Apuntes del natural
[Del 23 al 29 de abril de
2004]
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Un doble ridículo
(Jueves 29 de abril de 2004)
Indignación en las filas del PP por las
declaraciones del nuevo ministro del Interior, José Antonio Alonso, que ha
dicho que el Gobierno de Aznar pecó de «imprevisión política» a la hora de
evaluar el riesgo que suponía para España el terrorismo de origen islámico. Le
han llamado de todo: «miserable», «indecente», «vil»...
El enfado de los dirigentes del PP es
ridículo por partida doble.
Es ridículo, en primer lugar, que les
ofenda tanto una afirmación tan poco ofensiva. Si lo suyo no fue imprevisión,
¿qué fue entonces, previsión? Hace algo así como un año, el entonces
vicepresidente del Gobierno, Mariano Rajoy, se mostró indignado con quienes
afirmaron que el compromiso de Aznar en la guerra de Irak colocaba a España en
el punto de mira del terrorismo árabe. El vicepresidente lo negó airadamente.
Para no contrariar esa línea, Ana Palacio llegó a pretender que el atentado contra
la Casa de España en Marruecos debía entenderse como «un ataque contra una
empresa privada». ¿Pueden enfadarse ahora porque les digan que el desprecio o
la minusvaloración de aquella hipótesis fue un error político del que nada
bueno podía deducirse? El hecho mismo de que en las primeras horas del 11-M se
negaran incluso a considerar que se tratara de un atentado vinculado a Al
Qaeda, ¿no indica a las claras que su interés estaba no ya centrado, sino
acaparado por otros peligros?
Eso es imprevisión política. Política; no
criminal.
Pero el revuelo que han montado resulta
todavía más injustificado –más estrafalario, habría que decir– teniendo en
cuenta de quién viene. El PP se ha caracterizado a lo largo de toda su
existencia por su desinhibida desenvoltura a la hora de descalificar a sus
adversarios, atribuyéndoles las intenciones más aviesas y asignándoles los
epítetos más hirientes. Durante la pasada legislatura hubo dos asuntos en los
que mostró con particular contundencia esas habilidades tan suyas: la lucha
contra el terrorismo y la guerra de Irak. Si hiciéramos el recuento de los
partidos a los que los gobernantes del PP atribuyeron en uno u otro momento
«hacer el juego» y «dar cobertura» a los terroristas, o constituir «un riesgo
nefasto para la seguridad de España», la lista se nos llenaría con todas las
siglas presentes en el Parlamento, exceptuadas las del propio PP (y las de
Coalición Canaria, que siempre está con el que está).
Que alguien capaz de tales excesos monte en
cólera jupiterina porque le han reprochado algo tan leve como que no mostró la
necesaria previsión política sólo puede considerarse como avance de una táctica
que –me temo– nos va a perseguir durante toda la legislatura, y que podría
sintetizarse en la consigna: «Menos mal que estoy yo, que si no la anti-España
se haría dueña de todo».
Dios mío, qué gente tan plasta.
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Democracia planetaria
(Miércoles 28 de abril de 2004)
El balance de la misión militar española en
Irak, a expensas del recuento final de bajas propias y ajenas –si es que alguna
baja merece ser llamada ajena–, resulta desolador.
Se dijo que el objetivo perseguido con el
envío de tropas era contribuir a la pacificación y democratización de Irak. Lo
cierto es que no han dado ni un solo paso efectivo en esa dirección. Han
ayudado a sustituir una dictadura local por una dominación extranjera; una mala
utilización interna de los recursos petroleros por su explotación directa por
firmas foráneas; un sistema político de partido único muy ramificado, el Baaz,
por un mando artificial de políticos títeres que no mandan ni sobre sí mismos.
Ni siquiera han abierto el paso a las inversiones españolas, como algún cínico
desaprensivo aseguró que ocurriría.
La situación sobre el terreno es descarada.
Aunque se siga representando el paripé del traspaso de poderes, ni los EEUU van
a ceder su control a la ONU ni la soberanía del país va a retornar a manos
iraquíes. Washington ya ha anunciado que cuenta con mantener el mando no sólo
sobre sus propias tropas, sino también sobre las del resto de la coalición y,
ya de paso, también sobre la policía iraquí. Colin Powel ha rematado la faena
asegurando que el próximo Gobierno iraquí, comience a funcionar el 30 de junio
o cuando sea, tendrá una «soberanía limitada». (Es curioso que recurra a la
terminología empleada por Brézhnev para justificar la ocupación rusa de
Checoslovaquia en 1968.)
Dos posibles reflexiones a partir de todo
esto.
Una es la más común en España. Según ella,
constituyó un grave error mandar tropas; la intervención militar, a falta de un
mandato expreso de la ONU, no fue ni
legal ni legítima; los argumentos manejados para justificar el ataque fueron
auténticas patrañas, etc., etc.
Todo lo cual es
verdad y conviene decirlo, pero resulta insuficiente. Examina lo que está
sucediendo en Irak como si fuera el resultado de algo así como un ataque de
megalomanía de George Bush o, todo lo más, como una maniobra para quedarse con
los pozos de petróleo iraquí. No lo inscribe dentro del conjunto de iniciativas
puestas en marcha por los EEUU para hacerse con el control de toda la inmensa
zona que se extiende desde China hasta la costa del Mediterráneo. Desde
Afganistán hasta Palestina, se extiende una enorme franja de decisiva
importancia geoestratégica, crucial para el equilibrio de fuerzas a escala
mundial. En ese sentido, Afganistán no es sólo Afganistán, ni Irak es sólo
Irak, ni Palestina es sólo Palestina.
No se trata de criticar únicamente una
guerra torpemente planeada y mal llevada, sino de tomar posición frente a todo
un plan de subordinación del mundo a los designios de un solo Estado. Es, en
suma, una cuestión de democracia a escala planetaria.
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Contra los malos
tratos
(Martes 27 de abril de 2004)
Mi hija fue ayer al médico de cabecera de
la Seguridad Social porque tiene un dolor muy intenso y constante en una amplia
zona que le abarca el cuello y el arranque de la espalda. El dolor le impide
rotar la cabeza, así sea mínimamente. No es la primera vez que lo padece y está
no sólo dolorida, sino también preocupada, porque trabaja ocho horas sentada y
no es ésa precisamente la posición más favorable para una dolencia así.
La doctora que la atendió le recetó
paracetamol. Y punto final. Mi hija, francamente cabreada, le dijo que no había
ido hasta allí para eso, que el paracetamol ya se lo venía tomando por su
cuenta y que lo que estaba pidiendo es que le averigüen la causa de los
dolores, por momentos insoportables, para atajar el mal en origen. Ante la
contundencia de sus quejas, consiguió que la doctora le hiciera algo más de
caso, que le recetara un relajante muscular y que la mandara a hacerse unas
placas de rayos X para ver cómo tiene las vértebras correspondientes. No tengo
muy claro que sea eso ni lo mejor ni todo lo que cabría hacer, pero algo es
algo.
Tengo el convencimiento de que si mi hija
hubiera dicho que los dolores le habían venido a resultas de unos golpes
propinados por su pareja de hecho, la
doctora habría movilizado cuantos recursos hiciera falta para analizar su
estado, no fuera a acabar denunciada como cómplice de malos tratos domésticos, que es la lacra por
antonomasia en este momento.
Las empresas de trabajo temporal imponen
condiciones de verdadera esclavitud, los patronos de las plantaciones del
Mediterráneo fuerzan jornadas extenuantes por jornales de miseria, los precios
de las viviendas alcanzan cotas imposibles, la regularización de la situación
legal de los inmigrantes rivaliza con los trabajos de Hércules, la Seguridad
Social atiende poco y tarde (*), todos los informes imparciales indican que las
autoridades transigen con el empleo de la tortura en las dependencias
policiales... y el Gobierno se lo
toma como si todo ello estuviera en el orden natural de las cosas. Sólo habla
de «prioridad absoluta» cuando se trata de malos tratos domésticos.
Supongo que no hará falta que declare mi
aversión por la violencia de género. Pero no creo que esa aversión se demuestre
mejor quitando importancia o haciendo como si no existieran los demás males
sociales y las demás formas de violencia estructural.
Jesús Caldera, que no pasa día sin informar
de los avances de la tramitación de la ley
integral dedicada a esta materia, afirma ahora que, de todos modos, nadie
espere que una ley ponga fin a la violencia de género. Quizá hiciera bien en
reconocer que esa violencia hunde sus raíces en los cánones patriarcales que
rigen nuestra sociedad y que sólo una auténtica revolución de las conciencias –poco compatible con el Concordato y
el respaldo financiero a la educación religiosa, entre otras peculiaridades de
esta España tan nuestra– podría ir poniendo verdadero remedio a la situación.
Pero entonces lo mismo tendría que reconocer que para combatir la violencia
estructural de las relaciones de explotación económica habría que poner en
cuestión determinadas bases del sistema capitalista. Y hasta es posible que se
diera cuenta que el anuncio hecho ayer por el BBVA, que dice que ha logrado un
incremento del 30% de sus beneficios, es pornografía pura, porque esa ganancia
da cuenta de las facilidades que tiene el poder financiero en España para
exprimir a la gente sencilla.
Hay que combatir los malos tratos, desde
luego. Pero a fondo, sin paternalismos... y todos.
(*) Que conste que no pongo en duda ni
la buena voluntad ni la capacitación profesional de los trabajadores y
trabajadoras de la Sanidad Pública. Ni mucho menos. La gran mayoría trabaja
mucho y bien. Me consta. Se trata de un gremio en el que hay incluso una
proporción inusualmente alta de gente atenta. Pero muchos médicos de cabecera
se sienten presionados por sus superiores, que les previenen contra la
concesión demasiado fácil de bajas laborales a personas que alegan sufrir
dolores de difícil y costosa comprobación, y lo tienen crudo. En otros casos,
el problema es que los medios son muy insuficientes para la demanda. Yo me
encontré con que, para saber si podían quitarme ya la férula que llevaba en un
brazo herido, me dieron cita... para un mes después. De nada valió que mi
médico de familia dijera que el diagnóstico le hacía falta ya, no un mes más
tarde. Con las intervenciones quirúrgicas sucede otro tanto.
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Elecciones europeas
(Lunes 26 de abril de 2004)
Hoy he soñado que hablaba con Bernardo
Atxaga sobre las elecciones europeas.
Os preguntareis a cuento de qué. Yo también
me lo pregunto.
Habrá quien se piense que el tal sueño no
ha existido jamás; que seguro que es un recurso de ésos que nos sacamos del
tintero de vez en cuando los articulistas para amenizar nuestro rollo. Pues no.
Ha sido como lo digo. El porqué del tema de conversación no se me escapa: he
charlado en los últimos días varias veces sobre votos y elecciones, en general,
y sobre las elecciones europeas, en concreto. Lo que no sé de dónde me he
sacado es la presencia del bueno de Atxaga, al que nunca he tratado en persona.
El caso es que hablábamos sobre el voto a
IU. En las últimas autonómicas, Atxaga pidió el voto para Ezker Batua. Creo que
también ha respaldado a Madrazo en las pasadas generales.
Le comentaba a Atxaga que el 14-M Izquierda
Unida perdió la tira de votos en el conjunto de España –no así en Euskadi–,
porque mucha gente ha pensado que dar su voto a IU podía convertirse en un modo
de respaldar indirectamente al PP. Por distintas razones, según los casos.
Estuvieron, en primer lugar, los simpatizantes de IU censados en provincias en
las que la coalición de izquierda nunca ha sacado ningún diputado. No pocos de
ellos pensaron que el único modo de echar al PP pasaba por la elección de más
diputados del PSOE. En otros sitios, en los que la elección de diputados de IU
sí era posible, los hubo que votaron al PSOE porque temieron que Zapatero
obtuviera menos votos que el PP y cumpliera su promesa de no gobernar en
coalición.
Me comentaba entonces Atxaga –que estaba
más o menos al tanto del problema, aunque no de sus detalles– que todos esos planteamientos
no tendrán ningún peso a la hora de las elecciones al Parlamento Europeo
porque, primero, nadie puede temer que su voto a IU «se desperdicie» (ya que,
al constituir todo el territorio del Estado un solo colegio electoral, todos
los votos cuentan lo mismo) y, en segundo término, porque al no estar en juego
la formación de ningún Gobierno europeo, tampoco influirán las amenazas de
Zapatero sobre coaliciones postelectorales.
–Se supone entonces que en las elecciones
del 13 de junio IU podrá recuperar un montón de votos, ¿no? –me preguntó.
–Pues no lo sé –le respondí–, porque
también puede suceder que alguna gente que les votó el 14 de marzo no lo haga
el 13 de junio. Precisamente porque sólo hay una lista para todo el territorio
del Estado. Puede haber gente que respalda a Ezker Batua pero no quiere saber
nada de la política que llevan otros dirigentes de IU por esos mundos de Dios.
Algo así puede ocurrir parcialmente también en Cataluña. Y puede haber gente de
otros puntos, gente de izquierda radical, que se haya cabreado por la
incondicionalidad del respaldo que Llamazares ha dado a la elección de
Zapatero. Ve a saber cuántos suman entre los unos y los otros. De entrada, yo
puedo darte cuenta de alguna gente, conocida mía, que votó a IU el 14 de marzo
y que ya ha anunciado que regresará a las filas de la abstención el 13 de
junio.
Y en estas estaba cuando me he despertado.
No sé cómo verá Atxaga la cosa. Yo la
verdad es que la veo tal como la he soñado.
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Una obsesión de 30
años
(Domingo 25 de abril de 2004)
Hablaba ayer de la Revolución de los claveles portuguesa, de la que hoy se cumplen 30
años.
Según acabé de escribir el apunte, seguí
rememorando aquel año. Y recordé los problemas de encaje mental que los sucesos
de Portugal nos produjeron por estos pagos a muchos militantes de la izquierda
radical.
Nuestro análisis partía del convencimiento
de que el fascismo, tal como existía en la España de los años setenta, no era un modo de dominación política y social
de las fuerzas oligárquicas, sino el
único modo por el que esas fuerzas podían mantener su predominio. En
consecuencia, no cabía afrontar el fin del régimen dictatorial sin plantearse a
la vez una auténtica revolución social que desalojara del poder a la oligarquía
económica y a sus protectores estadounidenses. La lucha por las libertades se
fundía en nuestras mentes con la lucha por la revolución social: o triunfaban
ambas o no triunfaba ninguna.
Aquel análisis presentaba varias ventajas.
Una era su extrema simplicidad: cabía exponerlo en dos patadas, lo que
facilitaba considerablemente las tareas de proselitismo entre gente con ganas
de respuestas tajantes y unívocas. Otra era su indiscutible radicalismo.
Resultaba muy atractivo para los militantes instruidos en los manuales editados
por la III Internacional y la Academia de Ciencias de la URSS, hartos de las
consignas romas que difundía la dirección del Partido Comunista de España,
controlada por Santiago Carrillo. Conforme al análisis de los carrillistas, el régimen de Franco no
representaba los intereses del bloque social dominante, incluyendo el nutrido aparato del Estado, y los planes
estratégicos de los EEUU para Europa y el Mediterráneo. Era expresión de los
vaivenes decadentes de una reducidísima camarilla, compuesta por la familia del
propio Franco y un puñado de generalotes trasnochados, sin apenas influencia en
las propias Fuerzas Armadas. De acuerdo con ese supuesto análisis, la dirección
del PCE sostenía que todo lo que se requería para provocar el fin del
franquismo era, por así decirlo, un empujón (una huelga general, tal vez).
Ése análisis, que la jefatura del PCE
repitió machaconamente desde los años cuarenta, no era sólo erróneo, sino
también ideológicamente nefasto, porque no preparaba a los militantes para
encarar lo que en realidad tenían enfrente: una dictadura muy instalada, capaz
de recurrir a los métodos más brutales y respaldada por un consenso social tal
vez no muy sólido, pero bastante amplio, salvo en Euskadi y Cataluña. Aquella
gente no estaba aislada, ni a escala internacional ni a escala local. De hecho,
nosotros estábamos mucho más aislados.
Pero que el modo de ver la realidad
española propio de Carrillo fuera tan inexacto como inconveniente no hacía más
científico el nuestro, y los sucesos de Portugal nos pusieron de bruces ante
esa realidad: los regímenes dictatoriales ibéricos (el salazarismo y el
franquismo), que habían encajado muy bien con los intereses de los promotores
occidentales de la Guerra Fría, empezaban a representar un estorbo para las
propias clases dominantes, al menos en sus formas más arcaicas. La dictadura
portuguesa cayó antes por el efecto corrosivo de las guerras coloniales,
insostenibles, pero el hecho de que España no soportara un fenómeno de esa
naturaleza no nos autorizaba a cerrar los ojos a la evidencia: una dictadura
así podía caer sin que eso fuera resultado de un alzamiento armado de la
población y sin que tal cosa significara un cambio radical en las estructuras
socio-económicas del país.
Los sucesos de abril de 1974 tuvieron un
efecto extraordinariamente positivo sobre los análisis de una izquierda radical
que tuvo que empezar a pensar más y mejor, tratando de combinar la firmeza en
el empeño por transformar la sociedad y la capacidad para seguir los complejos
meandros de la Historia, muy poco respetuosa con los dogmas y muy dada a dejar
a los dogmáticos con dos palmos de narices.
Desde entonces –30 años ya– algunos hemos
vivido con esa obsesión constante: cómo ver la realidad sin afeites,
crudamente... y cómo no rendirse a ella.
Es posible que no hayamos logrado
plenamente ninguna de las dos cosas. Pero no nos importa seguir intentándolo.
Tampoco tenemos nada mucho mejor que hacer.
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Dos transiciones
(Sábado 24 de abril de 2004)
–¿Alternativa? ¿Qué alternativa? No
considero ninguna posibilidad que no sea la victoria.
Fue la seca respuesta que dio el capitán
Otelo Saraiva de Carvalho al mayor Vitor Alves, militar de vocación política,
pocas horas antes del inicio de la revuelta triunfal del Movimiento de las
Fuerzas Armadas, el movimiento de los
capitanes, contra la dictadura de Marcelo Caetano.
El propio Alves, de talante moderado,
acabaría contagiado de esa certeza en la victoria.
–La rueda es ya imparable. Ahora
sólo queda dejarla rodar. Si sale mal, mala pata –respondió a otro oficial del
Ejército que le preguntó si no sería mejor aplazar el movimiento hasta que
estuviera más maduro. (*)
Esta madrugada hará 30 años de aquel
levantamiento.
En España se vivió con emoción. Los enterados sabían que en el seno del
Ejército luso había un fortísimo sentimiento de rebeldía contra las guerras
coloniales, carentes de futuro, y que los jóvenes oficiales, proletarizados por la evolución de la
propia sociedad y radicalizados por la ceguera y la corrupción de sus mandos,
se habían organizado para acabar con el régimen filofascista que llevaba casi
cuatro décadas atenazando al pueblo de Portugal. A este lado de la frontera, no
pocos miraban aquello con mal disimulada envidia. ¡El Ejército, con la
izquierda! ¡Un golpe de Estado a favor de la libertad!
El 25 de abril me pilló en París. No
tardamos en enterarnos allí de que la señal que había servido de aviso para el
inicio del movimiento había sido la emisión nocturna por las ondas de Radio
Renascença, minutos después del comienzo del programa Limite, de una canción que Zeca
Afonso había grabado para Le Chant du Monde y que estaba prohibida en
Portugal: «Grandola, vila morena».
Resultaba tranquilizador que hubieran
recurrido a la voz de Zeca Afonso:
era un izquierdista reconocido.
En cosa de horas empezaron a llegar las
imágenes y nos fuimos habituando a aquellos rostros, unos más reconfortantes
(Otelo, Rosa Coutinho), otros mucho más problemáticos (Spínola).
Miradas con la perspectiva de tantos años,
las dos transiciones, la portuguesa y la española, encargadas de enterrar dos
dictaduras similares para instaurar dos regímenes parlamentarios también
parecidos, cobran significados históricos inevitablemente parejos. Está claro
que ni el post-salazarismo de Caetano en 1974 ni el post-franquismo de Arias
Navarro en 1976 tenían porvenir en aquella Europa abocada a su unificación bajo
cánones democráticos. Se recorrió el mismo camino por senderos diferentes.
Sin embargo, para cientos de miles de
personas de allí y de aquí ni hubo, ni hay, ni habrá nunca comparación posible.
El pueblo portugués se dio el gustazo de
ver el hundimiento del tinglado de la dictadura. De protagonizarlo en seguida,
mano a mano con los soldados, el clavel en el puño y en la boca del fusil.
Aquí, en cambio, nos tocó asistir a la
bochornosa ceremonia de una sucesión atada y bien atada.
–¿Hubieras preferido ser portugués? –me
preguntó hace meses un amigo que me oyó dejar constancia de mi profundo respeto
por la transición portuguesa.
– Lo fui –le respondí–. Por unas semanas.
Por unos meses. Siempre algo, desde entonces.
––––––––––––––
(*) Otelo Saraiva de Carvalho, Memorias de abril, Iniciativas Editoriales / El Viejo Topo, Barcelona, 1978.
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Ojo con las ilusiones
(Viernes 23 de abril de 2004)
Ibarretxe hizo ayer todo un despliegue de
buenos modos en Madrid. En su breve estancia en la capital del Reino, repitió
una y mil veces que está abierto al diálogo con tirios y troyanos, que
respetará a todo el mundo e incluso a alguno más, que cumplirá cuantas
sentencias se hayan dictado o se dicten en el futuro... Aplaudió el discurso
parlamentario del rey y hasta charló un rato con Manuel Jiménez de Parga, lo
que constituye una muestra irrebatible de su estoicismo y su espíritu de
sacrificio.
Fue correspondido con una catarata de
gestos corteses y de buenas palabras. Nada del viejo estilo PP, con sus desplantes y desaires a gogó (salvo en lo que al
propio PP toca, por supuesto).
Los socialistas con mando en la Villa y
Corte sonrieron todo lo sonreíble y respondieron a las invitaciones al diálogo
lanzadas por el lehendakari diciendo que, para diálogantes, ellos, que están
dispuestos a dialogar y dialogar hasta ponerse malos, faltaría más.
Con todo lo cual, puede haber –y hay, por
lo que oigo y leo– quienes dan por inaugurada una nueva era de paz y concordia
entre los gobiernos de Madrid y Vitoria, destinada a proporcionar sanos y
hermosísimos frutos de aquí a cuatro días.
Y de eso, nada.
Sóplese la hojarasca y mírese lo que hay por
debajo. En muchas materias, Zapatero no ha aportado hasta ahora más que buenos
deseos genéricos. Sin concretar y sin plazos. Pero, en relación a Euskadi, ni
eso. Ha conminado al Gobierno de Vitoria –lo hizo en su discurso de
investidura– a rectificar, como premisa para inciar el diálogo. Curioso talante
dialogante: ¡pide a la otra parte que acuda al diálogo de rodillas!
Ignoro si Zapatero estará dispuesto a
desbordar sus límites, pero es obvio que los tiene, y muy nítidamente marcados.
Sabe que, por el momento, no está
autorizado a dar a Euskadi más que sonrisas. Porque de lo contrario se le
levanta la tropa mesetaria.
Para obligarle a ir más allá –para forzarle
a cambiar sus planes iniciales, rígidamente cicateros– no habrá otro remedio
que situarle ante la cruda elección: o afronta la revuelta de la tropa
mesetaria o encara el levantamiento de las tropas periféricas.
Nadie se llame a engaño: también los
diálogos son reflejo de la relación de fuerzas. Tanto más grueso y contundente
es el garrote que tienes, tanto más te sonríe el de enfrente.
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