Apuntes del natural
[Del
2 al 8 de enero de 2004]
n
Los
nacionales
(Jueves 8 de
enero de 2004)
Mariano Rajoy, a quien la prensa capitalina sigue
presentando como «moderado» pese a sus denodados esfuerzos por parecer lo
contrario –ayer calificó de «cómicas» y «grotescas» las propuestas socialistas,
en un tono no demasiado conforme con lo que suele entenderse por cortesía
parlamentaria–, dice que él está dispuesto a llegar a grandes acuerdos con el
PSOE siempre que los de Zapatero demuestren que el suyo es un partido
«nacional». Español, se entiende.
Aparte de que lleve la españolidad hasta en sus
siglas, cosa que no puede decirse del PP –sus fundadores debieron de darla por
sobreentendida–, el PSOE es español por documentadas razones de nacimiento,
trabajo e implantación. Es la evidencia misma. Sólo puede poner en cuestión su
carácter nacional o bien quien considera que España no es una nación –hipótesis
que podemos descartar en el caso del candidato Rajoy– o bien quien atribuye a la
nacionalidad los atributos de una categoría que no se alcanza por meras
circunstancias objetivas, sino que debe ser ganada superando determinadas
pruebas ideológicas y políticas.
Habrá quien objete que lo que Rajoy trata de decir
es que el PSOE tiene planteamientos no sólo diferentes, sino incluso
contradictorios, según de qué zona de España se trate. Que lo que denuncia es
que no tenga una política única para toda España. Pero, si es eso todo lo que
pretende criticar, que lo critique tal cual, y en esos términos exactos. Porque
lo que dice no es eso. Lo que hace de hecho es recurrir a una vieja
terminología, de ingrato recuerdo, que dividía a los españoles en «nacionales»,
de un lado, y «rojo-separatistas», del otro. De un lado y del otro de la
trinchera, en concreto.
También debería explicar, ya de paso, por qué cree
condenable, per se, que un partido maneje
planteamientos parcialmente diferentes, elaborados a partir de realidades
diversas, y que los contraste libremente y abiertamente a la búsqueda de un
terreno que permita la coincidencia. Aunque quizá esa explicación sobre,
tratándose de alguien que ha salido candidato de la cabeza de Aznar como salió
Minerva de la de Júpiter, sin necesidad de gestación alguna y dotado de todos los
medios necesarios para emprender el combate.
La terminología empleada por Rajoy coincide con la
ofensiva nacional que ha lanzado el
PP en todas las direcciones posibles. Ellos son los auténticamente
«nacionales».
Pero, si consideran que los demás no somos
realmente «nacionales», entonces ¿qué creen que somos? ¿Extranjeros? No.
Hay que recordar tiempos pretéritos –y penosos–
para entender cómo nos ven: como «malos españoles». Como «la anti-España».
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Una
periodista candidata
(Miércoles 7 de
enero de 2004)
La candidatura Nafarroa Bai ha decidido proponer a la periodista Uxue Barkos, natural de Iruña y veterana corresponsal política de ETB, que encabece
la lista de candidatos de la coalición en las próximas elecciones generales. Barkos, que actualmente trabaja en la corresponsalía de la
televisión pública vasca en Madrid, ha aceptado el ofrecimiento.
La elección de Usue Barkos como candidata plantea un viejo problema: ¿pueden
los periodistas comprometerse en causas partidistas?
Mi criterio –que no pretendo convertir en dogma de
obligado cumplimiento– ha venido siendo, ya desde hace décadas, que no. Que más
bien no, por así decirlo, porque la militancia formal, de carné, no lo es todo:
conozco a periodistas de abierta adscripción política que hacen un trabajo
honrado, que dan un trato igual a todos los partidos, sin malevolencias ni
favoritismos particulares, y conozco periodistas supuestamente independientes
que son de un sectarismo verdaderamente vomitivo. Pero, puesto que la
militancia orgánica tampoco puede tomarse como una obligación moral, considero
que es mejor no tenerla, en atención al valor que suele dar a ese dato el
público que recibe el trabajo del periodista.
Doy por hecho que Usue Barkos abandonará su labor en ETB para presentarse a las
elecciones. La cuestión es qué hará si no sale elegida, o cuando finalice su
papel como parlamentaria. Porque habrá quedado marcada por su opción de ahora.
Tampoco faltarán quienes aprovechen para decir que
su designación es muestra de cómo elige sus trabajadores la radiotelevisión
pública vasca.
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De
Ibarretxe como petenera
(Martes 6 de
enero de 2004)
José María Michavila
sostiene que la propuesta electoral socialista de convertir los Tribunales
Superiores de Justicia autonómicos en máximas instancias judiciales de sus
respectivos territorios es anticonstitucional. Y aporta la prueba: coincide con
el plan Ibarretxe.
El ministro no da más explicaciones. Se ve que
piensa que basta con mostrar esa coincidencia para que todo el mundo se dé
cuenta de que la idea del PSOE tiene que ser forzosamente perversa.
El plan Ibarretxe se
ha convertido en un demonizador de amplísimo
espectro. Hasta la demanda de crear Agencias Tributarias autonómicas se ve
contaminada por el plan Ibarretxe, por más que las fiscalidades vasca y navarra funcionen según ese esquema desde mucho antes de
que al joven Juan José Ibarretxe se le pasara
siquiera por la cabeza la idea misma de dedicarse a la política.
Basta con que el Gobierno de una comunidad
autónoma reclame que la delegación enviada por el Estado español a Bruselas para negociar un determinado asunto incluya
representantes suyos –porque el asunto en cuestión le afecta particularmente y
cree que puede aportar argumentos más sólidos que nadie– para que
inmediatamente caiga sobre él la acusación de ibarretxismo de lesa patria.
El uso del plan
Ibarretxe –y del propio Ibarretxe–
como matasuegras de la política española ha alcanzado extremos tan
disparatados, y hasta cómicos, que los voceros –los boceras– del centralismo a
ultranza no han encontrado mejor modo de descalificar al conseller en cap del Gobierno catalán, Carod Rovira, que llamarlo Roviretxe, sin reparar siquiera
en el hecho de que las propuestas de Ibarretxe
apuntan a un horizonte de engarce de Euskadi dentro
del Estado español, en tanto Carod Rovira ha
expresado sin ambages que pretende, lisa y llanamente, la independencia de
Cataluña.
La ventaja que tiene para ellos echar mano de Ibarretxe como descalificador
universal es que eso les ahorra discutir
el fondo de los asuntos. Así, pueden tildar de separatistas lo que no son sino
propuestas muy razonables de descentralización de la Administración de la
Justicia, perfectamente concordantes con la Constitución. Cosa que no puede
decirse de algunos de los órganos judiciales que les son más caros, como la
Audiencia Nacional, cuya existencia contraviene lo establecido en el art. 24.2 de la Constitución (el derecho al juez ordinario)
y en el art. 117.6 (prohibición de los tribunales
excepcionales).
Que nadie se llame a engaño: si al Gobierno le
producen pavor las propuestas de autonomización de la Justicia es, pura y
simplemente, porque ha alcanzado una gran práctica en el arte de mangonear los
tribunales y órganos judiciales centrales, y teme perder ese instrumento de
control específicamente político.
Apela al plan
Ibarretxe –en este caso como en tantos otros–
para salirse por peteneras.
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Las
minorías
(Lunes 5 de enero
de 2004)
Con frecuencia, lo más curioso y sorprendente de
los resultados de algunos sondeos no es
lo que registran que opina la mayoría, sino que constaten la existencia de
minorías, a veces importantes, que hacen caso omiso de los puntos de vista más
comunes en los medios de comunicación y sostienen criterios diferentes o
incluso opuestos a los de la mayoría.
Aunque frecuentador de posiciones minoritarias en
muchos terrenos, no pretendo decir que esas respuestas divergentes sean muestra
de una sabiduría excepcional. Me consta que muchos de quienes las defienden
tienen un conocimiento tan limitado de los asuntos sobre los que opinan como el
que sirve de sustento a la mayoría.
Parto del hecho de que los sondeos versan muy
frecuentemente sobre cuestiones que, aunque aparezcan formuladas de manera
simple, son de considerable complejidad. Que, para emitir un juicio fundado
sobre ellas, sería de rigor poseer unos conocimientos previos de los que
carecen casi todos los interrogados. Pese a lo cual, es ridículamente reducido
el porcentaje de quienes admiten con sinceridad que lo suyo entra de lleno en
la categoría del No sabe / No contesta.
Tengo el convencimiento de que, si se hiciera un
sondeo sobre la teoría de la relatividad («¿Cree usted que Einstein
acertó? Si. No. NS/NC»), se obtendría un porcentaje altísimo de opinantes.
Hace ya unos cuantos años, me preguntaron en un
programa radiofónico si creía que el PSOE, durante el tiempo en que dirigió el
Ministerio de Hacienda, hizo trampas fiscales para beneficiar a sus amigos.
Contesté la verdad: que no tenía ni idea. «¡No quieres mojarte!», se me
mofaron. Me cabreé. Al parecer, aquí todo el mundo
está obligado a tener opinión sobre todo. Y no digamos nada si encima lo suyo
es opinar.
En todo caso, admito mi admiración por el valor –y
mi sorpresa por la cantidad– de las personas que se declaran, en ciertos
sondeos, opuestos a algunos criterios que todos los medios, sin excepciones
apreciables, les presentan a diario como la quintaesencia de la sensatez.
Ya he dicho que no creo que lo hagan porque tengan
un conocimiento mucho mayor y mejor de los asuntos en debate. Tiendo más bien a
pensar que se dejan guiar por una amarga experiencia, propia e histórica, que
les enseña que sus intereses rara vez coinciden con los de quienes están
instalados en la cima de la sociedad. Un poema de Bertolt
Brecht decía: «Los de arriba se han reunido. / Hombre
de la calle, abandona toda esperanza». Se ve que comparten esa intuición.
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El
modelo
(Domingo 4 de
enero de 2004)
Leo un largo artículo de análisis de Luis
Rodríguez Aizpeolea en El País en el que afirma que el asunto clave de la próxima
contienda electoral entre el PP y el PSOE será «el modelo territorial» (el
modelo de organización territorial del Estado, se entiende). Según Aizpeolea, el PSOE adoptará una posición intermedia entre
el unitarismo a ultranza del PP y el «confederalismo rupturista» del plan Ibarretxe, posición que puede verse apuntalada por las
iniciativas de reforma suave de los
estatutos de autonomía propiciada por el nuevo presidente de Cataluña y por su
veterano homólogo andaluz, Manuel Chaves.
También hoy, El Mundo publica un sondeo de opinión que sitúa al PP diez puntos
por encima del PSOE.
El PSOE tiene dos problemas graves. Bueno,
tiene más, pero dos juegan un papel de primera importancia a estos efectos.
El primero es que es imposible quedarse en
un punto equidistante de las posiciones del PP y del tripartito vasco. Porque o
se admite que el pueblo vasco (y el pueblo catalán, y el gallego...: todos los
pueblos de España, en suma) tienen derecho a decidir sobre su futuro –dentro de
las limitaciones que la realidad fija, claro está, pero sin más limitaciones
que ésas– o se sostiene que el único marco en el que pueden plantearse
cuestiones de soberanía es el delimitado por las fronteras del conjunto del
Estado.
Rodríguez Zapatero podrá tratar de ver
todas las diferencias que quiera entre las posiciones de los gobiernos de Euskadi y Cataluña, pero, cuando el tripartito de la Generalitat dice que someterá a referéndum esto a aquello,
está situándose exactamente en el mismo
terreno en el que se plantea el plan Ibarretxe: en el de la no aceptación de la soberanía
española única e indivisible. El PSOE central tendrá que situarse o con lo uno
o con lo otro. No hay posibilidad intermedia.
El otro problema más que grave que afronta
el PSOE en este terreno procede del hecho de que se ha pasado años haciendo de
sumiso partenaire del PP cada vez que
Aznar se lanzaba a una campaña de españolismo desatado. Ha contribuido a
solidificar en buena parte de la opinión pública «del Ebro para abajo» y en sus
propias bases «no periféricas» la idea de que cualquier «coqueteo» con los
nacionalistas es un imperdonable crimen de lesa patria. Ha proporcionado con
ello al PP las armas de las que éste se servirá –se está sirviendo ya– para
presentar su tímido intento de distanciamiento como una intolerable muestra de
debilidad.
No sé en qué medida el sondeo de El
Mundo estará bien hecho. Lo que sí puedo decir es que, tal como están las
cosas, el resultado tampoco me sorprende nada.
P.S.—He
recibido varias misivas interesándose por el estado de mi brazo. Comenté el
otro día que sigue haciendo de las suyas por vía muscular. Eso me impide
utilizarlo para tareas que exijan sostener pesos de cierta consideración o
alguna maniobra brusca. Lo peor no es eso sino, dolores aparte, que se resiente
con cierta facilidad cuando llevo un buen rato escribiendo. De modo que mis
jornadas de trabajo son obligatoria –y desesperadamente– cortas. Y yo vivo de
escribir.
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La
vida mata
(Sábado 3 de
enero de 2004)
Jugábamos ayer una partida de dominó con la
televisión encendida. No veía las imágenes, pero la oía. No sé de qué canal se
trataba; da lo mismo.
Hubo un momento en que la mal llamada
«pausa publicitaria» acumuló una auténtica catarata de admoniciones
cívico-sanitarias: que si el tabaco mata, que si el alcohol mata, que si las
drogas (las demás, supongo que querían decir) matan... Lograron irritarme.
«¡La vida mata!», acabé mascullando.
Por supuesto que la vida mata. Empezamos a
morir en el mismo instante en que nacemos. Es una verdad de Pero Grullo, aunque
a la mayoría –en la que en este caso me incluyo– no le suela gustar recordarlo.
La vida mata a una u otra velocidad en función de variables que a veces podemos
controlar parcialmente y otras, en absoluto.
El corazón deja de latir en un segundo,
pero la muerte no es un acto único, salvo que llegue por accidente. Es el
resultado de una acumulación. ¿Estamos igual de vivos a los 80 que a los 50, y
a los 50 que a los 25? Desde luego que no. A mis casi 56 años, lo constato: la
muerte va ocupando cada vez más espacio en mi interior.
Pero lo que en los últimos tiempos me ha
dado más que pensar (y que sentir) no es la fácil constatación de mi decadencia
física –que trato de sobrellevar con resignación atea– sino la evidencia de que
es todo mi entorno el que camina poco a poco hacia su fin.
Por supuesto que me ha afectado la muerte
reciente de mi amiga Cristina Piris. Pero no es eso
sólo.
Ahora mismo, mientras escribo en la
madrugada, oigo canciones de Kate Wolf. Muerta.
Antes tenía puesto un disco de Barbara. Muerta.
En los días pasados estuve sacando y
ordenando las obras completas de Jacques Brel y de Georges Brassens. Muertos.
He completado también la discografía de The Beatles: ésos por lo menos
van empatados, aunque sea sólo en cantidad.
Ya no llevo la cuenta de los parientes
muertos. Ni de los amigos.
Miro un billete de diez euros encima de la
mesa. No he logrado aprender a calcular en euros. Me siguen pareciendo ajenos.
De otra realidad.
Enfrente de mi casa, aquí, en Aigües, donde siempre hubo un descampado, ahora hay una
villita prefabricada.
En el valle, durante años casi despoblado,
están acabando una urbanización.
Poco a poco, mis referencias se van
muriendo. Porque la muerte no gana terreno sólo en lo que pierdes; también en
lo que aparece y te es extraño.
Me preguntaréis cuál es la tesis de este apunte.
No hay ninguna tesis. Sólo una incómoda
tristeza. Un cierto hastío.
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Dalí,
el atrevimiento
(Viernes 2 de
enero de 2004)
Se va a conmemorar con mucho fasto el
centenario del nacimiento de Salvador Dalí.
La izquierda nunca ha sentido mucha
simpatía por el pintor de Figueres.
Es sin duda muy comprensible que no le
guarde demasiada consideración política, a la vista del empeño que el propio
Dalí ponía en dejar clara su adscripción monárquico-franquista. Lo que ya no
resulta tan razonable es que muchas personas sin apenas conocimientos
pictóricos se lancen con total osadía a emitir juicios radicales sobre la
categoría artística de su obra, poniéndola de vuelta y media. En lo que a mí
respecta, declaro con plena tranquilidad que la mayoría de sus cuadros no me
interesan, pero eso puede muy bien ser culpa de mi propio gusto, no demasiado educado
en este campo del arte. Por lo demás, me sucede con muchos más pintores, varios
de ellos muy reputados. Giorgio de Chirico, sin ir más lejos. Jackson
Pollock. Bartolomé Esteban Murillo. José Gutiérrez
Solana. Ya ven: soy muy ecléctico en mis disgustos.
Algunas de las acusaciones que suelen
dirigirse contra Dalí me hacen particular gracia.
Se le reprocha, por ejemplo, su desmedido
amor por el dinero. Y es verdad que lo tenía. Un amigo suyo me contó que llegó a
autentificar cuadros falsos para repartirse los beneficios con el falsario.
Pero lo que no tiene sentido es denunciar el afán de riqueza de Dalí como si
fuera una rara peculiaridad suya. Me han contado anécdotas de Pablo Ruiz Picasso que encajarían a la perfección en la biografía
dibujada del Tío Gilito. Y me sé de la fijación pesetera de algún artista que ha pasado a nuestra Historia
más próxima como ejemplo de fina espiritualidad y excelsa pureza democrática,
cuando manejaba más dinero negro que varios constructores inmobiliarios juntos.
Lo que pasa es que Dalí no disimulaba.
Dalí era un redomado oportunista, sin
duda, pero, a diferencia de lo que es costumbre, lo exhibía con total
impudicia. Su franquismo no era más interesado que el presunto democratismo de
otros artistas, contemporáneos o posteriores. Alguna vez he recordado la
anécdota que provocó muy a su pesar un plumífero falangista que le pidió en un
programa en directo, allá por los sesenta, que dijera alguna de «esas
ocurrencias tan absurdas suyas». Y Dalí, picado, le contestó haciendo un elogio
de Franco.
Era un atrevido. Sus escritos –los que he
podido leer, algunos de ellos excelentes– dan cuenta de su osadía y de su gusto
por la transgresión.
Cantaba Jacques Brel
que el mundo actual se adormece por falta de imprudencia. Dalí fue un
imprudente, y eso es siempre de agradecer. Porque la imprudencia intelectual
puede producir –y suele producir– grandes pifias, pero también abre caminos,
anima a imaginar, da ideas, predispone para el cambio.
La transgresión
nunca es de derechas. Y menos todavía monárquico-franquista.
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