Apuntes del natural
[Del 13 al 19 de
agosto de 2004]
n
Estilistas y elitistas
(Jueves
19 de agosto de 2004)
Siento
una profunda antipatía por el primer ministro italiano, Silvio Berlusconi. Una antipatía
que va mucho más allá de la radical hostilidad ideológica. Soy alérgico a su
atildamiento señoritil, a su frivolidad de malcriado y, muy particularmente, a
su supuesta simpatía, que me da cien patadas.
Pero
me parece un disparate inconmensurable que todo el mundo –una vez excluidos los
que cobran por hacerle la pelota– se lance contra él porque ha salido a navegar
con un pañuelo blanco en la cabeza. Se comportan esos críticos de Berlusconi
conforme a la lógica de la célebre boutade
atribuida a Oscar Wilde (falsamente, supongo, como casi todas las que se le
atribuyen): «Se empieza asesinando y se acaba cometiendo faltas de ortografía».
Que,
después de las infinitas tropelías que ha cometido Berlusconi en Italia y fuera
de Italia, se le lancen a la yugular porque se ha puesto un pañuelo en la
azotea, es para cagarse.
Vamos
a ver: si don Silvio quiere tocarse con un pañuelo, ¿qué mal hay en ello? Dicen
que no resulta estético. ¿Y dónde han
encontrado ellos el secreto de lo que es estético y lo que no? A mí los trajes
carísimos que suele llevar normalmente me parecen un horror, con ese estilo tan
suyo, propio de un Mario Conde con menos cárcel y más años. ¿Y qué? ¿Qué
sentido tiene poner a caer de un burro a un cercenador de las libertades
cercenando su libertad de vestir como le venga en gana?
Me
ha llamado la atención que los críticos italianos del look fotográfico de Il
Cavaliere, algunos de izquierda sedicente –que no sediciosa–, se las hayan
arreglado para retratarse de paso ellos también, desnudando sus miserias
ideológicas. Uno, del diario Il Foglio, ha
dicho que el atuendo del primer ministro era propio «de esposa de notario en
jornada playera» (atención: no de notario; ¡de esposa de notario!). Otro, éste
del prestigioso Corriere della Sera, ha
preferido dar a su crítica un toque entre clasista y racista y ha escrito que
el pañuelo blanco de don Silvio era «digno de un vendedor de alfombras en una
fiesta de camellos magrebíes».
Es
espantosa la cantidad de críticas hueras que inundan el mercado mediático. A
cambio, se dejan pasar pifias que son de aúpa. Todavía estoy por ver que
alguien haya puesto en su sitio al clasista Rajoy, que el otro día trató de
ridiculizar a un diputado socialista que había afirmado que no tenía interés en
escuchar lo que Aznar pudiera declarar sobre el 11-M, diciendo en tono de
sarcasmo que tal vez el diputado del PSOE prefería hablar «con un portero de
Alcalá de Henares».
Pues,
le digo la verdad, don Mariano: no sé yo el diputado, pero éste que suscribe es
la mar de probable que prefiriera hablar con cualquier portero, de Alcalá de
Henares, de Cintruénigo o de San José (California), a
nada que no sea tan envarado, carca, soso y aburrido
como su (¿ex?) jefe.
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Como un batallón
(Miércoles
18 de agosto de 2004)
Qué
dura es la vida. Estaba hoy a eso de las 5:50 sumido en un divertido sueño en
el que escribía un relato malicioso mientras (sic) enseñaba a un amigo el manejo de un equipo de grabación de
sonido –no sé si decir que los sueños tienen estas cosas o resultará más
adecuado dejarlo en que mis sueños
tienen estas cosas–, cuando, zas, ha sonado el
despertador.
Nada
contento con el brusco retorno a la realidad, me he levantado, he puesto comida
a los gatos –ahora son ya seis, los muy gorrones– y me he metido en la cocina a
desayunar. He escuchado las noticias de Radio Euskadi, cosa que hago siempre
que luego he de participar en su tertulia matinal, y, cuando han terminado, me
he pasado a la Ser.
Momento
en que he sido sometido a una agresión sin precedentes.
Ha
sonado un spot de autopublicidad
de la cadena de radio en el que se recoge cómo relataron ellos mismos y en directo
el momento estelar en el que el cortejo de deportistas representantes del
Comité Olímpico Español desfiló en la ceremonia inaugural de los Juegos de
Atenas.
Me
he quedado hundido, anonadado. «¿Será posible?», me preguntaba.
Estúpida
duda. Claro que era posible.
No
os podéis imaginar –salvo que vosotros también lo escuchéis, cosa que os
recomiendo que hagáis (si la hacéis) una vez desayunados y con vuestro sistema
emocional debidamente estabilizado–, no os podéis imaginar, digo, qué
exhibición más lamentable y cutre de chabacanería patriotera. «¡Ahí vienen ya,
ahí vienen ya!», grita un ex futbolista que la radio de Polanco se reserva para
los momentos de mayor exaltación nacional. «¡Ahí se ven ya los colores rojo y
blanco de España!», aúlla otro que da por hecho que todo el mundo sabe que se
refiere a los uniformes. «¡Se les ve con gana de juerga!», no sé si describe o
más bien denuncia otro más. Y el colofón, que desgraciadamente no puedo citar
en su literalidad, por culpa de mis escuálidos conocimientos castrenses, pero
que, en esencia, es una descripción de la marcialidad de los deportistas del
COE: «¡Como un batallón!» (mi duda es si dice «de zapadores», «de gastadores» o
de qué otra variedad uniformada presta a dar su sangre por Dios y por España).
Lo
peor, con ser grave, no es que retransmitieran de esa guisa el acontecimiento,
¡sino que hayan recuperado eso como una demostración de lo bien que lo
hicieron!
Pues
bien: ésta es la radio que la audiencia española toma como paradigma del
progresismo.
Me
pregunto cómo puede haber alguien que se extrañe luego de que el señor Polanco
esté en cuerpo y alma con la oposición venezolana del camarada Cisneros, esa
misma que se autodenuncia como antidemocrática cada vez que se niega a aceptar
su derrota en las urnas.
«Como
un batallón». Bien pensado, tampoco creo que se apartaran tanto de la verdad.
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Más iguales
(Martes
17 de agosto de 2004)
Pongo
la radio mientras me dedico al rutinario aseo personal.
–Hay
decisiones políticas tan trascendentales que no se pueden tomar por la mitad
más uno de los votos –afirma un comentarista.
Le
respondo maquinalmente, afanándome en el rasurado.
–¡Ajá!
De modo que lo correcto es seguir la vía opuesta, igual de trascendental,
aunque ésa sea la voluntad de la mitad menos uno de los votantes.
Cambio
de emisora:
–Ibarretxe
debe renunciar a su plan –sostiene el de turno– porque divide a la sociedad
vasca.
Le
respondo:
–¿Conoces
tú alguna votación que no exprese la división de la sociedad? ¡Todas lo hacen,
por definición! ¡Si no, no haría falta votar!
Tercera
emisora:
–Para
reformar la Constitución, sería necesario obtener por lo menos el mismo
consenso que se logró para aprobarla.
Mi
cabreo empieza a amargarme la mañana:
–Pues
no, señor. Para cambiar la Constitución hay que reunir los requisitos que
señala la propia Constitución. ¡Eso es todo!
El
capricho de los argumentos se hace norma en nuestra sociedad. Lo que vale para
unos no vale para otros.
Reparo
en los comentarios sobre el referéndum de Venezuela y compruebo que, mientras
nadie critica que los USA designen a su presidente –que acaba siendo el
presidente fáctico del mundo entero– en
una votación patética, con una participación que da vergüenza, y todos los
comentaristas lo denominan pomposamente «el presidente de los Estados Unidos de
América», en vez de definirlo como «el candidato al que no votó la inmensa
mayoría de los ciudadanos de su país», en Venezuela obtienes la mayoría
absoluta rebasando en casi veinte puntos al conjunto de tus rivales y te
conviertes en «el discutido presidente de una Venezuela dividida en dos
mitades». Y tienes una oposición que no acepta el resultado de las urnas (¡por
octava vez ha perdido y por octava vez lo niega!) y que utiliza los medios de
comunicación, que detenta casi en exclusiva, para hacer llamamientos delictivos
a la insurrección, y has de soportar que un engominado político extranjero, español
para más señas, te diga que tú eres quien debe «esforzarse especialmente» en la
reconciliación.
No
me gusta el estilo pomposo y las continuas referencias a la divinidad que
caracterizan los discursos de Hugo Chávez. Pero, en primer lugar, no es a mí a quien
deben gustar. En segundo término, las arengas de sus rivales son peores con
diferencia, porque añaden a su engolamiento casposo un trasfondo oligárquico
que asusta oírlo. Y tercero: no veo por qué ha de ser lógico tildar de
«grotescas» las referencias de Chávez a Dios y guardar respetuoso silencio
cuando Bush dice que se presenta a las elecciones porque Dios se lo ha pedido.
¡Porque lo ha dicho!
Tanto
más sigue la Historia su curso, tanto más los hombres nos parecemos a los
animales de Orwell: todos somos iguales, pero algunos muchísimo más iguales que
otros.
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Dulce Pontes
(Lunes
16 de agosto de 2004)
–Fuimos
en Alicante al concierto que dio la otra noche Dulce Pontes
–me comenta una amiga.
–Ah
–respondo, más bien lacónico.
–Estuvo
estupenda –dice.
–Ah
–insisto, sin demasiado entusiasmo.
–A
ti no te gusta, ¿verdad?
Con
lo que ya no me deja escapatoria.
–Pues
no mucho. No. Ciertamente.
–¿Y
eso?
Terrible
pregunta.
Y
es una terrible pregunta porque sé, por dura experiencia, que no hay nada más
desagradable que la crítica del gusto.
A
muchos, a muchísimos humanos –y a muchísimas humanas–, les puedes decir que el
político al que vota te parece un bodrio, y puede sorprenderse, pero no se cree
en la obligación de sacarte los ojos. Y puedes afirmar que odias la remolacha a
muerte, y no se alteran, por mucho que les encante la cosa ésa. Pero como les
digas que la peli que vieron el otro día y que les
emocionó hasta el llanto a ti te pareció un pestiño, o que su novelista
favorito escribe con el culo, o que la cantante que le puso de pie de emoción
te resulta mala, pero mala de acostarse, la puedes liar.
Empezaré,
pues, afirmando que lo que yo digo sobre Dulce Pontes
no es más que mi opinión. (¿Qué otra cosa podría ser?)
Y
añadiré que mi opinión es bastante negativa.
¿Por
qué? Porque, en mi criterio (en mi criterio, ¿vale? Ya no voy a insistir más en
este punto), la canción no es un deporte olímpico. No se trata de alcanzar el record
mundial a la nota más alta sostenida durante más tiempo, ni a los pulmones más
capaces y poderosos, ni siquiera a la voz más potente. A decir verdad, desde
que se inventaron los micrófonos, el interés por las voces potentes bajó muchos
enteros: cabe llegar a la última fila del auditorio sin mayores performances
físicas.
Tampoco
el timbre es necesariamente decisivo: hay voces de ésas que uno define en broma
como «más bien desagradable, pero apenas audible, para compensar» que te pueden
transmitir una intensa emoción estética. Según.
En
la música, como en la pintura, como en la poesía, lo esencial no reside en las
facultades que posee el artista, por portentosas que resulten, sino en su
habilidad para usar las que tiene, mayores o menores, de un modo original,
capaz de establecer un registro de comunicación
estética propio, no explorado. Pongamos que yo fuera capaz de pintar hoy
como Picasso, y mañana como Goya, y pasado como Matisse, y al otro como el Giotto.
Obviamente, nadie negaría mis habilidades. Pero –también obviamente– nadie me
consideraría otra cosa que un buen copista.
Dulce
Pontes tiene una hermosa voz. De la que abusa mucho.
Demasiado. Apabulla. Uno no sabe si lo que pretende es deslumbrar al público o
deslumbrarse a sí misma, encantada de oírse. La escuchas cantar un tema de Amàlia y sueñas... con la versión original. La oyes
atreverse con algo de Zeca Afonso
y te preguntas por qué nadie le habrá dicho que el encanto de la canción estaba
en la sencillez que le dio su autor.
No
tiene una línea definida, personal; carácter. Lo cual produce otro efecto
problemático: cada disco suyo es deudor del arreglista de turno.
Podría decir todo esto de modo mucho más
descarnado. De hecho llevo borradas diez o doce frases. Pero lo dejo aquí,
convencido de que con esto ya basta y sobra para que varias decenas de amigos y
amigas se me enfaden. Porque es lo que decía al principio: te pones a criticar
gustos y es peor que si te dedicaras a mentar a las madres.
Dicho lo cual, se avisa al público en
general que aquí el crítico severísimo y mordaz tiene algunas debilidades
musicales que, si las admitiera...
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¡Usted no sabe con
quién está hablando!
(Domingo
15 de agosto de 2004)
La
bofia iankitarra no permitió que dos maderos que
acompañaban a José María Aznar volaran de Miami a Cancún con las pipas en la
sobaquera, lo cual parece que enfadó very mucho al
ex.
Ignoro
qué normas regirán al respecto en los EEUU. Si está prohibido que ningún
viajero surque su espacio aéreo con un arma de fuego encima, parece que no son
muy buenos manteniendo la prohibición, porque los guardaespaldas de Aznar
llegaron hasta Miami con sus pistolas puestas. Y por mucho que el interior de
un avión sea territorio nacional del país al que pertenece la compañía
propietaria de la nave, no le veo yo mucha seriedad al asunto: el día menos
pensado, un trozo de suelo español llamado Costa
del Azahar, Vino de Cariñena, Virgen de la Regla o cosa parecida (pero
construido por la McDonnell Douglas,
por supuesto) se tira encima de Cabo Kennedy, manda las naves de la NASA a
volar fuera de horas... y las normas, tan estupendas.
Pero
volvamos al comienzo: ¿nadie puede ir con armas en un avión estadounidense?
Cuando Bill Clinton viaja
por el cielo de los USA, ¿sus gorilas van
desarmados? ¿O la norma vale para Aznar pero no para Clinton?
Si
vale para todos, toditos todos, entonces el cabreo de Aznar es improcedente a
más no poder. Pero si no vale para todos, pero sí para él, entonces también
tiene razones para cabrearse, porque habrá quedado en
evidencia que ser amiguísimo del presidente George W.
Bush y respetadísimo en el mundo entero –palabrita de Acebes– no da derecho a
que las compañías aéreas estadounidenses te den trato de ex presidente. O sea,
que te quedas con el culito al aire, demostrando que tus serviles servicios te
los pagan tratándote como un mindundi, obligándote a
comprarte las condecoraciones y dejando que tu seguridad dependa de que ningún
vecino tenga ganas de pegarte.
Me
imagino el diálogo de Aznar con el poli del aeropuerto de Miami, en plan Groucho Marx:
–¡Usted
no sabe con quién está hablando!
–Ay,
no me lo diga, no me lo diga... ¿Animal o vegetal?
P.S.– Ayer me equivoqué de romanos con los
marroquíes, y llamé sexto al quinto y séptimo al sexto. Vale, de acuerdo, está
mal. Pero de ahí a que esta mañana, cuando he conectado el ordenata
y revisado el correo electrónico, me encuentre con toda una ristra de
broncas... Venga, hermanos y hermanas, ¡sed misericordes!
Atended a las fechas, que el coro de la Festa de Elx, que hoy sonará esplendoroso por aquí cerca, se merece
inciensos, no malos humos...
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Su asesino favorito
(Sábado
14 de agosto de 2004)
Yo
no sé si a Hicham Madari,
el ex colaborador de la monarquía alauí que ha
aparecido muerto a tiros en un aparcamiento de Marbella, lo han asesinado los servicios
secretos marroquíes. Ni lo sé ni creo que llegue a saberlo jamás.
Tampoco
sé si es verdad que contaba con pruebas de diversas actividades ilícitas del
rey de Marruecos, como pretendía (como contó, de hecho, en una larga carta
abierta a Hassan II publicada como anuncio de página
entera en The Washington Post en junio de 1999).
Lo
que sí sé es que había sufrido ya dos intentos de asesinato en los últimos
meses, uno de los cuales lo condujo directamente al quirófano con tres balas en
el cuerpo. Y que esos atentados fueron obra de gente muy bien informada, puesto
que sabía dónde se ocultaba Madari, que funcionaba
con documentación falsa y medidas de seguridad muy estrictas.
Pero,
de las muchas cosas que ni sé ni entiendo de este asunto, hay una que me
sorprende más que todas las demás juntas.
Veamos.
Madari estaba procesado en Francia por un presunto
delito de falsificación de dinares de Bahrein por un monto equivalente a 350
millones de euros. No calderilla, precisamente. Y, sin embargo, estaba en
libertad provisional. Y estaba en libertad provisional pese a que: 1º) El
delito del que estaba acusado era gravísimo; 2º) Se sabía que tenía la firme
voluntad de huir –la Gendarmería lo sorprendió con documentos de identidad
falsos y muy lejos del departamento donde estaba confinado–, y 3º) Era evidente
que corría el peligro de ser asesinado.
¿Qué
hacía Madari libre? ¿Por qué la Justicia francesa no
decretó su prisión provisional?
Pensando
en ello, me he acordado del controvertido libro Notre ami le Roi, en
el que Gilles Perrault hizo
el demoledor balance no ya de una Monarquía culpable de más de 60.000
asesinatos políticos, sino de la colaboración que la oligarquía francesa, dueña
de medio Marruecos, ha prestado al mantenimiento de esa tiranía a lo largo de
los años. Primero con Mohamed V, luego con Hassan II, ahora con Mohamed VI.
Me
pregunto –hay motivos para hacerlo, creo– si la conversión de Madari en presa fácil no habrá sido el enésimo favor que el
Estado francés ha hecho a la Monarquía alauí.
P.D. Para quienes sepan francés o árabe, página recomendada:
http://www.internatif.org/hotes/Maroc/
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La palabra del cielo
(Viernes
13 de agosto de 2004)
Las
radios se pasaron el día diciéndolo: «Trasnoche un poco y podrá ver la lluvia de estrellas que va a producirse
esta madrugada».
No
trasnoché en absoluto, pero pude verlo muy bien. A las horas que me levanto, todavía
noche cerrada, y en este rincón milagrosamente aislado de la costa
mediterránea, donde ninguna luz eléctrica estropea la vista del firmamento
estrellado, el espectáculo estaba servido.
Pero
no me llamó demasiado la atención. Sí; a cada poco se veía el resplandor veloz
de un gramo de polvo convertido en luminaria celeste. ¿Y qué? Me había tomado
el trabajo de leer en la Red algo sobre el fenómeno: esa lluvia que no llueve,
esas perseidas que no tienen nada que ver con la constelación de Perseo, esas
estrellas fugaces que no son estrellas, esas lágrimas de San Lorenzo que ni son
lágrimas –menos mal: alguien que no llora– ni tienen más relación con San
Lorenzo que la que le regala el aburrido calendario católico. Me enteré de qué
es un meteoro y qué un bólido, y de cómo, con muy mala suerte, un meteorito
puede incluso darte en la coronilla y hacerte ver las estrellas.
Es
posible que el espectáculo fuera hermoso, pero me interesó más bien poco. No
acabé de verle la gracia al hecho de que unas cosas que entraban en la
atmósfera a velocidad de vértigo parecieran unas cosas que entraban en la
atmósfera a velocidad de vértigo.
Me
olvidé de las perseidas y me quedé contemplando la serena –la engañosa–
tranquilidad y la impresionante quietud –la falsísima quietud– de las estrellas
suspendidas del firmamento.
Qué
increíble espectáculo.
Pensé
que ésa es la auténtica maravilla, aunque esté cada noche ahí arriba, dejándose
ver sin nadie que la cite en los noticiarios. Aporta la demostración
irrefutable –y angustiosa– de que nuestros sentidos nos conceden una percepción
de la realidad que es verdadera y falsa, a la vez.
Todo
es así, pero nada es así.
El
cielo estrellado nos obliga a asumir la contradicción permanente en que se
desenvuelve nuestra existencia. Lo quieto está quieto, pero en vertiginoso
movimiento. Lo pequeño –ese puntito de luz en la bóveda negra– es realmente
pequeño pero, al propio tiempo, inmenso. Lo importante es minucia y el mero
accidente, capital.
Mirando
la noche, sin luz humana que la desdibuje, cabe sentir por un momento el
vértigo de todas las realidades que se juntan en eso que llamamos realidad.
Es
entonces cuando nos vienen las ganas de creer en Dios. Pero el ejemplo de
Prometeo acude rápido para rescatarnos de la divinidad. Lo cantó Brel: «No eres Dios. Eres mucho mejor: ¡eres un hombre!».
(*)
El
cielo nos lo dice: nuestros desvelos no sirven para nada, pero hacen falta.
(*)
Brel, Jacques. Le
Bon Dieu. Del LP Les Marquises, 1977. Dice la brevísima letra: «Moi, moi, si t'étais
l' Bon Dieu / Tu f'rais valser les vieux / Aux étoiles
/ Toi, toi, si t'étais l'Bon Dieu
/ Tu rallumerais des vagues / Pour
les gueux. / Moi, moi, si t'étais l'Bon Dieu / Tu n'serais pas économe
/ De ciel bleu. / Mais tu n'es pas
le Bon Dieu / Toi, tu es beaucoup mieux / Tu es un homme! / Tu es
un homme!»
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