No tan raro
El poder de influencia de los
medios de comunicación es un paraje repleto de espesa vegetación. La maleza
crece desordenadamente, ocultando los peligros de las alimañas que acechan en
busca de víctimas. En esta jungla, como sucede en la selva, el rey emite un
rugido con la fiereza de quien no desea perder ni su rango ni su
territorio.
Cada votante es,
después de todo, un cazador cazado. Su conciencia disecada cuelga de las
paredes, enmarcada en ese share sarnoso
que todo lo justifica. Los gobiernos de turno conocen la tremenda influencia
que pueden ejercer en los maltrechos espíritus de los moradores del censo cada
cuatro años. Como si se tratase de un detergente celestial, los políticos de
chistera recurren al control de los medios públicos tratando de limpiar el
panorama de críticas. Nada lava más blanco que la televisión, ni siquiera el
Real Madrid de Florentino y cía, un verdadero arroyo de mercadotecnia
insípida.
El director de
informativos de TVE, por poner un ejemplo, es un puesto clave más importante,
diría yo, que algún que otro ministerio. No voy a perder demasiado tiempo, de
momento, en comentar hasta qué punto se está denigrando la profesión
periodística. En buena medida este
desgaste se produce debido a esos denigrantes periodistas dispuestos a
someterse babeantes al poder a cambio de privilegios y salarios altos. La línea
editorial de los medios sufre los apestosos vaivenes partidistas a los que ni
la cláusula de conciencia puede poner fin en estos tiempos de canibalismo
mediático. Cientos de ellos aguardan impacientes la incineración profesional de
un colega objetor para ocupar su puesto.
Las hipotecas y la letra del coche ejercen de virtuales guadañas frente al
claudicante idealismo que agoniza a la vuelta de la esquina. El periodismo en
esas fuentes del desprecio perdió hace tiempo no ya su vena romántica sino su
decencia práctica.
Atocinar al
populacho es el sueño despótico por excelencia. Sin ánimo de caer en
apreciaciones escatológicas habré de
reconocer que forman legión los que han decidido seguir al flautista de la
demagogia y el mal gusto. Javier Sardá se está haciendo de oro; dicen quienes
han indagando en las cuentas del programa que el jefazo de esas crónicas
marcianas putrefactas se embolsa tres millones de las antiguas pesetas cada
noche, lo que le supone amasar una fortuna que ronda los mil kilos al año.
Sardá ha consentido que los contenidos de su programa hayan ido degenerando
progresivamente hasta caer en la provocación más ruin. La esencia y la
subsistencia de su programa se reducen a la chabacanería. La mínima dosis de
talento esporádico que representa la presencia del imitador Carlos Latre se ve superada de forma abrumadora por la
bazofia infinita de guiones rancios que deparan cada noche un frívola
perversidad puesta en escena por jóvenes marionetas que actúan en el guiñol del
éxito efímero.
Sardá y los suyos
viven de esos personajes cuya vida es ya de por sí una parodia. El reto para el mandamás
convertido en el mito de El Dorado televisivo es cazar a las presas de las dos dimensiones. Por un lado a la audiencia;
por otro a esos personajes que no conocen el ridículo y que suelen, además, vivir ajenos a su
excentricidad más insustancial. El padre de Julio Iglesias es uno de ellos.
Rebosante de felicidad y de otras comodidades igualmente insolentes en los días
que corren, el doctor Iglesias emite discursos ininteligibles incluso para mediums, fonetistas y otras
especies varias. Hace algún tiempo, el citado señor Iglesias finalizó una de
sus diatribas con una terna de “raros” que ha calado en buena parte de la
sociedad española. Ese “raaarhho, raarhho, raaaarho” se ha convertido en una
especie de canción del verano del intelecto invernal, en el lema de la
macarrería ambulante, en el rezo ordinario de los militantes de la nadería. Ha
bastado este simplista y absurdo sonsonete para cautivar a la audiencia más
dócil y sumisa.
Este ejercicio de
pensamiento único (con una benevolencia infinita lo califico de pensamiento,
aunque su relación con el campo del discurrir sea casi inexistente) uniformiza
al personal, lo atonta, y ahí van las pandillas por las calles con el
“raaarhho, raarhho, raaaarho” a todas partes. En el colmo de la necedad te
sacan los cuartos con tal
gilipollez, invitándote a que te
descargues en el móvil ese ejercicio de retórica en forma de archivo sonoro.. Y, rápidamente, semejante coña se convierte en una máquina de hacer dinero.
La caja registradora se abre y se cierra sin descanso mientras Sardá se frota
las manos.
El argumento de
éste estriba en la buena acogida que recibe su producto. En el fondo, lo que
este chico hábil y listo está haciendo es recoger la cosecha. Se siembra y se
recoge. Lo triste es que con tan execrables semillas crezcan tales frutos, tan
cotizados en el mercado central de abastos televisivos. Los halagos, por si
fuera poco, lo rebozan en premios
varios, algunos de ellos tan distinguidos como el TP de oro, una auténtica
institución que está a punto de alcanzar en importancia y repercusión
internacional al premio Nobel.
A mí, cada día me
extrañan menos estas cosas. Ya me he acostumbrado a que nada me resulte raro.
Para escribir al autor: Marat_44@yahoo.es
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