo (y de mí) por lo mal que llevo que la
gente no se exprese (no piense) con rigor puntillista. Y al día siguiente me
tocará hablar de Hiroshima. O del efecto invernadero. O de la agonía del África
Negra.
Hay animalitos de circo que, los pobres, no
saben hacer más que una gracia, y sus amos les fuerzan a que la repitan una y
otra vez. Acaban dando pena. Yo no rechazo que se me vea como un animalito (porque
lo soy) ni me incomoda que me tomen como parte de un circo (porque en ese medio
me muevo) pero me horrorizaría comprobar que sólo sé hacer una monería.
Por eso cambio de registro con toda la
frecuencia que puedo. Tratando de entretener, esforzándome por abrir nuevas
ventanas a la realidad, intentado aportar algo... Haciendo lo posible por
ganarme el sueldo, en suma.
Que lo consiga –y en qué medida lo consiga–
es ya otra cosa. Irá por días, supongo.
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