Apuntes del natural

[Del 26 de diciembre de 2003 al 1 de enero de 2004]

 

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«¿Si nadie te lo dice?»

(Jueves 1 de enero de 2004)

Nochevieja simpática, en buena compañía y mejor armonía, que no es poco, aunque con mi brazo derecho empeñado en hacerse notar (por dentro: son los músculos desgarrados los que duelen; no las heridas, que han cicatrizado bien).  La cena, como las que me gustan a mí en estas fechas: excelente por lo bien hecha, no por el disparate gastado. Hasta la hora de las uvas estuvimos viendo un programa de varietés en el canal franco-alemán Arte. Metieron alguna pequeña horterada, pero nada comparable a lo que suele verse por aquí en esas noches festivas.

Charo se empeñó en que oyéramos –y viéramos– las doce campanadas madrileñas en versión de Carmen Sevilla. Los demás nos avinimos con resignación específicamente navideña. Fue dantesco. Pero breve, por fortuna.

Hubo otro detalle en la noche que, de no estar en tan buena predisposición de ánimo, me habría enfadado. Estaba dándome un baño reparador previo a la cena y escuchando la radio, cuando oí –y no una vez, sino varias– un anuncio de ésos que me provocan doblemente, por emitir su mensaje chorra en forma de pregunta. De pregunta absurda, porque no puedes contestársela. Puedes contestar –yo suelo hacerlo, de hecho–, pero no al chorra que la formula, con lo que te quedas a disgusto, frustrado.

El anuncio que provocó ayer mis iras es de Unión Fenosa. El locutor pregunta: «¿Cómo sabes que estás consumiendo de más, si nadie te dice que estás consumiendo de más?». A lo cual respondo yo de dos modos: 1º) Si trato de consumir menos y lo logro, sé que estaba consumiendo de más sin necesidad de que nadie me lo diga; y 2º) En todo caso, y aplicando esa lógica imbécil, ¿cómo sabe el que me dice que estoy consumiendo de más que estoy consumiendo de más... si nadie se lo dice?

Lo que en el fondo me pone de peor humor es esta manía que les ha entrado a las eléctricas de disfrazarse de ecologistas. Las muy marranas.

Dicho sea con perdón de las marranas.

 

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El abrazo de ETA

(Miércoles 31 de diciembre de 2003)

El último y felizmente breve comunicado de ETA, en el que anuncia de manera oblicua su disposición a favorecer el entendimiento electoral de las fuerzas nacionalistas vascas –declarándose en tregua indefinida, se supone–, ha sido acogido con escepticismo e incluso irritación por los partidos que sustentan el Gobierno de Gasteiz, que han respondido que si ETA quiere contribuir al entendimiento –a cualquier entendimiento–, lo mejor que puede hacer es desaparecer del mapa.

En el caso de que los actuales dirigentes de ETA reflexionaran, se darían cuenta de que la actividad de su organización no es bien vista ni siquiera por sus teóricos partidarios. En efecto, tanto Batasuna, por un lado, como ELA y LAB, por el otro, han afirmado que esa insinuación de tregua es «un anuncio esperanzador». La verdad: si yo proclamara que voy a dejar de escribir y mis amigos dijeran que es «un anuncio esperanzador», me preguntaría si no me ha llegado el momento de buscar otra profesión. Un partidario de la lucha armada es partidario, por definición, de que la lucha armada prosiga hasta que el enemigo se rinda o, por lo menos, pida un armisticio. Si el mando de un ejército ve que el cese de sus operaciones es visto con alborozo general incluso cuando el enemigo se muestra más belicoso que nunca, está obligado a deducir que hay algo que no funciona.

Otra cosa que debería dar que pensar a la dirección de ETA es que, cada vez que otorga su apoyo a una iniciativa política o social, viene a ser como si le lanzara un torpedo a la línea de flotación. Le crea toda suerte de dificultades, cuando no la arruina, directamente.

Dice el refrán ruso que no hay peor abrazo que el del oso amigo, que te parte el espinazo. Los apoyos de ETA son como el abrazo de un oso amigo.

El acuerdo de Lizarra fue relativamente bien hasta que ETA decidió respaldarlo. A partir de ese momento se volvió inviable, porque necesitaba abrirse a fuerzas políticas que jamás aceptarían participar en una plataforma que tuviera el apoyo de ETA.

Puede darse por hecho que con la propuesta de candidaturas nacionalistas conjuntas va a suceder lo mismo: basta con que ETA afirme que apoya la idea, para que el PNV y EA tengan que desmarcarse de ella y le cierren la puerta en las narices.

Pues bien: si lo que ETA hace en el plano sedicentemente militar no gusta ni a sus supuestos partidarios y si sus tomas de postura políticas sólo sirven para arruinar las causas que respalda, ¿por qué no se da cuenta de que le ha llegado el momento de quitarse de enmedio?

Sólo hay algo más molesto que un estorbo: un estorbo que mata.

 

Post Scripta

1.– Supongo que tendrán sus propias razones, que se me escapan, pero el hecho es que dos de los colaboradores de esta web, «Marat» y Belén Martos, pensando tal vez que no tenemos suficientes enemigos por ahí, han decidido ponerse a hacerse mutua burla. La iniciativa fue de una de las partes –no diré cuál, para no complicar aún más las cosas– pero, así que trasmití a la otra parte la existencia del texto recibido, entró al trapo con entusiasmo para mí sorprendente. Como quiera que adquirí con ambos el compromiso de no censurar nunca sus colaboraciones, las publico, pero debo decir que sin el menor entusiasmo.

2.– Feliz año.

 

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Un terremoto llamado Miseria

(Martes 30 de diciembre de 2003)

¿Desastre natural? Cabría decir con propiedad que las víctimas del terremoto de Irán han perecido por culpa de un desastre natural si la tierra se hubiese abierto súbitamente generando una gran sima y toda esa gente se hubiera precipitado en el vacío, arrastrada hacia el fondo de la tierra. Pero, según muestran los noticiarios, casi todos los cadáveres están siendo extraídos de escombros situados en la superficie de la tierra. Y los escombros proceden de casas. Y las casas no constituyen ningún fenómeno de la Naturaleza.

Leo un muy interesante escrito en el que un técnico en la materia cuenta que, horas antes de que se produjera el terremoto iraní, Los Ángeles sufrió otro que, pese a ser más intenso, causó tan sólo dos muertos. Según él, es harto probable que si en Tokio se produjera un temblor sísmico de la intensidad del de Irán, la mayoría de los habitantes de la capital japonesa encajarían el susto sin demasiados aspavientos y proseguirían sus tareas habituales. Porque las construcciones japonesas, al igual que las californianas, están pensadas para resistir –dentro de ciertos límites, por supuesto– los movimientos de la tierra, habituales en sus respectivos pagos.

En Irán también saben que pisan tierras mal asentadas, pero no tienen dinero para costearse edificios modernos de ese tipo, bien separados entre sí, y dejar para el turismo las viejas villas medievales, abigarradas, de calles estrechas y casonas construidas en su día pensando mucho en la defensa militar y poco o nada en los movimientos del suelo.

El mayor peligro de los terremotos, con gran diferencia, está en las casas. Pero, como no parece que vivir a la intemperie sea una buena alternativa, las soluciones pasan obligatoriamente por la buena planificación urbanística y el recurso a técnicas de edificación adecuadas. Que existen. Pero hay que pagarlas. Y son caras.

Lo que vale para los terremotos vale también para todos los demás fenómenos naturales que pueden provocar catástrofes: inundaciones, riadas, huracanes, tifones, erupciones volcánicas... Todos esos fenómenos han sido ampliamente estudiados, lo que ha permitido establecer técnicas de prevención y de defensa que no son perfectas, desde luego, pero sí muy eficaces, que reducen al mínimo la pérdida de vidas. Pero su materialización requiere de fuertes inversiones. ¿Accesibles sólo para los países comparativamente ricos? No: también cabe ver sus efectos en las zonas donde viven los ricos de los países comparativamente pobres.

En todo caso, hay algo que ni siquiera Bush, Blair y Aznar juntos podrían negar: que la miseria mata muchísimo más que el terrorismo. ¿Por qué invierten entonces tan pocos medios y tan pocos esfuerzos para combatirla? ¿Tal vez porque la miseria causa sólo muertos de segunda?

 

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Demasiadas previsiones

(Lunes 29 de diciembre de 2003)

Dentro de unas horas nos pondremos en marcha para pasar el tramo final de las vacaciones en nuestra casa de Aigües, cerca de Alicante.

Para hacerme una idea de qué tiempo nos espera y decidir qué me conviene meter en la maleta, he consultado las previsiones meteorológicas que figuran en varios servicios de Internet.

El resultado obtenido me ha dejado exactamente igual que antes: no tengo ni idea. Lo único que parece claro es que no va a nevarnos, cosa que, tratándose de Alicante, ya me imaginaba. Unos pronostican tiempo soleado; otros, parcialmente nublado; algunos, lluvias, y hasta hay uno (la CNN en español) que predice chaparrones. Tócate las narices.

No sé cómo se elaboran esas previsiones. Supongo que los  especialistas reciben datos sobre la situación en que se hallan las diversas capas atmosféricas que se mueven en las proximidades de la península y sobre las fuerzas a las que están sometidas (la dirección de los vientos, en especial) y que, en función de eso, emiten una predicción. Predicción que puede ser certera o puede fallar, por la aparición de nuevos elementos no previstos, por ejemplo.

Soy capaz de entender que se equivoquen. Lo que no me cuadra de ningún modo es que, siendo la meteorología una ciencia más o menos homologada, los diversos especialistas, manejando todos ellos los mismos datos recibidos vía satélite, puedan establecer predicciones tan divergentes. Deberían juntarse y llegar a algún tipo de acuerdo.

Porque el hecho es que, tal como están las cosas, se neutralizan entre sí. Acaba siendo como si no hubiera ninguna previsión del tiempo.

Es irritante cómo funcionan los grandes medios informativos actuales. En aquello que uno agradecería que hubiera un mayor pluralismo –en el enfoque de las noticias y en sus líneas de opinión, particularmente–, resultan de una homogeneidad anonadante. Y en lo que cabría exigirles más coincidencia, como en el caso de las predicciones meteorológicas, cada cual va a su aire.

 

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La tristeza de Bono

(Domingo 28 de diciembre de 2003)

El presidente de Castilla-La Mancha ha terciado en el cruce de declaraciones que se ha producido entre Pasqual Maragall y Esperanza Aguirre. Maragall se refirió al «déficit fiscal» que padece Cataluña y a la necesidad de corregirlo y Esperanza Aguirre replicó que la Comunidad de Madrid aporta mucho más que Cataluña a las arcas del Estado.

José Bono afirmó ayer que las declaraciones de ambos le producen «tristeza», porque es de justicia que las comunidades más ricas aporten más, en aras de la solidaridad.

Bono es de un jesuitismo sin casi parangón en la política española. Sólo Mayor Oreja puede rivalizar con él en el uso de esa técnica que consiste en presentar con aire angelical las posiciones más hipócritas y falsas.

La primera maldad de Bono pasa por el trato de equidistancia que da a lo dicho por Maragall y por Aguirre, como si él no perteneciera al mismo partido que el primero.

¿Por qué lo hace? Porque sabe –como todo el mundo, en realidad– que el PSOE va a perder las próximas elecciones y que eso forzará la dimisión de Zapatero y un cambio importante en la dirección del partido. Él aspira desde hace años a hacerse con la Secretaría General. Pero teme que Maragall, tras su rocambolesca llegada a la Presidencia de la Generalitat, pueda erigirse en referente del conjunto de tendencias existentes en el PSOE que creen que su partido no podrá volver a coger carrerilla electoral hasta que redefina sus señas de identidad, alejándose del estilo derechista y ferozmente antinacionalista en el que está instalado desde hace años.

Hay que considerar ese telón de fondo para entender los ataques jesuíticos que lanza contra Maragall.

No sólo jesuíticos, sino también falsarios, como decía antes.

Bono miente por partida doble. En primer lugar, porque sabe de sobra que Maragall no niega que las comunidades más prósperas del territorio estatal –Cataluña incluida, por supuesto– deben aportar más al erario, de modo que las comunidades con menos ingresos puedan tener infraestructuras y servicios públicos dignos. Maragall no está en contra del principio de solidaridad interterritorial. Lo que dice –y eso es lo que hay que discutir– es que Cataluña aporta por encima de lo que le correspondería si se le aplicaran los mismos criterios que rigen para otras comunidades. Que si tuviera su propia Agencia Tributaria y pactara con las autoridades centrales el pago de un cupo anual, al modo de los territorios forales, saldría mejor librada.

En segundo término, Bono sabe también perfectamente que Esperanza Aguirre hace una trampa burdísima cuando habla de lo que la Comunidad de Madrid paga a la Hacienda del Estado.  Porque, a estos efectos, la Comunidad de Madrid no es la Comunidad de Madrid, sino el lugar en donde se halla la capital del Estado, en la que, por razones prácticas, muchísimas e importantísimas empresas tienen su domicilio fiscal, al margen de que buena parte de sus beneficios los obtengan a cientos de kilómetros. Hay empresas foráneas que tributan en Madrid y hay, sobre todo, empresas de ámbito estatal –bancos, hipermercados, grandes almacenes– que hacen sus cuentas generales en Madrid. Por decirlo brevemente: no cabe confundir lo que se tributa en Madrid con lo que tributa la población de Madrid.

Todo esto lo sabe Bono cuando pone en el mismo plano las palabras de Maragall y Aguirre. Pero hace como que no para mejor ejercer de demagogo.

Si yo fuera como él, diría que su actitud me produce tristeza. Pero no es cierto. En realidad me cabrea.

 

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Cristina Piris

(Sábado 27 de diciembre de 2003)

Hace casi exactamente un año, la revista poética Almacén publicó una entrevista con Cristina Piris. La entrevista se tituló «Encuentro en la Revuelta» y la firmaba Alfredo Bruñó. Su texto era el que sigue:

 «Ca Revolta, en la calle de Santa Teresa, barrio de Velluters, Casco Antiguo, Valencia, es un sitio diferente dentro del panorama cultural (cada vez menos denso) de la ciudad. Es un palacio reformado, en uno de los barrios más duros. El Ayuntamiento ha prometido mejoras a los vecinos, pero muchos tenemos la sensación de que los dineros europeos que iban a servir para reformar el casco histórico han ido a parar a los bolsillos equivocados.

Aunque palacio, Ca Revolta (La Casa, para los amigos) se ha quedado pequeña en poco tiempo. Quizá el exceso de usuarios sea testigo de la necesidad de su existencia. Al fondo está la sala de actuaciones; arriba, las oficinas de varias organizaciones y una gran sala de conferencias y exposiciones. A la entrada hay un bar, paredes rojas con (estos días) una exposición de fotografías de personas desnudas que no enseñan nada, todo muy artístico. La barra es incómoda: demasiado baja para mi gusto y sin sitio para poner las piernas en caso de que uno quiera sentarse. Ramiro Cabana dice que así pasa con las barras que diseñan las mujeres. El mueble requiere un análisis de género.

Ante la incómoda barra de diseño, con una cerveza en la mano, la conversación, hoy es con Cristina Piris, alma de Ca Revolta, mujer invencible, usuaria de una energía cuyos límites nadie conoce. El tema que nos preocupa es el posible, que no probable, cierre de La Casa. Algunos vecinos, en desacuerdo ideológico, lo han demandado. El Ayuntamiento no hace más que estorbar: la voluntad política es que la iniciativa no funcione, pero tampoco da para cerrar: sería un error político que atraería mala prensa.

Bruñó: ¿El Ayuntamiento es vuestro amigo?

Piris: La amistad es una cosa estupenda, pero es contradictoria. El Ayuntamiento es un pesado. Es un amigo de esos.

Bruñó: Ca Revolta saldrá adelante, entonces.

Piris: Por supuesto. Es una realidad en la que muchísima gente ajena al proyecto inicial ha entrado para hacer cosas que no nos hubiéramos imaginado. Valencia es una ciudad agria y dura para la cultura y para la gente joven. No hay ofertas. El centro histórico es duro, marginal, y Ca Revolta cubre un hueco para gente que no encuentra la salida comercial. Incluso la gente camina más tranquila por este barrio desde que estamos nosotros aquí.

Bruñó: No te he preguntado cómo estás.

Piris: Bien. Las dificultades me dan vida, me alimentan.

Bruñó: ¿Y tus artículos en prensa en defensa de La Casa, cómo van?

Piris: Los finales me cuestan. Me salen abruptos. No me molan los finales de clausura.

Bruñó: ¿Qué falta en Valencia?

Piris: Desde que vivo aquí, Valencia ha mejorado. Es agradable para vivir, ni grande ni pequeña. La gente tiene una manera de ver la vida que me gusta: ese punto festivo, irónico. Y el clima. Es plana, permite ir en bici, caminar. Pero las instituciones y los dirigentes hacen muchas animaladas. Se pierde patrimonio. Los intereses son inmobiliarios. Se pierde la Huerta, esa proximidad a los campos. Demasiado asfalto y pocas perspectivas para la gente joven de la Huerta.

Bruñó: ¿Y culturalmente?

Piris: La cultura pertenece a las subvenciones y al poder. El poder entiende que todo se puede comprar. Y eso mata las iniciativas.

Nos acabamos las cervezas. Cristina tiene que asistir al Foro de Debates. Es incansable. No hay nada ni nadie que la desvíe de lo que quiere hacer. Dando un paseo, la acompaño hasta la Universidad. Por el camino me cuenta que la última vez que estuvo en Nueva York, quería ir a cenar al restaurante que había en lo alto de una de las torres ahora perdidas, pero no la dejaban entrar porque llevaba zapatillas deportivas. Así que bajó a una de las tiendas que había en el edificio y se compró unos zapatos. No se iba a quedar sin cenar en la Cima del Mundo, ¿verdad?»

El autor de la entrevista alude con delicadeza en un par de ocasiones al estado de salud de Cristina Piris. El alma de Ca Revolta, su fundadora, su principal dinamizadora –y también, en no poca medida, la financiadora de la iniciativa–, hacía años que luchaba a brazo partido con la muerte. Se negaba a la resignación. Se operaba, se radiaba y, en cuanto recuperaba un mínimo de fuerzas, volvía a sus clases, con los críos, y a Ca Revolta, su sueño hecho realidad.

Cristina era una muy buena amiga. Mía y de Charo. De cada uno de los dos por separado y desde mucho antes de que Charo y yo nos conociéramos. Era amiga nuestra y de cientos de personas más. De miles, probablemente.

Yo la conocí en los setenta, ya en Valencia, comprometida hasta los tuétanos con toda suerte de fregados políticos y sociales. Era inagotable. Charo la conoció también muy joven, porque Cristina era de Cantabria y solía volver por allí con frecuencia para ver a su familia y a sus muchos amigos.

De todo lo anterior habréis ya deducido que Cristina ha muerto. Ya hace semanas que todos sabíamos que estaba perdiendo en su desigual lucha contra la enfermedad. Todavía hace un mes, la noche misma en que sufrí el accidente del brazo en Barcelona, poco después de salir del hospital, recibí una llamada suya. Hablamos poco, porque yo no estaba en condiciones, pero su tono era tan alegre y festivo como siempre. Me sugirió que empleara para escribir un sistema de reconocimiento de voz: ella estaba iniciándose en su uso. Ya no podía servirse de las manos. Quedé en que la telefonearía cuando retomara la actividad normal. Luego habló con Charo. No llegó a decirnos para qué  me llamaba: para algo de Ca Revolta, supongo.

Pero el mal que la corroía por dentro ganaba terreno a marchas forzadas. Y lo que es peor: empezaba a dolerle de manera intolerable. Hace días, en Santander, una amiga nos informó de que estaba en las últimas. Planeamos con otra pareja, también muy amigos suyos, acercanos a primeros de año a Valencia para hacerle una visita. No ha podido ser.

El mensaje que recibí ayer de Ca Revolta decía: «Cristina Piris ha dejado de estar físicamente con nosotros hoy 26 al mediodía».  Qué bien dicho: físicamente.

Murió rodeada de buenísimos amigos, que quisieron acompañarla en ese trance que, cuando me llegue, daría cualquier cosa por ser capaz de afrontarlo con un tercio de la entereza y la dignidad que ha demostrado ella. Un ejemplo hasta en la muerte.

 

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No es responsable

(Viernes 26 de diciembre de 2003)

Casi unánime satisfacción con el mensaje navideño del rey. Ha gustado al PP, ha hecho las delicias del PSOE, ha encantado a CiU y a su líder carismático, Artur Mas, y ha dejado en estado de virtual éxtasis ideológico al coordinador general de IU, Gaspar Llamazares, para quien el monarca estuvo «laico» e incluso «republicano». Sólo Iñaki Anasagasti ha roto el salmo del coro para decir que el mensaje no le gustó nada, y ha reprochado a Juan Carlos de Borbón haberse atenido al guión marcado por el Gobierno.

Quien más quien menos, casi todos los portavoces políticos han resaltado el «hondo contenido social» de las palabras regias. Como en mi familia acostumbramos a tener la tele apagada cuando el jefe del Estado emite su anual alocución, me he visto obligado a buscar la trascripción escrita del discurso para acceder a esos pasajes tan celebrados. Y lo que me he encontrado es una colección de buenos deseos abstractos, del tipo: «Pongamos remedio al drama de la inmigración ilegal». Estupendo. También habló, según veo, de la necesidad de reforzar la protección social y la educación, y expresó su deseo de que la gente tenga casa, y se declaró en contra de que maltraten a los niños y a las mujeres. Muy píos anhelos, qué duda cabe. Pero no apuntó en ningún momento a las causas de los problemas, y menos todavía a sus culpables. ¿Fue ése el «hondo contenido» que celebran? ¿Y qué tendría que haber dicho para que lo consideraran superficial?

Por lo demás, no sé qué les maravilla tanto. ¿Dudaban de que opinara eso?

Las palabras del rey siguieron fielmente las líneas maestras de la política gubernamental. Sostuvo -oblicuamente, por supuesto- la participación española en la guerra de Irak, el papelón de Aznar en la Unión Europea, la cruzada internacional de Bush, la deificación pepera del texto constitucional en su versión original (con subtítulos de Jiménez de Parga)... No se apartó ni por un momento de la pauta. Juro que he buscado con denodado interés los pasajes laicos del texto, y con lupa de filatélico las aportaciones republicanas que tanto le gustaron a Llamazares. Admito mi fracaso. Sólo veo una versión light del programa del Ejecutivo.

«¿Y qué esperabas que hiciera?», me reprochará más de uno.

¿Yo? Nada. Sé que los discursos que pronuncia el rey no son cosa suya. Que se los escriben. Y que se pactan. El borrador sale casi siempre de La Moncloa y los retoca –o ni eso– el personal de la Casa Real. Se da por hecho que al rey le cumple refrendar –discretamente, pero sin ambigüedades– la orientación del Gobierno de turno. En consecuencia, es absurdo criticarle por no ejercer de oposición. Pero, por las mismas, tampoco tiene ningún sentido aplaudir sus palabras.

Como precisa el artículo 56 de la Constitución, es irresponsable. Yo creo que con eso está todo dicho.

 

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