Apuntes del natural
[Del 21 al 27 de mayo de
2004]
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Mayor Oreja hace
campaña a favor del PSOE
(Jueves 27 de mayo de 2004)
El cabeza de lista del PP para las próximas
elecciones al Parlamento Europeo, Jaime Mayor Oreja, acusó ayer al PSOE de
pretender una Unión Europea «socialdemócrata, laica y enfrentada a los EEUU».
Qué disparate.
Es un disparate, en primer y principal
lugar, porque, a nada que Mayor consulte los muchos y solventes trabajos
realizados al respecto, se enterará de que la mayoría sociológica de este país
responde punto por punto a ese preciso patrón: simpatiza con la política social
que suele identificarse con el llamado «Estado de Bienestar» y con la
socialdemocracia, es partidaria de la plena separación de la Iglesia (de las
Iglesias) y el Estado y, después de lo sucedido en los últimos meses, ha
renovado y puesto al día su tradicional animadversión hacia el imperio de
Washington. Tratar de asustar al electorado diciéndole que como vote al PSOE va
a contribuir a una Europa social, laica y con una fuerte personalidad propia en
el escenario internacional supone, lisa y llanamente, hacer campaña a favor de
la lista que encabeza Josep Borrell.
Qué más quisiéramos muchos que Mayor
tuviera razón y fueran ésas las metas europeas que se propusiera el PSOE. Por desgracia
–y ahí se muestra otro aspecto disparatado de su afirmación– el PSOE de José
Luis Rodríguez Zapatero no es socialdemócrata (se identifica con lo esencial de
las políticas económicas neoliberales imperantes en el mundo occidental),
flaquea en su laicismo (incluso tiene un ministro de Defensa que no para de
hacer exhibición de sus particulares creencias religiosas) y es fiel
continuador de los gobiernos de González, que actuaron como aliados de
Washington en muchas y muy importantes ocasiones, incluida la primera Guerra
del Golfo.
Lo que viene a decir Mayor –y no sabe el
daño que hace con ello a las aspiraciones electorales de su partido– es que su
programa incluye tres puntos esenciales: que la UE desmonte con más rapidez el
Estado de Bienestar, que se haga más vaticanista y que se rinda con aún más
entusiasmo al diktat de Bush.
Es, si bien se mira, un programa que apunta
contra las principales señas de identidad de la construcción europea. Revela
hasta qué punto el PP desconfía de la Unión Europea y trata de frenar su
progresión.
En realidad, lo que mejor retrata el escaso interés que tiene el PP en la construcción europea es el hecho mismo de que haya puesto al frente de su lista electoral a Jaime Mayor Oreja, que goza de una merecida fama como perdedor en todas las votaciones a las que se ha enfrentado. Aunque haya que reconocer que el hombre no desentona nada como jefe de una candidatura que es una auténtica fila de elefantes camino de su cementerio.
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Miguel Sanz
(Miércoles 26 de mayo de 2004)
Recuerdo cuando Miguel Sanz fue elegido
presidente de la Comunidad Foral de Navarra. Pocos días después, me topé en
Madrid con un conocido periodista que acababa de compartir mesa y mantel con
él. Le pregunté: «¿Qué tal el Sanz éste?». Y el periodista –persona muy
relacionada con el PP, por cierto– me respondió con una rotundidad que no
dejaba mucho lugar a la duda: «Uno de los tíos más tontos que he conocido en mi
vida».
Ayer Sanz reclamó al ministro de
Administraciones Públicas, Jordi Sevilla, que se aproveche la reforma de la
Constitución para suprimir de ella la Disposición Transitoria Cuarta, que
establece la posibilidad de que el pueblo de Navarra decida mediante referéndum
si desea unirse a los otros tres territorios vascos para formar una sola
Comunidad Autónoma. Argumentó Sanz que no es lógico que una Constitución que
tiene ya más de 25 años siga incorporando disposiciones transitorias. E
insisitó mucho en la contradicción que hay, en su criterio, entre el largo
mantenimiento del texto constitucional y la permanencia de disposiciones
transitorias. «Lo transitorio es contradictorio con lo definitorio», dijo ayer.
Sanz no ha entendido que, si se confirió
carácter transitorio a esa disposición, no fue porque se pensara que iba a
durar tantos o cuantos años, pocos o muchos, sino porque, en el caso de que se
realizara lo dispuesto en ella y el referéndum arrojara un resultado positivo,
su mantenimiento dejaría de tener sentido. Es un derecho que se reservó para el
pueblo de Navarra y cuyo reconocimiento sólo sobrará cuando se ejerza. Por eso
es transitoria la disposición: porque puede llegar el momento en que sobre.
Lo que le ocurre a Sanz es que le toca las
narices que haya una disposición constitucional que reconoce los lazos
especiales que unen a Navarra con los tres territorios que forman la Comunidad
Autónoma Vasca actual. Pero, si quiere acabar con ese género de disposicioones
legales, no le bastará con cambiar la Constitución. Deberá «limpiar» la propia
legislación foral, que reconoce también esos vínculos. De hecho, el único modo
de acabar con esos reconocimientos es que no exista la realidad que reconocen:
acabar con la huella de lo vasco en Navarra.
Está en ello.
[Véase también la columna de Javier Ortiz en El Mundo de hoy, «Elogio del disenso»]
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ETA y la tregua
negociada
(Martes 25 de mayo de 2004)
Publicaba ayer El Mundo una amplia crónica de Manuel Cerdán titulada «PNV y EA
negocian con Batasuna para que ETA les conceda una tregua». La crónica hablaba
de los contactos mantenidos por los dos socios nacionalistas del Gobierno de
Vitoria con varios dirigentes de Batasuna (de Sozialista Abertzaleak, más bien)
y aportaba datos sobre la situación de ETA supuestamente obtenidos por la
Policía francesa y trasmitidos a sus colegas españoles.
De las informaciones que hayan podido
elaborar las fuerzas policiales francesas sobre ETA y el estado de ánimo de sus
militantes no puedo decir nada, porque no sé nada de primera mano sobre eso, y
mis noticias de segunda mano no tienen por qué ser más fidedignas que las
noticias de segunda mano de cualquier otro. Conozco a Manuel Cerdán, aprecio su
trabajo y sé que, si dice que los servicios antiterroristas de la Guardia Civil
le han dado esa información, seguro que es verdad que se la han dado. Otra cosa
es que lo que le han dicho sea la verdad, toda la verdad y nada más que la
verdad.
De lo que sí tengo información de primera
mano, en cambio, es de las conversaciones a tres bandas que están teniendo el
PNV, EA y Batasuna. He oído las versiones del PNV y de Batasuna. Y,
francamente: me cuesta mucho creer que se hayan propuesto contarme una milonga
–la misma milonga– a mí y revelarle la verdad a Cerdán.
De ser cierto lo que me han contado a mí,
esos contactos por separado entre los tres partidos existen, y en ellos se
habla de todo, pero no en los términos que maneja la crónica de El Mundo. Batasuna no tiene intención de
sumarse al plan Ibarretxe, que sigue
viendo en lo esencial como un Estatuto de Autonomía con más atribuciones, y
tampoco va a pedir a ETA que declare ninguna tregua, porque no quiere crear
expectativas que se puedan frustrar al cabo de unas pocas semanas o de unos
pocos meses.
De hecho es muy difícil, por no decir
imposible, que los caminos del PNV y de Batasuna puedan ir en paralelo en el
futuro inmediato. Batasuna reclama que se plantee la batalla por el
reconocimiento del derecho a la autodeterminación como punto preliminar, previo
a cualquier otro plan reivindicativo, en tanto el PNV cree que exigirle al
Estado que reconozca solemnemente la plena soberanía de Euskal Herria no
conduce a nada, porque no lo va a hacer; que lo que sí cabe es forzarlo a
admitir legal y prácticamente una cosoberanía de hecho, materializada en cotas
cada vez más altas de autogobierno (dicho sea así por resumir).
Como planteamiento general, es obvio que EA
siente claras simpatías por el de Batasuna, pero no se alejará del plan Ibarretxe mientras se mantenga el
tripartito.
En cuanto a ETA, mi criterio –que no mis
informaciones– es que son tantas y tan insistentes las voces que están ligando
una eventual tregua con la supuesta extrema debilidad de la organización que no
le están dejando otra posibilidad que descartar el cese de sus actividades. Así
de crudo.
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La patada de Froilán
(Lunes 24 de mayo de 2004)
Aposté en Bilbao a que no vería por
televisión ni una sola imagen de la boda, y a que lo lograría sin necesidad de
encerrarme en casa bajo siete llaves, y gané la apuesta. Hice vida normal, salí
a comer fuera, pasé la tarde con un grupo de amigos y no vi ni una sola imagen
de la boda por televisión, aunque debo admitir que lo conseguí gracias a que en
un par de ocasiones desvié la vista. Ya sé que era una apuesta un tanto chorra,
pero casi todas lo son.
Visto lo que se ha contado sobre el acontecimiento
(*), lo único importante que parece que me perdí, además del esperpéntico
discurso del padre de la novia –que no sé si retransmitió la televisión–, fue
la patada que Friolán, el hijo de la infanta Elena, le soltó a otra criatura
que había servido de paje y al que las crónicas identifican como Juan
Urdangarín (aunque por la imagen proporcionada por El Mundo a mí más bien me parece una niña). Don Felipe Juan Froilán
de Todos los Santos, que es como oficialmente se denomina el crío, abandonó el lugar
que tenía reservado, se fue a por el otro (o la otra), le largó una patada y
volvió a su sitio con una sonrisa de malévola satisfacción.
«Una travesura», dice la prensa
complaciente. No. Fue el gesto típico de un niño malcriado, acostumbrado a
hacer su real voluntad y a que se le tolere todo.
Me contaron que cuando nació este chaval
hubo una revista que publicó que su padre había bromeado diciendo:
«Desgraciadamente, se parece a su madre». Como no le he visto la cara de cerca,
ignoro si conservará el parecido físico –espero que no, por su bien–, pero está
claro que ha heredado el carácter de su progenitora, despótico y caprichoso. Un
embajador de España, que estuvo al frente de una lujosa legación diplomática
muy visitada por la familia real, me confesó que la infanta en cuestión era por
entonces –hace algo así como veinte años– uno de los personajes más
insoportables que había conocido en su vida.
No resulta extraño que los nacidos en la
realeza –y en las oligarquías acaudaladas, en general– desarrollen un carácter
arbitrario e iracundo. Pero un rasgo característico de las familias reales ha
sido siempre el sometimiento de sus vástagos a un proceso de férrea educación,
acostumbrándolos a manifestar sus extravagancias sólo en privado y a
autocontrolarse en público para ofrecer una imagen de perfecta serenidad.
Por lo visto el sábado, esa tradición,
imprescindible para mantener la necesaria distancia entre la realeza y la
plebe, se está perdiendo.
Mi tesis es que, si los niños de la familia
real empiezan a comportarse a la vista del populacho como críos consentidos y
malcriados, igualitos a los de cualquier yupi gilipollas, las bases sobre las
que se asienta la monarquía española, ya de por sí problemáticas, pueden verse
seriamente afectadas. Entre otras cosas, porque el comportamiento de esos críos
suele excitar mucho las ganas de darles un bofetón... a sus mayores.
(*) Todo el mundo ha hablado y escrito sobre «el evento». Dice el Libro de Estilo de El País: «Evento.– Es algo que puede ocurrir o no. Por tanto, no sirve como sinónimo de acontecimiento o suceso importante». Y el de El Mundo: «Evento.– No es sinónimo de “hecho”, “suceso” o “acontecimiento” (si se emplea así, es anglicismo), sino de eventualidad, de algo que puede ocurrir o no».
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Dos sombras de duda
(Domingo 23 de mayo de 2004)
Ayer a media mañana empecé a mosquearme: no
llovía. «¡Todavía se les va a arreglar a éstos
la ceremonia!», murmuré. Y tomé una decisión sublime: bajar a comprar el
pan y a hacer un par de recados más.
No soy supersticioso, pero tampoco
menosprecio la aproximación empírica al conocimiento. La experiencia me ha
hecho ver que mi presencia tiene una fuerza casi decisiva en la atracción de la
lluvia. Si en las zonas que sufren sequías supieran hasta qué punto es así, se
dejarían de rogativas y procesiones con vírgenes y santos y me llevarían a
pasear por su contorno. En menos de un par de días los dejo yendo a casa en
barca.
He tenido éxitos muy sonados. Cuando en
1990 fui a Bilbao para preparar la salida de El Mundo del País Vasco, en la capital vizcaína había incluso
restricciones de agua. No se habían visto en una igual desde los tiempos de
Mari Castaña. Llevaba meses sin llover. Fue llegar yo y a la de un mes, que dirían por allí, tenían ya excedente.
De modo que me animé ayer.
Y fue automático. Nada más salir del
portal, los gotones empezaron a ennegrecer el asfalto. Antes de llegar a la
panadería, la tromba de agua era ya felizmente intensa. Diez minutos después,
sonaban los primeros truenos.
Ya que estaba de recados y que el aguacero
animaba a la gente a guarecerse en las tiendas, aproveché para escuchar las
conversaciones a las que se entregaba el personal en tan señalado día. Descubrí
complacido que los comentarios críticos hacia la boda eran mucho más frecuentes
y más desinhibidos de lo que jamás hubiera supuesto.
De todos modos, las críticas más acerbas no
se referían directamente a la boda –a la boda en sí, que diría un kantiano– sino al tratamiento informativo del
acontecimiento. Bastante gente declaraba abiertamente que estaba ya hasta las
narices de la boda. Algunos se quejaban no sólo de la cantidad, sino también
del carácter uniformemente almibarado del despliegue mediático.
Como buen sondeador de calle, introduje de
inmediato factores de corrección en la muestra. Me di cuenta de que estaba
oyendo hablar a gente que ni se había acercado a husmear al lugar de los hechos
ni estaba en su casa plantada ante el televisor. Era, en consecuencia, una
muestra escorada. A cambio, tampoco cabía menospreciar el hecho de que me
encontraba en un barrio tradicional, de nivel de vida medio y con una tasa de
población joven bastante reducida.
La conclusión final que saqué no tenía
pretensiones científicas, pero sí servía para alimentar la sombra de dos dudas.
La primera: quizá la operación boda no
les haya salido tan bien como pensaron. La segunda: es posible que el exceso
adulador de los medios haya tenido un cierto efecto bumerán. Sobre la monarquía
y sobre los propios medios.
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La mirada incómoda
(Sábado 22 de mayo de 2004)
Ayer, viernes de paliza. Por la mañana, a
primera hora, a escribir el Apunte del
día, luego la columna para El Mundo de hoy, luego a atender deprisa y corriendo la
correspondencia –cada vez lo hago peor, pero no por falta de gana, sino de
tiempo–, luego a informarme más sobre La
Boda, luego a toda pastilla para Barajas a coger el avión de Bilbao... Y
luego el vuelo, y en Bilbao a escape a los estudios de ETB, y allí bocata de
urgencia, maquillaje, participación en la tertulia del programa Pásalo –monográfico sobre el horror de
hoy, de ahí la necesidad de estar
informado–, y desmaquillaje, y taxi a escape al aeropuerto de Sondika para no
perder el vuelo de regreso a Madrid... Y que va Iberia y nos deja en el quinto
carajo, en un extremo de Barajas, lo que me obliga a pegarme un cuarto de hora
de caminata para encontrar un taxi bajo la lluvia... Genial.
Pero todo acaba terminando, de un modo o de
otro.
Ya en el portal de mi casa, abro el buzón y
recojo un paquete. Es el libro que acaba de salir dedicado a la memoria de José
Couso. Se llama La mirada incómoda. Viene
con una cariñosa y combativa dedicatoria de David Couso.
El libro recoge aportaciones de casi medio
centenar de periodistas, escritores y artistas, desde José Luis Sampedro a
Eduardo Galeano, pasando por la difunta Dulce Chacón y el ayer felizmente
liberado Fran Sevilla.
Incluye también un breve texto mío.
Deberíais comprar el libro. Sus beneficios
se destinarán a sufragar los gastos derivados de las demandas emprendidas para
hacer justicia en este caso.
Incluyo a continuación el pequeño artículo
con el que contribuí a la obra, para animaros a su difusión. No es gran cosa,
pero lo escribí de todo corazón. Dice así:
De una raza especial
–por Javier ORTIZ–
Son de una raza especial. Cuando la
realidad cruje, cuando estalla, cuando los demás cerramos los ojos o nos
protegemos la cara con las manos, o volvemos la vista para no afrontar el
horror, o echamos a correr en dirección contraria, ellos empuñan la cámara sin
pestañear, instintivamente. Y fotografían, o filman. Y saben qué fotografiar, y
qué filmar.
Lo que no saben es protegerse.
Empecé a tratar a los hombres y mujeres de
esa raza en los tiempos de la transición española, cuando acudía con ellos a
actos políticos en los que todo podía acabar –y solía acabar– como el rosario
de la aurora. A mí me tocaba escribir, pero eso no lo sabía más que yo. A ellos
les tocaba fotografiar, o filmar, y eso lo veía todo el mundo. Mientras con
nosotros nadie se metía casi nunca, casi siempre había alguien dispuesto a irse
a por ellos: toda suerte de fascistas y policías de porra fácil.
El daño solía serles doble. Porque,
mientras nosotros disimulábamos fácilmente nuestro material de trabajo –los
ojos, la memoria; un papel y un bolígrafo, como mucho–, ellos cargaban con sus
mejores tesoros –cámaras, teleobjetivos, angulares–, carísimos, pagados de su
bolsillo y rara vez asegurados. Quienes
les pegaban no se conformaban con sus cuerpos: les rompían las pertenencias.
José Couso era un espécimen arquetípico de
esa raza. La de los periodistas gráficos, que se define finamente. La de los foteros,
que solemos decir en la jerga del ramo.
Nadie crea que es gente que ama el riesgo o
la aventura; que se postula para héroe o para mártir. Quizá haya alguno al que
le vaya esa marcha, puede ser. Pero la inmensa mayoría son tipos discretos,
prudentes, a veces incluso reservados, parcos en palabras, bastante celosos de
su salud y muy conscientes del valor del material que manejan.
Su problema es que tienen metido en el
cuerpo el veneno de la mirada. Han aprendido no sólo a mirar, sino a hacernos
ver. La elección de la imagen, de la luz, del encuadre, del momento: es su modo
de contarnos lo que piensan. Y lo que sienten. Es un oficio, pero también un
arte. Todos podrían apuntarse a la máxima de Picasso: «Yo no busco; yo
encuentro».
Estoy seguro de que, cuando José Couso
montó al hombro y puso en marcha su cámara en Bagdad, sabía que corría un
enorme peligro. Pero apuesto cualquier cosa a que pensó en ese peligro mucho
antes de coger la cámara. Tal vez el día anterior, por la noche, antes de
dormir. Probablemente mezcló a esa certeza del peligro –al miedo–, muchos otros
sentimientos: la conciencia de estar mal pagado, de trabajar en condiciones
penosas, de no ver reconocido el valor de su obra, de estar siendo explotado
por dos docenas de señoritos bien cebados. Y más.
Pero no en el momento. Porque el periodista
gráfico de raza, cuando coge una cámara, desde el mismo momento en que la coge,
sólo piensa en captar el instante, en que su intuición –construida con horas y
más horas de paciente oficio– se encargue de guiar sus pasos. En hacerlo bien.
En contarnos lo que tiene delante, como testigo excepcional.
El infausto día en que Couso fue asesinado,
se encontraron frente a frente los dos objetivos más opuestos que cabe
encontrar. El de la cámara de José, que
trataba de inmortalizar un pedazo de Historia –un trozo de vida–, y el del arma
del soldado estadounidense, que disparó contra él para hacerle otro hueco a la
muerte.
Ésa es la cruel paradoja de estos tiempos:
que muere la vida, que vive la muerte.
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Letizia Ortiz
(Viernes 21 de mayo de 2004)
No he escrito nada sobre La Boda, creo
recordar, ni en las páginas de El Mundo ni
en esta web.
En El
Mundo escribiré mañana, día de la ceremonia, para insistir en los dos
aspectos que me parecen más criticables: el trato empalagoso que recibe la
monarquía española en los medios de comunicación españoles –y en este caso la
reiteración no es ociosa, porque los medios de comunicación españoles no son
nada complacientes con otras monarquías– y el despilfarro que están haciendo
las instituciones del Estado para rodear el acto de un boato verdaderamente
escandaloso, por el fondo y por la forma.
Aquí, más en petit comité, voy a referirme a un escrito que se ha difundido
mucho por Internet durante estos últimos días, en el que se critica la boda
desde una perspectiva que me ha resultado tan chocante como desacertada: la de
la supuesta turbulencia de la vida privada de Letizia Ortiz, lo que la
inhabilitaría para ser princesa.
El escrito ennumera una serie de
circunstancias, algunas ciertas, conocidas y reconocidas, otras que se presentan como ciertas sin
aportar ninguna prueba de lo que sean y otras, en fin, que se incluyen
directamente a título de rumores. Todo lo cual sirve de base al autor del
escrito para concluir que cualquier puta de Madrid (sic) estaría más capacitada que Letizia Ortiz para ser princesa.
El escrito es, en primer término,
terriblemente carca. Se basa en el sobreentendido de que una persona que ha
disfrutado libremente de su sexualidad es moralmente reprobable y queda
invalidada para ostentar cargos públicos de representación.
En segundo lugar, es una muestra casi
perfecta de cómo no es lícito
ejercitar la crítica: presentando como hechos afirmaciones que no se demuestran
y manejando habladurías, en plan «cuando el río suena...».
En fin, es de hecho un panfleto
profundamente promonárquico, porque parte de la idea de que los miembros de la
familia real deben estar adornados de excelsas virtudes. Lo cual por un lado es
imposible –si fueran verdaderamente virtuosos no aceptarían que se les asigne
la Jefatura del Estado por un antidemocrático derecho de cuna– y por el otro es
falso: todos sabemos que la pudicia no ha sido nunca el fuerte de ninguna
familia real, y menos aún de la rama española de los Bourbon.
No, todo no vale. Tampoco contra La Boda.
Porque, como parece ya más que demostrado, cabe criticarla desde criterios
democráticos y racionales, pero también desde perspectivas reaccionarias y
ultramonárquicas.
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