Apuntes del natural
[Del 16 al 22 de julio de
2004]
n
Cataluña, Estado
(Jueves 22 de julio de 2004)
Observo
que bastantes medios informativos se han hecho un lío con la afirmación que
hizo ayer Maragall tras su entrevista con Rodríguez Zapatero: «Cataluña es
Estado».
Algunos
han creído ver en ello un reflejo del deseo de los socialistas catalanes de
convertir a Cataluña es un Estado-Nación. No va por ahí la cosa. Lo que
Maragall pretendió decir es que, puesto que la estructura territorial del
Estado es autonómica, los órganos de gobierno de las comunidades autónomas son Estado, es decir, ejercen la
representación del Estado en ese territorio. No en todos los terrenos, porque
hay funciones del Estado que no son descentralizables
–a no ser que se reforme el texto constitucional–, pero si en la mayor parte de
los asuntos.
En
coherencia con ello, resulta erróneo identificar al Gobierno central con el
Estado. Como lo es también suponer que, cuando una comunidad autónoma reclama
que se le transfiera el control de este o aquel órgano de gestión, está
tratando de arrebatar al Estado una competencia. Una vez en sus manos, seguirá
siendo el Estado –una parte de su aparato–
quien la maneje.
Por
idéntica razón, debe admitirse que Pascual Maragall es la máxima autoridad del
Estado en Cataluña, como Juan José Ibarretxe lo es en Euskadi.
Lo
cual no implica ninguna valoración particular, ni positiva ni negativa. Es un
hecho, sin más, en el que ni siquiera valdría la pena detenerse demasiado si no
hubiera tanta gente –tanto medio de comunicación, sobre todo– que sigue
haciendo como si en la conversación de ayer Rodríguez Zapatero representara al
Estado y Maragall hubiera acudido a La Moncloa a arañarle poder para
conferírselo a una institución extra-estatal.
En
lo que se equivoca Maragall es en la identificación que hace entre la
Generalitat y Cataluña. Quien es Estado
–un órgano del Estado– es la Generalitat. Cataluña es una nación sin Estado.
Sin
Estado propio, se entiende.
P.D.
A propósito del apunte de ayer y en
relación a la frase «lo que significa
tener unos dientes blancos», un lector me recuerda que el Diccionario de la
Real Academia Española recoge la siguiente acepción del verbo significar: «4.
intr. Representar, valer, tener importancia.» Lo sabía. No
porque me conozca el DRAE al dedillo, sino porque lo consulté antes de hacer el
comentario. Pero la Academia alude ahí al uso de significar como verbo intransitivo. No es el caso. Lo que Mar
Flores –el guionista del anuncio, más bien– quería decir, sencillamente, era:
«…Sabemos cuán importante es tener los dientes blancos» o, aún más directo:
«…Sabemos que tener los dientes blancos es muy importante». ¿Por qué no lo dijo
así, a la pata la llana, en vez de empeñarse en complicar lo sencillo?
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¡Qué mal hablan!
(Miércoles 21 de julio de 2004)
La
gente se ríe de las barbaridades que sueltan algunos ignorantes venidos a más
por mor de los dinerines: el Jesulín y sus dos palabras, el candelabro de la
otra, el estentóreo del occiso… De ésas tengo pilladas algunas con chispa. La
más reciente, la que le oí hace como quince días a una señorita –a la que
trataban como famosa, aunque yo no supiera quién era– que dijo de algo que le
había venido «como anillo al pelo». Tampoco está mal el anuncio de un
blanqueador dental en el que una reputada modelo afirma que ella sabe muy bien
«lo que significa tener unos dientes
blancos».
Pero
tampoco tiene gran cosa de particular que un torero cañí o una actriz de tan hermoso exterior como desértico interior o
una modelo notable por la feliz colocación de sus huesos suelten unas cuantas patochadas. Más preocupante resulta cuando
quienes se lucen en esa suerte son periodistas y comentaristas de radio y
televisión. Verbi gratia: uno de los que retransmitieron para Telemadrid el
partido México-Brasil en la madrugada del martes demostró su alta capacitación
en geografía alternativa calificando en una ocasión a México de «país
centroamericano» y uniéndolo en otro momento a Brasil en una reflexión sobre
cómo son «estos equipos sudamericanos».
Le
sirvió de avanzadilla el locutor de un boletín informativo de RNE, quien días
antes se había referido insistentemente a Bélgica como Estado «centroeuropeo».
Está
luego el gremio de los políticos, ahora tan encantados con su Comisión
parlamentaria sobre el 11-M.
Hace
unos días, un diputado catalán habló de «los grupos terroristas presuntamente
árabes». ¡Presuntamente árabes!
Dentro
de esta misma tendencia a la verborrea sustentada en las flexibles normas del
buen tuntún, presencié ayer la seudo facundia de una diputada popular llamada Alicia Castro, que acusó al médico forense José Luis Prieto,
convocado a testificar ante la Comisión, de «estar lleno de dudas» porque había
dicho que se precipitaron quienes proclamaron que entre los muertos en los
atentados del 11-M no había ningún suicida, cuando carecían de base científica
para hacer esa afirmación. Prieto tuvo que aclarar a la diputada que decir que
no hay datos bastantes para hacer una afirmación no tiene nada que ver con
dudar. Se lo repitió, a ver si así lo entendía: él estaba totalmente seguro de que no cabía hacer una afirmación como ésa. A
lo que la diputada Castro, tal vez intuyendo que había sido cogida en falta y
molesta por ello, replicó que la comparecencia del doctor Prieto estaba
resultando «frívola». ¿Frívola, en concreto? ¿Y por qué no casquivana? El
forense, visible –y razonablemente– molesto, pidió el amparo del presidente de
la Comisión. La diputada, para esas alturas ya algo menos segura de sí misma,
optó por eso que llaman –otra cursilería– «retirar sus palabras». (Acabo de oír
en la radio, a propósito de este testimonio, que «no se puede descartar que
hubiera suicidas entre los cadáveres». ¿Cadáveres suicidas? Para mí que eso sí
podemos descartarlo.)
Estaría
dispuesto a no enfadarme demasiado por el tiempo que me hacen perder cuando
sigo sus trabajos, si por lo menos montaran un espectáculo de esgrima oral que
valiera la pena. Pero en esa Comisión –como en la vida política española, en
general–, por cada individuo («de ambos sexos», que dirían ellos) que se
expresa con un mínimo de precisión y cierta gracia, hay nueve incapaces de construir
frases que digan algo concreto (primera condición) y lo digan (segunda) con las
palabras precisas, las concordancias adecuadas y los verbos conjugados en la
persona, tiempo, número, modo y aspecto requeridos (o sea: lo que se dice
hablar correctamente, que es lo menos que debería hacer alguien que tiene en el
habla su principal herramienta de trabajo).
Hay
algunos políticos que me suscitan auténtico pánico. El secretario de
Organización del PSOE, José Blanco, es uno de los que más. Su dequeísmo alcanza extremos realmente
insólitos. Para cuantificarlos sería necesario patentar la fórmula «dequé por minuto». Eso sin contar con lo
que dice, que a veces es igual o todavía más insólito (ahí habría que servirse
de la unidad «acusación no demostrada por minuto»).
El
diagnóstico técnico no resulta muy entusiasmante: la mayor parte de la gente
con derecho a hablar no sabe hacerlo. No tiene ningún interés lo que dice y
además –quizá para no desentonar– lo dice fatal.
Qué cruz.
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¿De qué se quejan?
(Martes 20 de julio de 2004)
Lo
han convertido en un tópico de sus intervenciones públicas. Cada vez que se ven
obligados a referirse a su derrota electoral –cada vez que se lamen las
heridas–, los dirigentes del Partido Popular insisten en que, de no haber sido
por la tragedia del 11-M, Mariano Rajoy sería hoy el presidente del Gobierno.
Tanto
lo dicen y con tanta convicción lo repiten que resulta imprescindible no perder
de vista los datos de lo que realmente sucedió, para no dar por bueno lo que
está lejos de atenerse a la verdad.
Tal
como cuentan la historia los jefes del PP, se diría que hubo una porción muy
amplia del electorado que estaba presta a votar a su partido pero que, tras los
atentados y lo sucedido en las horas posteriores, cambió sus planes y se
decidió a respaldar al PSOE.
En
lo esencial, eso es falso. El PP recibió en las pasadas elecciones generales
sólo medio millón de votos menos que en los comicios del año 2000. El PSOE, en
cambio, obtuvo tres millones de votos más. El trasvase de sufragios, en la
medida en que se produjera, no fue ni mucho menos decisivo.
Lo
que más influyó en la frustración de las expectativas de Rajoy no fue el cambio
de opción de sus electores sino, sobre todo, la amplísima movilización de
abstencionistas habituales que se gestó los días 11, 12 y 13, y que hay que
cifrar entre 2,5 y 3 millones. Lo que inclinó definitivamente la balanza del
14-M fue la participación de esos abstencionistas casi militantes, que se decidieron
a tomar cartas en el asunto y respaldar al PSOE.
Muchos
constatamos ese fenómeno en nuestro entorno. Hablo de una muy importante franja
del electorado situada dentro del ámbito ideológico de lo que suele llamarse
«la izquierda sociológica», que no suele mostrar interés por el juego electoral
y sus protagonistas, porque está escaldada y no confía ni en el uno ni en los
otros, y que, en razón de ello, acostumbra a acompañar en la abstención a los
muchos que se desentienden permanentemente de la cosa pública. El 14-M, en cambio, se sintió aguijoneada –herida
incluso– y fue a votar. Tal como vi el fenómeno, creo que votó más contra el PP que a favor del PSOE.
Tomaron al PSOE, sencillamente, como el
no-PP.
Así
las cosas, las referencias quejosas del PP a la excepcionalidad de las
condiciones en que se celebraron los comicios del 14-M sólo pueden referirse a
la –en efecto– excepcional participación electoral que se produjo. Pero, ¿cómo
puede un político que se dice demócrata lamentarse de que disminuya la
abstención, sea por las razones que sea?
¿De
qué se quejan? ¿De que el resultado reflejara con más amplitud que en otras
ocasiones –es decir, con más fidelidad– las verdaderas preferencias de la
población?
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Es el mismo partido
(Lunes 19 de julio de 2004)
Comenté
la pasada semana que tenía pendiente un apunte
de tipo histórico referente al PSOE.
Es
casi una rectificación.
Alguna
vez he sostenido que lo que sucedió en el Congreso socialista de Suresnes, en
octubre de 1974, cuando, con el apoyo de Pablo Castellano, Nicolás Redondo
Urbieta, Enrique Múgica y alguno más, Felipe González y su clan sevillano dejaron fuera de juego a la vieja guardia socialista
de Rodolfo Llopis, no fue un punto de inflexión en la Historia del PSOE, sino
la liquidación del viejo partido socialista y la fundación de otro partido,
nuevo en lo esencial.
Es
una tesis perfectamente defendible en más de un aspecto. Por ejemplo: es cierto
que aquello supuso el desembarco dentro
del socialismo moderado español de un grupo que, con las inevitables
excepciones –alguien tenía que hacer las funciones de cabeza de puente–, era
ajeno a la tradición de la II Internacional. Sus prácticas organizativas eran
también nuevas en ese mundo: más estrictas, menos permisivas con la disidencia.
Lo
que no he subrayado con el debido énfasis en las anteriores ocasiones en que me
he referido a este asunto es la estricta fidelidad del grupo de Suresnes al
legado político-ideológico de una tendencia clave del socialismo hispano,
encabezada por Indalecio Prieto hasta su muerte, y cuyos rasgos definitorios
permanentes fueron: 1º) Su desmedida ambición de Poder, no matizada por
principio alguno; 2º) Su anticomunismo radical, que desde los inicios de la guerra fría se convirtió en apoyo de
hecho –aunque a veces disimulado– a los designios internacionales de
Washington; y 3º) Su hostilidad de fondo a los nacionalismos catalán y vasco y
su concepción cerradamente centralista de España.
Podría
poner muchos ejemplos ilustrativos de esas «tradiciones» del socialismo
celtibérico. Las que más me han llamado la atención en mis últimas lecturas han
sido las referidas al largo periodo de las posguerras (la española y la mundial)
en el que Indalecio Prieto, con las riendas el PSOE en sus manos, trató de
impulsar una alternativa al franquismo encabezada por Don Juan, padre del
actual rey de España. Para favorecer esa presunta alternativa –en realidad
inviable–, Prieto propició plataformas falsamente unitarias que se distinguían
sobre todo por lo que no eran: no
defendían la restauración republicana –no sólo porque careciera de sentido
hacerlo yendo de la mano con un candidato a rey, sino también porque quería
marcar su ruptura con la legalidad de la II República–, no tenían contacto
alguno con los comunistas –por propia querencia y para ofrecer una imagen de
plena honorabilidad a los gobernantes de Washington y Londres, predominantes
por entonces en el bloque occidental– y, en fin, no acogían las
reivindicaciones de los componentes de la vieja Galeuzca, ni siquiera la
exigencia de restablecer los Estatutos de autonomía suspendidos por Franco.
El
grupo felipista que se hizo con el
control del PSOE en Suresnes estaba en total sintonía con esos postulados, y
así lo demostraría de sobra con el tiempo. Es cierto que durante unos años
fingió no simpatizar con la política exterior estadounidense, pero hoy sabemos
que ya para entonces se había ofrecido al Departamento de Estado para trabajar
a su dictado (*) y gozaba de los parabienes de Washington. Lo mismo cabe decir del republicanismo formal
que mantuvo durante la pre Transición por razones de mera estética. De su
anticomunismo visceral excuso aportar pruebas: ha sido siempre muy evidente.
De
modo que su llegada al mando del PSOE no representó en realidad ninguna
ruptura. Si es caso, la aportación de nuevos impulsos para una causa ya muy
veterana.
–––––––––––––––––
(*)
Joan E. Garcés (Soberanos e intervenidos,
Siglo XXI, Madrid 1996, pág. 161) ha demostrado, citando documentos
secretos norteamericanos desclasificados tras
cumplirse el plazo preceptivo, que algunos destacados socialistas «del
interior», la mayoría de los cuales se convertirían pasado el tiempo en
gobernantes felipistas, informaban ya
en 1957 (sic!) a la Embajada de los
EEUU en Madrid, de la que reclamaban «apoyos materiales» para «combatir al
Partido Comunista».
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Odiado Armstrong
(Domingo 18 de julio de 2004)
Acepto
sin la menor reserva que Lance Armstrong no es de un ingenio arrollador. Anda
cortito de neuronas, es verdad.
Pero
tampoco recuerdo que sus antecesores en el podio de París destacaran
uniformemente por su brillantez intelectual. Me viene a la memoria alguno que
sufría verdaderos dolores de parto para pronunciar frases que duraran más de
cinco segundos, lo que no aminoraba el calor de su afición.
Reconozco
igualmente que Armstrong no se caracteriza por su simpatía desbordante. Más
bien todo lo contrario. Es borde como él solo. Se mete con todo dios, habla
despectivamente de muchos de sus compañeros de carrera y pone a caldo a los
seguidores de los demás ciclistas, que son casi todos, porque en las carreteras
del Tour no hay apenas estadounidenses y él no ha logrado hacerse con el
aprecio de casi ningún europeo. Incluso se ha granjeado la antipatía de más de
un compatriota.
Pero
esas circunstancias, por importantes que sean para la vida social, cuentan poco
cuando el pelotón se pone en marcha. Nada de eso anula el hecho irrebatible de
que Armstrong es un ciclista impresionante, que logra éxito tras éxito por la
sencilla razón de que supera a los demás. Destaca como contrarrelojista, llanea
muy bien y domina la montaña con autoridad. Es completísimo. ¿Que tiene un gran
equipo, que le funciona como un reloj? Cierto. ¿Que cuenta con un director de
equipo capaz de trazar las tácticas más adecuadas y de manejar sus piezas a la
perfección? Sin duda. Pero el verdadero factor
diferencial es el propio Armstrong. Un Armstrong que está sabiendo
dosificar con tino sus fuerzas –en lógico declive, porque los años no pasan en
balde–, sin hacer los derroches de
pasadas temporadas. Golpeando lo justo y en el momento justo.
Escribía
el otro día sobre el nacionalismo y los deportes. En Euskadi hay una gran
afición al ciclismo y este año habría prendido la ilusión colectiva de que el
equipo de Euskaltel-Euskadi, con Iban Mayo al frente, podía hacer grandes
cosas. No ha sido así, y la decepción es comprensible. Lo que no resulta
aceptable es que la amargura por el fracaso de los propios se manifieste en
forma de insultos y maldiciones contra quien ha tenido mejor suerte, porque no
se ha visto arrastrado a ninguna caída de graves consecuencias, y ha demostrado
que está en mejor forma.
Es
mentira que Armstrong estuviera ayer a punto de ser golpeado por los
aficionados vascos. Lo que declaró al final de la etapa sobre el peligro de
muerte que había corrido es una mamarrachada de tomo y lomo, propia del obtuso
provocador que es. Fue increpado, sin más. Y por gente de muy diversas
procedencias. Muchos de ellos franceses, que supongo que tampoco apreciarán
demasiado que este tejano del cuerpo diplomático de su amigo Bush declare que
está deseando volver a los EEUU y «dejarles aquí con toda esta mierda». Pero el
hecho de que nadie le pegara, ni siquiera amagara hacerlo, no anula el mal
gusto del deseo –ampliamente compartido y indisimuladamente demostrado– de que
le parta un rayo y se vaya al carajo de una pajolera vez.
A
mí, que disfruto viendo el Tour –un espectáculo completo, exclusión hecha de
esa gente que se empeña en disfrazarse de cualquier cosa para correr junto a
los ciclistas gritándoles y dándoles palmaditas–, me parece muy bien que
Armstrong esté ahí, subiendo el listón y obligando a los demás a dar de sí todo
lo que pueden y un poco más.
Siempre
que sea Armstrong el que lo consigue con su propio esfuerzo y no con la ayuda
de esas sustancias indetectadas que Greg Lemond insinúa que se mete.
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Golpear juntos y
marchar por separado
(Sábado 17 de julio de 2004)
«La
política hace extraños compañeros de cama», se cuenta que dice Manuel Fraga,
que presume de saber mucho de todo eso.
Siempre
he usado con precaución el término «compañero» y me he preocupado de distinguir
a aquellas personas (o grupos) con quienes he coincidido de manera
circunstancial en la lucha por un objetivo concreto de aquellos otros con los
que comparto un ideario más amplio y a quienes identifico con «los míos» (lo
que no quiere decir, ni mucho menos, que dé por bueno todo lo que dicen y
hacen).
Esto
fue de particular aplicación durante todo el largo período en que el combate
contra los desafueros felipistas estuvo
en primer plano. Nos vimos metidos en la misma brega especimenes de muy diversa
condición, desde la derecha consciente –consciente de ser derecha, quiero
decir– hasta la izquierda más consecuente. En aquellas condiciones, alerté con
frecuencia sobre los peligros que encerraba fiar demasiado de gentes que
estaban en aquella pendencia por razones particularísimas y, con cierta
frecuencia, inconfesables.
Dos
de los personajes contra los que siempre estuve prevenido –y previne– acudieron
el miércoles pasado a declarar ante la Comisión parlamentaria del 11-M: el
magistrado Baltasar Garzón y el fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Eduardo
Fungairiño. El primero es un pavo real, petulante, ambicioso y sin principios,
y el segundo, que no le va a la zaga en engreimiento, es de un fanatismo
derechista que da miedo. Ambos representaron sus respectivos papeles ante la
Comisión. Hasta la caricatura. Garzón garzoneó
un rato, dándoselas de ingenioso, perspicaz y bien informado, aunque lo
único que demostró es que tiene unas relaciones de compadreo con los mandos
policiales totalmente inadecuadas en un juez entre cuyas labores debería estar
la de atar en corto a la Policía. Fungairiño se mostró petulante, como siempre,
y dispuesto a soltar doctrina a costa de lo que sea. Tanta carrerilla cogió que
incluso se elevó por encima de la realidad, pretendiendo implícitamente que no
se toma el trabajo ni de leer los informes escritos que le pasan ni de escuchar
los informes orales que le hacen (porque por ambos medios le dieron cumplida
cuenta de la furgoneta de Alcalá de Henares de la que él dijo no haber oído
hablar hasta esa misma mañana). Sobre su fijación por los documentales de la
BBC (¿qué tendrá contra los de Grenada?), prefiero no insistir, que el ridículo
es contagioso.
A
Garzón no tuve más remedio que tratarlo, pero así que lo conocí de cerca –y por
más que en aquel momento, con todo el lío de los GAL, me pareciera más o menos
bien lo que estaba haciendo–, opté por limitar nuestra relación a lo meramente
profesional. El juez Joaquín Navarro ha contado en uno de sus libros cómo pedí
que no lo invitaran a unas cenas que solíamos tener, comunicando que, si Garzón
acudía, quien no iría sería yo. En aquel momento, el propio Joaquín Navarro me
dijo que no entendía mi postura: «¡Pero, hombre, Javier, si Baltasar es uno de
los nuestros!». A los pocos meses decía pestes contra él. Y con toda la razón.
En
cuanto a Fungairiño, debo decir que hice verdaderos esfuerzos para no conocerlo.
Y lo logré. Sus querencias –que no tardaría en mostrar en todo su esplendor con
motivo del caso Pinochet– me
produjeron desde el primer momento la más viva aversión, y desde entonces toda
su actuación ha ratificado sobradamente mi impresión inicial.
No
hace falta que diga lo que me satisface ahora no haber aparecido nunca como
íntimo de esta gente. Con ellos entonces, como con otros después cuando llegó
el momento de sumar fuerzas para descabalgar a Aznar, me he atenido a la vieja
ley de oro de las alianzas coyunturales: golpear juntos y marchar por separado.
Cuanto
más por separado, mejor.
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Adiós a El Hierro
(Viernes 16 de julio de 2004)
El
año pasado estuvimos cuatro días en la isla de La Palma. Me supo a poco. Me
dije: «Un par de días más y habría sido perfecto».
Este
año hemos pasado seis días en la isla de El Hierro, que es mucho más pequeña.
Hoy por la noche volaremos de regreso a la península.
Sé
que me quedaré con ganas de más.
Supongo
que, si la visita hubiera durado diez días, también me habrían parecido pocos.
Eso
es lo bueno. Tiene que ser así. Hay que detenerse siempre antes de llegar al
hartazgo. Si siguiera viviendo en El Hierro hasta que la isla empezara a
quedárseme pequeña, hasta que llegara a ponerme de los nervios la baja calidad
de la línea telefónica, hasta que no me apeteciera ir a bucear porque tampoco
va ir uno todos los días, hasta que no soportara que en media isla se vean mal
los dos canales de TVE y se oigan fatal casi todas las emisoras de radio, hasta
que el pescado local comenzara a aburrirme, hasta que la falta de
infraestructura médico-sanitaria empezara a inquietarme... es decir, hasta que
los problemas de vivir en una isla pequeña, alejada y abrupta como El Hierro se
me aparecieran en primer plano, entonces es muy posible que me fuera de aquí
con viento fresco, buscando las comodidades y las ventajas de los núcleos de
población importantes y bien dotados de infraestructuras.
Lo
cual me lleva a pensar inmediatamente en el pueblo herreño. Querer esta isla
–me digo– no es quedarse encantado con el
cambio que supone vivir una semana o quince días en ella; es valorar su
realidad como medio habitual para la existencia.
Ayer
estuvimos charlando con una pareja ya madura que regenta un chiringo en un
pueblecito del norte de la isla. Tienen su pequeño negocio en la parte superior
de un acantilado a cuyo pie hay un par de piscinas naturales, a las que se
accede por un paseo de piedra serpenteante, bonito pero duro (de subir, sobre
todo). En las cercanías de las piscinas, abajo del acantilado, la gente del
pueblo se ha construido unas casetas muy curiosas, de ladrillo y cemento, que
son como bungalows en los que pasa
buena parte de las vacaciones. Preguntamos cómo bajan las vituallas, las
pertenencias, los materiales de construcción, etc., y cómo suben las basuras,
las maletas y cuanto deban acarrear hasta arriba. «Andando», nos respondieron.
«Pero la caminata debe de llevarles más de un cuarto de hora», objetamos. «Sí.
Algunos, cuando no pueden con todo de una vez, hacen dos viajes», precisaron.
Nos extrañó: «¿Y por qué no ponen una polea?». «Bah, no es para tanto»,
concluyeron. Tienen otro sentido de la comodidad, de la relación con el medio,
del esfuerzo. Tres cuartas partes de la isla son subidas y bajadas.
La
Villa de Valverde, la minicapital, tiene de manera casi permanente un techo
bajo de nubes, rozando casi los tejados. Se cuenta aquí que, cuando emigran, las
gentes de Valverde evocan con permanente nostalgia esas nubes. Jamás lo hubiera
imaginado.
Supongo
que habrá herreños que estén deseando que vengan por aquí muchos más turistas,
que se construyan grandes hoteles y se monten grandes instalaciones de ocio y
demás, pero mi impresión es que la gran mayoría de la población de esta isla
pobre –porque es pobre– prefiere su actual modo de vida. Con mejoras, claro,
pero del estilo.
Lo
cual me parece una muy buena opción, aunque yo, echado a perder por los avances
de la vida moderna, no creo que me amoldara.
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