Apuntes del natural
[Del 16 al 22 de abril de
2004]
n
El chivato
(Jueves 22 de abril de 2004)
Hablábamos ayer en la tertulia matinal de
Radio Euskadi sobre el telefonazo de Aznar a Bush, y Francisco Letamendía, Ortzi, ex diputado abertzale y actual profesor
de la Universidad del País Vasco, comentó que la iniciativa del ex presidente
le recordaba a los alumnos acusicas que van al profe con el cuento de lo que
tal o cual compañero de clase ha hecho o dejado de hacer. Horas después
comprobé que Pepiño Blanco,
secretario de Organización del PSOE, recurría a la misma comparación y llamaba
a Aznar «chivato».
No está mal traído el símil, pero le veo un
inconveniente: supone considerar compañeros de clase a Zapatero y Aznar. O,
escapando de la literalidad de la comparación: da por hecho que Aznar tiene
determinadas obligaciones de compañerismo que incumplió cuando llamó a George
W. Bush para criticar a su sucesor.
Leo hoy que, aunque no quieran reconocerlo
públicamente, algunos dirigentes del PP han admitido que también a ellos la
llamada de Aznar a Bush les ha producido «malestar». Recuerdan –con razón– lo
mal que su jefe encajó las gestiones de Zapatero en Marruecos tras la crisis
del islote Perejil y cómo entonces Aznar acusó al secretario general del PSOE
de «deslealtad».
Reflexionando sobre el fondo de estas
críticas –incluidas las de Aznar a Zapatero cuando lo del peñazo de Perejil–,
llego a la conclusión de que se basan en un sobreentendido: dan por hecho que
los políticos españoles de la oposición tienen ciertos deberes que les obligan
a moderar o incluso silenciar sus opciones particulares cuando se trata de
política internacional. Deberes cuya naturaleza –está claro– sólo puede ser
patriótica.
No me parece mal que se critique a Aznar
por su conversación con Bush, mantenida además a iniciativa suya. Pero sostengo
que esa crítica sólo vale en la
medida en que acusa a Aznar de violar una obligación proclamada por él mismo y
que él ha tratado de imponer a los demás. No porque me parezca digna de
consideración la obligación en sí misma. O, por decirlo más claramente: creo
que debe prevalecer la lealtad a las propias ideas por encima de las fronteras
y de los supuestos «intereses nacionales».
En ese sentido –y sólo en ese sentido– me parecería perfectamente aceptable que
Aznar se conchabara con Bush en contra de Zapatero. Pero primero debería hacer
lo que acabo de hacer yo: renegar del patriotismo y proclamarse
internacionalista.
[ Vuelta a la página de inicio ]
n
El patriotrómetro
(Miércoles 21 de abril de 2004)
Me referí ayer al gusto que le encuentran
algunos a la cuantificación de la españolidad.
Es una querencia hondamente sentida por muchos políticos, y también por próceres
de la comunicación, que en esto –como en tantas otras cosas– crean opinión y, a
la vez, la reflejan.
Se topa uno con la gracia de marras cada
dos por tres. Ayer la traje a colación a propósito de un asunto de música
local. Recordé cómo el uno te suelta, cual si fuera la cosa más natural del
mundo, que la guitarra es «españolísima», mientras el otro opta por asegurarte
que la «españolísima» es la tonadillera Perenganita. Ese género de afirmaciones
siempre me ha sugerido dos comentarios. Primero: si tan entusiasta es esta
gente de la unidad de España, ¿por qué nunca afirma que la dolçaina es españolísima, y que para españolísimos, pero
españolísimos de verdad, Kepa Junkera y Carlos Núñez? Y segundo, y no menos
importante: ¿a partir de qué unidad consiguen mesurar el grado de españolidad?
¿Cuánto de qué, en concreto, hace falta acumular para ser españolísimo?
Me metí en estas consideraciones, si se
recuerda, tras leer una parte del discurso de toma de posesión de José Bono
como ministro de Defensa. Horas después, tuve ocasión de ahondar más en la
singular perorata del nuevo ministro de la tropa y fui a parar a otra
afirmación suya, aportada en esta ocasión con cita de Indalecio Prieto: «Cada
vez me siento más español», dijo.
Estamos en las mismas: ¿qué género de
percepción, sensorial o extrasensorial, puede permitir a alguien sentirse más
español (o menos, eventualmente)? ¿Ser español es una cuestión de hecho (como
ser soltero, o nacido en 1957, o sordo) o representa más bien un mérito (o un
baldón, a gusto de cada cual) que cabe ejercitar, desarrollar o perder?
Miguel de Unamuno, que era vizcaíno, como
Prieto, dijo en cierta ocasión: «Yo soy vasco y, por eso, doblemente español».
De veras que me pierdo con esta gente. ¿Dos
veces español? ¿Y qué tal cinco veces europeo?
Para mí que hay dos modos de afrontar la
nacionalidad. Está, de un lado, la nacionalidad legal, que cada cual tiene,
adquiere o pierde en los registros correspondientes: naciste en Indonesia, te
nacionalizaste uruguayo, acabaste de canadiense... En ese sentido, como cantaba
Maxime Le Forestier, «te nacen en cualquier lado». Luego, en otro plano, se
sitúa (o no) el espacio emocional al que cada cual se siente (o no) unido. Un
lugar o un grupo humano cuya caracterización y cuyos límites nadie puede
imponer ni quitar a los demás. ¿Que Bono se identifica con una construcción
mental hecha de retazos de la realidad seleccionados a su gusto, a la que él
llama «España» y que siente con una pasión irresistible? Pues allá él. Siempre
que no se empeñe en darme con ella en la cabeza ni quiera obligarme a sentirla
con esa pasión tan suya, tan racial y tan portadora de valores eternos.
[ Vuelta a la página de inicio ]
n
Bono al ataque
(Martes 20 de abril de 2004)
Por un momento temí
que fuera a aprovechar el acto de toma de posesión del cargo de ministro de
Defensa para hablarnos también de sus gustos musicales. Sentí esa desazonante
inquietud cuando el hombre, tan campechano y verborrágico como su antecesor, la
emprendió contra un cantante que, según nos contó, ha declarado que va a actuar
«en el Estado español». El nuevo titular de Defensa ironizó entonces
preguntándose si será que el músico en cuestión va a hacer una gira por los
Ministerios (porque se ve que don José Bono considera que el territorio del
Estado español empieza y termina en las puertas de las dependencias
ministeriales).
No digo yo que no
quepa criticar ese uso de la expresión «Estado español» que el ministro zahirió
anteayer con su tan jimenezdeparguiano gracejo, aunque no faltará quien haya
echado de menos que se cachondeara en justa correspondencia también de quienes
hablan de «la canción española» para referirse en exclusiva a una modalidad
musical de acentos regionales o de aquellos que califican de «españolísimas» a
algunas intérpretes sureñas, como si la españolidad no fuera una mera cuestión
de hecho y además admitiera grados.
Pero todo es
discutible, sí. Incluidos sus neoministeriales puntos de vista sobre los falsos
patriotismos, que se abstuvo de definir (supongo que no en aras de la brevedad
del discurso, porque diez minutos arriba o abajo, metido en gastos, hubieran
dado ya igual).
Todo es discutible,
por supuesto: también su identificación de la sindicación con la indisciplina,
su obsesión por el Rh sanguíneo (no hay peorata en la que no lo cite) y hasta
su gusto por la igualdad «rabiosa» (¿por qué «rabiosa», en concreto?) de los ciudadanos.
Mis dudas no se
refieren tanto a lo lícito de la exhibición de esos o de cualesquiera otros
puntos de vista, por ultras que me puedan parecer –y sean–, sino a la hipótesis
de que un acto oficial como el referido pudiera no constituir el escenario y el
momento más adecuados para que el nuevo ministro sacara a pasear sus muchos fantasmas
ideológicos «de rancio sabor añejo», según atinada definición del Sindicato
Unificado de la Policía.
Muchos consideran que
Bono se equivocó, porque el discurso de arranque de un ministro de Defensa
debería ceñirse a las cuestiones de su incumbencia, marcando las grandes líneas
de la actuación que espera seguir, y nada más. Pero ¿quién nos dice que no fue
eso lo que hizo? Tal vez sí. Puede que
él haya decidido que su papel en el auto sacramental de la nueva política es el
de paladín de la España eterna –«vieja y justa», enfatizó– y que sea eso lo que
tuvo a bien anunciarnos en su no muy convencional discurso de investidura.
Lo único que cabría
reprocharle, en ese caso, es que haya mantenido el nombre de su departamento.
¿No le cuadraría más llamarse «Ministerio de Ataque»?
[ Vuelta a la página de inicio ]
n
Una decisión interesante
(Lunes 19 de abril de 2004)
La demanda estaba planteada ya hace semanas:
«Si Zapatero va a retirar las tropas españolas de Irak, ¿qué sentido tiene
esperar a finales de junio? ¡Que lo haga ya!»
No era un planteamiento maximalista, como algunos dijeron, sino
de puro sentido común. Con el anuncio de la retirada sobre la mesa, el
contingente español en Irak se había convertido en el eslabón más débil de una
cadena ya de por sí demasiado tensa. Su base de operaciones se halla en una
zona crecientemente conflictiva. El mando estadounidense ya había empezado a
maniobrar para desviar hacia él las iras chiíes, no sólo para tener alguien con
quien repartirse las bofetadas, sino también, y sobre todo, para involucrar más
al Gobierno de Madrid en el conflicto y dificultar la puesta en práctica de su
plan de marcha atrás. No me parece en absoluto descartable, sino todo lo
contrario, que el nuevo jefe de Gobierno español haya recibido en las últimas
horas informaciones que apunten a un
inminente agravamiento de la situación y que sea eso lo que le ha persuadido de
la necesidad de no demorar ni un día más la orden de retirada.
Me encuentro en la situación, para mí
insólita, de no tener ni una sola objeción que hacer a una opción de
importancia estratégica tomada por un Gobierno de España.
Lo sucedido me satisface no sólo por lo que
significa en sí mismo sino también por la dinámica a la que puede dar paso. En
el juego de acciones y reacciones que supone la política, el giro de Zapatero
puede atraer hacia él unas hostilidades que le fuercen a delimitar sus alianzas
de modo algo diferente del previsto. Cabe igualmente que le aporten un respeto
internacional y unas simpatías estimulantes (y todos sabemos lo mucho que la
vanidad y el rencor mezclados pueden dar de sí).
No se trata de hacer castillos en el aire.
Sólo de examinar posibilidades.
[ Vuelta a la página de inicio ]
n
¿El partido de González?
(Domingo 18 de abril de 2004)
Tengo amigos que consideran una desgracia
la victoria electoral del PSOE porque gracias a ella –dicen– «regresa al
Gobierno el partido de la corrupción y de los GAL».
¿Tienen razón?
Es indiscutible que el poder político que
creó los GAL y que propició la corrupción en algunas de sus formas más extremas
–saqueo de las arcas del Estado, cobro de comisiones multimillonarias a empresas
que trabajaban para las Administraciones, surgimiento como por ensalmo de inmensas fortunas personales– emanó
del PSOE. Le son atribuibles no sólo ésos, sino bastantes más desmanes en muy
diversos terrenos: su política económica neoliberal y antisocial, su respaldo a
una construcción europea abiertamente escorada hacia los intereses de los
grandes consorcios económicos, su apoyo a la política exterior de los EUA, cada
vez más agresiva y hegemonista, sus reiterados intentos de aprobar leyes
restrictivas de las libertades individuales y de los derechos de las
nacionalidades...
Esos rasgos –todos ellos negativos y varios
de ellos incluso criminales– marcan con su impronta el balance del trecenato
que algunos llamamos felipista.
¿Son extensibles automáticamente a lo que habrá de ser el periodo de Gobierno
de Rodríguez Zapatero? No. No –insisto– automáticamente.
Es cierto que Rodríguez Zapatero no ha
realizado un examen autocrítico de todo aquel periodo. A veces pretende que ha
aprendido de «los viejos errores», pero ni los ha inventariado ni los ha
calificado jamás. Incluso permite que se homenajee a responsables de muy negros
capítulos de la era felipista, acepta
sin chistar que alguno de sus próximos siga presumiendo de su respaldo al
terrorismo de Estado (caso de
Rodríguez Ibarra) y hasta ha rescatado para su equipo de dirección a personajes
que tuvieron un papel destacado en los intentos de encubrir muy graves crímenes
(caso de Alfredo Pérez Rubalcaba, factótum
de la RTVE de entonces).
Esos vínculos ideológicos, políticos y
personales con el pasado, sin embargo, no le obligan a responder miméticamente
a los patrones de comportamiento de González. No sólo porque puede haber
diferencias de talante que generen un estilo singular, sino también porque las condiciones
actuales son diferentes a las de 1982 en diversos planos. En diversísimos.
Incluso en el estado moral de la sociedad: la de 1982 eligió a González para
que tomara el timón con mano firme tras un periodo de gobierno débil, en tanto
la de 2004 ha elegido a Zapatero para que dulcifique una larga etapa de
gobierno intemperante y autoritario. La situación internacional es diferente.
El papel de España en ella, también. Las fuerzas militares y policiales del
franquismo tenían a la clase política bajo
vigilancia, apuntándola a la nuca. Ahora lo que hay de eso es casi anecdótico.
González llegó a la Presidencia sin precisar de apoyos parlamentarios; Zapatero
los necesita... En fin: no creo que sea necesario hacer un repaso exhaustivo de
las diferencias que separan ambas épocas.
Tratándose de políticos esencialmente
oportunistas, las características diferenciales de cada una de las
oportunidades cobran gran importancia.
Lo que trato de decir con todo ello es que,
aun considerando que es muy posible que Zapatero se muestre pronto como un
gobernante nefasto, no está justificado dar por hecho que lo será del mismo
modo que lo fue González. Creo que hay que esperar.
Hay otro aspecto que me parece esencial
subrayar cada vez que alguien lamenta que llegue a La Moncloa un miembro del
partido «de los GAL y la corrupción». Me refiero al hecho de que ese modo de
describir las cosas lleva implícita una valoración comparativamente positiva
del PP. Como si el PP estuviera impregnado de un espíritu ético más honrado o
menos encanallado que el PSOE. Quizá algún día valga la pena entrar en detalle
en esa comparación. Cuando lo hagamos, será necesario recordar desde todo el
trabajo que hizo el Gobierno de Aznar a partir de su misma formación para que
la denuncia del terrorismo de Estado no fuera más lejos (incluyendo las últimas
gestiones destinadas a poner en libertad a Rodríguez Galindo), hasta la
protección que ha dispensado a los torturadores, pasando por el ímprobo
esfuerzo que ha realizado para que fuera imposible poner fin al terrorismo de
ETA, de cuya insistencia se ha aprovechado desvergonzadamente con fines
electorales. Y, si de corrupción económica se trata, habrá que poner sobre la
mesa los procesos de privatización de los grandes monopolios estatales y los
beneficios tan injustificados como particulares que han producido.
Hecho lo cual, veremos quien monta tal y
quien monta tanto.
[ Vuelta a la página de inicio ]
n
Entre apunte y columna
(Sábado 17 de abril de 2004)
Algunos lectores me han escrito para
decirme que la columna que hoy publico en El
Mundo –o, mejor dicho, que hoy me publica El Mundo– les parece demasiado severa. Uno me comenta que, tal como
pinto el voto favorable de IU y ERC a la investidura de Zapatero, tal parece
creyera que han vendido su primogenitura por un plato de lentejas. Le contesté
con la misma broma que gasté el pasado miércoles en la tertulia de Radio
Euskadi. «Si; de lentejas... con chorizo».
No; no creo que hayan cometido una felonía,
y menos una felonía irremediable. Me consta que se puede dar el «Sí» en una
investidura y luego ejercer una labor de oposición firme, e incluso severa, en
contra del investido. Con independencia de que sea una práctica política que me
guste más o menos, sé que eso se ha hecho, y no creo que deba constituir
necesariamente –insisto: no
necesariamente– un motivo de ruptura política con quien lo haga. Dependería
de lo que el partido aquiescente obtuviera a cambio de su voto, tanto en
cantidad como en calidad. Creo que, para valorar como estimables las
contrapartidas obtenidas, deberían reunir tres condiciones: 1º) Ser de
importancia fácilmente evaluable por los votantes; 2º) Verificarse a corto
plazo y no ser retirables en caso de conflicto con el electo; y 3º) Contabilizarse
no tanto en beneficios para el partido que concede el voto como para los
colectivos humanos que representa.
Pero, aparte de la importancia intrínseca
de las contraprestaciones, hay que valorar también el contexto político general
en que se produce la situación. En el caso que nos ocupa, el voto favorable de
ERC e IU a Rodríguez Zapatero presenta
dos desventajas añadidas (o una que se divide en dos): hace ver que el
nuevo Gobierno no tiene una efectiva
oposición de izquierda (que la tiene sólo retórica) y refuerza
considerablemente la imagen de una escena política bipartidista.
n
Fue pensando en esto último por lo que
decidí ayer escribir la columna que aparece hoy en El Mundo. Y pensando en las reflexiones anteriores por lo que
escribo hoy y aquí este apunte.
Me explico.
Cuando uno escribe una columna que va a
aparecer publicada en un diario que vende más de 300.000 ejemplares y tiene un
público lector potencial superior al millón debe planteársela de un modo, y de
otro muy distinto cuando lo que redacta es un apunte que va a salir en una
página web que tiene 1.500 lectores (cerca de 5.000, si se cuenta los que
acceden a su lectura gracias a reproducciones y links de otros sitios de la Red). En el primer caso, uno habla urbi et orbi. En el segundo, a gente por
lo general políticamente bastante instruida y definida... pero poca.
Son ámbitos distintos no sólo por el
público receptor, sino también por la importancia que le dan los destinatarios de
los halagos o críticas que uno incluye. Como todo el mundo supondrá, si yo
critico en esta web a Llamazares y a Cardod-Rovira, ni se enteran. O, si se
enteran, se quedan más anchos que largos.
Pero si les largo una andanada a babor –o sea, por la izquierda, según
se mira desde el timón hacia el horizonte al que la proa apunta–, y si lo hago
desde un periódico de amplia difusión, les toca. Y no sería absurdo que se
plantearan que lo mismo tienen que cuidar también ese flanco. Quod erat demostrandum.
Señalaré otra diferencia más, para no dejar
el tema a medias: cuando me toca decidir sobre qué voy a escribir en El Mundo, suelo fijarme asimismo en qué
puntos de vista tienen menos presencia en los mass media. Por el aquel de cumplir una función subsidiaria. Me
consta que no es frecuente encontrar en los grandes medios de comunicación
críticas por la izquierda a IU y ERC. Razón de más para hacerlo.
[ Vuelta a la página de inicio ]
n
Estamos mal acostumbrados
(Viernes 16 de abril de 2004)
Estamos mal acostumbrados. Es la única
explicación que encuentro a la tromba de piropos que le ha llovido a Rodríguez
Zapatero tras su discurso de investidura.
Fue la suya una intervención amable, sin
duda, abundante en buenos deseos, aderezada con algunas promesas dignas de
mención –y salpicada por otras bastante decepcionantes, también es cierto–, no
muy dada a las intemperancias... Iba a escribir «Nada del otro jueves», pero
supongo que precisamente ésa es la cosa: que hacía muchos jueves que no se veía
en la tribuna del Congreso de los Diputados a alguien que defendiera con gesto
más o menos apacible su derecho a vivir en La Moncloa, como si no le perdieran
las ganas de clavar al resto del universo los colmillos en la yugular. Zapatero
se ha beneficiado mucho de la reciente memoria de Aznar y de la ya lejana de
González, ambos crispados por norma, aunque cada cual a su modo.
Es falso que todas las comparaciones sean
odiosas. Algunos no sólo ganan cuando se les compara, sino que ganan sólo cuando se les compara. Si no
flotara en el aire del Congreso el agobio sofocante producido por los últimos
años de mayoría absoluta reaccionaria y pretenciosa del PP, serían
inconcebibles algunos de los votos favorables que hoy va a recolectar la mano
tendida de Rodríguez Zapatero. ¿Realmente cree Llamazares que el PSOE merece su
respaldo? ¿Entiende que puede dárselo en nombre de quienes votaron a IU sin
hacer caso de las invitaciones socialistas al «voto útil» precisamente porque
decidieron que votar a Zapatero no era útil para lo que consideraban –y siguen
considerando– que debería hacerse? ¿Lo cree Carod-Rovira? ¿Le parece política y
éticamente aceptable dar su aval a un partido que cierra filas detrás del
artículo 8 de la Constitución, que ha respaldado y respalda las grandes
opciones de la política exterior de los EEUU (con la parcial y matizada
excepción de la actual Guerra del Golfo), que sostiene la orientación de la
política económica internacional definida por el FMI (esto es, la globalización
mal llamada «neoliberal») y que respaldó algunas de las principales líneas de
actuación del Gobierno de Aznar?
Podría entender ese voto si cupiera que
Rodríguez Zapatero no saliera elegido en segunda vuelta. En plan «todos contra
el PP», que diría Piqué. Pero, ausente ese peligro –pudiendo conjurarlo por la
tercera vía de la abstención–, no veo que quepa explicar su comportamiento sino
en función de cambalaches y chalaneos de ésos que se traducen en privilegios de
libre designación: que si te dejo que formes grupo parlamentario propio, que si
facilito tu presencia en esta o la otra comisión, que si el CGPJ, que si RTVE,
etcétera. Politiquerías, en suma, que quedarán para siempre como chantajes:
saben que Rubalcaba podrá quitárselos en cuanto crea que se están portando mal.
Pero para qué acelerarnos. Tiempo habrá de
plantearse si contra Aznar estábamos mejor.
[ Archivo de los Apuntes del Natural – Vuelta a la página de inicio
]