Apuntes del natural
[Del 18 al 24 de junio de
2004]
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Simétricos/asimétricos
(Jueves 24 de de junio de 2004)
No sé qué dijo exactamente ayer Pasqual
Maragall tras su encuentro con Manuel Chaves, porque los medios de comunicación
dan noticias que divergen en puntos importantes, pero parece que se declaró
partidario de un sistema impositivo estatal homogéneo, que ponga fin a los
regímenes forales.
Algún medio sostiene que el president insinuó que las comunidades
autónomas que disfrutan de fuero fiscal pagan menos al erario común del Estado
que las que no. Soy lego en la materia, pero he oído varias veces a Ibarretxe
decir que Euskadi aporta a las arcas centrales tanto como el que más en
relación a su renta. Convendría aclararlo. Porque, si es verdad lo que dice el lehendakari, todo lo demás no parece que
venga demasiado a cuento.
En todo caso, y al margen de lo que haya
dicho o dejado de decir Maragall, el asunto me trae a las mientes una actitud
de algunos nacionalistas catalanes –la recuerdo en ciertos dirigentes de CiU,
sobre todo– que siempre me ha resultado chocante: su empeño en que ninguna
comunidad autónoma tenga ninguna atribución de la que no disponga la suya y, en
paralelo, su deseo de que su comunidad cuente con prerrogativas de las que
carezcan las demás.
Es chocante. Sobre todo en quien se dice
nacionalista (que no es el caso de Maragall). Lo que se supone que le importa a
un nacionalista es que su nación obtenga el máximo de aquello a lo que aspira.
Si otros pueblos o naciones logran una atención semejante a sus demandas
propias, tanto mejor para ellos. No es su problema.
¿A qué viene ese empeño de que se te
reconozca asimétrico? Si no
estableces medida de comparación, no hay metría
de por medio. Te dedicas a lo tuyo, reclamas lo que consideras que te
corresponde y que los demás se las ingenien lo mejor que puedan.
Lo de la fiscalidad foral y el cupo tiene,
además, su coña suplementaria, porque los dirigentes de Convergència
Democràtica de Catalunya rechazaron durante el periodo constituyente la
posibilidad de que Cataluña se acogiera a un sistema fiscal similar. No sólo
ellos: en general, los representantes de todas las otras comunidades autónomas
consideraron que ésa era una peculiaridad exótica –y un tanto engorrosa, en realidad–
de los habitantes del solar vasco-navarro. ¿Han cambiado de criterio? ¿Ahora
desean funcionar con un sistema fiscal semejante? Empiecen por reconocer que es
eso lo que ha pasado: que han cambiado.
Sea como sea, por mí encantado si se
generaliza el sistema. Eso que avanzaremos por la vía del federalismo práctico.
Siempre que nos aseguremos de que los cupos fijados a cada cual no impiden la
solidaridad interterritorial.
Contra lo que me rebelo es contra el
localismo de patio de colegio, hecho de envidias infantiles y de comparaciones
absurdas y mediocres.
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Cuatro notas
(Miércoles 23 de de junio de 2004)
1.– Escribía ayer sobre el poeta Julio Campal,
con el que tuve un breve y juvenil contacto, y en cosa de nada ya recibía un
correo rectificando mi memoria. Pablo Susinos, bibliotecario escrupuloso y
preciso, me enviaba un enlace de Internet que ponía de manifiesto un par de
errores de mi recuerdo.
Mi primer error fue afirmar que Julio era
chileno, cuando en realidad nació en Montevideo. Juraría que le oí hablar a él
mismo de su nacionalidad chilena, pero está claro que le entendí mal.
Mi segundo error no está tan claro. Sus
familiares y amigos afirman que no se suicidó. Se trata de un extremo al que yo
no atribuyo mayor importancia (¿y qué, si se suicidó?), pero ellos parece que
le dan una gran trascendencia (vid. la información adjunta). De los
hechos, tal como ellos mismos los recogen, no se puede desprender ninguna
conclusión tajante.
Había un tercer error en mi recuerdo, que
Pablo Susinos no cita: lo que contaba no sucedió en 1965, sino en 1966.
Lo que me ha resultado más curioso de lo que
he leído sobre Campal, además de la importancia literaria que tuvo, y que yo
desconocía, es comprobar que hubo algunos amigos míos de la época que siguieron
en contacto con él. Veo en una lista de abajofirmantes al historiador Juan
Carlos Jiménez de Aberásturi y al poeta y pintor Jokin Díez. Jokin y yo,
influidos por las cosas que nos contaba Julio, publicamos por entonces un poema
espacial en la revista del Instituto
de Enseñanza Media en el que hacíamos como que estudiábamos, Ibai Alde, revista de la que éramos
inspiradores junto con Jesús Ceberio, actual director de El País.
Qué cosas.
2.–
Como quiera que el otro día me referí a los argumentos jurídicos que el
Consejo General del Poder Judicial ha opuesto al proyecto de nueva Ley contra
la violencia doméstica, y dado que pedí más razones para evaluar el asunto, me
parece oportuno dar cuenta aquí del artículo que publica hoy en El Mundo Luis Aguiar, vocal del CGPJ y
catedrático de Derecho Constitucional.
Aguiar responde a las dos líneas de
objeción que figuran en el informe del CGPJ (frente al que él opuso un voto
particular) y dice:
«En primer lugar,
se critica la improcedencia de una opción legislativa que se dirige a combatir
la violencia sobre la mujer, habida cuenta de la existencia de otras muchas
manifestaciones de violencia, como la que con frecuencia padecen ancianos y
niños, «más grave si cabe» que la violencia sobre las mujeres (informe del
CGPJ, pág. 18).
Se desconoce así que,
históricamente, las relaciones de dominio que se han ejercido en el seno de la
familia se han traducido con frecuencia en violencia sobre la mujer. Y se
desconoce que la lacra social por excelencia en la vida de pareja es la
creación de un insoportable clima de violencia sobre la mujer (de cada 10
denuncias por violencia doméstica en 2003, 9,1 eran por violencia sobre la
mujer).
Una breve cita
parece avalar la opción del Gobierno. La recomendación del Consejo de Europa de
30 de abril de 2002, cuyas primeras palabras son: «Reafirmando que la violencia
hacia las mujeres es el resultado de un desequilibrado reparto de poder entre
hombres y mujeres, y está provocando una seria discriminación contra el sexo
femenino...».
La segunda línea
de crítica es la que consiste en tildar de inconstitucionales las reformas
penales (establecimiento de tipos penales de los que sólo puede ser autor el
hombre) y procesales (creación de juzgados de violencia sobre la mujer) por
entender que vulneran el artículo 14 de la Constitución.
También aquí me
permito discrepar. Unas y otras han de interpretarse como medidas de acción
positiva, consistentes en dulcificar el principio de igualdad ante la ley para
garantizar así una igualdad real y efectiva en el disfrute de los derechos.
En nuestro
ordenamiento, el principio de igualdad ante la ley no puede ser interpretado
como un rígido y formal axioma. El legislador, por el contrario, está
constantemente atribuyendo consecuencias jurídicas distintas a actos iguales,
pero que son realizados por sectores de población en circunstancias sociales
diferentes.
En suma, el
problema no es si el legislador puede o no modular el principio de igualdad,
sino si cuenta con una justificación objetiva, razonable y proporcionada.
Combatir una violencia que coloca a un buen número de mujeres por debajo de la
dignidad que merecen y que el año pasado provocó la muerte de 81 de ellas
parece que puede justificar unas enérgicas medidas para intentar paliar tan
lamentable situación.»
Me parecen argumentos sólidos y muy dignos de
consideración. Llegados a este punto, la única objeción que sigo poniendo al
proyecto de Ley es que no extienda su ámbito de aplicación a las otras formas
de violencia que se producen dentro de la vida en pareja y que también tienen su
origen en las estructuras de dominio propias de la ideología patriarcal. Me
refiero, en concreto, a las formas de violencia que ejercen quienes asumen el
papel de dominadores dentro de las parejas compuestas por personas del mismo
sexo.
3.– Baltasar Garzón se ha visto obligado a
poner en libertad a Juani Lizaso, la persona a la que encarceló acusándola de
ser responsable de las Herriko Tabernak. Lo
ha tenido que hacer porque se le ha pasado el plazo máximo que la Ley asigna a
la situación de prisión preventiva. Es, sencillamente, una vergüenza, que
revela la frivolidad y la negligencia de un juez al que el CGPJ le consiente
todo. El engominado magistrado tiene tiempo para acudir a toda suerte de actos
sociales y saraos, pero no para evitar que los sumarios se le eternicen sobre
la mesa.
La opción es obvia: o Lizaso debe estar en
la cárcel porque es un peligro público, en cuyo caso el magistrado de la
Audiencia Nacional es responsable de su indebida situación de libertad y
debería ser expedientado por ello, o no pasa absolutamente nada porque esté en
la calle, y entonces Garzón es culpable de mantener situaciones de prisión
innecesarias.
4.– «I don’t want to die!». El
grito angustiado del traductor coreano secuestrado por un grupo que se dice de
Al Qaeda revolvía las tripas.
Lo degollaron a sangre fría.
Lo que me resulta más monstruoso es que
crean que la difusión de ese vídeo les ayuda en algo. ¿En qué puede ayudarles?
En la siembra del terror, por supuesto. Pero por cada civil aliado al que hayan influido para que se
niegue a participar en la ocupación de Irak habrá miles de personas a las que
hayan distanciado de la defensa de una causa que tiene a gente así entre sus
protagonistas.
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El mendigo
indisciplinado
(Martes 22 de de junio de 2004)
En San Sebastián, allá por 1965, más o
menos, solía acudir a unas tertulias literarias nocturnas que organizaba un joven
poeta chileno llamado Julio Campal. Nos juntábamos en el restaurante «El
Caserío», cerca de la Plaza de la Constitución, y charlábamos mientras nos
bebíamos algunas botellas de rioja Glorioso.
No sé por qué, pero lo del Glorioso era
obligado; no se podía beber otra cosa.
Campal era un personaje singular, que
simpatizaba con la izquierda comunista pero construía poemas vanguardistas (*).
Dirigía una sala de exposiciones que se acababa de inaugurar y que financiaba
un constructor con inquietudes, no sé si sólo artísticas o también fiscales.
Campal llegó a montar incluso una exposición de poesía concreta rarísima, que
llamó mucho la atención. Salió en el No-Do. Aparecía fugazmente el joven Ortiz
leyendo un poema, aunque no se le oía.
El público de las tertulias era variado. Lo
convocaba el propio Campal. Invitaba a la gente que iba conociendo en San
Sebastián y que le resultaba de interés.
Dos o tres veces se trajo a un joven obrero
al que él quería convertir al marxismo. El obrero se resistía. Se resistía a
todo. Se resistió a interesarse por la literatura, se resistió a hacerse
marxista y, finalmente, se resistió a acudir a la tertulia. Campal, que tenía
un punto gamberro, le decía que era «un proletario indisciplinado», cosa que al
proletario no le hacía ninguna gracia, pero a los demás sí. El proletario no
sólo resultó ser bastante jetas –cosa que todos nos barruntábamos–, sino
también tirando a mangui. Campal contó que había desaparecido acarreando alguna
de sus pertenencias.
Al cabo de unos meses, el simpático poeta
chileno dejó San Sebastián y se marchó a Madrid. Me dijeron que se suicidó poco
después por un asunto de amores.
Me acordé del maldito «proletario
indisciplinado» el pasado sábado. Me topé en la puerta de El Corte Inglés de la
Castellana, en Madrid, con un tipo, estilo vendedor de La Farola, que me lo recordó tanto por el físico como por sus ganas
de alejarse del arquetipo del gremio: si aquel se negaba a comportarse como un
buen integrante de la muy noble y muy histórica clase obrera, éste se apartaba
decididamente de los modales de un mendigo comme
il faut.
Según aparqué mi scooter en la acera, junto a las demás, se me acercó y me dijo: «Yo
cuido las motos aparcadas aquí». Sonriente, le respondí que allí las motos no
corrían ningún peligro particular, pero mucho menos la mía, vieja y con aspecto
de cascajo. Momento en el que él, torciendo la boca y adoptando un tono de lo
más lúgubre, me soltó: «Tú verás. No me des nada y lo mismo cuando salgas te
encuentras con un retrovisor roto o una rueda pinchada».
Consiguió indignarme. Le pregunté si se
pensaba que estaba en el Chicago de los años 20, cuando Alfonso Capone y los
suyos ofrecían «protección» a los tenderos. Y le añadí que tuviera cuidado con
lo que hacía porque, como cuando yo saliera la moto hubiera sufrido algún
desperfecto, me encargaría de él. Debió de tomárselo como una amenaza de
represalias físicas, porque me contestó: «¿Y eso quién? ¿Tú? ¡Pero si estás
acabado!».
Debo reconocer que esto último me afectó
realmente, porque me hice cargo de inmediato de que tenía razón por partida
doble, tanto en términos absolutos como relativos: él, pese a ser un tirado, tenía aspecto de poder
deshacerse de mí de un solo bofetón.
Pero no se lo confesé, sino que me di la
vuelta y me fui para el establecimiento, momento que él aprovechó para hacer
oír un nítido «¡Hijo de puta!».
Henchido de justa indignación, y ya
abandonadas mis reflexiones sobre la diferencia de los respectivos físicos,
volví sobre mis pasos. No debía de tener mi actitud un aspecto excesivamente
amistoso, porque el menda se apresuró a declarar que se había limitado a decir
que por allí «solía» haber «mucho hijo de puta» y hasta aceptó resignado que yo
le replicara, pendenciero, que de eso él tenía que saber la tira.
Pese a lo cual, no me quedé nada tranquilo.
Ni por la moto, ni por mí, ni por lo que podría acabar haciendo mi mendigo
indisciplinado, que no había dado prueba de estar muy en sus cabales. Por lo
cual hice lo único que se me ocurrió para no correr demasiados riesgos: hablé
con un encargado de El Corte Inglés al que informé de lo sucedido, haciéndole
ver, jesuitico, que la presencia de aquel individuo no contribuía al buen
nombre de su establecimiento (sic!). El
encargado avisó al personal de seguridad.
Vi que salían un par de maromos. No sé qué
harían; lo que sí sé es que cuando volví a por la moto el mafioso de base había
desaparecido.
Se me quedó mal cuerpo. Ya sé que ser
mendigo no da derecho a ir amenazando a la gente, pero denunciar a mendigos
tampoco es una actividad que figure entre las de mi predilección, por así
decirlo.
En resumen, que el mendigo indisciplinado
me amargó el sábado.
(*) Releyendo el apunte, me doy cuenta
de que puede parecer, más que nada por ese pero
que he metido de por medio, que veo
algún tipo de incompatibilidad entre la izquierda radical y la poesía
vanguardista. Para nada. Lo que seguramente me ha pasado por la cabeza en el
momento de escribir ese párrafo es el hecho de que, por aquel entonces, los
poetas de izquierda se dedicaban casi unánimemente a la llamada «poesía
social». Con el tiempo he agradecido a Campal, además de aquellas noches
festivo-literarias, que llamara mi atención sobre experiencias poéticas
–particularmente francesas y norteamericanas– que yo desconocía por completo.
Él me asomó a un poema que hoy
considero imprescindible, por atrevido y por revolucionario, al menos en el
plano literario: hablo de Un coup de dés (jamais n'abolira
le hasard), de Stéphane Mallarmé.
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La Selección de la
Prensa
(Lunes 21 de de junio de 2004)
Lo primero de todo: tranquilos –y
tranquilas– quienes no os interesáis por el fútbol lo más mínimo porque,
gracias a la derrota que sufrió ayer la Selección Española y a su eliminación
de la Eurocopa, ese presunto deporte va a ser de nuevo sólo uno de los principales temas de conversación del resto de la
gente. Incluso puede que desaparezca de estos Apuntes por un cierto tiempo. Estáis de enhorabuena.
Pero no me resisto a hacer un último
comentario sobre lo sucedido ayer. Un comentario que es de fútbol sólo en la
superficie, pero que se refiere a un asunto bastante más de fondo.
Acabo de oír un amplio repaso de los
titulares que dedican los periódicos de hoy a la Selección Española. Ponen a
parir a los jugadores, al entrenador y a la Federación, con su presidente al
frente (y con las llaves de la caja). Según ellos, no podía haberse hecho peor
la tría de jugadores, no cabía colocarlos en el campo con menos acierto, era
imposible elegir una táctica más desafortunada y, en fin, a los propios
futbolistas les habría sido difícil mostrar de manera más rotunda sus
carencias.
Esto hoy. Ayer por la mañana, la práctica
totalidad de los especialistas de los
diarios y de los medios audiovisuales se declaraban encantados con el equipo
que presentaba Iñaki Sáez, al que alababan el buen gusto que había tenido de
dar cabida por fin a varios de los jugadores que los propios periodistas habían
defendido con más fuerza durante los días anteriores.
Por decirlo resumidamente: ayer jugó la
Selección favorita de la Prensa y hoy la Prensa achaca la derrota a todo el
mundo... con excepción de la Prensa.
Me ha sentido igual que me sentí cuando el ex
portavoz de CiU en el Congreso, Miquel Roca Junyent, lanzó a escala estatal la
que fue bautizada como «Operación Roca» y convenció a varios conspicuos
prohombres de la capital del Reino, como Federico Carlos Saínz de Robles y el
propio actual presidente en funciones del Real Madrid, Florentino Pérez, para
que fundaran un llamado Partido Reformista. Siguiendo sus instrucciones y
actuando a su dictado, se presentaron a las elecciones y se dieron un tortazo
de aquí te espero, momento que Roca aprovechó para declarar: «Lamento
sinceramente el poco éxito que han tenido mis amigos de Madrid». Se lavó las
manos, como si el fracaso no fuera cosa suya.
España padece una inflación espantosa de
prensa deportiva y de espacios de información deportiva en radio y televisión.
Bueno, no: de prensa dedicada en su 80% al fútbol y de informativos
audiovisuales dedicados casi por completo al fútbol, porque el resto de los
deportes, salvo momentos especiales del ciclismo, el tenis, el baloncesto, el
golf y el motor, están casi de adorno. Hay decenas y decenas –o cienes y cienes, que diría el otro– de
comentaristas, opinadores, supuestos graciosos y presuntos teóricos, jugadores,
árbitros y entrenadores retirados o en paro –bastantes de ellos, por cierto,
con una capacidad para expresarse que roza peligrosamente la nada absoluta– que
se pasan el día y la noche ñaca que ñaca, erre que erre, y que lo tienen todo
clarísimo y saben siempre lo que habría que hacer. Pueden escribir o decir lo
que se les ponga porque no rinden cuentas más que ante sus respectivos públicos
incondicionales –que no se las piden–, y ejercen una presión sobre los
jugadores, los técnicos y las directivas que para mí que debe de ser
prácticamente intolerable. Dado que, por lo común, los jugadores, los técnicos y
los miembros de las directivas no son gente de temple e inteligencia
excepcionales, y que todos ellos saben que sus nada desdeñables ingresos
dependen de lo mejor o peor que caigan al público (es decir, a los
periodistas), la influencia que los medios ejercen sobre el negocio del fútbol
es tremenda. Decisiva. Excesiva.
En esta Eurocopa se ha visto con más
claridad que nunca. La Prensa le ha hecho la selección a Sáez –que tampoco
tiene pinta de ser Einstein, precisamente– y ha acabado por ponerlo a su servicio.
A él y a los jugadores. Conseguido lo cual y fracasado el invento, hoy los
trata como a juguetes rotos.
Iba a escribir «...como a pobres juguetes
rotos». Pero no. Cualquier cosa menos pobres.
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El agua de la
discordia
(Domingo 20 de de junio de 2004)
Gran tensión interterritorial tras la renuncia oficial a realizar el trasvase
del Ebro. El Gobierno del PP se había comprometido a fondo con ese plan, que le
daba muy buenas rentas electorales en el sur del País Valenciano, en la Región
Murciana y en Andalucía oriental, aunque se las retrajera en Aragón y Cataluña.
No me cuesta nada entender los apoyos y los
rechazos al Plan Hidrológico Nacional. A la gente suele gustarle que le den y
le molesta que le quiten. Pero, cuando me preguntan de qué lado estoy, admito
que no tengo suficientes conocimientos
técnicos como para tomar una posición rotunda.
Tengo, eso sí, algunos elementos de juicio.
Sé, en primer lugar, que el elevado déficit
de agua que padece el Estado español se debe en buena medida a la pésima
gestión del agua existente. La Administración no provee el mantenimiento y la
mejora de las conducciones, lo que provoca que una proporción escandalosa del
agua disponible se fugue durante su recorrido entre el
origen y el destino, sin que nadie la aproveche. Leí hace tiempo que en las
conducciones de la ciudad de Madrid se pierde no menos del 25% del total del
agua que sale de los embalses de la región. Es un ejemplo.
Sé también que en toda el área del
Mediterráneo meridional se han propiciado modelos de crecimiento que requieren
unas disponibilidades de agua que el medio natural no proporciona ni de lejos.
Hablo de dos sectores económicos muy en
particular: la agricultura y el turismo.
En algunas zonas de Almería, Murcia y
Alicante se han puesto en marcha grandes cultivos intensivos no adaptados al
medio, que requieren riegos muy importantes y casi constantes.
A la vez, se ha optado por un tipo de
turismo masificado, basado en la cantidad, lo que supone una sobredemanda de
agua impresionante (y muchos otros dispendios infraestructurales).
Para acabar de rematar la faena, la oferta
de turismo residencial y de qualité se
atiene a parámetros absurdos, destinados a rodear al turista de un entorno
propio de la Europa húmeda, con campos de golf y tontunas de ese estilo.
Medio vecino que soy de una comarca del sur
del País Valenciano, agarro constantes cabreos cuando veo los cientos de villas
costeras de gente bien, todas con su
inevitable prado de césped. ¡Césped en Alicante! Hay plantas autóctonas tan
verdes como el césped –y más bonitas, para mi gusto– cuyo cultivo requiere
dosis de agua mínimas. Pero nadie llama a esa gente la atención por el derroche
que hacen de un bien tan escaso y tan preciado.
Y dicen ahora que es de justicia desviar el
caudal del Ebro para cubrir las crecientes exigencias planteadas por unas
iniciativas económicas más que discutibles que nadie consultó con nadie antes
de ponerlas en marcha.
En mi criterio, sería necesario
replantearse lo que se está haciendo en toda esa zona, incluso aunque fuera
posible autoabastecerla de agua (por ejemplo, con las plantas desalinizadoras
que al parecer planea construir el Gobierno del PSOE). Debería estudiarse a
fondo tanto el tipo de turismo que conviene (el actual está convirtiendo
irreversiblemente la costa sur del Mediterráneo en un erial ecológico) como el
tipo de agricultura que debería propiciarse (la de ahora proporciona demasiado
a menudo frutos tan relucientes como insípidos. Y eso sin hablar de la
explotación ilegal de la mano de obra inmigrante en la que se basa.)
Soy partidario –rotunda, radicalmente
partidario– de la solidaridad interterritorial. De repartir no ya lo que sobre,
sino lo que haya. De lo que no soy partidario es de que cada cual haga de su
capa un sayo, con toda la naturalidad del mundo, y que luego reclame a los
demás que le compren más capas, para seguir haciendo lo mismo.
No sé si es éste el caso. Ya digo que
razono sólo con algunos elementos de juicio. Tal vez me faltan otros.
Planteo el debate, sin más.
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Esto es lo que hay
(Sábado 19 de de junio de 2004)
La Cumbre
de jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea llegó ayer a un
acuerdo que abre la puerta en principio a la existencia de una Constitución
Europea.
Supongo que aquí, inter nos, está de más extenderse en explicaciones sobre la clase
de Europa que está construyendo esa gente. Sabemos de sobra que es un desastre:
ese desastre economicista e insolidario al que dio la espalda el pasado domingo
la mayoría de la ciudadanía europea (aunque no en todos los casos, ni mucho
menos, por economicista y por insolidario).
La cuestión que me planteo a día de hoy
tiene que ver con lo que en alguna ocasión, ya hace años, llamé «la caducidad
de las causas». Me refiero al hecho de que suceden (con molesta frecuencia,
además) determinados hechos que juzgamos intolerables, inaceptables,
espantosos, etc. Pero sucede también, y con no menos fastidiosa recurrencia,
que nuestras condenas, por enérgicas y justificadas que sean, no son atendidas.
Y que los hechos intolerables, inaceptables, etc., se instalan en la vida, y
perduran.
Cabe que, en un esfuerzo de encomiable
didactismo, nosotros acertemos a persuadir a nuestros herederos de que los
tales hechos intolerables, etc., son efectivamente intolerables, etc., de modo
que ellos tampoco los toleren, etc. Pero ¿y si los hechos siguen perdurando?
¿Hasta cuándo habremos de pretender que nuestro justificadísimo rechazo
conserve su vigencia no ya filosófica, sino política práctica? Por ejemplo:
¿debemos, por respeto a la justa ira de nuestros ancestros, rechazar de plano
las consecuencias históricas del inicuo «abrazo de Bergara»? ¿Habremos de negar
tenazmente las consecuencias intolerables, inaceptables, espantosas, etc., de
la derrota que nuestra imperecedera
causa sufrió en la batalla de Almasa, el 25 de abril de 1707?
Como que no, ¿no?
Ahora bien: una vez decidido –si decidimos–
que, mal que les pese a los carlistas, todas las causas concretas que no
triunfan acaban teniendo una fecha de caducidad –por más que pueda y deba
pervivir el impulso ético que motivó algunas–, el asunto que resulta inevitable
plantearse a continuación es cuándo. Cuándo caducan, quiero decir.
Supongo que ahí no puede darse una
respuesta uniforme. Depende de la causa de que se trate. En general, mi
espíritu práctico me dice que vale la pena sostener aquellas causas justas que
cuentan con suficiente personal apoyante como para hacerse oír.
Bien. Como quiera que no es mi deseo
escribir hoy ni sobre la Monarquía juancarlista ni sobre la OTAN, me limitaré a
decir que para mí que no tiene demasiado sentido quedarse con las objeciones de
principio a la Unión Europea que muchos venimos haciendo desde Maastricht y aún
antes, negando la mayor, y que tal vez empiece a convenir que, aunque sin dejar
de recordar que es un engendro, economicista, insolidario, intolerable,
inaceptable, espantoso, etc., pasemos también a examinar cada uno de los pasos que se van dando en el
proceso, para evaluar las alternativas en presencia y dar nuestra opinión sobre
ellas.
En coherencia con esta confesión
autocrítica, me he impuesto a mí mismo la penitencia de estudiarme en serio
todo ese lío de la mayoría de bloqueo, el 55% del 4% del 12% de países con
población equivalente al 60% del 26% del 40%, para saber bien de qué va y
decidir qué conviene más no ya a la causa de «Epaña», sino a la de los parias de la Tierra.
Porque eso sí lo tengo claro: la de los
parias de la Tierra es una causa sin posible fecha de caducidad.
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Desconfianza
obligatoria
(Viernes 18 de junio de 2004)
El juez de la Audiencia Nacional encargado
de la instrucción del sumario por los atentados del 11 de marzo decidió ayer
poner en libertad a tres marroquíes que en su día fueron presentados como
autores materiales de la matanza. Dice la fiscal Olga Sánchez, y el juez está
de acuerdo, que los indicios que apuntan a la presunta culpabilidad de estas
tres personas son «demasiado endebles».
Deduzco que deben de ser de una debilidad
realmente extrema, porque no dudo de que tanto la fiscal como el juez hubieron
de ser conscientes de las consecuencias que su decisión iba a tener. Con ese
auto de libertad han demostrado de un plumazo, para empezar, que en este país
los responsables políticos pueden exhibir a cualquiera en la plaza pública como
asesino sin contar no ya con pruebas, sino ni tan siquiera con «indicios
racionales» de alguna solidez. Y han
evidenciado, en segundo lugar, que los jueces pueden dictar cárcel –y
mantenerla por la friolera de tres meses– contra personas que, según ellos
mismos acaban admitiendo, no estaba nada claro que tuvieran relación directa
con los crímenes investigados. Recuerdo que estos tres ciudadanos marroquíes
regentaban un locutorio público en el barrio de Lavapiés y que fueron detenidos
en compañía de dos inmigrantes de la Unión India que están ya también en
libertad.
Dice un popular proverbio árabe que, cuando
alguien te engaña, la primera vez es culpa suya; a partir de la segunda, la
culpa es ya tuya. Es de lo más razonable. Y, puesto que lo es, hay que concluir
que lo que tiene muy poco de razonable es que los medios de comunicación y la
opinión pública sigan aceptando las acusaciones que tales o cuales gobernantes
–y a veces también tales o cuales jueces– lanzan contra unos u otros sin más
garantía que la de su propia palabra.
Se trata de un fenómeno generalizado. Acaba
de probarse en los propios EEUU que, cuando George W. Bush estableció una
relación directa entre el régimen de Sadam Hussein y los terroristas del 11-S,
lo que hizo fue presentar sus deseos personales como si se tratara de hechos
probados. Mintió, sin más. Como nos han mentido aquí en un buen puñado de
ocasiones, tal como luego ha podido demostrarse. Ésta de ahora es otra más.
Habida cuenta de la reiterada experiencia,
deberíamos todos hacer un ejercicio sistemático de incredulidad. Yo lo hago,
pero mucha gente a mi alrededor pretende que exagero. «Han detenido al culpable
de tal crimen», me dicen. Y yo respondo: «Dicen que han detenido a uno que
dicen que fue el autor de un crimen que dicen que ocurrió». Yo, como Santo
Tomás: sólo me creo lo que veo y toco.
Hemos retrocedido enormemente. Antes, los
titulares de las noticias abundaban en presuntos. Ahora sólo hay culpables.
Hasta en 1689 los había más despiertos que nosotros. Existe una canción popular
inglesa datada en ese año, titulada «Epithalamium
(A Wedding Song)», que se
subtitula: «Sobre el supuesto matrimonio del supuesto Príncipe de Gales con la
supuesta nieta del Rey de Francia, supuesto hijo de Louis XIII». Es obvio que
el autor de la canción sí que había aprendido de la experiencia.
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