Apuntes del natural
[Del 26 de marzo al 1 de
abril de 2004]
n
Ana Botella
(Jueves 1 de abril de 2004)
Ana Botella ha presentado sus memorias,
escritas, según la versión oficial, «con ayuda del joven periodista Álvaro del
Corral».
No he leído el libro y, por lo que sé de él
(y de ella), no creo que vaya a animarme a leerlo en el futuro. Me consta, por
declaración personal de la interesada, que su marido no ha sido nunca muy dado
a las confidencias. Podría decirse que él es tan proclive a contar lo que sabe
como ella a confesar lo que realmente piensa. Entre el hermetismo de él y la
falsedad de ella, es dudoso que estemos ante una obra fundamental para el
conocimiento de la reciente Historia de España.
Cuenta El
País que el libro, en lo que es su parte encuadernada, termina con un
párrafo sobre las flores de lavanda y las adelfas blancas que la señora de Ex
pensaba plantar en su nuevo hogar. Tan idílico y apasionante final se vio
truncado, sin embargo, por la brusca irrupción en su vida de un factor
inesperado: el fracaso. Un fracaso consorte que le obligó a añadir –siempre con
el concurso del joven periodista Álvaro del Corral– un nuevo capítulo a modo de
separata, ingeniosamente titulado «Capítulo Cero», en el que dice lo mismo que
Ángel Acebes, su colegionario (sic),
pero como más sentido.
A este capítulo pertenece una frase que he
copiado en letra bien gorda, para ponerla en la pared, frente a mi mesa de
trabajo, y disfrutarla durante algunos días: «Que al final de una labor de ocho años se
acabe con esto, pues te pones a pensarlo y es horrible».
Qué
sensibilidad. Qué prosa («¡Que al final se acabe»!). Qué estilazo.
Me niego a
creer que un pensamiento así, digno del propio Séneca, haya salido de la pluma
del joven periodista Álvaro del Corral.
Tiene que haber
brotado tal cual de su propia entraña. Lleva su sello inconfundible.
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Otro que tal baila
(Miércoles 31 de marzo de 2004)
En la segunda vuelta de las últimas
elecciones presidenciales francesas, Jacques Chirac alertó contra «el inminente
peligro» que representaba el «arrollador avance» de la ultraderecha y pidió que
toda la Francia «libre y republicana» respaldara su candidatura para «cortar el
paso» a los lepenistas. Lo cierto es que el avance de la extrema derecha era
más aparente que real: había desbordado a los partidos de izquierda únicamente
porque éstos se presentaron a las elecciones muy divididos. De hecho, a la hora
de la verdad, la ultraderecha no rebasó en gran cosa los límites porcentuales
que ha venido teniendo en las urnas francesas desde los lejanos tiempos del
general De Gaulle.
Ha pasado el tiempo. Han llegado las
elecciones regionales. Y, de improviso, el paladín de «la Francia libre y
republicana» descubre que el «peligro inminente» ya no es la extrema derecha,
sino la izquierda, y llama a la formación de una especie de unión nacional
anti-izquierdista, en la que reserva un lugar de honor para el ultraderechista
Frente Nacional.
La ambición del personaje no conoce
límites. Vapuleado severamente en las urnas, ha decidido mantener en el cargo
de primer ministro a Jean-Pierre Raffarin, impopular donde los haya, tan sólo
para que acabe de quemarse rematando la reforma de la Seguridad Social y deje
el camino expedito a sus nuevas aventuras presidenciales. No le importa si con
ello ahonda aún más la crisis de los partidos del centro y la derecha, hasta el
punto de hacer segura la victoria de la izquierda en las siguientes elecciones
legislativas.
Lo más chirriante no es que sólo piense en
sí mismo, sino con qué descaro demuestra que sólo piensa en sí mismo. Ni
siquiera respeta las formas más elementales de la hipocresía.
Chirac ha descubierto la antítesis del
gaullismo: allí donde el general De Gaulle
se revestía de impostada grandeur, él
exhibe con plena impudicia su cutre minceur.
Ha convertido la política en el reino de la pequeñez y la mezquindad. Eso,
en una sociedad como la francesa, tan apegada al cultivo de las formas, es
todavía peor que un crimen.
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En el nombre del
padre
(Martes 30 de marzo de 2004)
Los medios de comunicación recogían ayer la
noticia, pero era difícil saber de qué hablaban. Todo resultaba muy confuso.
«Garzón deja en libertad a la presunta etarra Ainara Gorostiaga», titulaba un
importante periódico. Así no había manera de entender nada. Porque, para
empezar, no tenía sentido calificar a Ainara Gorostiaga de «presunta etarra».
De hecho, ésa era precisamente la noticia: que, tras dos años de cárcel, había
sido puesta en libertad sin cargos. Exculpada por completo.
Sin embargo, la historia no era tan difícil
de contar. Es patéticamente sencilla. Gorostiaga fue detenida en febrero de
2002 en compañía de su amigo Mikel Soto y ambos, junto con otros dos amigos
arrestados posteriormente, fueron acusados de integrar un llamado «comando
Urbasa» de ETA y de haber dado muerte en julio de 2001 al concejal de UPN José
Javier Múgica. El procesamiento de los cuatro jóvenes pamploneses se basó
exclusivamente en la declaración autoinculpatoria de Ainara Gorostiaga ante la
Guardia Civil. Tiempo más tarde, la Policía francesa interceptó una carta suscrita
por el presunto miembro de ETA Andoni Otegi, detenido en el país vecino, en la
que éste se atribuía el asesinato del
concejal navarro. Interrogado al respecto, Otegi aportó tantos detalles sobre
el crimen que no quedó duda alguna sobre su autoría y, en consecuencia, sobre
la inocencia de Gorostiaga y sus compañeros.
Eso es lo sucedido.
En el auto suscrito por Garzón para
decretar la puesta en libertad sin cargos de Gorostiaga, decidida horas después
de que la prensa navarra aireara los detalles de su injusto encarcelamiento, el
juez afirma que la joven fue interrogada «con arreglo a la Ley de
Enjuiciamiento Criminal y, por tanto, con todas las garantías». El titular del
Juzgado Central número 5 se precipita: hay unas diligencias abiertas para esclarecer
en qué circunstancias Ainara Gorostiaga se declaró culpable del crimen que no
había cometido. Ella denunció que había sido torturada.
En todo caso, tal cosa sería indiferente a los
efectos de su encarcelamiento. Porque el hecho es que la Audiencia Nacional la
ha mantenido durante más de dos años en prisión –situación que Garzón confirmó
a comienzos de este mismo mes– pese a que no obraba en el sumario ningún
indicio racional que apuntara a la culpabilidad de la muchacha y sus amigos.
Salvo su autoinculpación.
Garzón sabe de sobra qué institución se
hizo tristemente célebre por apoyar sus procesamientos en la sola declaración
del acusado: la Inquisición española.
¿Qué habría sido de Ainara Gorostiaga de no
haber mediado la confesión de Andoni Otegi? ¿Cuánto tiempo más habría seguido
en la cárcel? ¿Habría salido?
Ahora a Garzón únicamente le queda por
probar que, si la muchacha se declaró culpable del asesinato del concejal
Múgica, fue por vicio. O para dejarle a él en mal lugar.
P. S. (1) Varios lectores me señalan, en relación a mi Apunte de ayer, que el reparto de los
escaños del Congreso de los Diputados en aplicación de criterios de
proporcionalidad absoluta no resultaría desventajoso «para los partidos
nacionalistas». Si mis cálculos no me fallan –lo cual podría suceder
fácilmente–, la proporcionalidad absoluta no perjudicaría ni a CiU, ni a ERC,
ni al BNG, pero sí a los nacionalistas vascos. El PNV habría logrado dos
escaños menos y Nafarroa Bai no habría obtenido ninguno. De todos modos, mi
objeción a ese criterio no es funcional, sino de principio. Porque no se ajusta
a la realidad plurinacional del Estado español.
P. S. (2) Un
amigo lingüista me señala que mi «observación pijotera» de ayer sobre la
colocación de los pronombres carece de rigor académico, y que lo que yo señalo
como un error no es sino un modo de enfatizar
ciertos aspectos de la frase. Me escribe, en concreto: «La cosa
tiene su lógica, no te creas. El tipo de verbo (de la oración principal)
que permiten este tipo de "ascensión clítica" (este es el término
técnico de este fenómeno o patrón; clitic raising en inglés) en varias
lenguas latinas son de un tipo especial. (Por cierto, pronombres clíticos
son aquellos que se pegan al verbo: proclíticos si van delante y enclíticos si
van detrás; mesoclíticos si van en medio, como en portugués vendê-lo-ei.) Son verbos que
tienen un significado modal: indican posibilidad, voluntad, necesidad, etc.,
así que, aunque sintácticamente el segundo verbo es complemento del
primero (e.g. “lo voy a ver”), desde un punto de vista semántico, el segundo da
más contenido semántico a la oración compuesta (“lo voy a ver”)
y el primero le añade un significado accesorio (e.g. futuro: “lo voy
a ver”). En otras lenguas, el significado del primer verbo se podría
expresar por medio de un afijo, por ejemplo, y así el segundo verbo sería el
verbo principal de la oración, no subordinado, pues solo habría uno. Cuanto más
independientes semánticamente son dos verbos, menos posible es la
"ascensión", como por ejemplo "le niego conocer". No creo
que se diga muy a menudo (el acto de negar y el de conocer son
independientes)». Creo que está bastante bien explicado, y eso que el lector no
lo escribió pensando en la difusión masiva
de su observación, sino como una
explicación coloquial, hecha de pasada y para mi exclusivo gobierno. En
resumen: que uno no para de aprender, y que eso es estupendo.
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No es tan sencillo
(Lunes 29 de marzo de 2004)
Circula por
Internet un escrito que recoge un par de tablas de datos. La primera establece
la relación que existe entre el número de votos y el número de diputados
obtenidos por las diversas candidaturas el pasado 14-M.
Es ésta:
PARTIDOS |
PSOE |
PP |
IU |
CiU |
ERC |
PNV |
BNG |
Número de votos |
10.909.687 |
9.630.512 |
1.269.532 |
829.046 |
649.999 |
417.154 |
205.613 |
Número de escaños |
164 |
148 |
5 |
10 |
8 |
7 |
2 |
La segunda
recuerda cuántos votos ha necesitado los diversos partidos para lograr la
elección de cada uno de sus diputados. Nos informa de que cada diputado del PSOE
ha necesitado 66.522 votos para salir elegido; cada uno de los del PP, 65.071;
los de IU, 253.906 cada uno; los de CiU, 82.904; los de ERC, 81.249; los del
PNV, 59.593, y los del BNG, 102.806.
Quien hace
circular estos datos concluye: «Esta ley electoral la tenemos que cambiar (sic *), por injusta y antidemocrática.
Todos los votos tienen que ser iguales.»
Plantear las
cosas así induce a conclusiones erróneas.
Vamos a ver.
Lo primero de
todo: es muy cierto que la vigente legislación electoral (el artículo 68.2 de
la Constitución Española y la Ley Orgánica de Régimen Electoral General,
especialmente el capítulo III) establece una injusta desigualdad del valor de
los votos. Está elaborada de tal modo que los grandes partidos de ámbito
estatal se ven privilegiados por la asignación de escaños en las provincias
menos pobladas, a lo que se añade la aplicación general de la llamada regla o ley D’Hont. (Se trata de una desigualdad consciente. Un padre de la primera Ley Electoral –cuya
pauta sigue la actual– me confesó que uno de los criterios principales que
manejaron a la hora de elaborarla fue el de evitar que el Parlamento «se
llenara de grupúsculos izquierdistas».)
Pero es un
error proponer la igualdad absoluta como alternativa a esa desigualdad injusta,
tal cual sugiere la presentación a palo
seco de los datos actuales. Porque, si se fijara la totalidad del
territorio estatal como circunscripción única, la representación en el Congreso
de los Diputados se establecería sin tener en cuenta la realidad plurinacional
del Estado español. Sucedería lo que ocurre ya con las elecciones al Parlamento
Europeo, de cara a las cuales los partidos vascos y gallegos se ven obligados a
formar coalición con sus congéneres catalanes si quieren lograr un escaño (y no
siempre lo logran).
Es ése un punto
fundamental: ¿se reconoce que España es un Estado plurinacional, sí o no? De
aceptarse que lo es, habría que empezar por otorgar a las comunidades autónomas
una consideración electoral de la que carecen en la actual legislación, que
salta de la provincia al conjunto estatal sin ninguna estación intermedia.
No es asunto de
interés menor. Considérense las discusiones que hay en estos momentos en la UE
sobre el peso relativo que deben tener los diferentes estados en los órganos
continentales de representación. Alemania y Francia aceptan que los estados
menos poblados tengan un peso superior al que les correspondería de aplicarse
la proporcional absoluta. Lo que reclaman es que se tenga en cuenta su muy
superior peso demográfico en el conjunto de la Unión (que coincide, además, con
su mayor peso económico) para que la atención de los derechos de los estados
pequeños no acabe por disminuir hasta extremos absurdos los derechos de los
grandes.
Y esa polémica se
desarrolla en el seno de una asociación de libre adhesión, como es la UE.
¿Habrá que recordar que no es ése el caso de España, a la que no se pertenece
por libre adhesión, sino por directa obligación?
Hay modos de
evitar que se produzcan desigualdades tan lacerantes como la que sufre IU en
estos momentos sin que eso obligue a violentar los derechos de las poblaciones
de las nacionalidades y regiones. Por ejemplo, la asignación final de una
cierta cantidad de escaños a partir de los restos de votos (de los votos que no
han servido en cada circunscripción para conseguir un escaño). IU es, con
enorme diferencia, el partido que se queda con una mayor cantidad de «restos»,
es decir, de votos no traducidos en escaños.
Ésas son, en mi
criterio, dos reformas urgentes de la legislación electoral: la consideración
de la comunidad autónoma como circunscripción, en particular de cara al Senado
y al Parlamento Europeo, y la determinación de un cupo de escaños que se
atribuyan a partir de la suma de restos.
(*) Sin ánimo
pijotero, y con la sola intención de llamar la atención sobre un error
sintáctico en el que incurrimos muchos y muy frecuentemente. La construcción
correcta de la frase es: «Esta ley electoral tenemos que cambiarla», no «la
tenemos que cambiar», porque el pronombre debe ir pegado al verbo cuyo
significado condiciona (en este caso, obviamente, «cambiar»).
Es un error
corrientísimo. Hace un rato, mi amigo Gervasio Guzmán me ha dicho por teléfono:
«Bueno, te dejo, que me tengo que
poner a trabajar» (por «tengo que ponerme
a trabajar»).
Yo lo apunto
y, si alguien saca provecho de la observación, pues mejor. Y si no, pues nada.
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Circunstancias
excepcionales
(Domingo 28 de marzo de 2004)
Los medios de
comunicación aznaristas insisten en que el electorado votó el pasado 14-M «en
circunstancias excepcionales».
Lo cual, si se
quedaran ahí, no pasaría de constituir una pura obviedad.
Pero no se
quedan ahí. Quiá.
Los aznaristas
deducen muchas y muy trascendentales consecuencias de esa constatación.
La utilizan,
muy en particular, para dar por hecho que los electores acudieron ese día a las
urnas con sus facultades mentales gravemente trastornadas por la emoción. Trastornadas
no sólo por la realidad de los espantosos hechos realmente ocurridos sino
también por la «terrible manipulación» que los medios hostiles al Gobierno
hicieron –eso dicen ellos– de la desgracia colectiva.
Mi tesis es muy
diferente. Sostengo que en estas elecciones, por primera vez en la historia del
reciente parlamentarismo español, una parte a la postre decisiva del electorado
votó sin dejarse arrastrar por ninguno de los infinitos mecanismos de inducción
que habitualmente orientan a la opinión pública hacia las vías más convenientes
para quienes ostentan el Poder. O, para ser más preciso: votó motivada por esos
mecanismos, sólo que motivada en el
sentido opuesto al pretendido.
El fenómeno no
se inició en la mañana del 11-M. Estaba en marcha desde hace tiempo. Empezó a
crecer alimentado por la estomagante prepotencia que los dirigentes del PP
convirtieron en estilo de gobierno desde que alcanzaron la mayoría absoluta. Un
estilo que, ya desde los inicios de la larguísima precampaña electoral, exasperaron
hasta convertirlo en su propia caricatura: chulería a raudales («Me guardaba
este euro, señorita...»), desprecio de cuanto no procediera de sí mismos
(«porque esa oposición de todo a 100...»), descalificaciones de zafiedad
inaudita («...los hectolitros de vino que Maragall bebe a diario»)...
Según los
técnicos en la materia –yo no soy uno–, Aznar logró su primera victoria
electoral y consiguió convertirla en mayoría absoluta al segundo intento porque
acertó a movilizar a la totalidad de las fuerzas electorales de la derecha,
mientras el PSOE, con sus constantes y bochornosos errores, renuncias y
traiciones, provocaba la abstención de una parte sustancial de su electorado
potencial. Una reacción de retraimiento que IU, sumida en sus contradicciones internas
y minimizada por los medios, no sólo no consiguió rentabilizar, sino que
acrecentó generando su propia y considerable cuota de abstencionistas). Lo que
ha sucedido esta vez es que el PP ha logrado irritar hasta tal punto a los
integrantes de esa gran bolsa de
abstencionistas que ha conseguido movilizarlos e incitarlos a votar. Tenía
razón Pilar del Castillo –no en vano ejerció durante un buen puñado de años
como jefa del CIS– cuando dejó escapar su lastimera observación: esta vez ha
votado mucha gente que no estaba prevista.
Pero no la ha
movilizado la Ser, y menos aún El País. La
ha puesto en marcha el propio PP.
Había hecho ya
una parte importante de ese trabajo antes del 11-M. Pero lo remató –y cómo–
durante las 72 horas que mediaron entre el estallido de las bombas del 11 y la
apertura de los colegios electorales del 14. Ahí culminó su propia obra de
autodestrucción.
Consiguieron
que la votación se convirtiera en un referéndum: «¿Quiere usted que esta gente
gobierne otros cuatro años más?». Pregunta a la que muchos, cientos y cientos
de miles, respondimos al punto y a
gritos: «¡No, no, no! ¡No, por favor! ¡No podría soportarlo!».
Fueron
circunstancias excepcionales, sin duda. Pero las crearon ellos.
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Los ricos también
lloran
(Sábado 27 de marzo de 2004)
De lo sucedido
en los ya conocidos como los tres días de
marzo, el episodio más oscuro, probablemente, es el que El País, en la imprescindible cronología
que publicada en su edición de hoy sábado, relata del siguiente modo:
«Poco después de las ocho de la tarde [del jueves 11], la
CNN Internacional interrumpió sus emisiones para emitir un mensaje de don Juan
Carlos. Efectivamente, salió el Rey y pronunció un parlamento, traducido al
inglés de manera simultánea. Sin embargo, a esa misma hora, quien aparecía en
las televisiones españolas era, de nuevo, el ministro Acebes. Ni rastro de la
declaración del monarca. El responsable máximo de la policía continuaba igual
de rotundo ("...es dinamita. La
habitual de ETA"), pero reconocía que se había requisado un vehículo
con una cinta magnetofónica que contenía versículos del Corán. "La cinta no tiene ninguna amenaza, se
puede encontrar en distintos sitios... Ha habido muchos interesados en tratar
de generar confusión y decir que esto no había sido ETA... La línea prioritaria
sigue siendo la de la banda ETA, pero acabo de dar instrucciones para que no se
descarte ninguna y se abran todas las vías de investigación". Sólo
después de que el ministro terminara apareció la imagen de don Juan Carlos en
las televisiones españolas, un cuarto de hora más tarde que en las del
extranjero. Nadie ha explicado oficialmente hasta ahora semejante
irregularidad, pero se sabe que el monarca pidió que, antes de su declaración,
el Gobierno compareciera en público para dar a conocer que existían otras
líneas de investigación diferentes a las que se habían anunciado a mediodía.
Mientras Acebes lo hacía así, el ex rey Constantino de Grecia telefoneó a su
cuñado para felicitarle por lo bien que había estado en la CNN. Sorpresa
general en la Zarzuela, ante tanta anticipación por parte de la televisión
americana.»
El País subraya
oportunamente un hecho que a muchos nos llamó la atención. También yo, que
tenía encendidas varias televisiones a la vez, me quedé perplejo al ver al rey
en la CNN... y sólo en la CNN. Pero el periódico de Polanco hace algo más:
explica a qué razón se debió el retraso con el que la TV española emitió el
mensaje regio. Y, para más precisión, incluso da exacta cuenta de las llamadas
que recibía el rey a esas horas («el ex
rey Constantino de Grecia telefoneó a su cuñado») y de los sentimientos
regios («Sorpresa general en la
Zarzuela»). Lo que prueba que hay una gran fluidez en las comunicaciones
entre la Zarzuela y el grupo Prisa o, alternativamente, entre La Zarzuela y
Ferraz.
No hace falta
insistir, en todo caso, en que quien peor librado sale en esta historia, con
gran diferencia, es el Gobierno de Aznar y, más en concreto, el propio Aznar. Primero,
porque ahora sabemos que, cuando anunció la existencia de «otra vía de
investigación», lo hizo porque el rey le forzó a hacerlo. Y segundo, porque el
relato deja claro que el rey estaba recabando información (y también consejo, a
lo que parece) de voces distintas a la del propio Aznar.
Deambula el
jefe del Gobierno en funciones por la escena política como alma en pena, con un
rictus de infinita amargura en la boca y los ojos empañados por la
autocompasión y la rabia. Tras él, Ana Botella, incapaz de contenerse, llora y
llora. Ambos son la imagen misma de la derrota. Del fracaso no sólo político,
sino también personal. Me hago cargo de que no ha de ser nada agradable tenerlo
todo preparado para una retirada triunfal, en loor de multitudes, y encontrarse
de la noche a la mañana tal como Adán y Eva, expulsados del paraíso por
pecadores. Pero tampoco lo tenían nada bien los miembros de la realeza francesa
a los que la plebe conducía entre escarnios a probar las delicias del invento
de monsieur Guillotin, y se las
arreglaban para subir al cadalso con la frente alta y una sonrisa de leve
displicencia en los labios. Quien se las gasta soberbio debe estar preparado
para pagar la factura, si algún día se la pasan.
Esta gentecilla ha demostrado que no estaba
preparada para casi nada.
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El contrato
(Viernes 26 de marzo de 2004)
Dicen los
periódicos que Pedro Solbes le ha dado el sí a Rodríguez Zapatero con una condición:
será vicepresidente primero y dirigirá el área económica del nuevo Gobierno
siempre que el presidente le conceda plena libertad para actuar sin ceñirse al
programa electoral con el que el PSOE acudió a las pasadas elecciones. Y por lo
que cuentan, Zapatero se lo ha aceptado.
En la
concepción que buena parte de la ciudadanía española tiene de la política,
figura la idea de que el político de
verdad, curtido, es el que primero dice lo que los demás quieren oír y
luego hace lo que le viene en gana. «Los programas electorales están hechos
para no ser cumplidos», dejaba caer el difunto Enrique Tierno Galván entornando
los párpados con aire malicioso. Algo del mismo tenor se le atribuye al no
menos difunto Francisco Fernández Ordóñez: «En política, “nunca” quiere decir
“de momento”».
«¡Qué zorros!»,
dice la mayoría, haciéndose cómplice de su presunta astucia.
«¡Qué
falsarios!», debería exclamar, hastiada.
Lo de Rodríguez
Zapatero amenaza con ir para record. Ni siquiera ha sido designado todavía
presidente y ya está dejando ver su disposición a incumplir lo que prometió.
No ignoro las
muchas trampas que encierra el sistema electoral español. Incluso en las leyes
que lo regulan. Pero de ahí a resignarse a que las urnas sean como las cajas de
los prestidigitadores, en las que los espectadores cautos meten una cosa para
que el artista saque otra completamente diferente, media un buen trecho.
Hay dos
preguntas elementales que debería hacerse todo elector. Primera: si lo que se
nos invita a votar no es un programa, porque los programas son finalmente papel
mojado, ¿con qué criterio se supone que
debemos votar? ¿Atendiendo a qué? Y segunda: si lo que se nos pide que votemos
no es un programa, ¿para qué sirven entonces los programas? O, dicho de otro
modo: ¿por qué nos tomamos todos el trabajo, ellos el de hacer promesas y
nosotros el de escucharlas?
La
dignificación de la política –no hablo de nada extraordinario: sólo de alcanzar
unos mínimos– pasa por la consideración de los programas electorales como
auténticos contratos que los candidatos suscriben con el electorado. Y que
aquel que fue elegido porque prometió que iba a hacer esto y lo otro haga esto
y lo otro o él mismo se considere obligado a rendir cuentas por ello.
Habrá promesas
que resulte imposible cumplir, sin duda. Pero también ésas merecerán análisis.
¿Eran ya inviables cuando las formuló el candidato? Y en tal supuesto, ¿por qué
las hizo? ¿Por inconsciencia? ¿Por frivolidad? También la inconsciencia y la
frivolidad deben tener su coste.
En todo caso,
no parece que sea ése el problema de Rodríguez Zapatero: él está dispuesto a
deshonrar sus compromisos antes incluso de haber hecho nada por cumplirlos.
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