Apuntes del natural
[Del 6 al 12 de febrero de
2004]
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Cuestiones de método
(Jueves 12 de febrero de 2004)
–¿Cómo afronta usted la escritura de una columna?
–Igual que Napoleón Bonaparte se planteaba las batallas,
salvando las distancias de tiempo, de lugar, de materia y de carácter. Se
cuenta que, en cierta ocasión en que le preguntaron sobre ello, el corso
respondió: «On s’engage et puis on voit». Lo que, traducido muy libremente,
quiere decir: te metes en el fregado y luego vas viendo cómo te las arreglas.
Quizá haya quien piense que eso no es un método, sino
el anti-método, pero como cantaba Johnson, veterana loca que actuaba allá por los años 60 disfrazada
de cigala (sic) en El Molino, mítico
y cutre local del Paralelo barcelonés: «Pues soy así, qué voy a haser».
Mi sistema –o lo que sea– es ése: intuyo que un
determinado asunto es interesante y, sin tener la más mínima idea de cómo lo
voy a plantear ni de por dónde va a derivar mi reflexión, me pongo a escribir
sobre él, a ver qué sucede. Voy desarrollando ideas y objetándomelas. De ese
modo la columna va tomando cuerpo. Cuando lo toma.
–Dice que
«intuye» el interés de los asuntos. ¿Cómo? Otra cosa, ¿no le falla nunca la
intuición?
–Las intuciones son razonamientos –acertados o
erróneos: ése es otro cantar– que nuestro cerebro realiza a tal velocidad que
no nos da tiempo de retener sus pasos intermedios. No es imposible
reconstruirlos a posteriori, pero a
veces no vale la pena el esfuerzo. Y además, el éxito no está asegurado.
Tiendo a pensar que algunos asuntos me provocan porque nunca he reflexionado
sobre ellos con cierto detenimiento. Me desafían a una pelea intelectual, por
así decirlo.
Otros soy exabruptos: leo u oigo algo que me pone como
una moto y tengo que conjurar mi ira enfriándola negro sobre blanco.
En fin, otros temas me parecen propicios al ejercicio
de la escritura. Es también una forma de desafío: se trata entonces de ver si
soy capaz de poner por escrito tal o cual estado de ánimo.
No sé. Posiblemente hay más mecanismos de incitación
que no he detectado.
Tengo más claro los asuntos que no me motivan: aquellos que sé de antemano que permiten hacer reflexiones agradables para quienes
disfrutan leyendo lo que más o menos ya habían pensado por sí mismos. Muchos
columnistas se dedican a eso: a halagar a los lectores confirmando sus juicios
previos. No digo que yo no haya hecho eso nunca, pero si lo he hecho habrá sido
sin querer.
Sobre la otra pregunta. Claro que a veces me falla la
intuición. Pero nunca me falla porque el asunto elegido no merezca reflexión
(todo lo humano es interesante: la cuestión es encontrar un buen enfoque), sino
porque a veces elijo asuntos que no pueden lidiarse dignamente en el espacio de
una columna, o que precisarían más conocimientos de los que tengo, o que
superan mi capacidad de raciocinio.
En esos casos, agarro unos rebotes importantes. Porque
no hay nada que me fastidie más que descubrir que llevo dos o tres horas
trabajando para nada.
....
Y ahora, si no te importa, tengo que dejar de
responder a tus preguntas, que me esperan otras tareas.
–Cuando quiera. Muchas gracias.
[
Transcripción del diálogo escrito mantenido esta misma mañana con un estudiante que
prepara una tesis sobre columnistas. Ya le había advertido de que yo lo
aprovecho todo. ]
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Y yo qué sé
(Miércoles 11 de febrero de 2004)
En un ya viejo número
de los geniales Les Luthiers, el presentador hablaba de su devoción por el
gurú de una secta a la que se suponía representaba. Iba contando las presuntas
maravillas de la profundidad del pensamiento del tipo en cuestión. Y en un
momento dado –que, como decía Lázaro Carreter, es cuando sucede todo–, el
bromista decía con voz campanuda: «Preguntado el maestro en cierta ocasión
sobre el misterio insondable de vida, él maestro respondió: “Y YO
QUÉ SÉ”».
Me ha venido la gamberrada a la cabeza leyendo un
correo que me manda un lector. Me pide que opine sobre el asunto del pañuelo de
las chavalas musulmanas en los colegios franceses. ¿Qué derecho debe
prevalecer? ¿El de la escuela republicana que rechaza los signos externos de
distinción, sean del género que sean, o el de aquellas gentes que reclaman
respeto para una costumbre que no tiene nada de degradante (¿o sí?) y que se
niegan a admitir la supuesta superioridad de los hábitos culturales europeos?
He asistido con mucho interés al debate entre ambas
posiciones. He escuchado del modo más desprejuiciado que he sabido los
argumentos de las dos partes. Si fuera juez de una pelea de boxeo, diría:
«Combate nulo».
Soy sincero. Mi respuesta es la de Les Luthiers: «Y yo
qué sé».
Reivindico el derecho universal a no tener opinión,
según y cuándo.
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¿Por qué votan al PP?
(Martes 10 de febrero de 2004)
Nueva tanda de sondeos electorales. Según sus resultados
–bastante coincidentes, por lo que he podido ver–, si las elecciones generales
se hubieran realizado hace unos días, el Partido Popular las habría ganado con
holgura.
Tengo a mi alrededor un montón de gente que se declara
perpleja ante las muy halagüeñas expectativas electorales del PP. Desolada
también, pero sobre todo perpleja. No le entra en la cabeza que haya tantos
ciudadanos que respalden una política así, una vez vistos sus resultados.
Me temo que no sea yo la persona más adecuada para indagar
en el pensamiento de los potenciales votantes del PP, porque apenas me trato
con ellos (que yo sepa). Pero lo que sí puedo hacer –y he hecho– es analizar
las razones de sus opuestos directos, es decir, de quienes consideran aberrante
votar al PP. La idea tiene un cierto sentido: del mismo modo que el negativo de
una foto es la misma foto, las antipatías totales puede ayudar a localizar el
campo de las simpatías.
El primer dato que he retenido tras analizar las
posiciones de mis amigos radicalmente hostiles al PP es que otorgan una
importancia enorme a las cuestiones de principios. No es que lo desapruebe, ni
mucho menos, pero me parece forzoso constatar que su actitud es muy poco
representativa de la media.
Ejemplo característico: todos ellos proclaman –de
manera bastante airada, además– que consideran indecente respaldar a unos
dirigentes políticos que mintieron a la población para justificar la
implicación de España en una guerra sucia y pesetera. Votar al PP –dicen– es
mancharse las manos con la sangre de los miles y miles de víctimas que ha
provocado la guerra de Irak.
Si analizamos el argumento en su función práctica,
constatamos que sólo impresiona a quienes nunca se creyeron las mentiras
inventadas para justificar la guerra… y que deja fríos a los que aceptaron esas
mentiras sólo de pasada, más que nada para tener algo con lo que neutralizar su
mala conciencia en el caso improbable de que diera síntomas de vida. (Lo cual
da pistas para responder a una pregunta que es recurrente entre los objetantes
radicales: ¿cómo puede ser que tanta gente que se opuso a la guerra vote luego
a quienes la hicieron? Respuesta: la cuestión no es saber qué porcentaje de la
población española dijo que la guerra le parecía mal, sino cuántos convirtieron
esa oposición en algo realmente importante para sus vidas.)
Esa misma respuesta me vale también, mutatis mutandis, para colocar en su
sitio muchas otras objeciones de principio enarboladas por quienes manifiestan
su aversión inapelable al PP, ya se trate del reparto cada vez más desigual de
la riqueza mundial, de la descontrolada emisión a la atmósfera de gases
contaminantes, de la ocupación marroquí del Sahara, de la tragedia del pueblo
kurdo (fabricada en parte con armas españolas), de la indiferencia hacia el
drama de Chechenia, ante el expolio de Argentina, ante el avance irrefrenable
en África del sida y de las guerras…
Hay millones de españoles que critican las posiciones
del Gobierno del PP en ésos y en muchos otros asuntos. Claro que sí. Cuando les
preguntan sobre ello. Cuando se acuerdan. Es decir, casi nunca.
Hace algunas semanas leí una noticia que me pareció un
retrato –cruel, pero exacto– de la España
real. Contaba que en la costa sur del Mediterráneo se habían producido
protestas masivas contra las inspecciones de trabajo en los campos de cultivos
intensivos. Miles y miles de honorables conciudadanos nuestros habían clamado
porque alguien estaba procediendo contra la contratación ilegal de mano de obra
barata inmigrante, lo que ponía en peligro el negocio de todos. O sea, su
negocio. ¿Quieren que les diga a quién votará allí la mayoría dentro de un mes?
Olvídense de la guerra, de Chechenia y de los niños de Somalia. Votará al que
ordene que se haga la vista gorda en los campos de cultivo.
El error es pensar que la gente vota lo que vota
porque está desinformada y engañada, tratada como menor de edad. Hay gente
desinformada y engañada, por supuesto. Pero ya va siendo hora de que asumamos
que muchos votan a la derecha porque les va bien con la derecha, piensan como los
de derechas y, en suma, son de derechas.
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El cochecito
(Lunes 9 de febrero de 2004)
Me estoy dando estas últimas semanas –desde que recuperé
el pleno uso del brazo– unos tutes de curro doblemente fastidiosos, porque me
ocupan mucho y me cunden más bien poco.
A veces estoy delante del
ordenata desde las 5 de la mañana, con lo que a eso del mediodía me siento
cansado y me tomo un respiro. Suelo aprovechar entonces para salir a airearme y
hacer el par de recaditos de rigor: que si enviar y recoger la correspondencia,
pasar por el banco, etcétera.
Cuando el tiempo es bueno, como en estos días casi
primaverales, me gusta hacer ese paseo sin prisas («a paso de abuelo», que
digo), mirando los escaparates, oyendo las conversaciones de la gente y
disfrutando del bullicio de mi barrio, que mezcla el tipismo simpático del
Madrid de siempre con los alegres colores de la inmigración reciente. Me lo
paso bien.
El pasado viernes me paré delante de un enorme quiosco
de prensa que hay a dos pasos de mi casa. Más que nada para ver qué novedades
tenía en materia de DVD económico. Y allí estaba, ojeando de paso las portadas
de las revistas de informática y sorprendiéndome una vez más de la pervivencia
de los semanarios de politiqueo, cuando me llegó a los oídos la conversación
que mantenía la quiosquera con otro abuelo. «¡Lléveselo
gratis, don Nosecuántos, de verdad!», le estaba diciendo. Y él: «¡Ay, ¿sí? ¿Tú crees?».
Me fijé en el objeto regalable: era el diario La Razón.
Me sorprendió.
«¿Regala el periódico?», pregunté a la buena moza.
Y me lo explicó. Por lo visto, el diario de Ansón
incluye últimamente a modo de reclamo unos cochecitos de juguete que gustan
mucho a los críos. Bastantes padres paran en el quiosco para llevárselos. ¡A
sólo un euro! Pero a no pocos de ellos lo único que les interesa de la oferta
es el cochecito. El periódico, no. Y lo dejan, porque no quieren cargar con él.
La quiosquera no puede devolver esos ejemplares sobrantes, porque el
distribuidor le pide los cochecitos correspondientes. Así que no le importa
regalarlos.
Me pareció fascinante. Me acordé de lo que me dijo
hace meses un alto empresario del mundo de la Prensa: «Ay, Javier, qué tiempos
éstos en los que para colocar un periódico tienes que regalar un montón de
espejitos y abalorios!». «¡Ni por ésas!», pensé para
mí.
–Lo entiendo perfectamente –le dije a la simpática
quiosquera–. Los cochecitos valen la pena. El periódico, en cambio…
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Tales para cual
(Domingo 8 de febrero de 2004)
Tengo por aquí encima desde el viernes un folio que da
cuenta de unas curiosas declaraciones del secretario general del Tribunal
Eclesiástico de Valencia, Manuel Checa.
No soy nada amigo de hacer burla de las circunstancias
personales que la vida nos otorga a los humanos sin pedirnos permiso: la
altura, la cantidad de pelo, los kilos… o el nombre y los apellidos. Pero
tampoco creo que sea excesivamente malvado fijarse en las curiosas
coincidencias que presentan a veces los nombres y los empleos de quienes los
llevan. Así, por ejemplo, no parece fácil obviar que el presidente de la
Asociación de Jóvenes Agricultores (ASAJA) se llame Pedro Barato Triguero. O
que el responsable de no recuerdo qué puesto de los servicios de navegación
aérea de Madrid se apellide Torrejón Barajas. Franco tuvo un ministro de Obras Públicas
que se apellidaba Vigón.
Apellidarse Checa y dedicarse a tareas de represión,
qué duda cabe, tiene lo suyo (*).
Pero lo de don Manuel no precisa de circunstancias
involuntarias para resultar singular. Él se encarga de conseguirlo por méritos
propios.
En las declaraciones a que me refiero, el juez
eclesial empieza por lamentar lo crispado que está el debate sobre el derecho
de los homosexuales a contraer matrimonio. Decidido a corregir eso, insiste en
la necesidad de apaciguar la polémica, abordarla «desde la paciencia y la
serenidad», tratar el asunto «con la debida delicadeza» y descartar
decididamente toda «violencia verbal». Tras de lo cual, el señor Checa procede
a decir lo que piensa serenamente, apaciguadoramente, pacientemente y sin
ninguna violencia verbal. Afirma que, según «muchos estudios» –que no mencionó,
supongo que para no abrumarnos con su erudición--, «por lo menos la mitad» de
los homosexuales sufren «ciertas desviaciones» y que los hijos de parejas
separadas o divorciadas crecen con traumas.
Me deja perplejo –aparte de todo lo demás– la
fantástica capacidad de don Manuel Checa para relacionar situaciones sin
aparente nexo. ¿Qué carajo tendrá que ver el matrimonio entre parejas
homosexuales, las presuntas «desviaciones» de «por lo menos la mitad» de los
gays y lesbianas y los traumas de los hijos de parejas separadas? ¿Tratará de
decirnos que, según esos estudios que él maneja, los hijos de parejas separadas
tienden en general a desviarse (de lo que sea), por lo menos la mitad de ellos
se vuelven homosexuales y finalmente se empeñan en casarse, provocando
polémicas impacientes y crispadas?
El Tribunal Eclesiástico de Valencia ha publicado un
comunicado en el que precisa que las declaraciones de su secretario general han
sido hechas «a título personal». ¿Pretenden los miembros del Tribunal que nos
creamos que su secretario general es un redomado carca «a título personal» pero
que cuando sienta sus reales en la institución se imbuye automáticamente de un
espíritu científico y abierto? Menuda gente. Tales para cual.
(*) Checa es un apellido normal y corriente,
bastante típico de ciertas áreas mediterráneas. Pero es también el nombre por
el que durante bastante tiempo fueron conocidos en España los establecimientos
utilizados por la policía política para sus prácticas represivas. Nació de la
suma de las iniciales (Ch. K.) de la Chrezvicháinais
Komissia («Comisión Extraordinaria»), policía política de los primeros años
de la URSS.
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El voto nulo
(Sábado 7 de febrero de 2004)
Como su propuesta de formar candidaturas únicas del
conjunto de fuerzas nacionalistas vascas no ha sido aceptada por nadie, la dirección
de Batasuna ha decidido pedir a sus simpatizantes que voten nulo en las
próximas elecciones. Quiere que escriban en la papeleta: «¡No
a España!».
Unas cuantas observaciones.
Primera: los dirigentes de Batasuna saben que lo nulo,
por definición, carece del más mínimo valor. Votar nulo es más trabajoso que no
votar, pero tiene efectos prácticos similares. Tanto da que en la papeleta
ponga «¡No a España!» o «Lazkaotxiki Forever!», como
escribiría bien a gusto un buen amigo mío. No se computan las razones por las
que se invalidan los votos, sino tan sólo el número de las papeletas que han
sido invalidadas.
No votar –abstenerse– puede entenderse como un acto de
íntimo repudio del tinglado electoral en su conjunto. Dices: «No estoy de
acuerdo, me parece una engañifa, creo que no hay una igualdad de oportunidades
digna de ese nombre, la propaganda está manipulada, la gente, engañada,
etcétera, etcétera… así que conmigo ni cuenten». Vale. No entro ahora a decir
si esa alternativa me parece estupenda, discutible o errónea. Me quedo con que
tiene un posible sentido, e incluso puede ser analizada como demostración de la
incapacidad del sistema para implicar a una parte de la población en su juego.
Votar nulo, en cambio, quiere decir que has aceptado
el juego, sólo que no has querido (¡o no has sabido!) meter en el sobre una
papeleta homologable. Por supuesto que también puede tener uno sus razones
íntimas para obrar así, pero lo que no podrá evitar es que sean, en efecto,
íntimas. Porque, por mucho que uno quiera llenar el acto de trascendencia,
votar nulo no es más que eso: votar nulo.
Los aficionados al fútbol sabemos muy bien cómo
funcionan esas cosas. Nos consta que los resultados de los partidos pueden ser
muy injustos, que hay victorias logradas con dudosísimas artes, penaltis que no
deberían haber sido sancionados y otros que al revés, goles que merecían ser
anulados y otros que todo lo contrario… Sabemos eso, sí, pero sabemos también
que al cabo de dos semanas, como mucho, lo único que cuenta es quién se llevó
los puntos.
Pues igual pasa con las elecciones. Si Batasuna cree
que va a convertir en un hecho histórico el número de votos nulos que se
registre en la próxima convocatoria electoral, va buena.
En cuanto al profundo contenido de la consigna «¡No a España!»… En fin, eso casi mejor lo dejamos para otro
día.
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La rebelión de
Lucifer
(Viernes 6 de febrero de 2004)
Ahora que la jerarquía eclesial vuelve a reclamar el
sometimiento general a la voluntad divina, me viene al recuerdo la réplica
satánica por excelencia: «¿Cómo que si Dios no
existiera habría que inventarlo? ¡Al contrario: si Dios existiera, habría que
derrocarlo!».
Satán, príncipe de los demonios, se alzó en armas
contra Dios pese a saber que su guerra era imposible. Dios, infinitamente
perfecto, no podía fallar en la batalla.
Ni siquiera podía verse afectado por arma alguna.
¿Por qué, sabiéndolo, se rebeló Lucifer contra Él, de
todos modos?
Por razones de principio, sin duda.
Siguió el ejemplo de la primavera, que vuelve cada año
a la carga, por bien que sepa que tras ella llegará el verano, y luego el
otoño, y al final otro nuevo invierno.
Satán nos dio el ejemplo: la cuestión no es vencer
–objetivo imposible–, sino no darse por vencido.
La valiente acción de Satán privó a Dios del gozo
absoluto de la absoluta sumisión ajena.
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